El acontecimiento de la palabra tras el fin de la La palabra se ha hecho sospechosa. Ser juez y parte del acto de la representación ha ido en detrimento de su credibilidad, al tiempo que representaciones ilusorias y reales, ficticias y políticas, ha difuminado sus límites, dejando ver de forma cada vez más clara su condición de construcciones. En el siglo XX la palabra ha perdido su tradicional trasparencia como un medio inocente al servicio de la representación (de la realidad) de una verdad. Ceder algunos de sus privilegios ante el auge de las tecnologías de la imagen no quiere decir, sin embargo, que haya dejado de ocupar un lugar fundamental, que difícilmente podrá perder como elemento fundacional de la cultura. La era de la electrónica, de la imagen y las telecomunicaciones, pero también de la reivindicación del cuerpo y las identidades, exige la reconsideración de la palabra y los mitos construidos en torno a ella a la luz de nuevos contextos. Para esta tarea, el ámbito de la creación escénica, un medio que combina diferentes lenguajes, que no excluye la palabra, pero sin reconocerle una capacidad jerarquizadora de las otras realidades con las que debe convivir, como ocurre en la vida cotidiana, se revela como una mirada de especial interés.
El potencial creativo de la palabra la sitúa en la base de numerosos mitos que dan cuenta del comienzo de las cosas. En la tradición occidental, de raíz judeocristiana, al mito bíblico —Al principio fue la palabra— se le suma el idealismo racionalista, que da lugar a una suerte de mito de la palabra como encarnación de la Razón teórica, en la que se realizaría el Espíritu de la historia, siguiendo la formulación de Hegel. En términos más amplios, la palabra, que ha sido siempre palabra escrita dentro de la cultura occidental, es símbolo de verdad y civilización, el espacio opuesto a la barbarie, que sería la carencia de palabra, es decir, de razón. Te doy mi palabra se supone garantía de honestidad. Estas dos construcciones míticas, la bíblica y la racionalista, son de naturaleza distinta en cuanto a la consideración de la palabra, pero están relacionadas. En la base del mito bíblico, compartido con otras religiones, se trata de una palabra dinámica, una palabra que produce un efecto trascendental en el acto de su enunciación; se acentúa, por tanto, una dimensión performativa y física. No es una palabra escrita, fija y detenida. Son ya numerosos los autores que han señalado la carga solo inicialmente negativa del mito de la escritura en Occidente (Derrida 1967, 1975; Havelock 1986). Aunque las escrituras y libros sagrados ocupan un lugar importante en muchas religiones, estos remiten a una palabra viva, creadora. El mundo no nace a la luz con la palabra escrita, sino con la palabra dicha o revelada. Se podría decir que al comienzo no fue la palabra, sino el acto (de su enunciación) y el espacio, el aquí y ahora del instante creador en el que este acontecimiento tuvo lugar. Antes que un significado determinado o un sentido preciso, la palabra primigenia apunta a una acción, hace posible un acontecimiento; no es una abstracción semiótica, ni una grafía a la espera de ser interpretada, sino una operación física que implica un espacio y un tiempo, el espacio y el tiempo de la creación, el comienzo de la historia y la representación verbal.
