El proyecto C’úndua constituye una de las empresas más importantes acometidas por los integrantes de Mapa Teatro y también una de las propuestas artísticas más ricas de las que en los últimos años han ocupado los escenarios de lo real. Durante dos años, un equipo multidisciplinar dirigido por Rolf y Heidi Abderhalden trabajó con los habitantes de los cerros de la localidad de Usaquén y con los del barrio de Santa Inés, popularmente conocido como el Cartucho, para producir una serie de obras en diferentes formatos: libros, imágenes, acciones, actuaciones e instalaciones. Las dramaturgias colectivas colombianas y los teatros políticos latinoamericanos de los años setenta salieron a los campos, a las minas o a las selvas en búsqueda del diálogo con los otros, para conocer su dolor y sus fiestas, para escuchar sus relatos y dignificar su memoria, tan divergente de las historias oficiales. El Teatro Experimental de Cali (TEC) y el Teatro la Candelaria en Colombia, Yuyachkani en Perú, Escambray en Cuba o el Libre Teatro Libre en Argentina desarrollaron diversos procedimientos de creación colectiva para la puesta en escena de la memoria histórica y produjeron algunas piezas indispensables en la historia artística y social de estos países. Su límite, sin embargo, se situaba en la representación de la alteridad. A lo largo de los ochenta, algunos de aquellos creadores comprendieron la necesidad de hablar de sí mismos para hablar de los otros. Las prácticas participativas surgidas en la década anterior, de las que constituyen un ejemplo bien conocido las desarrolladas por Augusto Boal en Brasil, Perú y Argentina, aportaban una vía de acción paralela: ofrecer a los otros la posibilidad de actuar por sí mismos. La actuación de los otros, concebida como utopía concreta en el pensamiento transformador de Boal, heredero, en este sentido, de Brecht, tuvo recorridos insospechados una vez que la gran política fue desplazada por las políticas de la identidad y la diferencia en el arte de los ochenta. Lo lúdico, presente en los ochenta como factor de disolución o rebelión, se descubrió dos décadas más tarde como instrumento de socialización o de cohesión en propuestas escénicas que utilizaban las instrucciones o las reglas para la articulación de nuevos colectivos que reivindicaban su capacidad subjetiva en el contexto de una realidad distante. Quedan huellas de estas prácticas en el proyecto de Heidi y Rolf Abderhalden: investigación multidisciplinar, exploración de la memoria colectiva, juegos dramáticos, propuestas participativas; sin embargo, son también notables las distancias. En relación con el teatro político de los setenta, la diferencia más obvia es la renuncia al control del discurso y el esfuerzo por diseñar una arquitectura compartida, en la que los otros no solo encuentren sino que construyan su propio lugar para desde ahí hablar con su propia voz. Se trata de evitar cualquier riesgo de instrumentación de quienes participan en la composición del relato. Respecto a los juegos participativos de carácter identitario o diferencial, lo decisivo es la exclusión de cualquier intencionalidad social o terapéutica de partida y el propósito claro de plantear el trabajo como un proceso de experimentación artística. En este sentido, resulta clave la noción de ‘comunidad experimental’: no se trata de hacer experimentos artísticos o sociales con la comunidad (a costa de la comunidad), ni de proponer a sus miembros experiencias insólitas en un ámbito diferenciado del cotidiano, sino de invitar a que un grupo de personas se constituyan en comunidad, es decir, en sujeto colectivo, y que como tal puedan abordar un proceso de experimentación que se desarrolla simultáneamente en el ámbito de lo real y en el ámbito de lo simbólico. Para la realización del proyecto C’úndua, Mapa recurrió también a procedimientos escénicos y visuales ensayados por el teatro y las artes visuales posmodernas. Los libros, la campaña en marquesinas y las proyecciones sobre fachadas remiten al trabajo de numerosos artistas que practicaron durante los setenta la exhibición de lo privado, sea real o provocado. Sin embargo, en C’undua esos mecanismos de expresión e intervención pública fueron puestos al servicio de quienes habían sido privados de visibilidad social. Se podría argüir que esto no dista mucho de la espectacularización de lo privado que ha pasado a convertirse en uno de los grandes éxitos de la televisión comercial. Empero, hay tres factores importantes de diferenciación de la obra respecto a los productos de este medio descritos: primero, la dimensión colectiva del proyecto y su vinculación a un problema social que, al hacerse visible, deviene político; segundo, la presentación del proyecto en un espacio público donde la obra es susceptible de debate y no en un espacio acotado, el de la televisión, de recepción mayoritariamente privada; tercero, la elaboración formal de los materiales y la conversión del testimonio o la propuesta individual, ancladas en lo real, en obra de carácter simbólico. En su libro Estética relacional (1998), Nicolas Bourriaud advertía de la transformación de lo que Guy Debord había denominado treinta años antes sociedad del espectáculo en una sociedad de figurantes. Ya Debord había denunciado que el control de los canales de relación intersubjetiva (que se añadía al control de los medios de producción y de comunicación) conducía a la inclusión de los usuarios o consumidores en el interior del propio espectáculo. La extensión de la interactividad a la cotidianidad económica, política y mediática ha producido la falsa idea de incorporación de los usuarios a los mecanismos de toma de decisión y poder; en realidad, lo que se ha producido no es la conversión del usuario en actor (agente), sino su conversión en figurante, aún más reducido a la condición de consumidor ‘de tiempo y de espacio’. La insistencia en la actuación de los otros y en la cesión de autoría a los otros por parte de muchos de los artistas podría entonces ser entendida como una respuesta a esa figuración masiva que en la sociedad actual provoca el traslado de la relación intersubjetiva a la relación falsamente interactiva con aquello que se consume y que no necesariamente es objetual, sino que puede ser incluso una duración. Según Bourriaud, y en contra de lo que pensaba Debord, “la práctica artística aparece hoy como un rico terreno de experimentación social, como un espacio en parte preservado a la uniformización [sic] de los comportamientos” (Bourriaud,1998, p. 10). En muchas prácticas contemporáneas, descritas por Bourriaud, esa coincidencia, ‘el estar-juntos’, se convierte en tema central, porque de lo que se trata es de la posibilidad de elaborar colectivamente el sentido. “El arte –sostiene el autor– es un estado de encuentro” (Ibid: 18): A propósito de esto dice Abderhalden:

La esencia de la práctica artística radicaría entonces en la invención de relaciones entre sujetos; cada obra de arte encarnaría la proposición de habitar un mundo en común, y el trabajo de cada artista, un haz de relaciones con el mundo que a su vez generaría otras relaciones, y así hasta el infinito. (Ibid: 22)

Qué duda cabe de que la ‘comunidad experimental’ ensayada por Mapa durante la realización de C’undua tiene mucho que ver con esas experiencias de proximidad descritas por Bourriaud (Ibid: 15): a lo largo de todo el proyecto, y especialmente en Prometeo, el objetivo es incluir en el espectáculo artístico como actores, es decir, como sujetos, a quienes en el espectáculo social habían sido reducidos a figurantes, es decir, a la condición de objetos. En el apogeo de la sociedad del espectáculo, y en contra de lo que habían pensado quienes en los sesenta renunciaron a la teatralidad, el arte espectacular se revela como un potente medio de resistencia, siempre que en el interior de lo espectacular sea corregida la relación con el público. Así lo entendió, por ejemplo, Jesusa Rodríguez, conocida dramaturga, actriz, activista y renovadora del cabaret mexicano, quien, en colaboración con María Alicia Martínez Medrano, directora del Teatro Campesino de Tabasco, creó en 1997 la Compañía de Comedia Mexicana la Chinga, compuesta por habitantes del Pedregal de Santo Domingo, zona de luchas políticas y trabajos sociales conocida como “el Coyoacán negro”. Su intención era presentar sus piezas en parques, plazas y escuelas: “un teatro que puedan hacer todos, con participación directa tanto de actores como de público y donde las exclusiones no quepan, un arte que opere contrario a lo que se observa en el país” (citado en Alzate, 2002, p. 77). Dos años más tarde, Jesusa convocó a un grupo de jóvenes de edades comprendidas entre los 15 y los 25 años, habitantes de Iztapalapa (Ciudad de México) a participar en un proyecto titulado Prometeo (2000). El punto de partida eran la tragedia de Esquilo, la adaptación en dos actos de José Ramón Enríquez titulada El fuego y el Prometeo sifilítico del escritor y poeta mexicano Renato Leduc. Pero el objeto de la actuación era hacer un acto de memoria: la vindicación de las cuarenta y cinco víctimas de la masacre de Acteal, asesinadas el 22 de diciembre de 1997 por el gobierno federal, el gobierno de Chiapas y paramilitares priístas. Cincuenta personas participaron en este ejercicio escénico en que la actualización del pasado reciente volvía a convertirse en acto de intervención. Mapa utilizó también el mito de Prometeo como instrumento para una práctica de la memoria. El teatro-mito era una de las formas de teatro-discurso propuestas por Boal y se trataba “simplemente de descubrir lo obvio detrás del mito” (Boal, 1980, p. 53). Para ello se recurrió a una doble perspectiva: la de los científicos y la de los testigos directos. El primer acto de Prometeo, realizado el 13 de diciembre de 2002 durante la demolición del barrio, tuvo la forma de un recorrido histórico por la Avenida Jiménez, guiado por un grupo de antropólogos, comunicadores y geógrafos, cuyos discursos se alternaban con los relatos de quienes habían vivido las transformaciones históricas del barrio. La historia oficial, contaminada por la mitología al servicio del interés económico y político, se veía así contrastada con los datos resultantes del análisis científico y de la memoria personal, que permitía una nueva comprensión de la realidad y la construcción de un nuevo relato, mucho más complejo que el mítico. A la inversa, la densidad del mito clásico, en la versión de Müller, facilitó la apropiación del mismo por los promotores del proyecto y su utilización como punto de partida para un diálogo que arrojó en algunos casos resultados sorprendentes. El texto Prometeo liberado fue ofrecido a los antiguos habitantes de el Cartucho como un objeto de uso, a partir del cual cada cual reinventaba su historia, reescribía el mito en un ejercicio de apropiación. “Cada relato –escribe Rolf Abderhalden– se fue urdiendo con los hilos fragmentados de las leyendas locales de el Cartucho (lo creíble), el recuerdo de sus experiencias (lo memorable) y el sueño y las ficciones personales (lo primitivo)” (Abderhalden, 2003, p. 53). Los habitantes de el Cartucho pusieron en escena su memoria con el estímulo de un viejo mito, releído primero por Müller y después por Abderhalden, y arrojado, tal como al dramaturgo le gustaba, al flujo de la realidad, ya no de la realidad artificial de la escena, sino de la realidad efectiva del lugar y la memoria. Gracias a la instalación, los habitantes de El Cartucho recuperaron la dignidad de una comunidad disgregada y de una memoria silenciada, mientras los asistentes descubrían una parte de la historia manipulada y a unos seres humanos cuyos rostros habían sido ocultados y homogeneizados bajo las máscaras de la tipología de la delincuencia y la marginación. Pero, al mismo tiempo, esos habitantes se convertían en actores/autores de una realización artística que provocó una ganancia de capital simbólico tanto a ellos como a quienes asistieron como espectadores. El trabajo de Mapa Teatro sobre El Cartucho presenta también ciertos paralelismos con el realizado por el cineasta José Luis Guerín sobre El Raval, de Barcelona. En construcción (2001), una película documental que, como ha ocurrido con muchas otras en los últimos años, ha sido exhibida en el circuito comercial con gran éxito, propone, con medios cinematográficos, un objetivo muy similar al que Rolf Abderhalden había formulado: la “transformación del trabajo de campo antropológico en el campo de trabajo artístico” y la búsqueda del “encuentro, la