Una mujer enmarañada en una instalación de alambres apenas consigue moverse. Unos bailari­nes reinventan sus formas creando anagramas cor­porales. Una caída brusca sobre el piso se repite incansablemente hasta desestabilizar los sentidos de la acción. Un sujeto se zambulle en sangre de mentira. Se diluye en lágrimas y saliva.

Estas son algunas de las escenas que se han pre­sentado, sobre todo en los últimos diez años, en escenarios, galerías de arte y salas de centros cul­turales de diversas ciudades brasileñas, asombra­das por una indagación poco original: ¿al final, esto es danza?

Para entender el sentido de esta pregunta es necesario comprender un poco el contexto evolu­tivo de la danza en Brasil y las consecuencias de los cambios en la elección de criterios que insisten en establecer límites entre géneros artísticos uti­lizando, muchas veces, argumentos que giran en torno de reglas de discurso y que, por eso mismo, se han desgastado y reclaman una reflexión volca­da a aspectos más coherentes, como las cuestiones propuestas por los propios artistas.

Es difícil traducir un cuerpo que danza. Susan Leigh Foster (1996: XVI) sugiere que, en los úl­timos años, lo que cambió es que se hizo posible pensar la coreografía también como una teoría y, de modo consecuente, se abrió un espacio donde la danza y toda tentativa de centralizar la discu­sión sobre el cuerpo pasó a tener una integridad y una importancia equivalentes a la de la docu­mentación escrita, que había sido siempre más valorizada, sobre todo en Occidente. Así, el pa­ralelo entre danza y texto escrito ha funcionado como una invitación a nuevos abordajes para el acto de traducir la danza a una descripción ver­bal. Las nuevas tentativas de traducción, como por ejemplo la llamada escritura performativa (performative writing)[1], han hecho necesario el reconocimiento de la especificidad de cada me­dio y la observación del modo en que los cuerpos que danzan (re)construyen paisajes de riesgo y vagan por otras instancias narrativas, no siempre perceptibles, pero no por eso menos impor­tantes.

No se trata, evidentemente, de volver a una supuesta “inefabilidad” o “intangibilidad” de la danza, sino del reconocimiento de que los viejos vocabularios usados para definirla y analizarla ya no son eficientes para explicar lo que sucede en es­cena. Las dificultades de allí provenientes orientan la opinión de que aquello que no cabe dentro del viejo discurso simplemente no es danza.

Las referencias han cambiado. Es inútil compa­rar lo que acontece en la escena con un modelo dado anteriormente, y parece más eficiente anali­zar e identificar los singulares intercambios que se experimentan durante el proceso de creación co­reográfica entre los bailarines y el ambiente donde se exponen. La propia noción de ambiente se ha vuelto más compleja y envuelve no solo el lugar donde ocurre algo, sino también todo contexto in­formacional referente al ambiente cultural, políti­co, biológico y psicológico, entre otros.

Esta complejidad parece ser el punto de parti­da para las experiencias de lo que se ha llamado en Brasil “dramaturgia del cuerpo”, y esto por­que, en el proceso evolutivo de la danza, se hizo necesario crear un término que representara una especie de mediación y clarificara las posibilidades de creación de nexos de sentido que tiene la danza en sus vinculaciones con el ambiente. En las crea­ciones actuales, muchas veces la coreografía no puede entenderse como lo era en el pasado (como una composición de pasos de danza); y la misma comprensión de lo que sea una “técnica” también ha cambiado. Ya no se trata de un conjunto de vo­cabularios dados, posibles de repetición y creación de hábitos, justamente porque algunas coreogra­fías no construyen más “vocabularios”, pero sí es­tados corporales. La técnica puede repensarse en estos casos como una habilidad especializada para determinadas acciones, no necesariamente repro­ducibles ni tampoco codificables.

Tales cambios de naturaleza epistemológica han cuestionado la propia naturaleza de la danza y, por eso, no es extraño que se los identifique como lo opuesto de otras experiencias ya reconocidas, y causen extrañamiento. Para definir estos nuevos modos de organización no es suficiente (ni deseable) enredarse en la tela de las nuevas o viejas nominaciones, a no ser cuando, en vez de mistificar o crear reglas escritas de codificación, estas puedan ayudarnos a iluminar caminos poco conocidos alimentando el carácter procesual del cuerpo, reconociéndolo como una red compleja y entrópica de informaciones capaz de ligar múltiples imágenes y conceptos al mismo tiempo, es decir, cuando la propia coreografía construye conexiones teóricas y no cuando se somete a ellas.

