Una parte importante de las experimentaciones performáticas de las últimas décadas se ha interesado por explorar nuevos tratamientos escénicos de la corporalidad que remiten —directa o indirectamente— a determinados ideologemas sociales caracterizadores de la posmodernidad (posibilidad de cambios físicos; control y manipulación corporal a través de la tecnología biomédica; experimentación genética). Compartiendo —aunque módicamente— alguna de estas preocupaciones, la producción teatral argentina de los últimos veinte años —al menos el sector que suele concebirse a sí mismo como inscripto en dicha perspectiva posmoderna y que la crítica especializada y el público adepto consideran más prestigioso e innovador— parece enfrentarnos con un reacomodamiento estético del cuerpo, que propone una profunda reflexión no solo sobre la teoría y la práctica teatrales y la conflictiva relación que vincula a ambas; sino también —y análogamente— sobre la no menos conflictiva relación entre teatro y sociedad.
En efecto, a partir de una perspectiva básicamente metadiscursiva y de procedimientos y de repertorios temáticos disímiles, dicha producción escénica evidencia preocupaciones estéticas que involucran tanto la práctica escénica como la escritura dramática, a partir del cuestionamiento de los límites y los alcances de los géneros y de las categorías, de sus posibles rupturas, de sus quiebres, de sus fusiones, de sus transformaciones. Sin embargo, a pesar de esta impronta universalista, globalizada y globalizante, difícilmente el nuevo teatro argentino —cuya aparición coincide no casualmente con la reinstauración democrática— pueda concebirse como un discurso artístico del todo ajeno a los siempre conflictivos avatares institucionales y sociales del país, aunque todavía no se haya investigado seriamente acerca de cuál o cuáles son los factores que inciden en el predominio de esta recepción —digamos— política en sentido amplio, que ha signado su devenir histórico.
No obstante esta tendencia emergente, la preocupación política y social que caracterizó al teatro argentino anterior a la reinstaurada democracia no desaparece por completo, sino que se reformulan sus estrategias escriturales y sus alcances ideológicos, especialmente desde fines de los 90. De hecho, el llamado teatro político se reduce actualmente a su mínima expresión, al menos en cuanto al carácter militante que manifestó hasta fines de los 70. En aquella década, los teatristas que lo cultivaban se interesaban menos en la experimentación formal que en comunicar su mensaje antimperialista y, en algunos casos, directamente partidista, ya sea a través de la polémica con las ideas del indispensable adversario, para —implícitamente— persuadir o esclarecer, a un tercero (Verón, 1987), como a través de cierta perspectiva historiográfica revisionista, que proponía un balance entre pasado y presente, en el que las modalizaciones apreciativas y la inteligibilidad de lo analizado se postulaban como fuentes privilegiadas. Un ejemplo de la perduración actual de algunos aspectos de esta modalidad política residual de gesto setentista —desde luego, con diferencias tanto en los campos semánticos abordados como en el objetivo perseguido— es el ciclo Teatroxlaidentidad, auspiciado por las Abuelas de Plaza de Mayo, que se presenta anualmente desde 2001 hasta la actualidad, ciclo en el que se advierten notables similitudes de producción, circulación y recepción con las diferentes versiones de Teatro Abierto, realizadas entre 1981 y 1985.
