Dos de las experiencias más impresionantes y conmovedoras que he tenido jamás ante obras de arte se produjeron cuando sus componentes estéticos y sociales se fortalecieron en forma mutua. Ambos factores estaban tan bien integrados que esas obras podían considerarse tanto arte como acciones sociales. Pensar en esto hoy me hace aún más consciente de que una razón fundamental en mi atracción por el arte es su potencial múltiple de lidiar con cosas más allá de sí mismo de un modo singular y profundo.
Ambas obras fueron performances. No es que yo sienta una inclinación particular hacia esta manifestación artística, pero sólo las cualidades propias del performance pudieron transmitir el impacto de esas obras específicas: la acción y la experiencia fueron los medios para infundir nueva energía a las cosas. Estos extraordinarios performances, que no se produjeron en centros de arte hegemónicos sino en la desmoronada Habana Vieja, abordaron temas candentes del ámbito cultural, social y político en Cuba. Aún más, tomaron parte activa en ellos. Ambas acciones tuvieron lugar durante la celebración de la Bienal de La Habana, una como suceso alternativo, independiente, y la otra como parte del programa paralelo de la Bienal. La primera se produjo en 1997; la segunda, en 2008. Ambas fueron de Tania Bruguera. Entre ellas hay una década de intensas acciones artísticas que han acreditado a Bruguera como figura de renombre internacional en el arte del performance.
El performance de 1997 se celebró a la caída de la tarde en la casa de la artista, ubicada en un área turbulenta de la Habana Vieja. Desafortunadamente, la única documentación visual disponible de esa acción son las fotos del artista Pedro Abascal. También está la grabación de una reposición presentada por Bruguera. La obra es muy difícil de describir, ya que un aspecto crucial fue el complejo entorno del lugar y la atmósfera que el performance generó a su alrededor. La artista abrió una amplia puerta que rara vez se usa y que conecta directamente su sala con una calle estrecha y un bar de mala muerte que se encuentra justo enfrente. De ese modo, su espacio privado se hizo parte de la intensa y abigarrada vida de la calle. Se quitaron todos los muebles y Estadísticas (1996-1998), una obra de arte compuesta por una bandera de Cuba de doce pies de alto hecha de cabellos humanos -algunos de amigos de la artista que vivían en el país y otros de amigos que acababan de marchar al exilio- colgaba como telón de fondo. La artista estaba de pie mirando a la calle, vestida de blanco, con el cuerpo de un carnero abierto colgando del cuello y dos cuencos de cerámica ante ella. En estado de concentración, Bruguera tomó tierra del cuenco más grande, la humedeció en el más pequeño que contenía agua con sal, hizo bolitas con la tierra y se las comió.
La acción, titulada El peso de la culpa, hacía referencia a una leyenda sobre indígenas cubanos que comían tierra para suicidarse como forma pasiva de resistir a los conquistadores españoles. Llevar el cuerpo de un carnero como una suerte de vestido fue otra referencia a la protección mediante la sumisión. El performance también aludía a un ritual de Pésaj, donde el agua con sal recuerda el sufrimiento y las lágrimas del pueblo judío esclavizado en Egipto. Más importante: «comer tierra» es una expresión cubana que significa sufrir grandes privaciones. El performance se realizó en un período muy crítico en Cuba, después de la caída del patrocinador del país, la Unión Soviética, y en medio de la resistencia del régimen cubano a reinventar su política en respuesta a los nuevos tiempos. Como resultado de ello, el pueblo de Cuba estaba «comiendo tierra».
Y sin embargo, más allá de todas estas referencias y otras indicaciones más íntimas de culpa, sacrificio y entereza, el gesto de esa joven cubana comiendo tierra en La Habana Vieja durante cuarenta y cinco minutos, introduciendo el suelo cubano, la tierra cubana misma en su organismo en un momento crítico, alimentándose de ella o envenenándose con ella, fue tan sincero, tan conmovedoramente inmediato, desgarrador y agudamente rico en significados y sentimientos que era imposible separarlo de un pedazo viviente de la realidad. El cuerpo de la artista fue su propio cuerpo subjetivo, pero ritualizado a la vez en un cuerpo social.
