El problema de hoy en día es que nadie se da por aludido de nada. Y esto es el fin de la política, lo más apolítico que existe. Fernando Renjifo, Homo politicus, v. Madrid

¿Quién resistiría una historia de los cuerpos? Angélica Liddell (2007: 67).

 

Las relaciones entre el cuerpo y la sociedad no han dejado de cambiar a lo largo de la historia. Cada cultura determina un modo de entender el cuerpo y su lugar de cara al espacio público. Frente a épocas en las que el cuerpo apenas tuvo visibilidad, la sociedad de los medios es también, paradójicamente, la sociedad de los cuerpos, una sociedad de cuerpos sin cuerpo, cuerpos convertidos en imagen que viajan a la velocidad de Internet; cuerpos puestos en escena, construidos para seducir, para ser vistos, cuerpos perfectos, operados, deformes o arruinados; cuerpos sin vida o cuerpos desaparecidos, cuerpos excluidos o cuerpos que no importan, como dice Judith Butler (1993). La multiplicación de los cuerpos en la cultura de la imagen ha hecho menos visible el espacio social, que ha quedado revestido por lo privado, diluyendo los límites entre uno y otro. Ante esta situación el cuerpo se presenta como garantía de un reducto último desde el que volver a pensar lo esencial del yo, su condición humana, pero también su dimensión política; el cuerpo como garantía de lo más concreto, de una verdad —«El cuerpo es lo único que produce la verdad», como se dice insistentemente en Perro muerto en tintorería (Liddell 2007: 67)— a la vez que «objeto de intervenciones políticas». Desde los espacios naturales del yo-actúo, desde su cuerpo biológico y la reflexión sobre la muerte, las enfermedades o los deseos, recuperando mundos marginales como los de los viejos, los niños o los animales, se construye una mirada que trata de repensar los contornos de lo político, no ya desde un afuera de la escena de la representación imposible de alcanzar —como se quiso hacer hasta los años sesenta tratando de oponer lo racional a lo irracional, el pensamiento al cuerpo—, sino desde el centro menos visible de esa representación, el yo personal, el cuerpo convertido en acción y encuentro con el otro. La ampliación de lo público y lo espectacular a toda la realidad obliga a entender de otro modo las relaciones entre el afuera y el adentro de la representación o de la historia, y por tanto también el modo de proponer el pensamiento político. «El espectáculo está unificado y a la vez es difuso, de modo tal que es imposible distinguir lo interior de lo exterior, lo natural de lo social, lo privado de lo público», afirman Hardt y Negri (2000: 171). La concepción política de lo público se ha universalizado, pero con ello ha perdido también realidad; se ha transformado en imagen, en espacio virtual de actuación. «El fin de lo exterior —concluyen los autores de Imperio— es el fin de la política liberal».

La historia de las prácticas escénicas es también una historia de las relaciones entre el cuerpo y la sociedad. En una época en que ya no hay retóricas que definan de manera previa las reglas del arte, es cada creador el que define el modo de entender el cuerpo, su relación con la palabra, la acción o el público, es decir, su relación con lo social. La escena contemporánea ha convertido esta relación en un espacio de tensiones desde el que se trata de recuperar el cuerpo como un modo de pensar y estar frente al otro, es decir, como puesta en escena y actuación de una postura ética. Volver a hacer visible el espacio social, mirado desde el cuerpo, sin que uno se confunda con otro, obliga a hablar de una política en primera persona, una política del yo-actúo que se manifiesta desde un espacio menor, de proximidad. Los compromisos con ideologías, partidos e instituciones sirvieron para articular la historia de la mayor parte del siglo pasado; de esos contextos reciben también su identidad numerosos grupos teatrales de los años sesenta y setenta. El fin de siglo y comienzo del dos mil se construye desde otro tipo de compromisos, desde lo mínimo del propio cuerpo; una política en tono menor que comienza por el yo. La ética remite a un espacio de proximidades, del yo frente al tú, una confrontación personal con el otro en la que el espacio de lo privado queda ligado a lo social. Esta relación fundamental yo-tú se ha convertido también en paradigma de comunicación y estrategia de consumo en una cultura dominada por la televisión y las comunicaciones por ordenador. A este tono personal acude la escena artística para repensar la relación con el otro y con la historia. La falta de honestidad no es una característica exclusiva de la vida política de las últimas décadas, sin embargo, se ha convertido en un tema recurrente, como si el vacío dejado por los debates ideológicos que en otro momento llenaron los espacios sociales hubiera dejado paso a estadísticas sobre el comportamiento ético y la transparencia de las instituciones, entre las que la política y la policía destacan como las más corruptas, curiosamente las más definidas por su servicio a los demás.1 Desde los primeros años noventa el escenario político en España ha estado marcado también por los casos de corrupción que acabaron con el gobierno socialista, y más recientemente por las mentiras con las que el Partido Popular trató de conservar el poder.

La palabra «mentira» se introduce en la escena política hasta hacerse característica del hombre público como personaje cínico por excelencia. En una sociedad en la que nadie espera demasiado del comportamiento ético del otro, sobre todo si se trata de representantes públicos, el interés por los argumentos éticos y el análisis de los comportamientos personales puede ser entendido como una reacción a este paisaje de fondo, en el que las ideologías de partido como corporaciones institucionales han dejado de funcionar. Este revisionismo ético alcanza también a los escenarios artísticos. Ahora bien, lo que aquí queremos destacar no es solamente la ética exterior a la obra, es decir, la ética personal de sus creadores, como tampoco el contexto político que rodea a los modos de producción y distribución, sino en primer lugar un discurso ético que se genera desde el interior de la propia obra. La obra pone en escena la actitud personal de los artistas, la consideración que éstos tienen del trabajo que están realizando, de su condición de creadores y su relación con el entorno social y político; lo cual no quiere decir que otro tipo de obras sean menos éticas. Lo significativo es esta necesidad de mostrar una postura de carácter ético, en función de la cual se construye la obra. Esto hace que el tono confesional, que finalmente define el hecho artístico, se acentúe. Si ya no se trata de la construcción de un personaje de ficción, sin embargo, sí se busca la expresión de una actitud, de una determinada manera de estar (en escena), un personaje/lugar escénico que implica un modo de relacionarse con el otro, de posicionarse frente al mundo exterior. Esto implica la búsqueda de un tipo de comunicación que funciona en una relación proximidad, una relación de verdad que pasa por lo inmediato, la confrontación y el cara a cara con el público. Las condiciones materiales de la producción artística, el dinero que ha costado la obra, la razón de ser del hecho artístico, y con ello la puesta en juicio del rol del artista tienen que ver con este personaje ético del yo-actúo.