Puede decirse, en líneas sumamente generales, que durante los 80 y los 90, la palabra pierde, solo en parte, el lugar privilegiado por la tradición, mientras que el cuerpo y el gesto se redimensionan y jerarquizan. En aquellos años, las performances (la Organización Negra, De la Guarda) mostraron cuerpos animalizados, cosificados, deformes y monstruosos, deshumanizados en su desnudez, en sus disfasias, en su minusválida capacidad de verbalización, en sus acrobáticos desafíos del riesgo y las alturas. El resto de los grupos y de los dramaturgos emergentes, por su parte, contaron historias tanto a través de cuerpos de muñecos y maniquíes (periférico de objetos), rígidos simulacros de vida, manipulados y manipuladores, como así también a través de personajes despojados de narrativa personal, de psicología, meros portadores de discursos sin origen ni direccionalidad. El juego circense del cuerpo de los clowns (El Clú del Claun, La Banda de la Risa, los numerosos payasos de performances individuales) buscó, a su vez, desenmascarar imposturas por medio de la desestabilización reveladora de la parodia. El teatro de imagen (a cargo de directores como Javier Margulis, Alberto Félix Alberto) reflejó los dolores y los goces, las perversiones y los placeres que los cuerpos ocultan, mientras que los road-shows o road-plays (las distintas versiones de Fragmentos de una Herótica [sic] (1991), dirigida por Javier Margulis; Abasto en Sangre (1992) de Tony Lenstigi y César Niesanski, entre otras) los exhibieron obscenamente en la crueldad de sus ferias.
Si bien en aquellos años, tanto las denominadas performances en sentido estricto, como el resto de los espectáculos más centrados en el lenguaje verbal, eludían todo tipo de referencia explícita a aspectos coyunturales de la historia argentina de años anteriores, el imaginario de los espectadores tendía a asociar, oblicuamente, tales procedimientos escénicos del orden corporal a los horrores de los sucesos ignominiosos de la dictadura militar, que los cuerpos de los desaparecidos emblematizan dolorosamente. Lo político, cuya especificidad resulta siempre de tan difícil definición en el campo teatral, constituía, entonces, un fenómeno eminentemente pragmático, una función ordenadora de la realidad, un modo de leerla y de interpretarla.
Sin embargo, a casi treinta años del golpe militar, la situación política y social del país ha cambiado, como también lo ha hecho el teatro. Las modalidades asumidas por el compromiso social en el campo teatral parecen transitar en la actualidad por otros carriles, no menos inquietantes en cuanto al tratamiento de la corporalidad, pero sí diferentes en sus postulaciones estéticas y, quizás, en sus diseños ideológicos. Para ejemplificarlo, me referiré, por un lado, a tres propuestas escénicas —digamos— fronterizas con respecto a la tradición teatral de Viví Tellas y, por otro, al Proyecto Filoctetes, intervención urbana a cargo de Emilio García Wehbi.
Con idea y gestión de Viviana Tellas, por entonces directora del Centro de Experimentación Teatral de la Universidad de Buenos Aires, se desarrolló entre 1995 y 2000 el Proyecto Museos. Para ello, se convocó a diferentes directores escénicos a fin de que experimentaran con un museo no artístico a modo de texto teatral. Así, Paco Giménez abordó el Museo de la Policía; Helena Tritek, el Museo de Ciencias Naturales; Pompeyo Audivert, el Museo Histórico Nacional; Rafael Spregelburd, el Museo Penitenciario; Mariana Obersztern, el Museo Odontológico; Miguel Pittier, el Museo del Dinero; Federico León, el Museo Aeronáutico; Eva Halac, el Museo de Telecomunicaciones; Cristian Drut, el Museo Nacional Ferroviario; Emilio García Wehbi, el de la Morgue Judicial; Cristina Banegas, el Museo de Farmacobotánica; Rubén Szuchmacher, el del Ojo; Beatriz Catani, el Museo Criollo de los Corrales; Luciano Suardi, el Museo Tecnológico, y Alejandro Tantanián, el Museo de Armas de la Nación. En los espectáculos resultantes, se privilegió el horror del cuerpo reificado en la exhibición vergonzosa de sus deformidades, de sus anomalías, de su putrefacción cadavérica; se exploraron los rituales de curación y los sentidos menos habituales en la representación escénica como el olfato y el tacto; se provocaron alteraciones de la percepción visual del espectador e, inclusive, se experimentó con la aterradora cosificación que implica la suspensión de la temporalidad y la manipulación de la historicidad que da sentido a la existencia humana.