El mito de la palabra como soporte de la razón entronca con una tradición distinta, pero que se ha identificado con esta primera en un esfuerzo por naturalizar el mito moderno de la razón y con él la propia historia. Ya no se rechaza el soporte de la escritura, sino que procede justamente de una cultura tipográfica que hizo posible el nivel de reflexión teórica y abstracción sobre el que ha crecido la filosofía occidental, y que tiene su nacimiento con la escritura. Los modos de organización y maneras de pensar de las culturas orales y las culturas escritas presentan grandes diferencias (McLuhan 1962; Ong 1982; Goody 1986). Ya en el mito egipcio de la escritura, esta se muestra como un mal menor, un pharmakon, como explica Platón, que ayuda por un lado a conservar la palabra, pero por otro empobrece la memoria y acaba con la realidad concreta y funcional que habita en la palabra y que la hace posible como acontecimiento vivo, real e inmediato. No sin cierta hipocresía por parte del padre de la filosofía se termina aceptando la escritura como garantía de permanencia, pero sin aludir a la dimensión de poder que va unida a la visibilidad de la palabra escrita. En términos generales, la imagen dominante de la palabra, como instrumento esencial del pensamiento y metáfora de la razón, es deudora de siglos de cultura escrita que han dado lugar a la tradición hermenéutica fundante del pensamiento occidental. Consiste en una palabra descontextualizada, unos signos gráficos que se ofrecen a un ejercicio de interpretación en la conciencia de que esconden una verdad, una razón y un sentido. En la recreación constante de este sentido vive la historia; sobre estas interpretaciones de la Palabra, una palabra inmóvil que se reviste de cierta sacralidad, se construye la cultura. Solo quien conoce la verdad del texto, su recta interpretación, tiene la razón y, por tanto, el poder; pero las interpretaciones no están reveladas, como el mito de la palabra divina, sino construidas en función de intereses concretos. Más allá del tratamiento que uno y otro mito hacen de la palabra y de su diversa relación con la escritura, ambos confluyen, por tanto, en un profundo respecto a la palabra escrita como espacio de la verdad y garantía de un orden trascendental. Frente a la palabra oral, lábil y fugaz, que no ha ganado el beneficio —ni el poder— de su permanencia, frente a la invisibilidad de esta última, la primera se presenta como una práctica de poder que demanda obediencia, recogiendo ese espacio de poder que también tuvo la palabra dicha en las culturas orales; pero es en las culturas escritas cuando la oralidad puede llegar a adquirir una potencia subversiva. En un doble plano, sacralizador o secular, las escrituras sagradas, por un lado, y las cartas magnas, fueros, constituciones, declaraciones de principios o reglamentos, por otro, remiten a una consideración comparable de la palabra como palabra de poder y verdad, una palabra escrita, impresa en cuidados volúmenes, custodiados por las instituciones cuyos fundamentos sostienen. Esta Palabra ha sido extraída del contexto originario de su enunciación para adquirir una validez más allá del tiempo y el espacio en el que fue dicha y de las personas a las que se dirigió por primera vez. Este es un ejercicio básico de poder —y representación— en la construcción de las sociedades.
El proyecto ilustrado que funda la Modernidad en aras del progreso social, la secularización y emancipación del individuo por encima de credos e ideologías oscurantistas, recupera la palabra y la tradición escrita de Occidente como garantía de un pensamiento humanista basado en la razón. Los conflictos bélicos de alcance mundial, masacres y genocidios, ocurridos en la misma cuna que vio nacer el pensamiento dialéctico y la razón histórica, pusieron al descubierto la mixtificación del mito de la palabra y su formulación humanista. Las reflexiones sobre este tema por parte de filósofos e intelectuales se han sucedido a lo largo del siglo XX. La pregunta fue formulada una y otra vez: ¿cómo seguir escribiendo después de Auschwitz? Si una persona con una formación culta, basada esencialmente en su conocimiento de la tradición escrita, era capaz de haber realizado tales atrocidades, algo había fallado en el mito de la palabra como soporte de una razón, un sentido y una verdad. A la altura de los años sesenta, cuando el corazón cultural de Occidente sale de la posguerra económica, y al hilo de un estrecho diálogo con los pensadores de finales de siglo XIX, se despliega una profunda reflexión de lo que había supuesto el proyecto de la Modernidad. Inevitablemente, una parte de esta reflexión había de apuntar al espacio y la condición de la palabra. Su omnipresencia la hace difícilmente visible, difícilmente acotable para su consideración desde un lugar ajeno a la propia palabra, a partir del cual pueda ser mirada desde afuera. Es en este contexto cuando se desarrollan otros campos de estudio que va a adquirir creciente interés, como los definidos por la teoría de los lenguajes o el análisis de los medios. Estos estudios han ido sacando a la luz el protagonismo que los diversos medios de comunicación han tenido a lo largo de la historia, y entre ellos no ha sido el menos importante la propia escritura como continente de la palabra.