En la propuesta de Roger Bernat (2006) de considerar el teatro como una especie de clínica social, se insiste en la importancia de mostrar, entre las reglas sociales que regulan ese 1 Véase la noticia de la Agencia Efe «El mundo, cada vez más corrupto», publicada en ELPAÍS.com (6.12.2007). espacio, las condiciones económicas que lo sostienen, mostrar «el hecho teatral en cuanto inserto en el orden económico de la sociedad». No debe extrañarnos, pues, que a partir del dos mil en más de una obra se desarrolla un discurso explícito sobre el contexto material y los motivos reales —pragmáticos— del trabajo que el espectador está presenciando, comenzando por el propio Bernat, quien en su página web incluye los presupuestos de sus obras. En La historia de Ronald, el payaso de McDonald´s (2002), mientras que Juan Loriente parece asfixiarse, torturado por sus dos compañeros de escena, se lee en pantalla un texto que le recuerda al espectador que ese actor va a cobrar por hacer eso, y entre medias se cruzan referencias a aquellos años sesenta y setenta, al Performance art, Fluxus o el Happening, a Grotowski, Bob Wilson, Pina Bausch, e incluso a Goya, para terminar afirmando: «Todos cobraron, piénsatelo. / Todos estaban pagados. / Todos. / Yo no me creo nada». Al mismo tiempo se cita Auschwitz, los cuerpos y la memoria de un lugar de exterminio, o a los dictadores responsables de los desaparecidos durante el Proceso Militar en Argentina, para terminar con la siguiente reflexión: ¿Te acuerdas del teatro? ¿Qué sentido tiene? ¿Y qué sentido tiene, en general, todo esto? Cobrar. Hasta los 25, te crees artista. A partir de los 26, necesitas dinero a diario. Y a los 27, ya fracasaste. Y haces de todo, sólo que a medio gas. Se retoma así un debate sobre la realidad del arte, su verdad y su mentira, que ha acompañado toda la modernidad artística. La diferencia con respecto a otras épocas, es que ahora este debate se plantea ya como punto de partida, un estadio asimilado cuyas posibles vías de salida no son fáciles de encontrar, ni siquiera de pensar. Frente a los tiempos de las utopías y la creencia en grandes revoluciones sociales o artísticas, el creador debe conformarse con constatar y denunciar, desde su propio yo personal, un estado de la cuestión en torno al arte, y las contradicciones (personales) puestas ahora en escena que ello conlleva; frente a las políticas de lo mayor, se abre un tiempo de éticas de lo menor, éticas del yo que comienzan hablando en primera persona. En un registro igualmente extremo, tanto conceptual como físicamente, Amaranto plantea en Four mouvements for survival (2007) una suerte de concurso televisivo de supervivencia donde el público debe decidir quién se salvará. En la escena final, Àngels Ciscar debe responder a un cuestionario sobre sus motivaciones reales para hacer lo que está haciendo, si se trata de ganas de exhibirse, de decirle a los demás cuál es la verdad de las cosas, deseos de arreglar el mundo…: ¿Eres una artista que cree que puede cambiar el mundo? ¿Eres un ser con ideas excepcionales digna de ser escuchada? ¿Entonces por qué te estamos escuchando? ¿Es útil vuestra obra? ¿A quién le interesa? ¿El que quiere concienciarse no se ha planteado todo esto ya? ¿Es útil concienciar a los que ya están concienciados? ¿Es necesaria vuestra obra? ¿Cuánto ha costado realizarla? ¿Es necesario ese gasto? ¿A quién beneficia todo ese esfuerzo? ¿Es necesario vuestro beneficio para la sociedad?2 La obra costó 35.000 euros, responde la concursante. El espectáculo acaba con un vídeo en el que se pregunta a distintos artistas, consagrados y de calle, jóvenes y adaptados, sobre su consideración del arte y los motivos para hacerlo. La cuestión última que late detrás de todo esto queda resaltada por el hecho de que la obra haya sido coproducida por un teatro público con el Teatre Lliure: «¿Qué utilidad tiene representar un teatro social comprometido en un espacio teatral con una programación estable donde el público sabe exactamente lo que va a ver?» Perro muerto en tintorería (2007), presentado en el Teatro Valle-Inclán del Centro Dramático Nacional, se abre planteando abiertamente la contradicción que supone criticar al sistema cuando es el propio sistema el que te paga; o en términos más concretos, hablar en contra del teatro cuando es el propio teatro nacional el que te paga para hacerlo. La figura del actor a través de la historia, pagado para entretener a su público, adquiere una dimensión simbólica como personificación del lugar del artista frente a la sociedad: 2 Texto de Lidia González Zoilo, perteneciente a la Trilogía del sofá (teorías de andar por casa para no volverse loco). 3. La muerte. Segundo: entre el Puto actor y el amo jamás hay transferencia de poder ni de clase social. La libertad para decir lo que uno piensa Es insignificante comparada con la libertad Para comprar lo que uno desea. Tercero: el objetivo principal del Puto actor es el entretenimiento. (Liddell 2007: 51)

En una atmósfera más intimista Elisa Gálvez y Juan Úbeda comienzan Trece años sin aceitunas (2007) con una subasta pública de cada una de las acciones de que consta la obra, para terminar subastando la obra completa y, finalmente, cada uno de los objetos que se van a utilizar, como una silla o un nido de golondrinas, incluyendo la propia sala, los asientos o la barra del bar situado en el vestíbulo de El Canto de la Cabra, de Madrid. Una representación de esta obra en gira cuesta 6.000 euros; ése es el precio de lo que el espectador está viendo. También los textos de Juan Domínguez, Marta Galán y Fernando Renjifo, ya desde su presentación por escrito, dejan ver de uno u otro modo este marco exterior que liga más estrechamente la obra a su contexto material, al momento en el que ocurrió, como si el creador tuviera la necesidad de subrayar esas marcas de presente, que son también sus marcas políticas, de compromiso con su tiempo. En el caso de The Application todo el contexto de la producción material es mostrado, no sin ciertas dosis de humor —que Sehgal en el ensayo sobre la obra califica de español—, como el último y verdadero drama de la escena, el drama de su financiación. Por su parte, Marta Galán incorpora el año de las obras en el título, y los datos de producción que encabezan cada texto se amplían en las introducciones previas, donde se alude a los contextos de creación de cada trabajo. Todo esto se completa con cifras más precisas, aunque ya fuera propiamente del texto, en la conversación, que no deja de ser una introducción más a la obra. En Homo politicus, además de incluirse como parte del texto los datos de representación, el asunto de la producción vuelve a tomar protagonismo, aunque de un modo distinto, al aparecer directamente en escena como expresión de rechazo de la propia compañía a la institución que había concedido 12.000 euros de subvención a la obra. Como explica Renjifo en «El largo viaje de Homo politicus», la primera edición de Homo politicus coincide con el escándalo de la Asamblea de Madrid en 2003: dos diputados del Partido Socialista se ausentan el día de la votación, dando así la victoria al Partido Popular. Un año después tuvo lugar el atentado terrorista en la estación de Atocha y la tergiversación de la información sobre el atentado con el propósito nuevamente por parte de este mismo Partido de conservar el poder, aunque ahora a nivel nacional. Una vez estrenada la obra el director confiesa, también públicamente, en una de las intervenciones metateatrales que se intercalan a lo largo de la actuación, la vergüenza que sienten los integrantes del grupo por estar haciendo una obra con una subvención de la Comunidad de Madrid, gobernada por este Partido.