Siempre interesada en explorar los bordes y sus borramientos (recordemos si no su puesta en escena El precio de un brazo derecho (2000), una investigación sobre el trabajo precarizado, en el que un albañil paraguayo construía en escena una pared real en tiempo real), Viví Tellas, como Directora Ejecutiva del Teatro Sarmiento (sala que forma parte del Complejo Teatral de Buenos Aires, dependiente del área de Cultura del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires) diseñó el Ciclo Biodrama: Sobre la vida de las personas, bajo la consigna inicial —luego, levemente modificada— de contar escénicamente la vida de una persona argentina viva, quien, si el director lo deseaba, podía participar del espectáculo. En los programas de mano de los espectáculos, Tellas señalaba:
En un mundo descartable ¿qué valor tienen nuestras vidas, nuestras experiencias, nuestro tiempo? Biodrama se propone reflexionar sobre esta cuestión. Se trata de investigar cómo los hechos de la vida de cada persona —hechos individuales, singulares, nicos a fin de que experimentaran con un museo no artístico a modo de texto teatral. Así, Paco Giménez abordó el Museo de la Policía; Helena Tritek, el Museo de Ciencias Naturales; Pompeyo Audivert, el Museo Histórico Nacional; Rafael Spregelburd, el Museo Penitenciario; Mariana Obersztern, el Museo Odontológico; Miguel Pittier, el Museo del Dinero; Federico León, el Museo Aeronáutico; Eva Halac, el Museo de Telecomunicaciones; Cristian Drut, el Museo Nacional Ferroviario; Emilio García Wehbi, el de la Morgue Judicial; Cristina Banegas, el Museo de Farmacobotánica; Rubén Szuchmacher, el del Ojo; Beatriz Catani, el Museo Criollo de los Corrales; Luciano Suardi, el Museo Tecnológico, y Alejandro Tantanián, el Museo de Armas de la Nación. En los espectáculos resultantes, se privilegió el horror del cuerpo reificado en la exhibición vergonzosa de sus deformidades, de sus anomalías, de su putrefacción cadavérica; se exploraron los rituales de curación y los sentidos menos habituales en la representación escénica como el olfato y el tacto; se provocaron alteraciones de la percepción visual del espectador e, inclusive, se experimentó con la aterradora cosificación que implica la suspensión de la temporalidad y la manipulación de la historicidad que da sentido a la existencia humana.
Siempre interesada en explorar los bordes y sus borramientos (recordemos si no su puesta en escena El precio de un brazo derecho (2000), una investigación sobre el trabajo precarizado, en el que un albañil paraguayo construía en escena una pared real en tiempo real), Viví Tellas, como Directora Ejecutiva del Teatro Sarmiento (sala que forma parte del Complejo Teatral de Buenos Aires, dependiente del área de Cultura del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires) diseñó el Ciclo Biodrama: Sobre la vida de las personas, bajo la consigna inicial —luego, levemente modificada— de contar escénicamente la vida de una persona argentina viva, quien, si el director lo deseaba, podía participar del espectáculo. En los programas de mano de los espectáculos, Tellas señalaba:
En un mundo descartable ¿qué valor tienen nuestras vidas, nuestras experiencias, nuestro tiempo? Biodrama se propone reflexionar sobre esta cuestión. Se trata de investigar cómo los hechos de la vida de cada persona —hechos individuales, singulares, mi tía (2004) en la que la madre y la tía de Viví Tellas, entre otras cosas, contaban su vida, sus recuerdos, mostraban objetos ligados a su propia historia, y, recientemente, Cozarinsky y su médico (2005), en la que el propio escritor y cineasta, Edgardo Cozarinsky y su médico personal, Alejo Floria, hablan de la larga amistad que los une, de sus gustos personales, de la medicina y, sobre todo, del cine, como pasión compartida. El acceso a los tres espectáculos, que concluían con una especie de buffet-froid temático compartido por público y realizadores, también resultó inusual: en el primer caso, los espectadores debían reservar sus localidades vía correo electrónico; en el segundo y tercero, debían hacerse invitar mediante un llamado telefónico.