La reflexión retrospectiva sobre lo que se ha entendido como el proceso histórico de la Modernidad en Occidente se hace desde un esquema temporal de carácter lineal y teleológico; esto es, se entiende el presente actual como un estadio de crisis en el que ha venido a parar el proyecto en parte frustrado de la Ilustración y la razón dialéctica. La mirada escéptica de George Steiner es un claro exponente de este enfoque. En su volumen de ensayos recogidos en 1976 bajo el título de Lenguaje y silencio se parte de una tesis común a muchos de sus trabajos: «¿Estamos saliendo de una era histórica de primacía verbal, del período clásico de la expresión culta, para entrar en una fase de lenguaje caduco, de formas ‘poslinguísticas’ y, acaso, de silencio parcial?» (Steiner 1976: 12). El autor de Después de Babel ofrece una visión de la historia de Occidente como un proceso de degradación que alcanza su apogeo con el genocidio nazi, que supone la «crisis de una esperanza racional y humana» (13). Desde la conciencia de estar en una suerte de después de se mira con añoranza el espíritu cultural que primó en la Grecia clásica o en la Inglaterra de Shakespeare. Ahora bien, esta visión está sujeta a unos esquemas mitificantes fáciles de detectar, como el tópico de que cualquiera tiempo pasado fue mejor, que ya cantara el poeta medieval. Steiner adivina un hilo de continuidad en torno a las ideas de adelanto cultural mantenido desde la antigua Grecia hasta los tiempos de Marx y Freud, una continuidad excesivamente extendida en el tiempo, que sería difícil de sostener si tenemos en cuenta los cambios radicales que ha sufrido la sociedad durante más de veinte siglos. Con buen criterio, el autor adopta el lenguaje como termómetro de la salud cultural de cada período —»el lenguaje es el misterio que define al hombre»—, pero este queda reducido a su expresión escrita, sin duda uno de sus estadios de madurez y garantía al mismo tiempo de una lína de continuidad, pero que olvida los aspectos más esencialmente humanos ligados al lenguaje, como el hecho colectivo del encuentro en torno a la palabra y la condición de esta como acontecimiento físico y real, lo que vendría a introducir puntos de discontinuidad en esta línea evolutiva guiada por la palabra escrita y la abstracción de los sentidos, incluido el del fenómeno literario. Quizá tenga razón Steiner cuando se refiere a «un pacto literario que hoy está en entredicho» (aunque pareciera perder de vista que nunca ha habido mayor producción editorial que en la actualidad) y en todo caso podemos acordar con él esa sensación de que cierta concepción de la historia como una evolución lineal hacia su perfección se ha derrumbado. En lo que nuevamente habría que discrepar es que dicha visión sea algo que nace después del acabamiento de ese sueño de la razón que ha supuesto la historia del siglo XX. Una consideración más detenida revela que esta idea de finitud acompaña al proceso de desarrollo de la Modernidad desde sus inicios, incluida la sensación del fin de la historia y de decadencia cultural, como advierte Lyotard (1987: 40): «En realidad, el relato de la decadencia acompaña al relato de la emancipación como su sombra», para añadir a continuación: «Ya hemos pagado suficientemente la nostalgia del todo y de lo uno, de la reconciliación del concepto y de lo sensible, de la experiencia transparente y comunicable» (26). En el pensamiento de los fundadores de la contemporaneidad, desde Kant y Hegel, late esta idea de estar escribiendo al final de un período, sensación que convive con la utopía de llevar adelante una idea de la Historia como espíritu de una Razón que, por otro lado, apenas estaba llegando a su mayoría de edad en ese momento. La concepción de la palabra desde uno y otro enfoque, ya sea como parte de un proyecto que avanza hacia su plenitud, ya sea como resto de una historia fragmentada, ha de ser diferente.