Uno de los actos que identifica todo el proyecto de Homo politicus es el de desnudarse. Al comienzo de la edición de Madrid y México los actores están sentados entre el público, y antes de iniciar la primera acción se desvisten. En el caso de Río de Janeiro los actores esperan al público ya desnudos, tumbados en el suelo, como cuerpos que los espectadores deben esquivar para llegar a los asientos. En todos los casos el modo de quitarse la ropa, acorde con la actitud con la que se disponen a realizar cada una de las acciones, expresa un tipo de conciencia del actor frente a lo que va a hacer, una voluntad de querer hacerlo y una responsabilidad hacia ese acto, como dice el autor: «a mí lo que más me importa, y en este proceso en concreto, es que los actores sean muy conscientes de lo que hacen»,3 lo cual ayuda a entender la declaración sobre la procedencia de la subvención para producir la obra. Con un ritmo comparable al que ha desarrollado Carlos Marquerie, el actor realiza su acción en un tono de neutralidad que no deja de tener, sin embargo, un cierto aire ceremonial, la ceremonia de lo íntimo, de la verdad cotidiana de uno mismo. Este acto de desnudarse adquiere una dimensión simbólica, casi a modo de manifiesto ético, pero también estético, que responde a un deseo de llegar a un tipo de comunicación guiado en primer lugar por una actitud de honestidad, una actitud que se muestra abiertamente, con la máxima transparencia. La presencia desnuda de una persona frente a otra, el cara a cara físico, buscando un tono de humanidad, es la situación básica sobre la que gira Homo politicus. Esta situación se subraya en un espacio de actuación que se mantiene vacío y sólo es ocupado durante el tiempo que dura cada acción. Después de cada acción el actor vuelve a ocupar su sitio, entre los espectadores, y el espacio queda 3 Entrevista personal realizada en Madrid el 14 de marzo de 2007. nuevamente vacío, como invitando al hecho de la actuación, aún antes de que se lleve a cabo.

El espacio de la acción se hace así presente, citado escénicamente, como una posibilidad —de actuación— sobre la que se levanta un interrogante: qué significa actuar, qué implica ocupar ese espacio y hacer algo en él; parafraseando la idea de Godard, una de las referencias artísticas del director, sobre la imagen, no se trataría de una acción justa, sino justo de una acción. El ritmo pausado con el que se suceden las acciones, la cercanía entre intérpretes y público, que no excluye un cuidado juego de distancias, y la atmósfera de serenidad con la que todo transcurre, resaltan esta situación de encuentro y confrontación, de exposición (física) y mirada de cerca. Lo primero que cada uno de estos cuerpos dice es un «yo-actúo», expresado físicamente, en primera persona, a través del hecho de levantarse, desnudarse y dirigirse al lugar donde se va a realizar la acción, para regresar luego de realizarla al sitio donde estaba al comienzo. Desde este nivel de conciencia la escena focaliza un debate que sólo alude al yo en la medida en que éste se encuentra frente a un tú, que a su vez forma parte de un vosotros. El eje nosotros-vosotros, o yo-tú, es el planteamiento de comunicación del homo politicus, en un sentido antropológico. Los diálogos de contrarios que se suceden en la obra marcan un tono característico, aunque van siendo menos utilizados en cada edición a medida que la palabra cede espacio al cuerpo. Estos diálogos, convertidos ya casi en monólogos en la versión de Río de Janeiro, se desarrollan con los actores en sus asientos, dispuestos generalmente en hileras enfrentadas. Con un extraño tono de cotidianeidad que roza en ocasiones lo lúdico se discuten diferentes sentidos o posibilidades para una situación o acción, y las consecuencias si ésta fuera de otro modo. Lo interesante es que muchas de estas apreciaciones, que subrayan la apertura de sentidos para un mismo hecho, avanzan en términos de ellos y nosotros, de público y actores, sobre una acción incluso aparentemente tan arbitraria como la de tocar el piano, que aparece en la edición de México: Yo ya he hecho las averiguaciones y el público lo que quiere es que deje de tocar Yo ya he hecho las averiguaciones y el público lo que quiere es que siga tocando El público ha cambiado de opinión El público simplemente se ha acostumbrado ya al pianista El pianista se ha ganado al público […] El público está de acuerdo El público es unánime, nadie se ha ido El público no está dividido En otras escenas también recurrentes en la versión de Madrid y México los actores delimitan con tiza un sector del escenario, a partir del cual se crea un conflicto (espacial) fácil de trasladar a la realidad política; en otros casos no es necesario la tiza, vale con formar un muro humano contra el que choca cada vez más fuerte un actor que intenta traspasar la barrera hasta llegar al agotamiento. Las «antropometrías», en referencia a las acciones de Yves Klein en Fluxus a comienzos de los sesenta, y los actores tratando de medir con sus cuerpos lo ancho y alto del espacio (de actuación), su lugar frente al mundo, son otros modos de hacer visible esta dimensión espacial que está en la base de lo político. La reflexión sobre la dimensión pública del hombre es uno de los temas sobre los que gira Homo politicus, una pregunta que recupera su complejidad cuando se la rescata del ámbito institucional para situarla en ese espacio público y privado al mismo tiempo que Bauman identifica con el agora, un espacio de duda y reflexión en torno a la necesidad de actuar con el otro. «Esto no es teatro / Esto no es música / Qué tiene que ver esto con la política / Esto parece música conceptual / Esto no tiene concepto» son las primeras impresiones que se intercambian los actores, sentados entre el público, en Homo politicus, v. México.