Esta concepción de la coreografía, que no se restringe a una colección de pasos ya organizados previamente, sino a una organización neuromuscu­lar que da visibilidad a un pensamiento, se ha he­cho cada vez más frecuente tanto entre los artistas como entre los investigadores. Tales experiencias atraviesan la teoría y la práctica al modo de ejerci­cios de relevamiento, como propusieran Deleuze y Foucault en “Los intelectuales y el poder”:

La práctica es un conjunto de conexiones de un punto teórico con otro, y la teoría un empalme de una práctica con otra. Ninguna teoría puede desarrollarse sin encontrar una especie de mu­ro, y se precisa la práctica para agujerearlo. (…) No existe ya la representación, no hay más que acción, acción de teoría, acción de práctica en relaciones de conexión o de redes (Deleuze y Foucault, 1979: 78)[2].

La danza de los entre-lugares

En el Brasil de los últimos diez años, tal como sucedió en otros países, decidir si una manifesta­ción es danza o no se ha vuelto un dilema-placebo. Solo sirve para curar una patología clínica: la ob­sesión por las categorizaciones que transforman el pensamiento artístico en un subproducto del ob­servador.

La instancia de lo no-nombrado está siempre marcada por la impermanencia. Es propio de su naturaleza transitar por entre-lugares, sobre todo en el sentido metafórico, cuando emergen conexio­nes que están, evidentemente, en el cuerpo, pero se organizan en tránsito con el entorno y lo imagina­do. Por eso no se trata tanto del lugar del aconte­cimiento. La instancia de aquello que todavía no ha sido nombrado es impermanente porque está en proceso de organización y desorganización, evitando restringirse exclusivamente a la instancia del hábito, de los patrones y del comportamiento. Desafiar los patrones mentales y motores es pro­pio de la naturaleza de las experiencias que mar­can la historia de la danza desde los años sesenta y setenta.

Hace algunos años, el coreógrafo William Forsythe (en Brandstetter, 2000: 16) afirmó que en la danza el cuerpo se presenta primordialmente en su forma temporal. Este aspecto suyo de tempo­ralidad está relacionado, principalmente, con la percepción del cuerpo. Lo que se identifica como una ocurrencia o como la energía performativa del cuerpo que se mueve en el momento en que se mueve es aquello que se escapa de las tentativas de traducción y nominación, porque transita entre lo que tiene alguna estabilidad (la memoria y los hábitos del cuerpo) y las fugas concomitantes que caracterizan al estar vivo (el olvido, la entropía, el envejecimiento).

En este sentido, la danza siempre ha trabaja­do como un tipo de permanencia que no es fija porque se organiza en diferentes niveles. Esto no es una invención de la danza contemporánea, se trata de la propia naturaleza del cuerpo. Muchas veces, la danza es aparentemente estática en un ni­vel macroscópico, pero se encuentra intensamente trabajada por movimientos microscópicos, lo que genera una especie de impermanencia invisible que resiste y transforma los estados corporales en potencia.

Los paisajes de riesgo se hallan presen­tes en estas experiencias en diversos sentidos. Corresponden a una crisis de categorías y al re­conocimiento de que lo que hace cambiar un sis­tema es precisamente lo que él excluye. De allí la expresión: “eso no es danza”. Siempre es más conveniente eliminar aquello que no cabe en los modelos dados que repensar lo que se consideraba como una matriz de pensamiento.

No hay verdad definitiva sobre lo que aconte­ce ni en el objeto en sí, en su inmediatez, ni en la reflexión sobre el objeto. No existe acción cor­poral sin crisis, conflicto, tensión o incompletud. Algunas danzas identificadas como anti-danzas no hacen más que cuestionar convenciones, moldes y modos de actuar llevando sus manifestaciones al extremo, aunque sea solo por diversión, cuando no solo por dolor. Pero el humor también puede ser transformador a través de una risa que desesta­biliza la escena transformándose, por ejemplo, en un juego de vértigo.