Un significante de importancia para esta experiencia artística fue su escenario. El espacio estaba copado de personas del mundo del arte cubano y visitantes internacionales que se encontraban en Cuba para la Bienal, y también de vecinos, transeúntes, niños, y personas atraídas por un suceso tan inusual, mientras los clientes del bar miraban desde el otro lado de la calle. Había un flujo constante y aleatorio de personas que caminaban por allí o miraban hacia dentro un rato y luego seguían su camino; hasta un perro entró en el espacio y permaneció cerca de la artista. Luego llegó la policía. Una mezcla dinámica y en cambio constante de personas muy diferentes miraba, comentaba, trataba de entender lo que estaba ocurriendo: «¡Dice que todos estamos comiendo tierra!» exclamó un hombre sudoroso, en medio de la aglomeración. El espacio del performance en realidad pasó a ser parte de la calle en lo que podría considerarse una obra de arte público que emanaba de una esfera privada. La situación era vibrante y ruidosa, con gente que exclamaba en voz alta, mientras los sonidos de la calle, del tránsito a las risas, creaban una intensa atmósfera en que se entretejían el performance, el público, el lugar, los sonidos, los olores y el contexto.
El susurro de Tatlin #6 (Versión de La Habana), el performance de 2008, fue una acción participativa realizada en el patio central del Centro Wifredo Lam (la institución que organiza la Bienal de La Habana). En un extremo había un escenario con un podio, dos micrófonos y una enorme cortina de un dorado marrón. El escenario recordaba el utilizado por Fidel Castro para sus discursos. Los micrófonos estaban conectados a un amplificador con bocinas, una de ellas a la entrada del edificio y dirigida hacia la calle. Dos actores, un hombre y una mujer vistiendo uniformes del ejército cubano, se encontraban de pie a cada lado del podio. La mujer sostenía en las manos una paloma blanca. La entrada a este evento era libre, pero a diferencia del público mixto, espontáneo y más popular que presenció El peso de la culpa, el espacio estaba lleno de personas del mundo del arte en Cuba, fundamentalmente artistas jóvenes, estudiantes, escritores y visitantes a la Bienal tanto cubanos como extranjeros. Bruguera entregó al público doscientas cámaras desechables para documentar el evento. Entonces se pidió a la gente que durante un minuto hablara con franqueza en el podio. En otros contextos artísticos, esto no hubiera tenido significación especial. En Cuba fue un suceso histórico: por primera vez en medio siglo se permitía una tribuna pública de libre acceso para que las personas expresaran sus ideas. Así, la obra logró utilizar el campo permisivo del arte para crear un espacio de libertad en un contexto totalitario. El performance fue arte debido a su estructura simbólica y por haber sido catalogado como tal y producirse en un marco artístico. Al mismo tiempo, fue una acción política radical en Cuba. El susurro de Tatlin #6 (Versión de La Habana) llevó al extremo el productivo concepto de Irit Rogoff de «la exposición como ocasión»,1 al tiempo que unía el arte con lo real, como en El peso de la culpa. En su conferencia-performance Acerca de la política, Bruguera ha señalado que «el arte es una plataforma segura desde donde dialogar sobre las ideas políticas e incluso intentar nuevas estructuras políticas».2
La primera persona en subir al podio fue Guadalupe Álvarez, profesora y crítica cubana que desempeñó un papel importante en el llamado Nuevo Arte Cubano apoyándolo y debatiendo sobre él en los años noventa, al tiempo que introducía teorías contemporáneas en la Universidad de La Habana y en el Instituto Superior de Arte, lo que le valió tantos problemas que se vio obligada a renunciar. Al fin abandonó el país y partió a Ecuador, donde todavía vive. La actriz vestida de militar le colocó la paloma blanca en el hombro, alusión evidente a la imagen emblemática de la paloma en el hombro de Castro cuando pronunciaba su primer discurso en La Habana en 1959, después de la victoria revolucionaria contra el dictador Fulgencio Batista. Mientras tanto, el actor vigilaba el tiempo en su reloj. Para sorpresa general, lo único Álvarez hizo en el podio fue llorar, una declaración dolorosa e imponente dadas las referencias del performance, el contexto y su historia personal.
