Resumen:
Los grandes medios de comunicación implican nuevos paradigmas artísticos y formas distintas de percepción de la realidad. Frente a una época en la que el cine se convirtió en el lenguaje artístico dominante, a partir de los años sesenta es la televisión, el vídeo y las comunicaciones por ordenador las que han construido un nuevo canon estético, que en cierto modo podemos calificar de teatral, basado en la apariencia de inmediatez, el ritmo performativo y fragmentario y la presencia cada vez más determinante del receptor. Este artículo revisa las reacciones de la escena contemporánea ante los nuevos comportamientos estéticos, analizando las relaciones entre el cuerpo del actor y la imagen mediatizada —el cuerpo ausente—. La escena moderna se revela como un apasionante laboratorio de análisis de los modos de percepción y, por tanto, de construcción de la nueva realidad mediática.
Disponible en: http://arbor.revistas.csic.es/index.php/arbor/article/view/597/599
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La relación del teatro con las nuevas tecnologías es un tema que se presta con facilidad a enfoques apocalípticos en torno al futuro del teatro y su siempre cuestionada supervivencia en la sociedad de los medios. Una aproximación distanciada y menos catastrofista nos muestra, sin embargo, que el teatro, como técnica de la representación, ha estado siempre abierto a los adelantos que le han permitido ampliar sus posibilidades de expresión. Desde los comienzos introdujo ingenios técnicos para hacer apariciones desde las alturas, vuelos en escena, desapariciones por el suelo o extrañas mutaciones que asombraran al público. Tampoco ha dejado de adaptarse con rapidez a las diferentes técnicas de iluminación, ni a los crecientes medios de lograr mayor movilidad en la escena. Así llegamos al siglo XX, cuando se hizo posible la grabación de la voz y las imágenes, lo que dio lugar a la radio, la fotografía y el cine, instrumentos que las vanguardias no tardaron en incorporar. Desde este enfoque, las tecnologías de la imagen representan un capítulo más, el último gran capítulo, en la historia del teatro.
Modelos de representación dominantes: ¿cine, televisión, vídeo, Internet?
Mucho se ha hablado de la influencia y relaciones del cine con otros géneros; sin duda, su rápida conquista de una prestigiada condición artística, y no meramente documental, lo ha situado al frente del horizonte estético del siglo XX. La historia de la televisión ha sido muy diferente; su estrecha relación con la realidad le ha negado su entrada en el parnaso de las artes, que ha tenido que esperar al invento del magnetoscopio a finales de los años sesenta y el desarrollo de la técnica del vídeo. Posteriormente, la televisión digital y las infinitas ventanas abiertas por Internet no han hecho sino llevar al extremo unos comportamientos culturales anticipados de algún modo en el funcionamiento de la televisión. En este sentido, una menor repercusión explícita de estos medios en las artes ha llevado a pensar que su influencia mediática pudiera quedar reducida al mundo cultural no específicamente estético, mientras que se ha seguido hablando del cine como el lenguaje paradigmático del siglo XX.
Sin embargo, la influencia del cine como medio dominante, o lenguaje modelizante primario —utilizando la terminología de Lotman—, tuvo su apogeo en los años cincuenta y comenzó a cambiar de signo en la década siguiente, lo cual no quiere decir que dejase de ser un referente artístico de primer orden. Esto nos permite dar un giro a la ecuación y comenzar a pensar, por ejemplo, en la creciente influencia del paradigma televisivo en la gran pantalla. La influencia estructural del cine en la dramaturgia se hace visible en los años cincuenta y sesenta, por ejemplo, en el teatro realista norteamericano de Tennessee Williams o Arthur Miller, cuyo marcado acento narrativo le ha facilitado el acceso al cine; pero a partir de los años sesenta se impone de manera rotunda, con la eficacia que solo tienen los medios que en algún momento han pasado por transparentes —naturales—, otro modelo de comunicación diverso que es la televisión, el grado cero de la medialidad, que a través de las teleseries y otros programas de pequeño formato, sus productos estrellas, propondrá un esquema de construcción dramática a numerosos autores de los años ochenta y noventa, familiarizados por otra parte con este medio por su trabajo profesional, como antes lo e la realidad, diría Baudrillard.
A diferencia del tempo narrativo y distante en el que nos sumerge el cine, la televisión propone un ritmo rápido y entrecortado, una sensación de cercanía y casi de intimidad (a lo que contribuye el nuevo espacio de recepción: la sala de estar o el dormitorio) y el aparente protagonismo del espectador, en el sentido de que puede decidir la interrupción o el cambio de emisión e incluso la participación en ella a través de Internet y teléfonos móviles. Estos y otros rasgos, llevados al extremo por el desarrollo posterior de la tecnología digital y, finalmente, aunque ya con nuevas implicaciones, de Internet, van a constituir un paradigma profundamente teatral y performativo por su sensación de inmediatez, el aquí y ahora del plató televisivo (el «en directo»), la presencia explícita del público y su aparente carácter colectivo; un modelo que será exportado a otras prácticas estéticas (Göttlich, Nieland y Schatz 1998; Brea 2002; Cornago Bernal 2002). La pregunta que va a guiar este ensayo es la reacción de la propia escena, espacio de la representación por excelencia, ante una serie de tecnologías capaces de crear la ilusión de un nuevo teatro, el teatro mediático, más creíble, inmediato y real, más interactivo y emocionante en muchos casos que la escena real; un teatro más real quhabían estado, aunque en menor medida, con el cine.1
Por otro lado, el desarrollo de los medios no puede verse de forma inconexa, ni tampoco azarosa. A menudo no resulta difícil dar cuenta del nacimiento de un medio como continuación o respuesta a una serie de planteamientos que ya estaban formulados previamente. De este modo, la fotografía y el cine vinieron a colmar el deseo extremo de realismo y verosimilitud anticipado en la novela o el teatro. Dentro del espacio orgánico de una cultura cada lenguaje ocupa un lugar, y el nacimiento, transformación o desaparición de uno obliga a una redistribución del espacio en función de los restantes. El hecho es que cada movimiento —o mejor dicho: ese movimiento constante en el que están sumidos todos los lenguajes dentro de una cultura— nos describe fuerzas de transformación y líneas de evolución que definen un período de la historia. Desde esta perspectiva, hemos de preguntarnos también acerca de los principios estéticos que explican la aparición y desarrollo extremo de este modelo de comunicación, de carácter inmediato, fragmentario e interactivo, que ha caracterizado la segunda mitad del siglo XX, y dando un paso más allá —como hemos dicho—, analizar en qué medida el teatro ha previsto y cómo ha respondido a unos planteamientos y necesidades estéticas comparables.