Las aproximaciones a eso que se llama perfor­mance es inevitable en esos casos. Desde 1970 hasta hoy, muchas investigaciones y especulacio­nes han explicado la performance como campo de impasses, donde un lenguaje navega a través de otro y las referencias se mezclan. La etimología de la palabra “performance”, del francés “par­fournir”, fue utilizada ya en diferentes sentidos, como “proveer”, “completar”, “desplazar”, y está relacionada con la construcción de algo que no es esencia ni verdad, sino trazo de conexiones que pueden emerger como potencia de vida o de ac­ción. Se trata de algo que aconteció una primera vez y que, bajo la forma de performance, acontece siempre, o por lo menos una segunda vez, como repetición que restaura una situación que ya pasó, pero que necesita ser representada para radica­lizar, distender, transformar o dar visibilidad a lo que no fue destacado la primera vez. Aquí es preciso observar que la noción de restauración no significa reconstituir ni preservar. Apunta más al sentido de re-instaurar para que la experiencia no desaparezca sin reflexión, sin dejar marcada la evidencia del acontecimiento, aun de una forma fragmentada, pero de modo que se preserve su movilidad y marcando la diferencia. Lo que se ha cuestionado en el campo de la danza es si, de esta manera, la experiencia puede constituir nuevos gestos de pensamiento o acciones políticas deses­tabilizadoras.

En este caso, el gesto, dice Giorgio Agamben (2000), sería justamente la exhibición de esas me­diaciones, es decir, de los procesos que vuelven visible un sentido como tal. El gesto permite la emergencia del cuerpo como medio, porque es la comunicación de una comunicabilidad. No es un significado acabado, al contrario de lo que se afir­ma en tantas publicaciones, sino que se trata de algo que se está constituyendo. Muchas veces el gesto es en sí mismo una pérdida de memoria, lo que supuestamente alguien podría entender como un “defecto” de discurso, pero es justamente allí, en esos entre-lugares, que el cuerpo se hace pre­sente, construye política y crea conocimiento. Hay una diferencia, explica Agamben, entre el olvido que anestesia y aquel que reorganiza y desconstru­ye para construir.

La política en la esfera del sentido siempre dice algo respecto de la gestualidad, de la comu­nicación de una comunicabilidad en un ambiente.

De hecho, eso fue exactamente lo que ocurrió en Brasil, sobre todo a partir de 1970, que fue el pe­ríodo en que el país vivió bajo un régimen militar y una fuerte censura. Formular pensamientos en gestos de danza fue, en ocasiones, una estrategia velada, menos explícita para los censores que los textos escritos. Más allá de eso, no se trataba, necesariamente, de una actuación para el otro, sino para el propio sujeto en situación de alteridad —cuando este se repiensa, desconfía de sí mismo, de sus propias verdades—. Parece que fue del ges­to así descrito, como sugiere Agamben, que se ali­mentaron las primeras experiencias brasileñas de anti-danzas o danzas-performances.

Nunca fue propio de la naturaleza de la dan­za presentar movimientos significativos, con un léxico claro, traducible. Sin embargo, la noción de paso de danza, muchas veces con nomenclaturas propias, forjó durante cuatro siglos interpretacio­nes de metáforas corporales que obtuvieron aires de universalidad. No sin motivos el baile clásico fue considerado por tantos artistas e investigado­res una especie de “lengua universal”. La interpre­tación de las llamadas metáforas ontológicas que se encuentran de manera semejante en diferentes culturas (Lakoff y Johnson, 1999) produjo la falsa impresión de la posibilidad de traducir la danza a un discurso verbal supuestamente esclarecedor, como si la danza fuese una ilustración o la leyenda de algo que no nace como movimiento sino como su significado.

Lo que han mostrado los estudios del cuerpo en los últimos treinta años es exactamente lo opuesto. El conocimiento nace del movimiento y es situado, singular. Migra desde la oscilación neuronal hacia el accionamiento motor y viceversa. Es para com­prender esas migraciones dentro y fuera del cuer­po que se tornó fundamental reconocer diferentes niveles de complejidad capaces de conectar imáge­nes, pensamientos y lenguajes, y de constituir así los procedimientos de la llamada danza contem­poránea.