Muchos oradores diversos subieron a la tribuna, recibieron la paloma en el hombro y, si se excedían del minuto de tiempo límite, eran retirados con violencia por el actor «militar». Entre los primeros en hacer uso de la palabra estuvo Yoani Sánchez, una famosa bloguera cubana joven, oficialmente catalogada como disidente política activa, quien abogó por el libre acceso a Internet en el país. El performance creció hasta convertirse en un inesperado y espontáneo mitin político donde se escucharon desde llamados a elecciones libres hasta gritos de «¡Libertad! ¡Libertad!» Los participantes del público se fueron desinhibiendo mientras que, al mismo tiempo, la inquietud por la represión saturó el ambiente con un clima tenso y temeroso. Tal vez la frase que sintetizó el evento fue la de una mujer que dijo desear que un día la libertad de expresión en Cuba no tuviera que ser un performance. De hecho, la obra de arte de Bruguera logró aprovechar los privilegios del arte (aura, tolerancia, atención internacional) para hacer posible lo imposible en Cuba: una tribuna pública libre. El arte creó la oportunidad de acción política abriendo un espacio a la libertad.
Como puede verse, un suceso así es una cuestión mayor, asombrosa en Cuba. Al día siguiente, el Comité Organizador de la Décima Bienal de La Habana publicó una proclama oficial condenando el performance en los términos y el lenguaje más autoritarios. Esa declaración completó el círculo semántico de la obra, dejando ver su impacto político. Pero, como Bruguera también ha afirmado en Acerca de la política, la posición privilegiada de los artistas solo puede existir si personas con verdadero acceso al poder lo permiten.3 ¿Por qué se permitió un proyecto como El susurro de Tatlin’s #6 (Versión de La Habana)? A mi entender, los organizadores de la Bienal, la Seguridad del Estado y otros funcionarios implicados calcularon erróneamente la posibilidad de que las personas reaccionaran con tanta fuerza a la ocasión que facilitó el performance. Es probable que pensaran que la autocensura como resultado del terror atemorizaría a la gente al punto de que no se arriesgarían a hablar y que, en caso de que alguien sobrepasara los límites, su acción se produciría dentro de un contexto artístico reducido. Las autoridades posiblemente creyeron también que el público estaría compuesto principalmente por visitantes internacionales y que algunas expresiones críticas ligeras servirían para proyectar una buena imagen. La artista también tuvo en cuenta la posibilidad de que nadie se atreviera a hablar y concibió su pieza de manera diferente para el caso en que el público permaneciera en silencio. Pensó en el podio desierto como un «monumento al vacío», un monumento a la ausencia de Castro después de cincuenta años de ser una presencia diaria y abrumadora para los cubanos.4 También un podio vacío con dos micrófonos aparece en una pintura famosa de 1968 de Antonia Eiriz, una destacada artista cubana que fue censurada y reaccionó renunciando al arte por el resto de su vida, en una dramática declaración sobre la represión y la libertad. El podio vacío constituía una clara referencia a aquella emblemática pintura cubana y a la historia detrás de ella.
Pero el silencio no se produjo y lo que tomó por sorpresa a las autoridades, y les provocó el mayor disgusto, como cabe deducir del contenido de la declaración oficial, fue la presencia y participación en el performance de personas catalogadas oficialmente como disidentes. Desde mediados de los ochenta, muchos artistas en Cuba han desempeñado un papel crítico, discutiendo con frecuencia la crisis del país de un modo serio y complejo. La mayoría de estos artistas críticos, entre ellos la propia Bruguera, pueden ser considerados disidentes. Sin embargo, hasta El susurro de Tatlin #6 (Versión de La Habana) hubo una división en Cuba entre los artistas críticos y los opositores al régimen quienes, comprometidos en una resistencia política pacífica directa, son calificados como disidentes y «contrarrevolucionarios» y tratados con severidad. Como en el caso de Yoani Sánchez, sus acciones suelen consistir en criticar y denunciar la situación existente en Cuba, algo muy similar a lo que hacen los artistas. Sin embargo, a estos últimos no se les clasifica como disidentes, disfrutan de tolerancia en virtud de ser artistas -muchos de ellos son bien conocidos internacionalmente- y gracias al carácter indirecto y metafórico de la crítica política del arte. Aunque unos pocos artistas como José Ángel Vincench y otros han incluido en sus obras referencias a disidentes políticos cubanos, Bruguera mezcló ambos sectores por primera vez, reuniéndolos para presentar una obra de arte que fue tanto una construcción artística como una verdadera acción política, incluso en el propio carácter de los participantes implicados.