La idea que impulsa el proyecto de Renjifo es pensar lo político desde la medida del individuo, hacerlo descender de las altas esferas al ámbito del yo, recuperar ese espacio de acción desde el yo desnudo, cara a cara con el otro. Esto explica ese recorrido de la trilogía del cuestionamiento de la política, con referencias explícitas hasta posiciones menos referenciales en busca de un espacio previo de lo ético que va teniendo más cuerpo y menos palabra: cuando hablamos de política inconscientemente estamos hablando de algo que está por encima de nosotros, nos sentimos muy granitos de arena; supone un alejamiento, una traslación, el descubrir que lo político empieza y termina en el terreno de la ética, quiere decir que empieza y termina en mí.4 La filosofía del diálogo desarrollada por pensadores como Martin Buber o Emmanuel Lévinas se centra en el análisis de esta relación fundamental del yo frente al tú. Esta filosofía entronca con la tradición judía, en la que el hombre se 4 Entrevista personal realizada en Madrid el 14 de marzo de 2007. define a partir de su confrontación con una fuerza trascendental que supera al individuo. Esta situación fundamental, aplicada en un contexto secularizado, es recuperada en las últimas décadas a raíz de la necesidad de pensar al otro, al extraño, al inmigrante, cuya presencia se ha multiplicado en la sociedad global. De esta suerte, en el contexto de la denominada «posmodernidad» el pensamiento de la ética cobra una significativa actualidad (Bauman, 1993; González R. Arnaiz, 2002). Frente a la tradición occidental, ligada a una filosofía del sujeto y el conocimiento, en última instancia —siguiendo a Nietzsche— a un pensamiento de poder —un aspecto en el que se insiste en Perro muerto en tintorería—, Lévinas señala la tradición judía, emparentada a su vez con la tradición oriental, como punto de partida de una filosofía que no se basa en un yo movido por un deseo de conocimiento, de identificación de lo que es distinto, de representación, sino un yo cuyo sentido le viene dado de su confrontación permanente con ese otro que simboliza lo desconocido; un otro que no tiene que ser un Dios, pero sí un otro físico y cercano, que está ahí delante y al que se llega de manera sensible, sin dejar de remitir a un espacio de alteridad. Lévinas propone la ética como algo previo a la ontología. Antes del ser-conel- otro de Heidegger, un ser que se piensa a sí mismo como totalidad, se encuentra el ser-para-el-otro, en el que el yo sólo es en la medida en que se presenta frente al tú: «El Deseo del Otro que vivimos en la más trivial experiencia social es el movimiento fundamental, la pura transportación, la orientación absoluta, el sentido» (Lévinas 1972: 56). Esta relación tiene dos características esenciales: un sentimiento infinito de responsabilidad del yo frente al tú, y la condición física, es decir, emocional y sensible de este encuentro. En cuanto a lo primero, el sentimiento de deuda no se agota nunca; es a través de él que el ser se construye, crece y se piensa como ser humano. Esto define un espacio de proximidades en tensión, una confrontación que nunca va a ser simétrica ni correspondida, que no se cierra sobre una unidad o alcanza un acuerdo que resuelva la tensión, porque al yo siempre le queda la duda de no haber hecho lo suficiente frente al prójimo. Sólo posteriormente, en un espacio ya regulado por normas morales y leyes penales, se termina de resolver esta situación, para pasar a otro espacio donde queda sancionando lo que cada uno le debe moral y legalmente al otro; pero no éticamente, éticamente el yo nunca termina de saldar su deuda con aquel que se encuentra delante: «Ser Yo significa, por lo tanto —dice Lévinas (1972: 62)—, no poder sustraerse a la responsabilidad». Es en este momento posterior, de la representación (social), que el yo ético pasa a ser un yo social y en última instancia político. En este sentido diferencia Martin Buber (1962) dos parejas de palabras básicas: la primera —yo-tú— responde a un encuentro todavía abierto, en tensión, no resuelto; la segunda —yo-eso— a un deseo de identificación que transforma al tú en objeto de una mirada, es decir, en parte de una representación. Lo social se construye en este segundo nivel, en el nivel de las identificaciones, las representaciones y la ordenación jerárquica. Sin el yo-eso no se podría vivir, pues el sentido de supervivencia social pasa por ese nivel de comunicación, «pero quien sólo vive con el eso —afirma Buber (1962: 28)—no es un ser humano».

El mundo es doble según sea la actitud del hombre, continúa el filósofo. Esa situación previa define un momento esencialmente escénico de encuentro con un tú que nunca va a dejar de ser el otro. Lo primero que se percibe del tú es su rostro y una mirada que se transforma en interrogante para quien se acerca a ella. Frente a la mirada del otro nace ese sentimiento de responsabilidad. La escena se abre a este acto de confrontación previo a la construcción de las identidades, a partir de las cuales se sancionan deberes y obligaciones. Es en este momento inmediatamente posterior que el rostro del otro pasa a ser una careta, se convierte en personaje y comienza el juego de la representación, de ocultar y dejar ver, el juego de poder que implica la comunicación unidireccional de la que habla Juan Domínguez con sus actores en The Application.

El encuentro primero no define una situación de conocimiento, es decir, de representación, es un contacto eminentemente físico que sólo fluye a través de lo sensible; detrás del rostro sólo hay una pregunta, la posibilidad de un sentido sobre el que se construye el yo. No se trata, por tanto, tampoco de una abstracción, sino de una situación perfectamente singular: «La unicidad del Yo es el hecho de que nadie puede responder en mi lugar» (Lévinas 1972: 62). De ahí su reproche al Dasein de Heidegger, porque el Dasein nunca pasa hambre (en Critschley 1963: 11). El yo ético es en primer lugar un yo físico, que percibe, siente y sufre, que se vincula al otro a través de la comunicación sensible, previa al pensamiento racional. Focalizando esta presencia física singular la escena, teatral o social, apunta a una repersonalización del encuentro con el otro, en donde se destaca esta situación básica del yo-tú como relación nuclear para repensar el edificio posterior de la política. El pensamiento de Lévinas, según expone González R. Arnaiz (2002: 11), recupera el sentido de lo humano de su encerramiento en el Ser como totalidad, de su reducción a una estructura fija o sistema objetivado; de manera paralela la comunicación escénica contemporánea se proyecta sobre el otro, se rompe como totalidad, como estructura cerrada sobre sí misma, para construirse como sistema de tensiones que sólo existe a partir de lo que se le escapa, de la presencia del otro, de un tú sobre el que se quiere levantar una realidad (escénica) cuya mayor virtud es su inestabilidad, su deseo del otro. La búsqueda de ese otro, que da sentido a ese yo-actúo, físico, desnudo, recorre los escenarios a medida que avanzan los años noventa. Se describe así un movimiento de apertura que llega a ir en contra de los intereses de la propia obra como estructura autónoma. Al igual que ocurre con el espacio ético, el espacio escénico subraya el hecho de que su construcción no se cierra ni siquiera con el otro, lo que respondería a la utopía de la comunicación colectiva de los sesenta e incluso a modelos previos de las vanguardias históricas del teatro como espacio de comunión, de unidad colectiva, relacionado con una cierta mística social o artística; la escena ahora es un espacio para el otro, un otro individual, concreto y real, con nombres y apellidos, imposible de ser reducida a una unidad. La formulación básica del yo escénico, siguiendo con la propuesta de Lévinas, no es un yo soy, sino un heme aquí, aunque ya no responda a la llamada trascendental de un Dios, sino a la necesidad de un tú como posibilidad de construcción del yo en tanto que fenómeno relacional, es decir, escénico, como afirma Buber (1962: 12): «No existe el yo en sí, sino sólo el yo de la palabra básica yo-tú y el yo de la palabra básica yo-eso», para concluir sobre la fundamental dimensión relacional del yo: «Quien dice tú, no tiene otra cosa, no tiene nada en mente. Pero sí entra en la relación», en una relación que el pensador austríaco israelí define como la «cuna de la vida real». Con un enfoque muy distinto el proyecto de Peter Sloterdijk, que da lugar a comienzos de los años ochenta a la Crítica de la razón cínica y se desarrolla de manera original en la trilogía de las Esferas ya en los noventa, nace también de una necesidad de indagar en esas cunas de la vida que son los espacios de confrontación y encuentro con el otro, tanto a nivel cósmico, en cuanto a la evolución del mundo y la vida, como a nivel histórico y social. En contraste con el ser-con-el-otro o el ser-para-el-otro, Sloterdijk termina llegando al ser-en-elespacio, es decir, en los ambientes, esferas, burbujas, globos, atmósferas, cavidades, el ser en los contextos medioambientales en los que se desenvuelve la vida humana, la historia o el yo, en los espacios producidos entre medias por la interrelación entre unos y otros; medios gaseosos no alejados de aquel medio líquido con el que Bauman define las relaciones en la etapa última de la Modernidad. En ese lugar no sólido, de confluencias inestables, atravesado por tensiones que lo mantienen en un continuo estado de transformación, el tú pasa a jugar una función central. En el tercer volumen de las Esferas, dedicado a los espacios del sujeto, se hace un recorrido por el pensamiento del tú, desde la formulación nietzscheana, base de la moral en el siglo XX, «El tú es más antiguo que el yo», hasta la tesis de Max Scheler «La tu-idad es la categoría más fundamental del pensamiento humano» (cit. en Sloterdijk 2004: 354). Pero este tú, como afirma Buber (1962: 32), no constituye un individuo aislado, sino el lugar (escénico) donde sucede una relación, la relación originaria de lo social entre el yo y el ellos: «En el comienzo está la relación: como categoría del ser, como disposición, como forma que busca llenarse, como modelo anímico. Es el a priori de la relación, el tú innato».