La Modernidad nace y se desarrolla bajo esta tensión entre esquemas temporales diversos: por un lado, la utopía de alcanzar una plenitud, de ahí la idea fundacional de «revolución», social o artística, que atraviesa la época contemporánea, y por otro, la sensación de que este sueño ha nacido ya frustrado, de ahí esa mirada melancólica que Benjamin descubre en Baudelaire, la nostalgia de un absoluto de raíz mesiánica. Este sentimiento de crisis se agudiza para irrumpir en todo su esplendor creativo con las vanguardias históricas. Para la segunda mitad del siglo XX los caminos teóricos no han cambiado mucho, pero sí el horizonte histórico, con la irrupción de las masas y su manipulación al servicio de ideologías totalitarias. Los acontecimientos históricos tomaron un rumbo propio al margen de tanta razón dialéctica y debate cultural, y el lenguaje parecía perder sus vínculos con la realidad, su capacidad de guía. Este es, quizá, el fin del «pacto literario» al que se refiere Steiner. El anuncio repetido de la muerte de la historia en las últimas décadas, como de tantas otras defunciones decretadas a medida que avanzan los siglos XIX y XX, empezando con la muerte del arte, con la que Hegel abre sus Lecciones de Estética, a la que siguió la muerte de Dios, el hombre o el sujeto, no significan su inexistencia real, sino que las posibilidades de pensar el arte, la historia o el hombre, a lo que podemos añadir la palabra, han cambiado; lo que muere es una determinada forma de comprender la historia. Obviamente esa sucesión de acontecimientos humanos continúa, pero pensada desde diferentes modelos.
El eje dominante en el estudio la palabra ha sido su relación con el referente, la relación de las palabras y las cosas, retomando el título de Foucault (1966). A este eje hay que añadir otro, un acercamiento distinto a la palabra, que no pasa únicamente por la relación con su referente, sino también con su ser como acontecimiento. Al eje formado por las palabras y las cosas, habría que sumarle el de las palabras y los escenarios, los espacios donde esta se hace visible como un elemento más dentro de una inevitable puesta en escena, de un contexto de ocurrencia, de una pragmática. Este acercamiento espacial permite poner de manifiesto esa otra condición de la palabra como un suceso que hace posible un sentido no vinculado únicamente a su referente. Esta es la dimensión pragmática y performativa a la que las ciencias humanas y las artes han dado un creciente protagonismo durante el último siglo. En este campo han confluido la lingüística, la literatura, la filosofía y la teoría de los medios, cambiando de signo la minusvaloración en que hasta el siglo XX había estado la pragmática. Como señalan Gilles Deleuze y Felix Guattari, esta dimensión fundamental de la realidad se revela como el núcleo para un verdadero enfoque político: «c´est la pragmatique qui est l´essentiel, parce qu´elle est la véritable politique, la micro-politique du langage» (en Deleuze y Parnet 1996: 138).
Resulta significativo que sea desde este enfoque, estrechamente ligado al contexto de enunciación y recepción de la palabra, desde donde se hayan venido a cuestionar esas amplias continuidades históricas sobre las que la historiografía moderna, ligada a la escritura, fundamenta sus identidades culturales, destacando la Grecia clásica como antecedente de la cultura contemporánea o a Shakespeare como nuestro contemporáneo, sin reparar en lo que todo esto tiene de reconstrucción e interpretación de un pasado a partir sobre todo de los textos escritos que nos han llegado. Así, por ejemplo, Florence Dupont revisa los usos orales de lo que hoy se denomina literatura clásica griega para problematizar el mito que la cultura occidental ha construido en torno al pasado helénico como un oasis de civilización, arte y buen gusto frente a la amenaza de la «barbarie» en la sociedad moderna. Al pensar los orígenes del hecho literario se pierden de vista los contextos vivenciales del banquete ritual y la ceremonia social en los que la palabra —solo posteriormente puesta por escrito— se realiza. Fuera de estos contextos, de esta situacines de encuentro y convivencia, el verbo clásico griego pierde su sentido, su razón de ser (acontecimiento), pues de este contexto en el que ocurre hereda su sentido; esto es, esa misma palabra no habría sido posible en otra situación, ni siquiera a través de su lectura, caso de estar escrita. Esta protohistoria de la literatura no se puede explicar por un desconocimiento de la escritura, sino por la función diversa que entonces ocupaba lo escrito, relacionado con lo profano y las cuestiones económicas, frente a lo oral, íntimamente ligado a la vida y al placer. Frente al carácter auxiliar de la escritura como un instrumento utilizado en la vida ordianaria, era la palabra oral la que ostentaba los privilegios del significado simbólico. Lo importante es que el fenómeno de la oralidad no se limitaba al recitado de unos versos, sino que implicaba toda una situación colectiva con una dimensión profundamente sensorial: «Cette cultura poétique n´est pas seulement orale au sens technique, elle sollicite tout le corps des chanteurs et des auditeurs —qui souvent sont les mêmes— en mobilisant leurs sens, et crée un lien social, parfois éphémère, entre tous les participants» (Dupont 1998: 12).