Quizás el espectáculo que vincula más estrechamente los tres Proyectos —Museos, Biodramas y Archivos— ideados por Viví Tellas sea Museo Miguel Ángel Boezzio (1998), dirigido por Federico León, sobre la base del Museo Aeronáutico, en el que la lógica conservacionista del museo se invierte radicalmente y pasa a ser memoria de lo vivo. El ex combatiente de la guerra de Malvinas, internado durante años en el Instituto Neuropsiquiátrico Tomás Borda, cuyo nombre da título a la obra, operaba como guía de su propio museo existencial, contaba en primera persona su vida y sus antecedentes (estudios, experiencias como bombero voluntario, su paso como locutor de la radio La Colifata de la citada institución de salud mental) y, a modo de material curricular probatorio, exhibía un profuso archivo documental (fotografías, títulos, diplomas, certificaciones de todo tipo).
Como otro ejemplo, quiero mencionar el Proyecto Filoctetes. Lemnos en Buenos Aires, una intervención urbana realizada el 15 de noviembre de 2002 entre las 7 y las 15 horas, bajo la coordinación de Emilio García Wehbi, en co-producción con el Wiener Festwochen y el Centro Cultural Ricardo Rojas de la Universidad de Buenos Aires. Durante ese lapso, en 23 lugares públicos de la ciudad de Buenos Aires, especialmente elegidos, se colocaron 23 muñecos de látex con vestimenta en posiciones de indefensión, riesgo, daño y en algunos casos entre vómitos o manchas de sangre. La denominación del proyecto —Filoctetes es el arquero griego mencionado en La Ilíada, a quien, camino a Troya, sus compañeros abandonan en la isla de Lemnos a causa de su pie gangrenado por la mordedura de una serpiente— se vuelve una transparente metáfora de la insensibilidad frente al dolor, a la enfermedad, a la muerte inminente. El objetivo fundamental (al menos el explicitado en la declaración de principios del proyecto que ese mismo año se había realizado en Viena) era el estudio de las reacciones frente a los cuerpos de supuestos pordioseros, mendigos o homeless por parte de los desprevenidos transeúntes, ya que la policía y los médicos del servicio de emergencias del Gobierno de la ciudad habían sido previamente informados de la actividad. Dichas reacciones fueron registradas por un total de 60 personas, entre las que se contaban cinco cineastas que filmaron la experiencia y voluntarios convocados entre el estudiantado de las Facultades de Filosofía y Letras y Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires, quienes integraban 23 equipos a cargo de fotografiar el evento, de realizar entrevistas y detallar los incidentes. El material registrado por estos equipos (que puso en relieve reacciones de solidaridad, sorpresa, indiferencia, escándalo, rechazo, indignación, entre los transeúntes, y también de colaboración y violencia policial descontrolada cuya autenticidad era difícilmente comprobable; despliegue exhibicionista de opiniones de médicos y directivos del servicio de ambulancias del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires frente a las cámaras de los medios televisivos que cubrieron el evento) fueron analizados y discutidos en un seminario que se realizó la semana siguiente a la intervención urbana.
Ahora bien, retomemos nuestra hipótesis inicial, la de considerar que el nuevo tratamiento de la corporalidad en tanto manifestación autorreferencial de la escena argentina, opera como un gozne entre la problemática estética y la propiamente social y, por extensión, política. A partir de estos ejemplos mencionados —aunque no analizados en profundidad, ya que ello excedería los límites del presente trabajo—, podemos preguntarnos de qué manera, entonces, la corporalidad —al menos la que se verifica en los ejemplos considerados (cuerpo real ficcionalizado, cuerpo ficcionalmente humanizado, cuerpo objetualizado)— le permite al teatro hablar de sí mismo y, por extensión, del arte y de los artistas, como así también de qué manera le permite hablar de la sociedad en que estas instancias se inscriben.
