Entre los estrenos de la escena cubana en el año 2001, cuatro espectáculos memorables recibieron los Premios de la Crítica: Chorus perpetuus, de DanzAbierta, bajo la dirección de Marianela Boán; Bacantes, del Teatro Buendía, dirigido por Flora Lauten; La gaviota, del Teatro El Público, liderado por Carlos Díaz , y El enano en la botella, del Teatro de la Luna, que conduce Raúl Martín. La selección reafirma la certeza de que, a pesar del creciente número de estrenos no aparejados con resultados siempre estimables, entre nosotros el teatro sigue ocupando un espacio vital de confrontación, inteligencia y goce.
El montaje que comento en estas páginas, Chorus perpetuus, es otra muestra de cómo Marianela Boán y DanzAbierta avanzan cada vez más a fondo en un proceso de búsquedas que fusiona géneros y explota recursos diversos hacia un teatro total, esa noción que asumimos sirve, teóricamente, para caracterizar muchas experiencias escénicas, pero que con frecuencia se pervierte, en aras del privilegio de un nivel expresivo en detrimento de los otros.
Un coro de cantantes –originalmente bailarines en su trayectoria devenidos eficaces actores, pero a los cuales, como ya he escrito, prefiero calificar de performers–, interpreta ante el público su repertorio. La música de Mozart, Pergolesi, Moisés Simons, Gershwin, Curiel, o de la propia directora coral y arreglista Nadia Ponjuán, sampleada con virtuosismo por seis bailarines –tres hombres y tres mujeres enlazados por las muñecas con un pulso elástico rojo–, es el lazo de unión y el desencadenante de contradicciones cuando las individualidades pugnan por una expresión propia y discrepan del canto unánime del resto. Unos y otros tratan de hacer por su propia cuenta, cambiando el tiempo de la música, introduciendo una melodía no programada o simplemente guardando silencio.
El colectivo atraviesa sucesivas crisis que tienen que ver con manifestaciones aisladas de alguno de sus miembros. Una cantante casi se desploma rendida por el sueño que la asalta en plena faena artística, ajena al desempeño de los demás y hastiada del aburrimiento; otra prefiere cantar una melodía diferente que la que impone el programa prefijado de la agrupación; en un momento se esboza una división de géneros en dos bandos: femenino y masculino. La tensión entre el individuo y el colectivo estalla cada vez que el grupo trata de detener al rebelde, de impedirle disentir del camino elegido por la mayoría: un coreuta se va y es reducido a la obediencia mientras lo elevan y lo crucifican sobre la masa.
La propuesta elige un camino austero y minimal: sólo están presentes en la escena los actores-bailarines-cantantes –los hombres vestidos de gris y negro, las mujeres de dos tonos de gris–, con sus capacidades para la danza, el canto y la interpretación, sobre un linóleo neutro y rodeados por una cámara negra, la luz y las seis ligaduras. No hay banda sonora ni escenografía corpórea. La expresividad es siempre una construcción creativa que nace de la inteligencia, que trasmuta el concepto en formas corporales o variaciones vocales y que despierta pensamientos, sensaciones y emociones diversas.
Los tensos vínculos entre el individuo y el grupo, la dicotomía entre el ser humano –como el teatro, único e irrepetible– y el variado mosaico de entes que configura la sociedad contemporánea, y la necesidad de compatibilizar sus respectivos intereses, son las ideas que impulsan cada acción dramática, tarareada o traducida al movimiento de los cuerpos que se enredan, avanzan sincopados o deshacen el grupo en lanzadas al aire, desplazamientos a suelo rasante e infinitas combinaciones en solos, dúos, tríos, cuartetos y quintetos que se intercambian y empastan o cruzan melodías y tonos.
En medio del forcejeo entre orden y posibilidad de cambio se van perfilando personajes esbozados con sutileza pero que apuntan a una caracterización dramática, en tanto potencial de contradicciones y diferencias: la intransigente, la conciliadora, la autómata que quiere quedar bien con todos, el apático, el eterno inconforme, el entusiasta. Y la polémica trasciende la armonía de una organización artística para implicar el debate social de más amplio alcance, efectivo tanto para el contexto cubano en el que la unidad, comprometida y voluntaria, ha sido y es factor esencial para la vida de la nación, pero reclama cada vez más un espacio para la diversidad; como para otros contextos, amenazados por el afán homogeneizador de la globalización que diseñan el mercado y los medios. El desenlace es un equilibrio no ingenuo ni socarrón: después de defender sus posiciones y de aprender a tolerarse, a encontrar el punto común por sobre las diferencias, todos volverán a unirse, de voluntad propia, pero sin lazos ni ataduras externas, porque el hombre en solitario no es nada.