Este carácter, más que oral podemos decir colectivo, se extiende a otras actividades apoyadas en la palabra, como la política; de ahí la importancia de la retórica, que tiene su componente fundamental en la oratoria, siglos después sacada de contexto y reducida al arte de la escritura, mientras que otras partes de la retórica, como la actio, quedaron como supérfluas en un mundo de abstracciones. De esta concepción de la palabra se deduce una mirada al mundo y a la realidad distinta de la que se extenderá a través de la filosofía idealista de raíz platónica, cuya proyección fue posible gracias al medio escrito. La verdad solo existe ligada a una situación humana concreta. Como la palabra, no es posible tampoco buscar un sentido que viva fuera de un contexto de ocurrencia humano. Solo desde ahí, desde el contexto colectivo del encuentro entre varias personas es posible descubrir la verdad interna que sostiene un hecho humano:
La vérité du monde n´est accesible aux hommes qu´à l´intérieur de leur réalité humaine, à travers les contingentes de temps, de lieux et de personnes. Rien n´existe en deçà ni au-delà de l´accident. L´aède révèle donc aux hommes les connexions invisibles qui, dans l´événement, organisent la culture des hommes (22).
La propuesta estética a la que nos confronta el mundo de la creación escénica actual, en el que, más allá de gritos apocalípticos, la palabra sigue ocupando un lugar fundamental, puede entenderse desde esta revisión de la palabra en relación al hombre y al sentido de la realidad de la que nos habla. Se trata, por un lado, de una reflexión hecha desde ese después de la aventura de la razón moderna y el mito del progreso que es la Modernidad, en la que sin duda andamos todavía plenamente inmersos; pero, por otro lado, es una reflexión capaz ya de mirar en otras direcciones para aportar algo en positivo y no quedarse en un mero acto de negación de un estadio anterior. El teatro define un espacio y un tiempo otros, distintos del espacio y el tiempo de la historia. Desde esa otredad, construida sobre una sensación de después de, reflexiona sobre el pasado y la realidad mediante otras formas de entender la relación del yo con el tú, del actor con el espectador, de la palabra con el cuerpo y el sentido, de la acción con la representación, reaccionando ante una cultura saturada de representaciones ilusorias, reducidas a imágenes perfectas carentes de cuerpo, carentes de un espacio y un tiempo del que pueda participar también el receptor. Ahí radica una especificidad importante del hecho escénico que, por su propio componente humano, no deja de contener un profundo vitalismo en su modo de expresión. Es por esto que algunos de los padres del pensamiento actual, que con tesón insobornable criticaron la tradición filosófica de Occidente, como Nietzsche, descubrieron en la escena y en un sentido primigenio de la teatralidad, recuperado luego por Artaud y otros pioneros del teatro moderno, el arte por excelencia para la expresión de lo humano, convertido en un verdadero acontecimiento de signo comunitario, físico y sensorial.