Ahora, al leer mis esfuerzos por describir estos dos performances y, aún más, transmitir la experiencia que tuvimos muchos de los que estábamos en el público, comprendo la dificultad de «leerlos» porque, como diría Judith Butler, esos performances «lograron realidad»: «la imposibilidad de leer significa que el artificio funciona, la aproximación a la realidad parece alcanzada, el cuerpo performativo y el ideal realizado parecen indistinguibles».5 Una fusión tal, procedente del concepto situacionista de supresión y realización del arte como dos condiciones inseparables para superarlo,6 hizo de esos dos performances sucesos extraordinarios que alcanzaron lo que Bruguera había declarado era su objetivo principal: trabajar con la realidad, no con la representación. «Quiero que las personas no la miren [a la obra de arte] sino que estén en ella, a veces sin siquiera saber que es arte.»7 Estar dentro del arte hace difícil leerlo, pero no rememorarlo como el recuerdo de algo que pasa a ser parte de la experiencia vital propia. La artista también ha dicho que desea que su arte sea «una emoción experimentada» y que su documentación no fuesen fotos o videos, sino una «memoria vivida», un arte para ser recordado más que para ser visto.8
El contenido y la acción políticos han sido intrínsecos al arte de Bruguera desde sus inicios. Ella ha sufrido severa censura, como ocurrió con su performance sin título presentado en la Séptima Bienal de La Habana en el año 2000, que duró sólo un día, o, de modo más dramático, con Memorias de la posguerra, el periódico independiente de temas de arte y cultura que publicó en La Habana en 1993-1994 con contribuciones de artistas y autores cubanos y extranjeros.9 En un país sin prensa libre, publicar un periódico clandestino con contenido crítico era y es una acción verdaderamente radical. De algún modo, fue un performance de resistencia debido a la hostilidad oficial, las dificultades prácticas y la falta de recursos para hacer una publicación de mercado negro en Cuba. La publicación trajo a la artista dolorosos problemas y fue prohibida y confiscada después de su segunda edición, al tiempo que algunos cubanos que participaron en el proyecto fueron detenidos o despedidos. Memoria de la Posguerra, obra que la artista considera parte de su «arte de conducta», puede ser considerada también como activismo cultural. Sin embargo, para Bruguera, el verdadero activismo no puede separarse de su práctica artística. Como ha dicho, en estas acciones de performance, el cuerpo performativo «es el cuerpo social».10 En cambio, en performances como El peso de la culpa se invierte el principio, y el cuerpo performativo personifica al cuerpo social.
Bruguera es parte de la orientación crítica típica de las artes cubanas desde mediados de los ochenta hasta hoy. Más allá de su amplia difusión e impacto internacionales, su obra tiene que entenderse desde este contexto. En una inesperada sustitución, la ausencia de sociedad civil, medios de difusión independientes y espacios de debate en Cuba ha sido parcialmente compensada por las artes, que -dentro de una tendencia que comenzó en la plástica- han operado como uno de los muy pocos espacios críticos tolerados hasta ciertos límites. En Cuba, la fórmula es: total control oficial sobre los medios de difusión, libertad limitada en las artes. Esto, por supuesto, responde a la atracción minoritaria de las artes junto a la fuerte presión de la intelectualidad, la solidaridad internacional de que goza y la estrategia del régimen de permitir algo de crítica que pueda funcionar como válvula de escape. De cualquier modo, Cuba ha construido una cultura crítica que ha analizado en profundidad los duros trances del país desde una posición interiorizada, encarando el desplome de su proyecto utópico, el fracaso de las esperanzas sociales que se habían inculcado de modo mesiánico, y la crítica situación del país, entre otros temas apremiantes y de gran relevancia. El activismo político y cultural de Bruguera surge de ese contexto; ella es parte de un movimiento general en la cultura cubana.
