Re-pasar / re-habitar / despertar(se) (en) la memoria

 

Me son entregados unos audífonos. No me los pongo aún.

Atravieso el jardín de este lugar. Es una de las alas hasta ahora desocupadas del Centro de Arte Contemporáneo de Quito (CAC). Antiguo Hospital Militar.

En realidad no puedo asociar que estoy en el CAC ni en algo que fue un hospital.

Escenario de abandono.

Un blanco derruido es el dominante de esta arquitectura.

Hierba que ha crecido desordenadamente.

Escena agreste e imponente.

Sarroso el espacio.

Un joven chileno me toma de su mano. Luis Cifuentes, quien sé que es bailarín. Atravieso esta arquitectura solemne. Me da cierta curiosidad y una extraña melancolía hacerlo.

Me desplazo y subo las escaleras con él y tres personas más. No hablamos. Un silencio se ha impuesto. Como nosotros, varios otros se han desplazado con otros ¿bailarines? hacia otras esquinas de este raro y exuberante sitio.

Al llegar a un punto, al fondo de un corredor, Luis simplemente me dice que me ponga los audífonos y que me deje llevar por la voz.

La voz que sale del dispositivo parece operar como una mano, o como un perro de compañía.

Soy el ciego cuyo lazarillo testifica mi primer descubrimiento de la espesura e intensidad del acto de mirar, de estar, de no decir nada y de escuchar las marcas, los tiempos, el tacto.

Los silencios.

Esta voz-mano-perro lazarillo hace de motor en mí.

Locomoción.

Recorro.

Descripción de los pasadizos largos. Recuento de pasos que debo avanzar. Uno. Dos. Tres. Quince.

Las escaleras. Los pequeños salones. Los resquicios.

Obedezco.

He perdido la voluntad. Soy guiada. Me tragan las palabras oídas.

Quiero decir, me tragan el nombre, mi propia historia. Soy parte de una historia tan otra que me des-cubre en cada pisada, que me hace des-cubrir algo que recién conozco.

Me asombro.

Alzo la cabeza y leo letreros, señales. Rechinan puertas cuando se nombran en mis oídos y se enfatiza su rechinar cuando genero el gesto nombrado.

Siento la fuerza y la fragilidad de la madera de los pisos debajo de mis pies.

El estallido del tiempo.

Mi cuerpo se sincroniza extrañamente con la voz y sonrío por ese encuentro. (Un secreteo casi erótico se abre entre esa voz y mi ser).

De tanto en tanto hay luz que entra por las ventanas a las que me asomo siguiendo la indicación del audio. Se iluminan pequeños detalles.

La voz vehicula el movimiento hacia (¿desde?) la luz.

Esto es un juego cinematográfico de planos detalle, me digo.

Intimidad.

Esta es una escena interior. Verdaderamente interior.

(¿De quién es esta voz que me habla?)

Madera sobre polvo. Pintura descascarándose. Y otra muy fresca.

Pedazos de cemento en medio de salones.

Gavetas y estantes vacíos.

Grietas por las que susurra ¿mi memoria?

¿Qué hay afuera de esto?

Solo estoy yo.

Adentro.

Cada vez más adentro de los vestigios de este espacio.

Solo yo y la materialidad de las cosas.

Yo como una de las tantas materialidades.

No sé si se desprende de mí el óxido o soy una de las muchas hierbas arrancables pero indómitas que emerge entre los surcos de este edificio.

El olor. Ya no hay voz. Solo unos ecos.

Ecos de otro tiempo muy lejano, muy aquí y ahora.

Tiempo de otras voces.

El espacio empieza a revelar su memoria de Hospital.

Paso por lo que otros pasaron. Repaso. (Re-paso: es decir, paso doblemente por el espacio).

Doy cuerpo a quienes no están. Soy el cuerpo de quienes no están.

(La memoria requiere siempre de un cuerpo para tener existencia).

Enfatizo mi pisada en el sitio.  Se me revela la asepsia clínica de otrora. Estampas, historias sin ser contadas literalmente. Debajo de lo dicho siempre late otra cosa.

El síntoma se hace cada vez más evidente

(parece que alguien estuviese a punto de diagnosticar un estado febril).