En la cultura de los medios, pero también de la transparencia de estos, en una sociedad desbordada de espectáculos amparados en un ambiente de confusión que no deja ver los intereses que los mueven, los creadores más despiertos de las últimas décadas nos llaman la atención acerca de ese lugar ya inevitablemente marcado que ha de tener la palabra. Destronada de los privilegios de la escritura y el texto, la palabra queda alumbrada por otros fenómenos como el cuerpo, la acción y la voz; pierde la inocencia que pudo tener en otros momentos. La palabra se hace visible también como una de las acciones definitorias del teatro occidental. Es por eso que resulta tan engañosa aquella oposición, acuñada en defensa de los modos teatrales dominantes, entre la palabra y el resto de los lenguajes escénicos. En ese paisaje de acontecimientos que es la escena, la palabra sucede junto al cuerpo y el movimiento, el espacio y el tiempo, o mejor dicho, estrechamente ligado a ellos, pero en un juego de contrastes que no aspira a una unidad de sentido. El eje de tensiones entre la palabra y la escena se proyecta al resto de los lenguajes, de modo que se produce un complejo sistema de distancias y contrastes que hace más visible cada lenguaje, el texto cuestionando el espacio, y los cuerpos y las acciones mirando a las palabras, como explica el dramaturgo alemán Heiner Müller (en Ackerman 1999: 93), cuya obra supone un ejemplo paradigmático de este teatro. El dramaturgo de la antigua República Democrática Alemana termina añadiendo que esta es la verdadera función política del teatro, antes incluso de posiciones ideológicas concretas.[1]
A través de recursos como la repetición, el trabajo con la materialidad sonora de la palabra, de su comunicación íntima y cercana, de sus dimensiones sorpresivas y paradójicas, de su espectacularidad poética, la escena trata de hacer visible la palabra hasta convertirla en un acontecimiento. Si en otro tiempo tenida como natural o transparente, esta relación marcada y a menudo conflictiva de la palabra con el sujeto que habla, y por tanto con su sentido, de la sonoridad con el cuerpo, del texto con la escena, se presenta como reflejo y reacción al uso y abuso de la palabra en los escenarios públicos y privados, en los cuales una sociedad se juega la construcciones de sus identidades colectivas e individuales.
El lugar y la función de la palabra en los escenarios de algunos de los grupos más significativos de los años ochenta y noventa en España, como Arena Teatro, Lucas Cranach, Q Teatro o Atra Bilis, responden a esta diversidad de opciones, como diversas son las relaciones de sus creadores con el hecho de la escritura. La fuerte vocación creadora que los define hace que a menudo resulte significativo el tipo de relación que mantienen con la escritura para entender su enfoque teatral, aunque uno y otro definen, como ellos a menudo precisan, dos vías diversas de expresión y relación con el mundo. En todo caso, el espacio que la palabra ocupa en el mundo escénico de cada uno está íntimamente ligado con su concepción global del hecho teatral. Mediante el análisis de la obra teatral en su conjunto se hace más clara la función de la palabra en estos escenarios y, por consiguiente, el enfoque desde el que los textos empleados en sus obras fueron escritos, lo que en ningún caso excluye la posibilidad de entenderlos como textos autónomos —privilegio finalmente del lector—, de una sorprendente frescura poética en muchos casos, de profunda sinceridad en otros, quizá por el hecho de no haber sido pensados para su lectura como material publicado, sino para su realización física, para convertirse en acontecimiento en un espacio y frente a un público.
Bibliografía
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DELEUZE, Gilles y Claire PARNET (1996), Dialogues, París, Flammarion.
DERRIDA, Jacques (1967), De la gramatología, Buenos Aires, Siglo Veintiuno, 1971.
— (1975), La diseminación, Madrid, Fundamentos, 1997.
DUPONT, Florence (1998), L´invention de la littérature: de l´ivresse grecque au texte latin, Paris, La Découverte.
FOUCAULT, Michel (1966), Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas, Madrid, Siglo Veintinuo, 1968.
GOODY, Jack (1986), The logic of writing and the organization of society, Cambridge, Cambridge University Press.
HAVELOCK, Eric A. (1986), La musa aprende a escribir. Reflexiones sobre oralidad y escritura desde la Antigüedad hasta el presente, Barcelona, Paidós, 1996.
LYOTARD, Jean-François (1987), La posmodernidad (explicada a los niños), Barcelona, Gedisa, 1988.
McLUHAN, Marshall (1962), La galaxia Gutenberg. Génesis del homo typographicus, Barcelona, Galaxia Gutemberg / Círculo de Lectores, 1998.
ONG, Walter J. (1982), Oralidad y escritura. Tecnologías de la palabra, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2000.
STEINER, George (1976), Lenguaje y silencio. Ensayos sobre la literatura, el lenguaje y lo inhumano, Barcelona, Gedisa, 2003.
Notas
[1] «Ich meine, Theater wird ja erst dadurch lebendig, dass ein Element immer das andere in Frage stellt. Die Bewegung stellt den Stillstand in Frage und der Stillstand die Bewegung. Der Text stellt das Schweigen in Frage, und das Schweige stellt den Text in Frage, das ist auch wohl die wichtige politische Funktion von Theater. Unabhängig von ideologischen Besetzungen oder so».