En la hora y cuarto de música, danza y actuación de las mejores, se canta y se rapea en español y en inglés y se improvisa, o se simula que se improvisa –en realidad, en solo una de sus salidas del coro, una bailarina recrea libremente con sus gestos, entre las pautas marcadas de inicio y fin, la libertad del acto mismo que ejecuta a nivel del discurso, los otros «escapes» han sido cuidadosamente aprendidos y marcados. El poderoso sentido está dado por la precisión del gesto y los desplazamientos de la coreografía de danza-teatro, en la cual más que el movimiento puro y abstracto de la danza, interesa explorar la expresividad de cada cuerpo y cada rostro, desde las diversas gamas de lo dramático: el histrionismo risueño o la agonía trágica.
La carga conceptual aflora de un entrenamiento basado en las técnicas de soltura y contacto que han guiado la impronta de DanzAbierta, para que la naturalidad pueda sobrevivir bajo el virtuosismo, y lo extraordinario coexista con lo cotidiano. Así, el ser humano, el personaje, la acción dramática, la fábula, la emoción y el argumento se privilegian por sobre el bailarín formalizado. Y la palabra no se soslaya –en El pez de la torre nada en el asfalto, El árbol y el camino, o en el unipersonal de Marianela Blanche Dubois, sus espectáculos anteriores, fue un medio expresivo elocuente–, pero no es pauta obligada ni centro.
La palabra ha pasado a ser aquí simplemente un elemento más, usado con mesura al aparecer en alguno que otro estribillo intercalado en el tarareo de conocidas melodías cubanas e internacionales, y cuando aflora, el discurso lingüístico que revela es lo suficientemente eficaz para capitalizar un instante de atención que hace evocar también infinitas asociaciones. Un coreuta cita el estribillo de un hit de la música popular cubana de ahora mismo y la hilaridad se desata. En medio de la festiva «Vereda tropical» –referente cultural de amplio alcance para cualquier espectador cubano, en la interpretación paradigmática del desaparecido Tito Gómez— los miembros del coro articulan una frase: «¿por qué se fue?», en reclamo directo a uno de los bailarines circunstancialmente ausente, pero que ahonda en un tema dramático en la vida social cubana y en la memoria personal de cada espectador, con repercusiones afectivas, vinculadas con la ideología en el sentido más amplio, a la vez que puede hasta llegar a aludir esa infinita corriente de desplazamientos que impulsa a ciudadanos de cualquier punto del planeta en la búsqueda de mejor suerte.
La riqueza en el uso equilibrado de cada una de las posibilidades de la presencia de excelentes intérpretes: Maylín Castillo, Orialys Hernández, José Antonio Hevia, Grettel Montes de Oca, Julio César Manfugás y Alexander Varona, este último relevado luego por Odwen Beovides, revela también aristas de la cubanía más genuina: la sensualidad y el regodeo erótico, a través del disfrute de saber el placer que puede causar el cuerpo en el otro, o de contactos audaces, que en contextos distintos pueden interpretarse como acoso o agresividad pero que aquí forman parte del modo de ser cotidiano; la esencia mestiza y transculturada de nuestra identidad; la voluntad de «guardar las formas» y la habilidad para generar oportunas máscaras; la disposición festiva y el choteo que nos sirven para superar la precariedad y los malos momentos; el juego deliberado con la multiplicidad de sentidos; la cita popular del pregón en «El manisero», de Moisés Simons, y una raigal vocación colaborativa entre la gente.
La selección musical, de lo sacro a lo más profano, del horizonte sonoro universal al despelote salsero de los salones de La Tropical, tiene su apoteosis en el negro espirituals «Deep river», euforia colectiva, orgasmo de los sentidos con los que el hombre y la mujer, a plenitud, festejan la elección de su camino y provocan en el espectador, destino final y multiplicador, una respuesta activa y catártica, también coral, alborozada y lúdica.