La inclinación hacia el disenso político en el arte cubano fue introducida por una nueva generación de artistas que, en los años ochenta, transformó el status quo oficial modernista, centrado en la ideología, nacionalista y conservador de la década anterior, liberando la escena y renovando la cultura del país. Los años ochenta se consideran cada vez más la Edad de Oro del arte cubano, hasta el punto de haberse convertido en un mito. Fue un período de energía artística muy intensa y transformadora, y también de debate conceptual, crítica social y apertura a tendencias internacionales. Prevaleció un arte de ideas, con inclinaciones neoconceptuales y postmodernas. El performance, iniciado a fines de los setenta por Leandro Soto, fue importante en ese momento, al extremo de que Ángel Delgado pasó seis meses en la cárcel por defecar en una inauguración como parte de un performance no anunciado.11 También, en 1984 se inició la Bienal de La Habana, que estableció a la ciudad como el primer espacio donde se exhibía y debatía el arte contemporáneo de África, Asia, el Caribe, América Latina y el Oriente Medio, en un evento pionero en promover la circulación del arte internacional que disfrutamos hoy y crear un espacio mundial de encuentro e intercambio.
En los años noventa, cuando se destacó verdaderamente, Bruguera fue parte de la continuación de ese proceso artístico al que se ha dado en llamar Nuevo Arte Cubano.12 Ella ha reconocido que artistas cubanos de los ochenta como Carlos Cárdenas, Flavio Garciandía, Glexis Novoa, Lázaro Saavedra, José Ángel Toirac y el grupo Arte Calle han sido «la influencia real y más importante» en su obra.13 Es revelador que aquellos que menciona fueron algunos de los artistas más polémicos y de mayor orientación política de los ochenta. También que no se refiera a la repercusión en ella de alguna figura individual ni a una intertextualidad formal o poética, sino más bien a un espíritu general de conectar el arte con la sociedad de un modo real y crítico. Otra fuente fundamental de inspiración fue Ana Mendieta, quien visitó Cuba varias veces en los ochenta y estuvo muy cerca de los nuevos artistas cubanos, sobre los que influyó grandemente.
El efecto de Mendieta en Bruguera fue precedido por la formación de la segunda con Juan Francisco Elso en la Escuela Elemental de Arte en La Habana cuando era muy joven. Este notable artista, que murió en 1988 a la edad de treinta y dos años, fue paradigmático en la inclinación mística y «antropológica»14 de los nuevos artistas cubanos de la primera mitad de los ochenta (José Bedia, Ricardo Brey, Rubén Torres Llorca). Ellos hicieron instalaciones que solían ser instrumentos de una experiencia existencial, utilizando metodologías relacionadas con religiones afrocubanas, y estimularon las dimensiones simbólicas de los materiales. Estas metodologías los ayudaron a codificar discursos artístico-filosóficos de una naturaleza telúrica trascendental, utilizando rituales inventados y simbolismos cuidadosamente estructurados. La conexión con las siluetas y el earth-body art de Mendieta es evidente; en realidad hubo una intertextualidad e intercambio significativos entre ella y esos artistas. Los principales artistas surgidos durante la segunda mitad de los ochenta -la mayoría de los nombrados por Bruguera como su principal influencia- siguieron un enfoque opuesto, crítico y social.
La enseñanza de Elso fue una proyección de su arte. El procuraba activar una experiencia personal creativa en sus discípulos, íntimamente relacionada con la obra que se acaba de describir. La joven Bruguera fue parte de este sentimiento general, y su admiración por Mendieta la llevó a reproducir los performances y obras tierra-cuerpo de la cubano-americana, a desarrollar otras que Mendieta dejó bosquejadas, y a inventar otras más. Esas apropiaciones y reproducciones fueron un homenaje, un modo de hacer que los artistas cubanos más jóvenes -que en aquel momento no sabían quién había sido Mendieta- la conocieran, pero también, y de modo más significativo, fueron un procedimiento vicario para llevar a Ana Mendieta de regreso a su patria, a la cultura cubana, y a la vida.15 Lo que RoseLee Goldberg llamó «las re-performances de Bruguera», que ella consideraba «un enfoque enteramente nuevo en la historia del performance»,16 eran transubstanciaciones artísticas nacidas del enfoque ritualista, místico, típico de Elso y otros artistas cubanos de inicios de los ochenta. Aún más, entrañaban el acto de posesión, el momento litúrgico fundamental de las religiones afrocubanas. La posesión, típica de las religiones tradicionales subsaharianas, consiste en una deidad o espíritu que toma el control del cuerpo de quien le rinde culto, por lo general durante un baile ritual, para venir a este mundo y expresarse. Los re-performances de Bruguera fueron posesiones artístico-religiosas, o estuvieron cargadas de su trasfondo. En el momento que hizo esas apropiaciones, Bruguera no conocía los performances iniciales de Mendieta, que mostraban un feminismo de crítica social más relacionado con la obra posterior de Bruguera. Al descubrirlas en la retrospectiva de Mendieta en el Museo Whitney, ella expresó su preferencia por estas piezas sobre las que había reproducido.17 Por tanto, la artista evolucionó de una poética mística a la acción social, lo inverso del camino de Mendieta.