Los cambios epistemológicos del cuerpo

En general, hasta 1970, hablar de dramaturgia significaba, en Brasil, referirse exclusivamente a textos teatrales —un tema que parecía no tener nada que ver con la danza, ya que hasta entonces experiencias de danza en el país se orientaban sobre todo al baile y la danza moderna—. En una época de silencio, censura y muerte (el régimen militar en Brasil abarca desde 1964 hasta 1985) es que el movimiento comienza a afirmarse como fundamento de comunicación.

Es posible observar tres cambios que marcan el inicio de la investigación y la creación de una dra­maturgia de la danza, la cual será identificada dos décadas después con lo que hoy se considera dan­za contemporánea en el país.

En los años setenta, se destacan dos cuestio­nes. La primera está relacionada con la valoriza­ción del aspecto comunicativo del gesto y con la tentativa de personalizarlo. Un ejemplo relevante fue el Ballet Stagium. Esta compañía, creada por Marika Gidali y Décio Otero en 1971, fue funda­mental para crear un público de danza. A pesar de utilizar fundamentalmente el ballet moderno en sus coreografías, absorbió en su obra movi­mientos e imágenes de la cultura brasileña, como el universo temporal de los indios en Quarup (1977) o una estética estilizada de la samba en Coisas do Brasil (1979), y llevó sus espectáculos en giras que literalmente atravesaron de norte a sur el país y fueron responsables de la populari­zación de la danza en diversos aspectos muy po­sitivos.

La segunda cuestión aparece relacionada con cambios en la comprensión del cuerpo a partir de cruces entre sus diferentes niveles de descripción y experimentación, que incluían, por ejemplo:

1- Un “dentro” del cuerpo que era singular, pero no esencial en tanto tenía plasticidad y, en con­secuencia, estaba siempre en transformación.

2- Un movimiento anterior a los pasos de danza visiblemente reconocibles, el que equivaldría a lo que Hubert Godard identifica como un pre-movimiento, acción que se diseña internamen­te antes de volverse visible y reconocible como gesto.

3- Y distintos niveles de conciencia corporal.

Algunos de los creadores que más colabora­ron con esta discusión sobre el cuerpo pensante y sobre la percepción como ignición para el cono­cimiento fueron Klauss Vianna, Angel Vianna y Takao Kusuno, este último, especialmente a partir del trabajo que desarrolló como Denilto Gomes. Si la pareja Vianna exploraba las nociones de percep­ción y de conciencia del cuerpo, entre otros aspec­tos, Kusuno buscaba la posibilidad de experimen­tar con el butoh japonés en Brasil, investigando las metamorfosis y la memoria del cuerpo.

En el pasaje de la década del ochenta a la del noventa, se destaca la articulación político-filosó­fica propuesta por creadores independientes que no formaban parte de compañías oficiales y dispu­taban nuevos espacios de invención y procedimien­tos de creación. La organización del Movimento Teatro Dança y de la Cooperativa de Bailarinos Coreógrafos son ejemplares. Si la danza que deja trazos de una acción política en su ambiente es performance, entonces ya se hacía eso hace más de treinta años, incluso sin apostar a una distinción de géneros artísticos[3].

Estas iniciativas provocaron la aparición de nuevos eventos, como el circuito de festivales que ha promovido el intercambio entre artistas locales y extranjeros a través de cuatro capitales brasile­ñas, dos en el noreste (Recife y Fortaleza) y dos en el sudeste (Río de Janeiro y Belo Horizonte). Las experiencias que vienen siendo alimentadas por es­tos circuitos (y por otros no tan bien organizados, pero no menos importantes) engendran nuevos nexos de sentido, característicos de la construc­ción de las nuevas dramaturgias de la danza. Estas no acontecen exclusivamente en el cuerpo, sino en la conexión con ambientes específicos. Brasil es muchos Brasiles. La danza brasileña es muchas danzas. Algunas de las más importantes mediacio­nes pueden reconocerse en escena en el momento en que ella acontece, y en nuestros trazos de per­formatividad, que se evidencian de manera cada vez más incisiva, de modo que transforman los contextos por donde transitan. Un buen ejemplo puede hallarse en la formación de un público más abierto a experiencias innovadoras, en las disemi­naciones de los pensamientos sobre la danza, en la formación de colectivos y en la construcción de una memoria cultural, hasta hoy en Brasil bastan­te precaria y fragmentada.