confrontación y la experiencia con el otro a través de una producción artística múltiple” (Abderhalden, 2003, p. 21). El rodaje de la película, como la realización de C’úndua, se prolongó durante tres años. El tiempo fue en ambos casos más importante que los recursos económicos de producción, porque de lo que se trataba era de entrar en relación y compartir una experiencia con quienes habrían de convertirse en protagonistas de las obras. Y tal capitalización en tiempo fue posible gracias a la relación con la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona, que propuso a Guerín colaborar en un documental sobre la transformación del Raval a cambio de que trabajaran en él seis estudiantes del Máster de Comunicación Audiovisual. La protección temporal de la Universidad y la posibilidad de compartir un proceso sin las condiciones y límites habituales en los contratos de producción profesionales, facilitaron la tarea que Guerín se había propuesto: la filmación de ‘un paisaje humano’, fijar la atención, como había observado Zambrano a propósito de C’úndua, ya no en la urbs, sino en la civitas, en la conformación humana de la ciudad (Zambrano, 2003, p. 45). Lo que se muestra en la película es muy similar a lo que se mostró en C’úndua: fragmentos de vida, sueños, leyendas, opiniones, historias filtradas por la experiencia o el recuerdo personal. En este paisaje en transformación conviven quienes siempre han estado ahí y hablan desde la seguridad de su territorio y desde la propiedad de la experiencia sobre lo que han visto y sobre lo que nunca han visto, quienes acaban de llegar y buscan su lugar entre los otros, quienes pretenden llegar y no buscan, quienes animados por la juventud imaginan salidas prontas y aquellos a quienes la juventud les pasa por encima en forma de prostitución y huidas artificiales. Todos tienen rostro, todos miran al espectador a través de la cámara de Guerín y su equipo, y comparten con él su memoria, su dolor, su ilusión, su oferta de diálogo. En las obras de Guerín y Mapa se hace evidente un modo de relación con el otro radicalmente distinto al habitual en los medios espectaculares y de comunicación hegemónicos, que intentan constantemente su ‘domesticación’. Barthes había definido al pequeño burgués como un “hombre incapaz de imaginar al otro”, al que contempla como “un escándalo que amenaza su existencia misma” (Foster, 2001, p. 112) 1 . Ese miedo sería la causa del proceso de anulación o domesticación operado por medio del poder económico, político, religioso o mediático. Foster rescata la reflexión de Barthes para preguntarse sobre las prácticas de resistencia posibles. La primera que cita es “el robo de mitos”, exactamente lo mismo que había propuesto Boal y que, con variaciones, practicó Abderhalden: “restaurar el signo original a su contexto social o hacer imposible el signo mítico, abstraído, para reinscribirlo en un sistema contra-mítico” (Foster, 2001, p. 114). En segundo lugar, cita las prácticas subculturales dedicadas a la recodificación de signos culturales. Y a continuación propone dos modelos teóricos para sostener estas prácticas de resistencia: la revolución cultural de Jameson y el concepto de lo menor desarrollado por Deleuze y Guattari. Foster advierte: “Lo menor es un uso intensivo y a menudo vernacular de un lenguaje o una forma que distorsiona sus funciones oficiales o institucionales”. En lo menor “no hay sujeto: solo hay agenciamientos colectivos de preferencia”, y esto supone una “muerte del autor”, “una experiencia postindividual”. (Foster, 2001, p. 121) Podríamos interpretar que en los trabajos anteriormente descritos se produce una reapropiación de lo menor, pero no desde la práctica subcultural, sino desde un posicionamiento realista y de intervención. Lo menor surgiría de una reformulación de ciertas técnicas del teatro y del cine contemporáneos en diálogo con los otros, con personas a quienes los media niegan su condición de sujetos. Y de ese encuentro no resulta un desplazamiento de sus promotores a la marginalidad, sino más bien todo lo contrario, una intervención de los otros, alejados por los falsos mitos, en un espacio central de la cultura. Central, pero no hegemónico. Mapa Teatro expandió al gran formato un proyecto concebido desde planteamientos relacionales, en los que habitualmente se prioriza la respuesta del espectador-usuario sobre la definición formal de la obra. El proyecto C’undua se sitúa así en el cruce entre los teatros participativos, que buscan el equilibrio entre la expresión de los actores no profesionales y la eficacia formal, y las prácticas de intervención, en forma de reflexiones compartidas, piezas itinerantes o acciones directas de intencionalidad política. La conciencia de la alteridad, de ese borde insalvable en la comprensión del sufrimiento del otro, cuyo límite es la muerte, no impide el esfuerzo de la representación o de la construcción de un espacio de encuentro. Que las pesadillas son reales y se revelan como injusticia, que lo normal es heterogéneo, que el mal no es consustancial a una persona o a un pueblo, constituyen las convicciones que animan a un compromiso que comienza por el reconocimiento de los cuerpos, por el cruce de miradas, por la aceptación de la identidad inalienable y, con ella, de la distancia insalvable, y continúa en un proceso en que lo doloroso y lo traumático pueden coexistir, gracias a la activación de la comunicación intersubjetiva, con lo humorístico y lo placentero. Lo individual reingresa así en lo colectivo, la subjetividad retorna al espacio público y se muestra la posibilidad de discursos en los que la memoria no compite con la historia sino que fuerza más bien a su reescritura.