Desde el punto de vista procedimental, concebidos ya sea como ficciones teatrales tradicionales en espacios no tradicionales, como ámbitos a recorrer libremente o bien como visitas guiadas, los espectáculos del Proyecto Museos revisaron la especificidad de las diferentes instancias del hecho teatral (producción, circulación y recepción) a través de la consideración de la especificidad de la institución museo y de su relación con las formas espectaculares asociadas a él (la instalación, la exposición). El museo, que por definición muestra los objetos conservados de manera permanente —aunque, en algunos casos, no se verifique entre ellos ninguna relación sintáctica o semántica— se transfiguró en espectáculo teatral cuyo ineludible carácter temporario, determinado por su apertura y su clausura y por su homogeneidad conceptual, lo transformó, a su vez, en exposición. De hecho, el “arte de la exposición es hacer hablar a los objetos entre ellos. La exposición es un arte de la secuencia y, por ende, un arte de la narración y de la argumentación. Valoraciones, serialidades, contrastes, comparaciones, desfases, desvíos, rupturas, jerarquizaciones, aceleraciones son sus figuras de estilo…” (Melot, 1996: 231). A diferencia de la ambientación sesentista (un recorrido pleno de sensaciones inesperadas y muchas veces festivas efectuado por el espectador), la instalación concebida en sentido amplio, es decir, como exposición, como muestra de obras de arte, se convierte a su vez en un artificio diegético, en un texto que narra una o muchas historias. Por medio de la secuencia museo/espectáculo teatral/exposición se llega así a la instalación, paradigma estético del fin de siglo por su carácter disolutivo y superador de las formas tradicionales del arte, que es en sí misma una obra integral, única, cuyas partes desaparecen en el todo, creada para un espacio concreto a partir de cierta narrativa visual. La percepción del espectador, que debe elaborar su propio recorrido temporal y espacial, deviene así proceso.
Un archivo, por su parte, es un conjunto de datos, una colección ordenada de documentos públicos y/o privados que supone, básicamente, un recorte temporal y una indefectible descontextualización, pero también supone la siempre latente disponibilidad de la información, que podrá acrecentarse indefinidamente por depósitos, donaciones, adquisiciones voluntarias. Vincular archivo y teatro implica confrontar problemas teóricos y metodológicos comunes: ¿qué y cómo archivar/representar?, ¿qué uso se dará a esos documentos/representaciones?, ¿cómo periodizar sus alcances? A su vez, los títulos de los espectáculos (Mi mamá y mi tía, Tres filósofos con bigotes), a través del borramiento del sujeto enunciador que suponen los deícticos o de la paródica banalización de la marca identitaria, anulan el valor del nombre como lo distintivo del archivo, aquello que permite su individualización y catalogación, y, al mismo tiempo, deconstruyen las instancias fundantes de las nociones tradicionales de representación y ficción.
En los Ciclos Biodrama y Archivos, el matiz auto(bio)gráfico pone en juego los límites entre persona y personaje, entre identidad estable y sujeto cambiante y fragmentario, entre memoria y olvido, entre introspección y exhibición, ficción y realidad. Su eficacia y credibilidad no radica en el carácter auténtico de una supuesta confesión frente a los espectadores, sino de su acuerdo con la retórica y el verosímil convencionalizados por los diferentes modelos de la narración autorreferencial (Trastoy, 2002).
¿Qué clase de teatro es este trance que roza la obscenidad sin tocarla jamás? ¿Cómo llamar a este puñado de rodajas de vida pura? ¿Happening familiar? ¿Neopsicodrama? ¿Autobiografía étnica? ¿Y qué estatuto darle? ¿Es arte? ¿Es ritual privado? […] ¿O se trata acaso de un reality teatral?