Algunas experiencias desestabilizadoras

En lo que hace específicamente a los procesos de creación, y no solamente a las implicaciones políticas que sugieren, un buen ejemplo de expe­riencia desestabilizadora es el de la coreógrafa Lia Rodrigues.

Luego de una formación en ballet clásico en la Academia Nice Leite, y después de completar casi la carrera de historia en la Universidad de São Paulo, a los 21 años, Lia Rodrigues se fue a vivir a Francia e integró la compañía de la coreógrafa Maguy Marin. Esta experiencia fue decisiva en su vida, pues la coreógrafa francesa desarrollaba una obra caracterizada por el compromiso políti­co, concibiendo la danza como una posibilidad de resistencia.

Así, además del trabajo coreográfico, cuando Rodrigues regresó a Brasil, decidió comenzar casi de inmediato y comprometerse en la organización de eventos como el Atelier de Coreografia (en 1987) y el Olhar Contemporâneo da Dança (en 1991), ambos en colaboración con el coreógra­fo João Saldanha.

Invitada por Lílian Zaremba, del Instituto de Arte e Cultura (RioArte), pasó a organizar un evento que se convertiría en el I Panorama de Dança Contemporânea que existe hasta hoy. El panorama no solo presentó al público la dan­za contemporánea sino que cambió radicalmente su imagen invitando a diversos artistas extran­jeros (Pina Bausch, Win Vandekeybus, Merce Cunningham, Jerôme Bel, Thomas Plischke, Vera Mantero, Alain Buffard y Maguy Marin, entre otros) y dando visibilidad a los artistas más expe­rimentales de Brasil, justamente aquellos que tra­bajaban en las fronteras, en los “entre-lugares” de la danza o la danza/performance.

En su producción personal, se produjo una transformación radical con la obra Aquilo de que somos feitos (2000), no tan marcada ya por la experiencia con Maguy Marin. A partir de una investigación que trataba acerca del cuerpo en la performance (sobre todo a partir de las expe­riencias de Lygia Clark[4]) y acerca del cuerpo en la ciencia (sobre todo en relación con los filóso­fos-científicos Daniel Dennett, Richard Dawkins y Antonio Damásio), esta coreografía coloca la obra de Lia Rodrigues en otro lugar, recuperando en cierta forma su papel de activista política de los tiempos de la Universidad de São Paulo.

A partir de estudios científicos realizados en el Grupo de Estudos em Dança de Río de Janeiro (creado por la propia Lia Rodrigues, Roberto Pereira, Silvia Soter, Dani Lima y Beatriz Cerbino), las dualidades entre naturaleza y cultura, cuerpo y mente, fueron definitivamente abolidas en su obra. Esto se debe a que, en las experiencias realizadas durante el proceso de creación, quedó claro que las informaciones que llegan al cuerpo, provenien­tes del ambiente, no son meramente clasificadas, sino reinventadas en todo momento en el tránsito entre el cuerpo y el cerebro.

En Aquilo de que somos feitos, las palabras pronunciadas por los bailarines pierden su identi­dad social y el sentido común, a la vez que asumen nuevos papeles. La crudeza con que se presenta el cuerpo hace que el público experimente puntos de vista diferentes. No es un cuerpo espectacular, ni tampoco un cuerpo cotidiano. Pero es como si fue­ra un cuerpo de vida privada que aparece expuesto públicamente, sin ninguna mediación que lo pre­pare para la escena, a no ser los movimientos y sus formas, al mismo tiempo precisas y precarias.

En la primera parte, que lleva el nombre de “Materialidad” y se subdivide en presentación, fila y apilamiento, se invita al público a cambiar de lugar varias veces para observar la experiencia de los nueve bailarines desde ángulos diferentes. Estos construyen esculturas vivas con los cuer­pos. En la segunda parte, llamada “Comunidad” y subdividida en solo y grupo, se transforma la lógica de la organización. La bailarina Micheline Torres baila entre el público, promoviendo una in­serción que a continuación se amplía con los otros bailarines del grupo. Al final, casi no se distingue ya quiénes son artistas y quiénes forman parte del público.