A fines de los noventa, dos acontecimientos cruciales condicionaron la escena artística de la década en Cuba. Uno fue el retroceso represivo resultado de que el arte político sobrepasó el grado de crítica que el gobierno era capaz de tolerar. El otro fue la diáspora masiva de los artistas de los ochenta, motivada por esta nueva situación y las restricciones legales que obstaculizaban su movimiento internacional. El arte crítico no desapareció, pero la generación de los noventa, a la que pertenece Bruguera, fue en general menos intensa en ese sentido. Bruguera fue transgeneracional: tomó el espíritu político crítico de la generación anterior que había dejado el país y lo desarrolló dentro del nuevo ambiente. Aunque, insisto, en Cuba hubo bastante arte político en los noventa, Bruguera fue la única artista de esa generación que siguió una línea social durante toda su carrera. En 1995 escribí: «Bruguera siempre procura unir la práctica artística con la vida. A veces las obras hacen comentarios sociales, pero siempre se derivan de una perspectiva personal, de un sentimiento íntimo… La dimensión social de su obra no es solo su tema, es también una acción concreta.»18 Ese compromiso temprano ha moldeado la propia naturaleza de su trabajo hasta hoy. De ahí que el enfoque en temas sociales, el «arte de conducta«, el arte que compromete acciones reales, la participación colectiva y la creación por parte del público, el modo de entender la autoría, y otros elementos cruciales de su obra fueron ampliamente desarrollados por Bruguera en términos internacionales a partir del espíritu de los años ochenta en Cuba y sus simientes.
Bruguera comparte su tiempo entre Chicago (donde imparte clases), Cuba y el mundo. Ha sido incluida en las bienales más importantes y goza de amplia demanda internacional. Por ende, es admirable la gran cantidad de energía y dedicación que destina a un lugar como Cuba, lo que no es con frecuencia el caso de artistas de las «periferias» que alcanzan una estatura internacional considerable. La Cátedra Arte de Conducta -un ambicioso programa independiente de talleres sobre «estudios en arte político»19 para artistas jóvenes en La Habana, que se mantuvo seis años con la contribución de importantes artistas, curadores y académicos cubanos y extranjeros- ha sido el principal proyecto de Bruguera desde su inicio en enero de 2003. Su objetivo era crear «un espacio alternativo de formación que se centrara en el debate y el análisis de la conducta social y el entendimiento del arte como una vía para establecer un diálogo con la realidad y la situación cívica actual.»20 La Cátedra fue el único programa de formación en el arte del performance que ha existido en América Latina. Desempeñó un importante papel artístico y educacional en Cuba al ofrecer a los artistas jóvenes la posibilidad de trabajar y estudiar gratuitamente con figuras que iban desde Anri Sala hasta Nicolas Bourriaud, de Boris Groys a Thomas Hirschhorn, de Dora García a Patty Chang, y muchos otros. Bruguera la concibió como una respuesta a la decadencia del Instituto Superior de Arte y a los privilegios de clase usados por algún artista, y se las agenció para establecer y dirigir un espacio alternativo, bien centrado y de máxima calidad. ¿Fue la Cátedra arte o una acción social, educacional y pedagógica muy eficaz, muy necesaria y bien dirigida? Para Bruguera fue «arte de conducta» y como tal se mostró en la séptima Bienal de Kwangju.