Estas son las preguntas que plantea Cecilia Sosa (2004: 4) y que compartimos con respecto a las inquietantes experiencias del ciclo Archivos, que podrían extenderse asimismo a los Biodramas y al proyecto Museos, también cuestionadores del canon y de las definiciones de género. Los datos precisos, los hechos mencionados y su vinculación con las personas/intérpretes que llevan adelante el tenue hilo argumental de la propuesta teatral adquieren indudable valor documental. Más apropiado sería, entonces, considerar la modalidad escénica ideada por Tellas como “presentación documental” o “acto testimonial” (Cornago, 2005: 22 y 23) y no como teatro documental, en la medida en que no pretende ser instrumento de lucha política, ni su temática tiene alcances colectivos, ni la realiza un grupo consolidado de teatristas militantes, ni, menos aún, su producción está desvinculada del patrocinio estatal.
Sin embargo, la metateatralidad de esta triple propuesta complementaria (Museos-Biodrama-Archivos) de Viví Tellas deviene política en sentido amplio, ya que interviene en una discusión en torno del museo convertido en “paradigma clave de las actividades culturales contemporáneas” (Huyssen, 1994: 152).
Tellas pone literalmente en escena los rasgos institucionales promocionados y legitimados que tradicionalmente teatro y museo tienen en común —el placer por la exhibición y la contemplación, por atesorar la memoria y preservar el pasado; la voluntad de democratizar el acceso a los bienes culturales; la voluntad de educar y entretener con métodos no tradicionales—, rasgos positivos que se oponen a otros aspectos habitualmente escamoteados no solo por sus responsables (curadores, teatristas), sino también por las mediaciones legitimadoras (críticos, historiadores): el origen de los objetos mostrados (muchas veces espurio o bien producto de expoliaciones entre las naciones y entre las civilizaciones), el derecho a su exhibición, el ocultamiento de las verdaderas condiciones sociales de acceso a la práctica y al consumo cultural (Bordieu y Darbel, 1969).
¿Hace falta decir hacia dónde va toda esa vida de teatro, hacia qué embalsamamientos fatales? —se pregunta Alan Pauls, (2000: s/n)—. Ese efecto siniestro es la consecuencia del doble vampirismo en el que la experimentación entrelazó teatro y museo. Lugar de acopio y de conservación, el museo nunca estará absuelto del posible castigo que le espera por haber raptado del mundo cada objeto, y ese castigo es que cada objeto vuelva a vivir en algún más allá. Y el teatro, esa celebración de la vida en escena, qué es sino un laboratorio eutanásico que una y otra vez experimenta con una sola materia: las maneras de morir que tienen los cuerpos y las cosas.
Con su proyecto, la realizadora interviene, por un lado, en la resignificación de las tradicionales funciones de los espectadores teatrales y de los asistentes al museo, cuyos deseos —cada vez más atravesados por la lógica de los media— se convierten de deseos escópicos del objeto y de los cuerpos en deseos de participación, de un protagonismo personal que diluye lo ficcional. Por otro lado, Tellas interviene en la actual resignificación de las funciones de los realizadores (curadores, teatristas) no solo en torno del tradicional enfrentamiento entre teatro/museo y vanguardia, sino en cuanto a su responsabilidad en la tendencia a la industrialización (cultural) que afecta al museo y, en menor medida, al teatro. La puesta en escena de estas relaciones básicas entre teatro/museo y entre los receptores-consumidores de lo que ambas instituciones ofrecen se proyecta en términos más amplios, afines a las funciones y a la significación cultural de la curaduría en el mundo de las artes plásticas.
Del mismo modo en que la nueva curaduría no solo abarca tareas antes consideradas no específicas como la crítica, la interpretación y la mediación pública, sino que, en la actualidad, asumen la puesta en circulación —concreta y simbólica— de las colecciones (Huyssen, 1994), en el teatro actual, las funciones de los creadores —actores, directores, autores, productores— se han desdibujado y han perdido su tradicional especificidad. En efecto, al mismo tiempo, la especificidad discursiva de la crítica teatral, ya que se ponen en escena reflexiones teóricas antes limitadas, casi exclusivamente, al ámbito de los estudios académicos en la medida en que, por medio de esta particular actitud curatorial replantea los nuevos alcances de las funciones de curadores y teatristas, como una faceta más de la analogía museo-teatro que funda su triple proyecto.