Para radicalizar este descubrimiento, utiliza­do también en otras obras como Formas Breves (2003), que buscaba inventar movimientos a par­tir de manuscritos, pensamientos y proposiciones de Oscar Schlemmer, Lia Rodrigues trasladó la sede de su compañía a la Favela da Maré (una de las mayores favelas de Río de Janeiro). El trabajo en esta comunidad comenzó con la presentación de la compañía en la Casa da Cultura da Maré, una especie de galpón localizado junto al Centro de Estudos e Ações Solidárias da Maré, una orga­nización neogubernamental[5].

En lugar de dirigir el proyecto para aulas regu­lares en función de la presentación de un espectá­culo, Rodrigues construyó un galpón sin puertas para que la gente pudiera mirar y entrar cuando quisiera. Durante los ensayos de la compañía, al­gunos jóvenes de la comunidad se interesaron en el proyecto y pidieron participar, como fue el caso de Allyson Amaral, Leonardo Nunes Fonseca y Gabriele Nascimento Fonseca.

Patrocinada por el Centre National de la Danse, el Festival D’Automne, La Ferme du Buisson, la Maison de la Danse de Lyon y el Tanzquartier de Viena, aparte de ensayar en la nueva sede, Rodrigues comenzó a llevar varios trabajos de otros artistas al Galpón, como fue el caso de Jerô­me Bel, con la pieza Isabel Torres (2006).

En Encarnado (2005), la primera coreografía creada en la sede de la Favela da Maré, se radi­calizan algunas cuestiones. La noción de cuerpo colectivo gana otra dimensión. Los bailarines se ensucian con ketchup, y presentan y discuten a través de sus movimientos (y no de un discur­so verbalizado) el exceso y la banalización de la violencia en la exposición mediática del “dolor de los otros”. Inspirado en el libro de Susan Sontag Ante el dolor de los demás (2003), el espectáculo demuestra cómo el exceso de visibilidad se trans­forma en invisibilidad. Al vernos tan expuestos a las imágenes de violencia en nuestro día a día, acabamos por no identificarla más. La presencia de Allyson Amaral (con cuatro años ya como in­tegrante de la compañía Lia Rodrigues) es clave en el sentido de su maduración como intérprete. En su cuerpo, más que en el de otros, están pre­sentes las ambivalencias que permean la acción de representar aquello que, de hecho, se presenta en lo cotidiano y merece reflexión, sin renunciar al sufrimiento.

Retomando las cuestiones tratadas en este ar­tículo, el ejemplo de Lia Rodrigues proporciona nuevas posibilidades de reflexionar sobre el papel político de la danza, pero a través de la propia danza, sin necesidad de importar elementos o so­portes de otras áreas. No se trata necesariamente de ilustrar una situación o de evocar un tema. En la obra de Rodrigues, así como en otros exponen­tes de la danza contemporánea brasileña, ocurre una especie de reinserción de cuestiones políticas que pasan a presentarse a partir de la desestabi­lización de modelos estéticos y patrones de movi­miento. Si el francés especialista en Bertold Brecht, Bernard Dort, tiene razón al afirmar que “la dra­maturgia es una conciencia y una práctica”, esta estaría siempre presente, no como algo exterior al proceso, sino en el continuum cuerpo/cerebro/ambiente. Involucradas con este asunto, algunas danzas de Brasil pasan a presentar sus paisajes de riesgo en la medida en que explicitan ese proce­so o que, evolutivamente, termina por convertir la danza y la performance en prácticas cada vez más próximas.

Otro ejemplo interesante para estimular esta discusión es el de la coreógrafa Marta Soares. Su formación comenzó en Brasil con Maria Duscheness, introductora del método Laban en el país. En Londres, completó el One Year Course en el Laban Centre for Movement and Dance, y en Nueva York, donde residió por seis años, hizo el bachillerato en arte en la State University of New York (SUNY) y el curso Laban de análisis del mo­vimiento (CMA) en el Laban/Bartenieff Institute of Movement Studies (LIMS). Por otro lado, es­tudió en el Movement Research, en la Susan Klein School, en el Alwin Nickolais Dance Lab, entre otras instituciones.