El mundo de la relación fundamental (yo-tú) se abre paso entre el mundo de la experiencia (yo-eso) y el mundo de la representación (yo-él); se trata de un espacio frágil, siempre al borde de convertirse en representación o experiencia, o incluso participando de ambas al mismo tiempo. Algunas poéticas de la escena contemporánea pueden entenderse como un proyecto en el que se trata de hacer sensible esta relación previa a lo social y a la representación, como una base para repensar un espacio social vivo que conecte con las personas, un espacio privado y público, como el agora que propone Bauman, a mitad de camino entre el plano de la representación y el instante de la experiencia. La descripción que hace Buber de los momentos del tú se podría leer como un sugerente análisis de los momentos más intensos de algunas de estas obras: los momentos del tú aparecen como extraños episodios lírico-dramáticos, dotados de una magia indudablemente seductora, pero que conducen a extremos peligrosos, diluyendo la continuidad ya probada, dejando más dudas que satisfacciones, amenazando la seguridad, y todo en forma siniestra, e incluso indispensable. (Buber 1962: 37) Cuando Juan Navarro, en La historia de Ronald, al final de una exposición de su historia familiar que se remonta hasta sus bisabuelos, invita a salir al escenario a su pareja y sus hijos, Nieves, Candela y Yago, y estos permanecen un tiempo ahí, sin hacer nada, callados frente al público, y tras un silencio exclama Juan: «Y bueno, aquí estamos», este «aquí estamos», como el «heme aquí» del que habla Lévinas, es una expresión implícita en un modo físico de estar en escena en el que se destaca la actitud de exposición y relación frente al otro. En un tono de cotidianeidad distinto que oscila entre lo íntimo y lo cómico, entre lo trascendental y lo trivial, los cinco intérpretes de Truenos & misterios, de Matarile, con trayectorias y personalidades tan diversas, parecen afirmar ese mismo y bueno, aquí estamos, que resuena también en los trabajos de Roger Bernat, en la manera de presentarse de Elisa Gálvez y Juan Úbeda en Trece años sin aceitunas o con un tono de confrontación violenta muy distinto en Perro muerto en tintorería; actores, profesionales o no, que están ahí en respuesta a una llamada hecha desde la presencia del público que mira y espera a que pase algo; pero lo que pasa son los propios cuerpos, unos cuerpos que salen a escena para dejar testimonio de ese pasar por la vida y los escenarios, de un compromiso, una actitud crítica o simplemente un estar-ahí. La presencia física de esos actores se dirige al público para devolverle la pregunta, como hace de forma explícita Juan Loriente en La historia de Ronald, una pregunta que a veces se plantea directamente en las obras de Rodrigo García: y vosotros qué, como también les dice Juan Domínguez a los espectadores de The Application; cuerpos, palabras y encuentros con el otro producidos desde poéticas y escenarios muy distintos. Afirmándose a sí mismo como un yo-puedo-actuar, el yo aparece, sin embargo, como el lugar de una duda o una protesta, un interrogante o una mera suspensión del relato, de la representación o la historia, en una palabra, de la ceremonia social del teatro.

El instante de la comunicación se reconfigura en función de esas presencias que dejan ver sobre todo una manera de estar frente al otro, una condición previa a lo social, pero al mismo tiempo inseparable de ese horizonte. El aquí y el ahora del espacio del cuerpo, no sólo en sentido biológico, sino también social, se hace presente en un sentido literal. Quién dice «yo» frente a un tú se expone en todo su ser, según la filosofía del diálogo. Del mismo modo, se podría pensar el concepto de Buber de «actuación básica» para Homo politicus, actuaciones desnudas que movilizan al actor en su totalidad: «La relación con el tú es directa. […] Entre el yo y el tú no se interpone ninguna finalidad, ninguna codicia, ninguna anticipación» (Buber 1962: 19). En la versión de Río de Janeiro, Denise Stutz, en un monólogo inicial, entrelaza de modo magistral la inquietud metafísica con la inmediatez de lo escénico, de su ser (político) hacia el otro, que le atraviesa en lo inmediato de la vida. Con esas palabras —«En este momento no sé bien qué hacer»—, rompe el silencio del cuerpo, cuando vuelve a sentarse, desnuda, entre los espectadores: No sé si quedarme o irme, si acercarme o apartarme. Si ir en esa dirección, si desviarme o pasar por encima. No sé si mirar o desviar la mirada. No sé qué postura tomar, si dar la cara o dar la espalda, cómo colocarme. No sé si hablar para una sola persona o para mucha gente, o no decir nada. Si es mejor gritar o callar. No sé si alegrarme o entristecerme. No sé si tener miedo o enfrentarme. Si siento rabia o siento cariño. Si debo hacer algo o es mejor no hacer nada. Si debo recordar o es mejor olvidar.5 Desde lo mínimo del yo, desde lo más privado de ese tiempo personal, que es también un tiempo escénico, lo primero que un actor dice cuando entra en escena es un «yo-actúo»: yo soy (político) en la medida en que actúo, lo que supone reafirmarse desde una posición concreta, desde un acto mínimo en un espacio real.