En la modalidad curatorial que ejerce Viví Tellas —no casualmente egresada de la Escuela Nacional de Bellas Artes— se analogizan otras semejanzas entre colecciones que exhiben museos y salas de arte y práctica teatral. El guión/idea vertebradora de los tres ciclos que aquí consideramos se explicita claramente en programas de mano y en las frecuentes entrevistas que la creadora concede a los medios y a los numerosos investigadores interesados en el tema. Como los realizadores teatrales y como los teatristas, Tellas parte de un texto (que no necesariamente es explícito), de una cierta dramaturgia que orienta el montaje de los respectivos ciclos a modo de discurso en el espacio capaz de generar sentidos; es decir, a modo de propuesta de lectura estructurada en torno de la narración de ideas en imágenes. Como el director de una puesta en escena y como el curador de una muestra, busca que en ese montaje prevalez can estímulos fuertes para guiar la recepción del espectador no solo en cada espectáculo, sino ante el desafío que significa la secuencialidad de esos espectáculos a lo largo del tiempo (cinco temporadas teatrales hasta el momento). Su firma y su estilo se imponen como la marca personal de todo teatristas y de los curadores, actualmente devenidos figuras clave de las muestras a su cargo.
La particular autorreferencialidad constitutiva del triple ciclo de Viví Tellas atañe no solo a la recepción de los espectáculos de sus ciclos teatrales, sino también a la recepción especializada (la crítica, la historia e, inclusive, la teoría teatral) y, al mismo tiempo, parece dar una respuesta política concreta, ya que el hecho de que los eventos considerados hayan sido producciones auspiciadas, generadas, subsidiadas o directamente financiadas por ámbitos oficiales (el Gobierno de la Ciudad y la Universidad de Buenos Aires) no solo pone en evidencia lineamientos estéticos fuertemente experimentales de las políticas culturales de fines de los 90 y de la década siguiente, sino también permite relativizar el supuesto papel innovador que los realizadores teatrales y la crítica especializada atribuyen casi exclusivamente a los espacios no-oficiales (poco adecuadamente llamados teatros independientes), replanteando así, indirectamente, la siempre abierta polémica sobre el rol que cumple y que debería cumplir el Estado en el marco de las actuales perspectivas globalizadoras.
Pero además de todo esto, creo que Viví Tellas avanza en términos éticos y estéticos con respecto a la polémica en torno de la función museal (teatral) en el marco de la cultura posmoderna, en la medida en que su propuesta alcanza exclusivamente los museos no artísticos, los menos valorados o, directamente, los más despreciados socialmente, los que se instalan —por oposición al arte— en la periferia de la cultura argentina.
Finalmente, en cuanto al Proyecto Filoctetes, quedó evidenciado el riesgo de este tipo de experiencias en las que el afán de documentar a partir de un dato falso alcanza cuestionables ribetes éticos hasta resultar socialmente contraproducente: algunos transeúntes se impresionaron y debieron ser atendidos por el servicio médico; otros, los solidarios, se sintieron burlados, estafados y, quizás, su bienintencionada reacción espontánea cambie negativamente ante futuras situaciones similares.
Apenas una rápida confrontación entre las entusiastas declaraciones de su creador, García Wehbi, vertidas en el Manifiesto I y las realizadas tras la evaluación del evento muestran claramente el alcance social de esta experiencia ética y estética y el severo auto-cuestionamiento del propio lugar como artistas efectuado por los realizadores:
El día que realizamos la intervención, los diarios titulan el día con la noticia de un niño muerto por desnutrición. Me siento un estúpido jugando con muñecos. Me veo a mí mismo en los medios y me avergüenzo de ser un parásito hablando de arte. Me preguntan si esta experiencia es arte. No sé, no me importa (Proyecto Filoctetes, 2002: s/nº).