Repentinamente he llegado a la terraza.

Contemplo la ciudad.

El paisaje andino siempre me impele a tomar posición.

Veo a otras personas que deambulan por esta arquitectura.

Me recuerdan que no estoy sola.

Soy una mujer que se relaja en los corredores de un sanatorio.

Los otros pacientes, apacibles, generan conmigo un trazado sutil. Una teatralidad extraña hemos tejido y repentinamente es como si el telón subiese. La danza tiene lugar. Nuestros cuerpos la encarnan.

Bertha Díaz. Guayaquil, Ecuador. Diciembre de 2017

 

Breves apuntes ante las audioguías coreográficas

Hace casi un año escribí el texto del que se desprenden estos apuntes, tras asistir a Una cosa escuchada, pieza del coreógrafo Esteban Donoso. Dos versiones posteriores de tal trabajo se presentaron luego de la experiencia nombrada. La primera de ellas se dio en Toronto, Canadá, en 29 Virtue Street, Roncesvalles, en mayo; y la segunda, de nuevo en Quito, en Casa Mitómana, en agosto de este año.

Insisto en que el texto precedente pertenece a lo sucedido (a lo que me produjo a mí y produje) en el CAC, porque hay algo que está en la naturaleza de este dispositivo de Esteban, que implica que se inaugure siempre de un modo nuevo, según el espacio, que es lo que va a determinar el juego; y según la persona que lo transita y acciona.

Se trata, a breves rasgos, de un ejercicio que Esteban activa con diversos colaboradores, en lugares determinados. Para decirlo simple, la consigna es la siguiente: cada persona que se suma a su proyecto genera un recorrido particular por el lugar, activando una práctica de observación profunda. Luego, este aguzado tránsito-mirada hecho individualmente por estos colaboradores es trasladado a un relato oral, de la manera más fiel posible. Y, finalmente, dicho texto es registrado en audio. Ahí acaba la prefiguración del ejercicio.

Con ese material listo, entonces, se abre el dispositivo al público que, a penas ingresa al sitio, se vuelve accionista de esta máquina y le propicia una segunda capa de sentido con esa participación. Cada sujeto recibe un reproductor de audio y unos audífonos. A través de tales aparatos escuchan una de las grabaciones antes mencionadas y, guiados por ella, realizan su desplazamiento. Poco a poco se activa una experiencia profundamente íntima que, al mismo tiempo, va transformando un sinnúmero de relaciones para la escena hoy: El artista desaparece y aparece un espectador, que de inmediato se torna oyente y a la vez operario de esta maquinaria. Él es quien pone el cuerpo en una voz cuyo cuerpo no está más. Un juego de cuerpos que remplazan cuerpos, que hacen un enjambre con estelas-ecos, memorias, presencias y ausencias entrecruzadas, va habilitándose.

Los sentidos de los transitantes-oyentes despiertan nuevas posibilidades a las relaciones entre el registro que se cuela por sus oídos, lo que mira mientras transita y lo que pisa. Nuevos agenciamientos empiezan a producirse y los espacios se vuelven escenarios móviles que despiertan subjetividades múltiples y en movimiento.

El dispositivo me lanza a hablar en primera persona, porque no hay un afuera de mí mientras lo habito, ni soy/estoy en su afuera. Soy yo quien traza la experiencia, quien la inaugura en tanto atraviesa. Estos ejercicios de delicada simpleza, pero que dejan un espacio abierto, fuera del control de quien lo concibe, que desplazan roles en la escena, que desdibujan nociones como autoría, artista, actor, espectador; que expanden la noción coreográfica, que se movilizan radicalmente de lo contemplativo a lo participativo, nos increpan a buscar otros modos de nombrarlos, de ensayar también unas escrituras frente, para y sobre ellos de modos más plásticos, dejándose vulnerar por la experiencia desnuda.

La idea de escribir sobre este ejercicio desde la clave de la écfrasis, tiene la intención de salir también de unas formas de discurso que se separan de la experiencia viva e ingresar en la propia vibratilidad que se abre en este tipo de experiencias, para, desde ahí, llegar a un decir frágil, simple, pero que ensaya un modo de estar que surge de los afectos suscitados.

 

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