Frente al pienso-luego-existo de Descartes, la escena se muestra como un gesto de afirmación, aunque sea la afirmación de una duda. Ese yo-actúoluego- soy, que parece decir el actor con su cuerpo, ilumina un espacio que se ofrece como invitación a la actuación, un espacio de encuentro con el otro inaugurado por una potencia fundamental, la de ser-actor. Esta actitud escénica puede entenderse en relación a un contexto en el que la capacidad de acción del individuo se ha visto mermada ante el descrédito de las instituciones públicas y la profesionalización de lo social. El individuo se ve reducido a objeto de políticas institucionales antes que sujeto de acción. Perdida la posibilidad de actuar de manera personal en los espacios públicos, el lugar teatral se convierte en el escenario de un gesto de resistencia física y afirmación de un yoactúo ante un sistema cuyo funcionamiento global se le escapa. Incluso el Estadonación, horizonte de las críticas en otro tiempo, queda como una estructura obsoleta, caparazón hueco de un enemigo cada vez más difícil de localizar, lo que produce una obsesión por la seguridad, como se dice en Perro muerto en tintorería. Es desde esta posición de fragilidad, tanto social como escénica, que se presenta este ejercicio de reconstrucción de un yo personal proyectado sobre un horizonte social. En un registro distinto, Shichimi togarashi apunta también, como cuenta Juan Domínguez en la entrevista, a un acto de afirmación, un paso adelante tras 5 Utilizo la traducción de Fernando Renjifo; véase el original en el texto de la obra. ese período de autorreflexión y cuestionamiento por el que pasó la danza en los noventa. El espacio de la obra se transforma como resultado del juego de dos intérpretes, sin dejar de ser un espacio escénico, es decir, de actuación, definido por la mirada del otro: Juan frente a Amalia y Amalia frente a Juan. La obra refleja literalmente un proceso de encuentro, de contacto personal y experimentación entre dos personas que no se conocían antes. El resultado es el mismo proceso, de modo que su construcción aparenta desarrollarse al mismo tiempo en un plano personal y escénico. Con este fin realizan una serie de juegos de representación, como una llegada imprevista a una casa, el primer deseo frente a un desconocido, actuar como si fueran invisibles o hacer un strip-tease. La situación que ocupa la mayor parte de la obra es la representación de una escena bucólica, a modo de cuadro renacentista. Esta escena se va haciendo más compleja a medida que se alteran los puntos de vista y se trastocan las perspectivas temporales, hasta llegar al presente, en el que Juan se convierte en un famoso stripper al que Amalia le hace una entrevista, mientras que éste se va desnudando física y profesionalmente, mezclando datos de su trayectoria como creador escénico. El público mira estas representaciones como quien asiste a un mundo privado, que por momentos recuerda al mundo infantil de los juegos. Es un mundo cerrado sobre sí mismo; siguiendo a Buber, diríamos que el encuentro entre el yo y el tú abre un tiempo y un espacio que se construye como totalidad. Cada intérprete mira al otro, e interactúa con él, de modo que el mismo hecho de mirar se convierte también en un modo de actuar.

El público no comparte el espacio de los actores, sino que presencia todo con una cierta sensación de exclusión; sin embargo, la estrecha relación entre los intérpretes, animada por un tono de improvisada espontaneidad, termina ganando un efecto de verdad entre dos personas que se muestran, se buscan, se ocultan, juegan y representan. La verdad no es la verdad de la representación, sino del acto de representar, del modo de estar, frente al otro, construyéndose. Las acciones de Juan Domínguez y Amalia Fernández están movidas por un deseo de acercamiento, un impulso de invadir su espacio privado; de ahí surge la idea de «allanamiento de morada», pero de la morada física de uno mismo, el hecho de irrumpir en el espacio privado del otro de una manera no prevista, saltándose las convenciones. Cada uno se construye desde el tú, a partir de este deseo físico de acercamiento; una acción sin ninguna finalidad más allá del impulso de proximidad. Cuando uno le pide al otro que represente algo no es para comprobar el resultado, sino como excusa para seguir-haciendo, continuar con el proceso de una actuación; hacer algo, da lo mismo el qué, lo importante es sentir el rostro del otro, desconocido, pero cerca, abierto aunque enigmático. La representación no es la finalidad, sino un efecto, la historia construyéndose como resultado de unos cuerpos que inter-actúan, donde lo fundamental es esto último, el espacio entre-dos, físico, inestable y frágil. Relacionarse en los márgenes de las convenciones, de modo gratuito, sin ninguna finalidad externa a la propia acción básica —desnuda— supone, siguiendo a Buber, un modo de llegar a una relación viva, abierta al contacto con el tú, no en función de unos resultados, de la construcción de un personaje o una trama, sino desde el impulso (ético) que define al ser-para-el-otro: «En el instinto de contacto (instinto de ‘tocar’ a otro primero en forma táctil y luego en forma visual), el tú innato actúa muy tempranamente» (Buber 1962: 32). El yo sólo es a partir del tú, de una interacción no prefijada en la que si se utilizan caretas —personajes—, es sólo para hacer posible, como en Shichimi togarashi, la aproximación (escénica) de uno hacia el otro, el dejarse ver en el proceso de actuación, en un espacio de encuentro que es también de desnudamiento, como hace literalmente y no sin cierta ironía Juan mientras Amalia le entrevista. Se trata de ser a través del otro, por eso cuando Amalia le pregunta quién es su pareja, éste contesta: «Mi pareja es la persona que tengo delante». Ése es el motor de la obra —y de la vida, diría Buber—, y ése es también el impulso que sostiene el mundo de los niños o de la mística. Juegos y rituales responden a distintas estrategias escénicas, inmanentes o trascendentes, pero igualmente conducen a la construcción de un cara a cara con el otro, un viaje a lo desconocido del tú, símbolo de lo social, en que se convierte el proceso de la actuación. Ante lo infinito de esta tarea —escénica— de poner en contacto unos mundos con otros, lo personal con lo público, se manifiesta el hombre en su seractor, como potencia y tentativa. Frente a la pasividad del otro, cuya imagen más acabada en la cultura visual es la del propio público, pasivo en el acto de su mirada, se resalta lo insuficiente de la actuación o la debilidad de la acción, retomando el pronóstico de Bauman.