En 1995, Soares ganó una beca de la Fundación Japón para residir durante un año en el estudio del maestro de butoh Kazuo Ohno. A su regreso a Brasil, comenzó a establecer conexiones bastante singulares entre esas diversas experiencias, e ins­tauró de ese modo nuevas vinculaciones entre la danza y la performance.

En Les pouppées (1997), por ejemplo, se inspi­ra en los llamados anagramas corporales del ale­mán Hans Bellmer, autor de Petite Anatomie de l’inconscient physique ou l’Anatomie de l’Image (1957), quien se hizo conocido internacionalmente a partir de la composición de sus muñecas, cuyas partes del cuerpo estaban reordenadas de modo que inspiraran controversias acerca del cuerpo femenino, erótico y subyugado. Durante la coreo­grafía, Soares investiga las articulaciones y des­articulaciones del cuerpo, negando todo patrón de movimiento que pudiese reconocerse como un “paso de danza”. En este sentido, la experiencia con el butoh japonés contribuyó a trabajar las me­tamorfosis del cuerpo, ya que estas constituyen una especie de acción primaria para el cuerpo que danza butoh.

En el año 2000, la coreógrafa produce O Homem de Jasmim, un nuevo solo que conti­núa con la misma investigación, buceando esta vez en el universo poético de Única Zurn, espo­sa de Bellmer. Pero es en su tercer solo, O Banho (2004), donde inventa lo que llamó “instalación coreográfica” y donde las fronteras entre danza y performance fueron abolidas definitivamente.

O Banho gira en torno de la vida de Dona Yayá, una dama de la rica sociedad paulista que a comienzos de los años veinte fue diagnosticada como enferma y encerrada, entonces, en su pro­pia casa hasta su muerte. En lugar de relatar su historia, Soares optó por crear una única metáfo­ra: el baño. La motivación de la metáfora se halla en que la situación de Dona Yayá representaba la vida de muchas otras mujeres que, a partir de las famosas investigaciones del médico Jean-Martin Charcot en el Hospital Salpêtrière, fueron consi­deradas histéricas. Y una de las terapias recomen­dadas era justamente un largo baño de hasta doce horas de duración.

Así, la instalación coreográfica de Soares se compone de una bañera, donde ella permanece cerca de dos horas y media, que sería el tiempo requerido para realizar tres largos loopings. El reflejo de una ventana de luz ilumina su cuerpo y representa el paso del tiempo, como si fuera la luz del día que entra por la tronera de vidrio del baño, la única comunicación con el mundo ex­terior. Al fondo, unas proyecciones de imágenes tomadas en la casa de Dona Yayá completan la instalación. Más de una vez, también en estas diapositivas, no se trata de un registro del proce­so o de la historia, sino que son percepciones, el cuerpo de Soares que atraviesa el jardín, la pared de la casa y luego desaparece.

Son muchas las imágenes que componen esta obra. Además de la investigación acerca de la vida de Dona Yayá y de un laboratorio indi­vidual que Marta Soares realizó en la propia casa de Dona Yayá durante cerca de tres me­ses, la coreógrafa buscó otras referencias: las imágenes de la fotógrafa Francesca Woodman, que experimentaba procesos de camuflaje de su propio cuerpo con paredes, con muebles y con la naturaleza; la obra autobiográfica de Cindy Sherman, que trataba el cuerpo de mujer como testimonio de una memoria asombrada; y las no­ciones de abyecto e informe a partir de la obra de Georges Bataille y algunos de sus principales comentadores (Julia Kristeva, Rosalind Krauss y Hal Foster).

Lo abyecto interesó a Soares en la medida en que sería todo aquello que se quiere eliminar y no se piensa como factible de ser compartido (la miseria, el esputo, el vómito, los desvíos psicopa­tológicos). Lo informe, que no raramente apare­ce relacionado con lo abyecto, sería aquello que aún no tiene forma y que se resiste a rendirse a las nominaciones, a las clasificaciones. A partir de esta investigación, el cuerpo que construye Marta Soares para su danza/performance pasa a vivir en esa fisura, en esa casi-idea, en los límites entre la vida y la muerte.