En realidad, la pregunta carece de pertinencia puesto que, aparte de desdibujar sus fronteras y romper con morfologías y clasificaciones dadas, una parte considerable del arte contemporáneo se vincula con otras actividades, que en ocasiones incluyen acción social y relaciones personales, o constituye un proceso diversificado que entra en y sale de la esfera artística en algunos momentos y espacios para entrar en y salir de otros. Ciertamente ha habido muchos esfuerzos por evitar la autorrestricción del arte y por concederle mayor importancia cultural y política sin disminuir la complejidad de su discurso. Todas esas estrategias de conectar el arte con la acción política y el activismo social, la educación, la sociología, la sicología, la tecnología, la investigación, las relaciones personales o el chamanismo son posibles, aunque con frecuencia no han podido llegar más allá de la representación. En muchos casos las obras sufren el fatalismo de la fetichización del arte: tienden a ser legitimadas en espacios auráticos restringidos y tradicionales. Peor: a veces cuando los artistas salen al entorno social es sólo para intentar una forma particular de hacer la obra, cuyo destino final predeterminado es la sala de exposición, la publicación o la red, después de haberse documentado para ese fin. Con frecuencia, la documentación suele ser el superobjetivo que opera desde el momento mismo de la concepción del proyecto, y la obra es solo el proceso que conduce a ella. Demasiadas veces la eficacia e implicaciones sociales reales caen al trasfondo, de modo que las obras suelen juzgarse por su excelencia artístico-conceptual y no por su verdadera repercusión en el contexto social donde se desarrollan, impacto que no se mide más allá de la anécdota. La estructura del campo artístico -altamente especializado e intelectualizado-, basada en exposiciones, publicaciones, elites conocedoras, coleccionismo y el mercado del lujo, no se ha desafiado de manera tan radical como parece.21
Al intentar que el arte alcance acciones sociales y políticas verdaderas y necesarias, Bruguera trata de ir más allá de estos manierismos. Se ha mostrado también reacia a exhibir y vender documentación sobre sus performances y prefiere vender el derecho a reproducirlos, acción que pudiera introducir cambios a la obra original según la nueva situación en que se produzca. «Lo que tiene que reproducirse -ha dicho- no es el gesto, ni la imagen que resulta del gesto, sino la implicación del gesto.»22 Esta idea se corresponde con su concepto de la documentación como una memoria viviente, una impresión, un sentimiento que permanece con uno luego de participar en la experiencia del performance. Incluso ejecutó ese concepto en su pieza 46 Días, 46 Performances (2002).
Resulta interesante que Bruguera diste mucho de ser una suerte de artista de la calle o militante política o social. Le preocupa tanto el aspecto social de su obra como la legitimación de su carrera en la mainstream del mundo del arte. Ansía tanto participar en bienales o tener exposiciones en museos como dedicarse a la Cátedra Arte de Conducta. De algún modo, tiende un puente entre ambas partes y hace que una confiera valores a la otra. Esto es cierto incluso en términos prácticos: la Cátedra fue posible debido a sus conexiones internacionales y, a la vez, dio a Bruguera reconocimiento en el mundo del arte. Sin embargo, su «arte de conducta» no suele ser afectadamente artístico, mientras que sus performances más tradicionales y sus performances-instalaciones siempre tienen un contenido social y con frecuencia procuran un objetivo social.
Pudiera parecer exagerado decir que toda la obra de Bruguera es sobre Cuba. Naturalmente, el lugar donde los artistas crecen, reciben su educación e inician sus carreras seguirá siendo el cimiento básico del que surgirá su arte. Pero en el caso de Bruguera, por un lado, gran parte de su obra es temáticamente sobre Cuba, toma de la cultura y la historia de la isla y tiene como objetivo los problemas del país. Por la otra, al abordar temas no relacionados con Cuba, parece como si sus obras estuvieran concebidas y conformadas a partir de sentimientos, posiciones y poéticas cuya base activa fuera la muy compleja y traumática experiencia del artista que vive el fracaso de la utopía en Cuba y su difícil situación. Esto lo reconocemos incluso en obras que pueden verse como una reacción indirecta a la historia de Alemania, como su video-performance-instalación sin título para Documenta 11, o incluso en Responsable del destino (2004), donde tal reacción es muy concreta y evidente.