La imagen de Juan Loriente, Juan Navarro y Rubén Atmellie en La historia de Ronald tirando con todas sus fuerzas de unas cuerdas con la intención de acercar el patio de butacas a la escena, se convierte en el gesto simbólico de un deseo insatisfecho de acción, la expresión de una fractura. Entre el yo y el tú, entre el individuo y lo social, se abre un espacio desde el que la escena trata de repensar el hecho de actuar. El deseo de acercarse al otro es también una de las estrategias para llegar a un efecto de realidad más allá de lo ficcional, que le da a la escena un tono documental, no representacional, de aquello que se muestra (Sánchez 2007: 224ss.). Bona gent (2002-03) es el título de una serie de encuentros organizados —mejor que «dirigidos»— a modo de entrevistas por Roger Bernat, y puestos en escena con ayuda de Juan Navarro y Agnès Mateus en algunas ocasiones, con un invitado distinto cada vez para discutir temas de alguna manera relacionados con la vida de éstos: charlar sobre el amor con un cantante de boleros, del don de la ubicuidad con un informático, de la identidad con un transexual, de la palabra con una sordomuda, de la muerte con un enfermo en fase avanzada o de dios con un mago. También el trabajo de Sergi Fäustino puede entenderse como una reflexión sobre esta situación de encuentro personal, de un cara a cara entre presencias desprovistas de los habituales medios de representación. En Nutritivos (2003) es él mismo el que se hace extraer sangre del brazo en un gesto escénico que se reviste de un cierto simbolismo como acto (físico) de entrega. A lo largo del espectáculo, dirigiéndose directamente al público, cuenta la historia de tres vidas cruzadas por un momento de azar, mientras que cocina una morcilla con su propia sangre, que termina ofreciendo al público al final de la obra. f.r.a.n.z.p.e.t.e.r (2006) se presenta como un concierto de lieder de Schubert, en el que se intercalan pequeños diálogos con los intérpretes, presentes en escena, moderados por él mismo con ayuda de un muñeco con voz, vestido igual que él, que hace de su doble. En De los condenados (2007) se cambia el eje de esta confrontación de actor-espectador a actor-actor, con lo que el público asiste una vez más a un cara a cara entre dos actores, Miguel Ángel Altet y David Espinosa, sentados a una mesa frente a frente. Incluso cuando físicamente no se sitúan el uno frente al otro, se finge una comunicación frontal con ayuda de un circuito cerrado de vídeo que proyecta de manera contigua el rostro de cada uno de ellos sobre una pantalla, como si realmente estuvieran sentados a la misma mesa. Con una estructura fragmentaria, a base de pequeñas escenas que simulan breves encuentros entre los dos actores, que tienen lugar a la salida de la misma actuación a la que está asistiendo el público, se explora el presente escénico, ficcional y real al mismo tiempo a partir de un texto elaborado sobre improvisaciones. También como un encuentro cara a cara con el público se presenta Una tierra de felicidad (2006), de Louisa Merino, donde una pareja de ancianos reconstruye espacialmente, a través de un elaborado trabajo coreográfico, sus respectivas casas de la niñez, y finalmente la casa donde viven en la actualidad; en los momentos que están sentados, frente al público, se dedican a hacer labores cotidianas, mientras charlan. En un tono distinto de espontaneidad, buscando el azar de lo improvisado, la serie Nada es casual, de Alberto Jiménez, iniciada en el 2002, muestra igualmente el escenario como espacio de encuentro con familiares, amigos y conocidos; un tipo de propuesta comparable, sobre todo en sus primeras ediciones, a Bona gent, de Bernat. El efecto de inmediatez de lo que ocurre en estos escenarios hace pensar en una suerte de «saber práctico», que Graciano González destaca como un rasgo del pensamiento de Lévinas, o un «saber convivial», en términos de Ivan Illich rescatados por Sloterdijk (1983: 226). Ambas ideas tienen que ver con la situación concreta, física y real del encuentro, y funcionan en contraste con la abstracción de la filosofía occidental o el racionalismo ilustrado, frente al que se posicionan tanto Lévinas como Sloterdijk. Cuando fallan las construcciones teóricas, incluidas las de la representación teatral, y los discursos se acumulan perdiendo eficacia, la acción termina orientándose por la brújula de la práctica y el ensayo escénico, la acción como una suerte de tentativa, el cuerpo a cuerpo aquí y ahora. No es una casualidad que Gilles Deleuze (1970) califique también la Ética de Spinoza como una «filosofía práctica», recuperada en los últimos años en el entorno del discurso crítico y el pensamiento político (Pál Pelbart 2007).

Podría parecer contradictorio que el filósofo barroco abra su tratado afirmando, como recuerda Deleuze, que aquello que verdaderamente desconocemos son las potencias del cuerpo. Cuerpo y ética aparecen como dos espacios estrechamente ligados. El ser queda definido en términos éticos por su capacidad de afectar y ser afectado, un planteamiento sensorial paralelo al de la filosofía del diálogo. Como en ésta, también Spinoza propone una situación que crece desde dentro. A diferencia de lo trascendental de la ley moral, la ética se refiere a una tipología de modos de existencia inmanentes, de actitudes surgidas a partir de la relación real con el otro, de la capacidad de afectar y ser afectado por alguien que se encuentra ahí, físicamente. Son estas capacidades las que determinan los dos tipos de afectos que distingue Spinoza: las acciones, causadas por la naturaleza interior del individuo, y las pasiones, que responden a una motivación exterior. La capacidad de ser afectado nace de la dimensión ética del yo, y, como explica Deleuze (1970: 40), se traduce en la potencia de actuar. Cuando el encuentro se produce entre dos cuerpos que no se corresponden, estas potencias se oponen y la capacidad de actuación disminuye; se producen entonces las pasiones tristes. Sin embargo, cuando el cuerpo del otro conviene a la naturaleza del que tiene delante, sus potencias se suma y las pasiones que les afectan son de gozo, lo que aumenta la capacidad de actuación. El sueño de la escena moderna es convertirse en un espacio donde se transmiten pasiones que generan una capacidad de actuación. Volviendo una vez más sobre aquellos años setenta, cuando política, cuerpo y actuación confluyeron en un mismo espacio, se puede pensar en el subtítulo de una obra emblemática de entonces como 1789, de Arianne Mnouchkine, «La révolution doit s´arrêter à la limite du bonheur». En términos similares, se podría decir que la revolución ética debe llegar también al límite de la pasión física, de la que nace la capacidad de la acción. En algunas representaciones de La historia de Ronald no son los actores los que tratan de mover las paredes de la sala, sino que es el público el que es invitado a hacerlo, después de que Juan Loriente trata de convencerlo de la necesidad de actuar con verdadera ilusión, creyendo ciegamente en lo que se va a hacer. Cuando se pone el corazón se puede llegar a hacer todo, pero la pared no se mueve porque el público no tira con fe. A este momento se llega después de algunas consideraciones acerca de cómo el paso del tiempo hace que todo en la vida se vaya haciendo con menos energías. La posibilidad de la acción, tanto de la acción escénica como de la acción social, depende de las energías físicas, pero también emocionales; es una cuestión de cuerpo, de potencias físicas. De eso depende también, como ha demostrado Rodrigo García a lo largo de su obra, la credibilidad de la acción. La escena funciona como metáfora social, y la escasa ilusión con la que el público acude al teatro, a lo que se refiere Juan Loriente en la obra, puede entenderse como expresión de la escasa ilusión con la que se acomete cualquier otra acción. La escena, como un espejo invertido, le devuelve al espectador su estar-ahí como una acción más, pasiva, realizada «a medio gas» —como se repite en la obra—, sin ilusión. Este comportamiento se traslada tanto a nivel político, denunciando la pasividad de los países pobres frente a los ricos, como a nivel personal. Para esto último los actores frotan su cuerpo con jabón y muestran físicamente cómo se hacen las cosas cuando se está a medio gas. La manera de andar en grupo, como la de saludarse, practicar el sexo o el mismo hecho de aplaudir al final de una obra cambian conforme pasan los años; todo se hace con menos ilusión, pero también con menos honestidad. La ética del cuerpo se proyecta más allá del ámbito de lo privado para adquirir una dimensión social y política. En Compré una pala en Ikea para cavar mi tumba, un texto proyectado sobre el fondo del escenario se refiere también a esta fractura entre el yo y el tú, entre lo personal y lo social: «Ahora, a ti, por ejemplo, no consigo oírte». La necesidad urgente de comunicación directa, física, atraviesa también el mundo de Amaranto. En Four mouvements for survival es expuesta por David Franch como un modo de supervivencia que consiste en sentir el cuerpo, en llevarlo al extremo, abrirlo a las emociones, hacerlo permeable al entorno, al otro que tenemos enfrente.