Notas

1  Foster añade: “Hoy el otro es también retomado, procesado en su diferencia misma a través del orden de reconocimiento o simplemente reducido a lo mismo. […] Barthes anotó dos formas características de esta recuperación: la inoculación en la que el otro es absorbido solo en la medida necesaria para volverlo inocuo; y la incorporación, donde el otro deviene incorpóreo por medio de su representación. El principal campo de ‘domesticación de los otros’ es la cultura de masas”. (Foster, 2001, p. 113).

Bibliografía

Abderhalden, R. (2003), “Laboratorio del imaginario social” (pp. 18-21). Proyecto C’úndua. Bogotá, Alcaldía Mayor de Bogotá / Bogotá para vivir.

Alzate, G. (2002). Teatro de cabaret: imaginarios disidentes. Irvine, CA: Gestos.

Boal, A. (1980). Teatro del oprimido. México: Nueva Imagen.

Bourriaud, N. (1998). Esthétique relationnelle. Paris: Les Presses du réel.

Foster, H. (2001). “Recodificaciones: hacia una noción de lo político en el arte contemporáneo”, en. En P. Blanco, J. Carrillo, J. Claramonte y M. Expósito (Eds.), Modos de hacer: Arte crítico, esfera pública y acción directa (pp. 95-126). Salamanca: Universidad de Salamanca.

Guerín, J. L. (Dir.) & Camín, D. (Prod.) (2001). En construcción. España: Ovideo TV Zambrano, F. (2003), “La ciudad y la memoria” (p. 45) Proyecto C’undua, Alcaldía Mayor de Bogotá / Bogotá para vivir. d