Aunque la obra de Bruguera es performativa en lugar de «participativa», un componente básico de ella es el establecimiento de terrenos para que las personas participen, interactúen y más aún: para que se expresen, creen y emprendan acción. En los mejores casos, esa generosidad es más que un gesto artístico: satisface, aún cuando de manera parcial o temporal, necesidades reales como la libertad de expresión o la educación artística en Cuba. Pero Bruguera siempre lo hace de un modo polémico, para desafiar y provocar. Hay incluso casos en que el público al que da voz también es engañado, como en Responsable del destino, a fin de que la obra transmita un mensaje crítico sobre la historia y la culpa. En El susurro de Tatlin #5 (2008), la policía montada de Gran Bretaña hostigó al público utilizando técnicas de control de masas. La obra de Bruguera es a un tiempo beligerante y generosa. Se yergue en oposición a la concepción armónica de lo social criticada por Claire Bishop en la estética relacional de Bourriaud, apuntando a una comprensión más confrontacional de las relaciones humanas.23
Notas
- 1 Irit Rogoff, «The Implicated – A Model for the Curatorial?», conferencia de apertura en Rotterdam Dialogues. The Curators, Witte de With, Rotterdam, 5 de marzo de 2009.
- 2 Tania Bruguera. Venecia: La Biennale di Venezia, 2005, p. 155.
- 3 Ibid.
- 4 Tania Bruguera en conversación con el autor en La Habana y luego mediante intercambio de correos electrónicos.
- 5 Judith Butler, «Gender Is Burning. Questions of Appropriation and Subversion«, en Zoya Kocur y Simon Leung (eds.), Theory in Contemporary Art since 1985, Malden, Oxford y Carlton: Blackwell Publishing, 2005, p. 172.
- 6 Guy Debord, La Sociedad del Espectáculo, Valencia: Pre-Textos, 2000, p. 158.
- 7 RoseLee Goldberg y Tania Bruguera, «Interview II«, en Tania Bruguera, op. cit., p. 29.
- 8 Ibid., p. 27.
- 9 Memoria de la Posguerra fue reproducida en Ibid., pp. 62-104.
- 10 Ibid., p. 31
- 11 Glexis Novoa ha recopilado minuciosamente información sobre el performance en Cuba en los años ochenta.
- 12 Sobre este arte, véase Luis Camnitzer, New Art of Cuba, Austin: University of Texas Press, 1994, y Gerardo Mosquera, «El Nuevo Arte Cubano,» en Ales Erjavec (ed.), Postmodernism and the Postsocialist Condition. Politized Art under Late Socialism, Los Ángeles: University of California Press, 2003, pp. 208-246.
- 13 RoseLee Goldberg y Tania Bruguera, «Interview II», en Tania Bruguera, op. cit., pp. 29-31.
- 14 Véase Rachel Weiss (ed.), Por América. La obra de Juan Francisco Elso, México DF: Universidad Nacional Autónoma de México y Dirección General de Artes Plásticas, 2000.
- 15 RoseLee Goldberg y Tania Bruguera, «Interview I», en Tania Bruguera, op. cit., pp. 15-17; Gerardo Mosquera, «Resucitando a Ana Mendieta», Poliéster, v. 4, n. 11, invierno de 1995, pp. 54-55.
- 16 RoseLee Goldberg, «Regarding Ana», en Tania Bruguera, op. cit., p. 8.
- 17 RoseLee Goldberg y Tania Bruguera: «Interview I», ibid., pp. 11-13.
- 18 Gerardo Mosquera, «Resucitando a Ana Mendieta», op. cit., pp. 53-54.
- 19 Estado de Excepción. Arte de Conducta. La Habana: Galería Habana, 2009.
- 20 Ibid.
- 21 Gerardo Mosquera, «Art and Politics: Contradictions, Disjuntives, Possibilities», Brumaria 8,primavera de 2007, pp. 215-219.
- 22 RoseLee Goldberg y Tania Bruguera, «Interview II», en Tania Bruguera, op. cit., p. 19.
- 23 Claire Bishop, «Antagonism and Relational Aesthetics», October, n. 110, otoño de 2004, pp. 51-79.