Esta suerte de “teatro antropológico de la mirada moral”, como lo denominó Horacio González (2002: 39), parece preguntarse y preguntarnos qué abismos median entre nuestras intenciones y nuestro accionar real sobre lo social, y también parece preguntarse y preguntarnos, con un guiño platónico, qué arte y qué artistas realmente necesitamos en nuestra compleja y atribulada sociedad.
El nuevo modelo corporal ligado a la subjetividad —digamos— posmoderna, descentrada y múltiple, no será ya el del trabajador disciplinado y sistemático, eslabón de una cadena de productividad, ni el del deportista entrenado para la competitividad, tal como pretendía el proyecto teatral moderno de los grandes maestros del siglo XX, sino el del artista en sí mismo, cuerpo del derroche y la gratuidad de la creación estética, que hace del entrenamiento no un medio para la construcción del personaje y de sus acciones, sino un fin en sí mismo, un modo de vida. Este nuevo modelo somático será también —tal como he tratado de señalar en este trabajo— un cuerpo que, por medio de la permanente resignificación escénica, cuestiona y se auto-cuestiona, al suprimir las tenues fronteras entre los géneros, entre lo individual y lo colectivo, lo público y lo privado, entre presente y pasado, entre las nociones ordenadoras de realidad y ficción. A estos borramientos, que parecen ser rasgos emblemáticos de la estética posmoderna, se suma también el de las tradicionales oposiciones entre racionalidad e irracionalidad, cognición y emoción, reflexión y sensación, humano y no-humano, humano y animal. A través de tales estrategias escriturales —dramatúrgicas y escénicas— que comprometen no solo la corporalidad del actor, sino también, y fundamentalmente, la de los espectadores, el teatro argentino reciente construye así un imaginario alejado de la coyuntura política inmediata, característica del teatro de intención política propio de décadas anteriores. La politicidad de la escena setentista estaba guiada, en efecto, por un propósito esencialmente didáctico, ya que en ella se formulaban principios con pretensión de universalidad y se realizaba —directa o indirectamente— una exposición prescriptiva referida a las reglas y a los comportamientos que debían seguirse en torno de temas vinculados a determinadas construcciones utópicas. Esto suponía la idea rectora de que la realidad existía fuera de la escena y que era representable y modificable. Por el contrario, el peculiar tratamiento escénico de la corporalidad —al menos desde nuestra perspectiva de análisis y en los ejemplos considerados— mediatiza la realidad, hasta anularla, hasta volverla simulacro. Se plantea así una nueva perspectiva de politicidad, un gozne, un punto de fuga ética y estéticamente productivo entre teatro y sociedad.
Este nuevo cuerpo teatral, soporte material de la subjetividad posmoderna, al oscilar inquietantemente entre la verdad y el simulacro, genera un teatro que se autopostula como sujeto que conoce, que busca conocer, y, al mismo tiempo, como objeto de conocimiento; un teatro que se analiza a sí mismo y, simultánea y especularmente, analiza al observador/receptor, convertido en objeto de observación y de estudio para quienes habitan la escena. Imbuido de este modo de una nueva perspectiva social de alcances políticos en sentido amplio, el teatro argentino de los últimos años —aunque menos atravesado que el europeo por la sofisticación de las nuevas tecnologías— impulsa al espectador a pensarse, a reflexionar sobre su propia corporalidad, sobre sus formas y hábitos perceptivos, sobre sus gustos adquiridos e impuestos, sobre su manera de vincularse emocional y críticamente con el teatro y, a través del teatro, con el arte en sí mismo.
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Beatriz Trastoy es docente e investigadora de la Facultad de Filosofía y Letras (UBA). Ha publicado Teatro autobiográfico. Los unipersonales de los 80 y 90 en la escena argentina (2002), y, en colaboración con Perla Zayas de Lima, Los lenguajes no verbales en el teatro argentino (1997) y Lenguajes escénicos (2006). Es directora de telondefondo, Revista de Teoría y Crítica Teatral (www.telondefondo.org).