De alguna manera, investigaciones como las de Lia Rodrigues y Marta Soares radicalizan lo que se mencionó anteriormente como cambios epis­temológicos del cuerpo en Brasil, y esto porque lo que se ofrece a la mirada en sus obras son los cambios del estado corporal, los nexos de sentido organizados en ambientes específicos y el trazo performativo de acciones que, de alguna manera, insisten en permanecer.

Como explicaron autores como J. L. Austin, Judith Butler y Jacques Derrida, la performativi­dad es el proceso que caracteriza a la acción no verbal. Así, incluso cuando se trata de un discurso, la performatividad estaría en la acción de las pala­bras y no en su significado. Ella nace y se organiza en el cuerpo. A pesar de que cada uno de estos au­tores ha puesto su atención sobre un aspecto espe­cífico de la acción (por ejemplo, las características reguladoras de la sociedad o de la identificación sexual), lo que parece común a todos ellos es el reconocimiento de que, de hecho, la performance no acaba cuando la acción termina frente a nues­tros ojos. Ella sobrevive, en varios sentidos, en el cuerpo del que la ejecuta, del que asiste a ella y en el ambiente donde se da.

Las nuevas experiencias de danza/performance reclaman desplazamientos de enfoque y de pen­samiento, no solo restringidos al binomio artis­ta-público. Sugieren la necesidad de concepciones actualizadas para repensar modos de traducir y reflexionar acerca de los pensamientos de la dan­za (crítica y curaduría), de las políticas culturales, así como de las estrategias para cultivar memoria y documentación. En la medida en que debaten y repiensan el cuerpo, las nuevas danzas/performances se transforman en un medio poderoso para li­diar con esas cuestiones y muchas otras referentes a los juegos de poder y a las biopolíticas del mun­do contemporáneo. 

Bibliografía

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* Título original: “Dança/Performance no Brasil: paisagens do risco”. Traducción de Luis Emilio Abraham.

** Profesora de la Pontifícia Universidade Católica de São Paulo. Autora de los libros O corpo, pistas para estudos indisciplinares, Teatro Nô e o Occidente. Butô, pensamen­to em evolucão, y directora de la colección Leituras do Corpo.

Notas

[1] La noción de performative writing ha sido explorada por investigadores como Barbara Browning del Departamento de Performance Studies de la New York University. La propues­ta es examinar una forma de escritura que no simplemente describa o critique la obra, sino que se aproxime a ella a partir de su propia materialidad, experimentando una especie de traducción intersemiótica entre diferentes len­guajes.

[2] Nota del traductor: Coloco aquí la versión castellana de la entrevista de Deleuze y Foucault teniendo en cuenta su asequibilidad para el lec­tor hispanohablante, pero corriendo también el riesgo de que se diluyan un poco las asociacio­nes que ha querido resaltar la autora. En efecto, debe tenerse en cuenta que esos “ejercicios de relevamiento” que menciona la autora tienen un correlato directo en la versión portuguesa de Microfísica del poder que ella cita (Cultrix, 2004), mientras que en la versión castellana se habla de “conexiones” o “empalme”.

[3] Es importante mencionar que es también durante los años noventa que maduran las alianzas entre teoría y práctica: las investiga­ciones realizadas por artistas e investigadores teóricos ponen en acto la construcción de un pensamiento crítico que comienza a atravesar otros campos de conocimiento para pensar y hacer danza. Proliferan los grupos de estudio, las faculdades, los festivales profesionales, y despuntan las primeras publicaciones de auto­res brasileños, resultantes de disertaciones de maestría y tesis de doctorado.

[4] Lygia Clark fue una artista brasileña que integró el llamado Movimiento Neoconcreto al lado de otros nombres famosos como el de Helio Oiticica. El aspecto de su obra que intere­só particularmente a Lia Rodrigues fueron las performances que tuvieron lugar entre 1964 y 1981. Se trataba de la propuesta de un “cuerpo coletivo” que buscaba borrar las fronteras y je­rarquías entre artistas y público.

[5] Antes de Lia Rodrigues, durante tres años, el coreógrafo Ivaldo Bertazzo había realizado un trabajo social en Maré, preparando jóve­nes para formar parte de sus presentaciones. Fue después de este proyecto, y teniendo en cuenta el vacío que se había producido en el lu­gar, entre los miembros de la comunidad, que Rodrigues decidió probar otras formas de con­vivencia en la favela.