La voluntad de implicarse física y sicológicamente en cada una de las acciones que realizan, como la de partir una sandía con la cabeza o darse descargas eléctricas con una batería, termina recibiendo un sentido ético, que tiene que ver con un modo personal de estar en escena, es decir, en sociedad. La representación ilusionista se hace menos creíble a medida que la realidad se echa encima como una formidable maquinaria de destrucción. La Modernidad nace bajo el signo de la utopía y del fracaso al mismo tiempo. A comienzos del siglo XXI objetos y personas circulan en un espacio global que supera las previsiones de los sistemas. Esto cuestiona la viabilidad de unos discursos que siguen pensando el mundo en términos de adentro y afuera, de distancias y perspectivas, de sujetos y objetos. Al comienzo de la Crítica de la razón cínica, Slortedijk afirma que ya no se trata de encontrar las distancias correctas, sino la proximidad adecuada. El pensamiento contemporáneo, como su teatro, ya no es una cuestión de distancias, sobre las que se levanta el sentido clásico de la teatralidad y la crítica moderna, sino una cuestión de proximidades, de espacios de confrontación del yo con el tú, de convivencia con el otro. El reto ya no consiste en establecer la distancia adecuada desde la que ordenar la representación o articular un enfoque crítico que ilumine el modo de actuar o el sentido de la historia. El objetivo no consiste en construir «una crítica elevada y distanciada que llega a grandes perspectivas generales», sino «una actitud del más extremo acercamiento: micrología» (Sloterdijk 1983: 23). Los puntos de vistas, las distancias, los enfoques y perspectivas sobre los que se construyen representaciones y discursos son revisados en favor de los espacios compartidos por los cuerpos, cuerpos ligados por medios gaseosos, por el aire que respiran, la atmósfera en la que se desenvuelven, el ambiente que habitan. «La nueva crítica se apresta a descender desde la cabeza por todo el cuerpo» (Sloterdijk 1983: 23). Esto no supone la imposibilidad de la crítica, sino su reformulación a partir de unos planteamientos espaciales distintos, una «crítica fisionómica» o «ética somática», en la que la percepción física, el dolor o el gozo, determina lo que es verdadero y lo que es falso, una crítica, por tanto, ética en la que, en palabras de Alphonso Lingis, «The suffering of the other is the origin of muy own reason» (cit. en Sloterdijk 1983: 354). El giro hacia lo personal implica una poética de las proximidades, de encuentros y fragilidades, una poética de lo inestable como el sistema económico mundial en el que se desenvuelve. A diferencia de los mundos escénicos de los setenta y ochenta y sus enfoques estructuralistas, como los de Richard Foreman, Robert Wilson o Tadeusz Kantor, mundos cerrados sobre sí mismos, movidos al compás fijo impuesto por una Ley rítmica que actúa como una especie de destino (escénico) sobre los personajes, o a diferencia de escenarios ritualizados teñidos de misticismo social, como los de Grotowski o el Living Theater, o las violentas recreaciones de mundos primitivos, tipo La Fura dels Baus, a partir de los noventa la escena se repersonaliza en términos no solamente subjetivos, sino también sociales. La conciencia de estar actuando en primera persona redimensiona la presencia física del intérprete en una dirección social. El cuerpo no es solamente objeto de creación, materia artística u objeto sacrificial, retomando algunos de los modelos que se han sucedido a lo largo del siglo anterior, sino un espacio en el que lo biológico y lo social, lo natural y lo político, se manifiestan al entrar en conflicto. La situación de exposición se acentúa: el actor renuncia a interpretar a otro y se cita a sí mismo en su capacidad de actor, en su posibilidad de ponerse en escena, de realizar una acción, dirigirse al público, en una palabra, en su capacidad de seren- escena. Como afirma Sloterdijk (1988a: 27), la voluntad de exposición es una actitud que está no sólo en la base del hecho artístico, sino también de la dimensión social del hombre, que lo convierte en un ser político: «Cabría sostener con cierta prudencia que el hacerse público, adecuadamente comprendido, es el acontecimiento fundamental de una ontología política». Esta poética de la exposición es traslada a los escenarios del siglo XX como una «poética del comenzar», la posibilidad de volver a hacer algo, desde el espacio vacío del escenario, de la página en blanco; acciones literales que empiezan y acaban frente al espectador, donde más importante que lo que se hace es el modo de hacerlo, la pragmática de la actuación. Se acentúa así la conciencia de exposición frente al otro; gratuidad y ofrecimiento que terminan convirtiéndose en un interrogante social y biológico al mismo tiempo. Juan Loriente, Olga Mesa, Juan Domínguez, Patricia Lamas, Juan Navarro, Angès Mateus, Lola Jiménez, Óskar Gómez, Montse Penella, Angélica Liddell, Sindo Puche, Sònia Gómez, Núria Serra, Santiago Maravillas, David Franch, Lidia González y otros tantos actores salen al escenario, se dirigen al público, le hablan desde la cercanía, le muestran su cuerpo y le destapan su interior, comparten sus ideas más personales, lo que no llegan a comprender, lo que les parte la cabeza, como decía Carlos Fernández en 120 pensamientos por minuto, expresándolo con palabras y a la vez con sus cuerpos (en acción), igualmente abiertos, como las cabezas; cuerpos cotidianos, íntimos, sexuales, sarcásticos, violentos, cínicos, agotados, furiosos, brutales, deshechos, cuerpos que ofrecen su palabra y su acción, el sentido de su ser-puesto-en-escena, de su ser-para-el-otro. Sobre todo ello se formula un discurso físico construido en función de una manera de estar, de una ética que nos habla de una voluntad de ser-actor frente al otro, en el sentido no de interpretar, sino de actuar, en primera persona. El fracaso de la filosofía ilustrada en su objetivo de hacer el mundo mejor es también el fracaso del teatro en un sentido social; lo que afirma Sloterdijk (1983: 13) acerca de la filosofía podría trasladarse a un escenario que no ha dejado de llevar al extremo su deseo de honestidad: Desde hace un siglo, la filosofía [aquí diríamos: el teatro] se está muriendo y no puede hacerlo porque todavía no ha cumplido su misión. Por esto, su atormentadora agonía tiene que prolongarse indefinidamente. […] En vista del fin próximo quisiera ser honrada y entregar su último secreto.

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