La explosión mediática ha puesto de manifiesto la importancia de cada instrumento, de cada medio, dentro de una cultura, dando lugar a una perspectiva de análisis conocida como la teoría e historia de los medios. Este enfoque ha hecho que proliferaran los análisis comparados entre distintos géneros ya en los ochenta, lo que ha introducido un giro fascinante en el estudio de las artes, que hasta entonces se habían querido entender desde sus rasgos esenciales, para analizarlas ahora no en la determinación esencialista de cada lenguaje, sino en el análisis de las zonas de intercambio entre cada uno de ellos; se trataría, por tanto, de llegar a un conocimiento de cada lenguaje, pero no desde sus centros y fundamentos, sino desde su periferia, desde sus límites exteriores y espacios de indefinición, ese espacio donde la poesía se cruza con la pintura o el teatro con la televisión. Bajo esta aproximación los diferentes géneros dejan de entenderse bajo un prisma belicista como eternos rivales, puesto que lo interesante sería ahora alumbrar los espacios de contacto y diálogo de unos con otros (Pavis 2003: 61ss.). Este talante ha caracterizado igualmente las prácticas artísticas en las últimas décadas, que han intensificado las relaciones entre campos diversos, normalizando una actitud propia de las vanguardias. Dicho contacto cada vez más fluido ha permitido a cada arte entender sus recursos específicos desde las otras y desarrollarlos gracias al diálogo con otras formas de expresión; el teatro soñando con ser cine, el cine con ser teatro, la televisión cada vez más teatral o la escena cada vez más televisiva son fenómenos que han enriquecido cada uno de estos medios desde la mirada externa, o en otras palabras: entender el teatro desde lo que no es teatro, desde el cine, la televisión, el vídeo o Internet, ha revertido en un enriquecimiento de la manera de hacer y concebir el proceso escénico, siendo en muchos casos este tipo de prácticas liminales, abiertas a su cuestionamiento desde una mirada no específicamente escénica, las que han dado lugar a las obras de mayor interés. Respondiendo a esta nueva situación mediática, la escena moderna se revela como un espacio de contrastes y choques, caracterizado por la diversidad de miradas y formas de construcción.
Llegados a este punto, podemos adelantar que el tipo de relaciones que vamos a analizar a continuación no se reducen a la utilización en escena de una pantalla o unas cuantas proyecciones con los fines más diversos. El tema de las influencias entre unos y otros lenguajes es siempre complicado, porque solo algunas de esas influencias se desarrollan de modo explícito y consciente, mientras que las repercusiones más profundas tienen lugar en un plano menos visible. En este sentido, la tesis de partida es que cada medio de expresión supone algo más que un lenguaje artístico, en realidad implica un modo diferente de representar(nos) la realidad, de acceder al mundo y percibirlo; consiste, en una palabra, en un nuevo enfoque epistemológico, otra forma de conocimiento (representación) del mundo, y por tanto un tipo de relación diferente del sujeto con el otro (Postman 1987; McLuhan y Powers 1996; Fischer-Lichte 2001). Teniendo en cuenta esto se pueden diferenciar dos grandes niveles de influencia entre los nuevos medios y el teatro: a) un nivel más profundo cuturalmente y menos explícito, y b) otro más visible con una voluntad artística expresa, que suele traducirse en la utilización de aparatos mediáticos; dentro de este último nivel es posible a su vez distinguir una utilización más casual o tangencial, que no afecta al planteamiento estructural de la obra, y otro empleo en profundidad que sí determina la propuesta dramatúrgica, que plantea una reflexión sobre los diferentes modos de comunicación. Esta clasificación no define compartimentos estancos, sino que se trata de una propuesta metodológica que nos permite movernos por este intrincado mundo de relaciones, diferenciando diálogos situados a niveles distintos. En los apartados III y IV se darán algunos ejemplos de ambos enfoques, pero antes de esto, hemos de comenzar estableciendo el eje central desde el que la escena se acerca a los otros medios, sin dejar por ello de ser teatro: la presencia del cuerpo frente a su ausencia mediática.
El cuerpo invisible
Este eje (presencia-ausencia) no solo delimita un rasgo esencial de la relación de la escena con la imagen mediatizada, sino que al mismo tiempo apunta la diferencia que hace que el teatro siga siendo teatro: la relación actor-espectador en un espacio y un tiempo compartidos por ambos. Como adelantamos arriba, la aparición de nuevos medios viene a menudo ligada a ciertos debates estéticos presentes ya en el ambiente cultural previo. Desde el punto de vista teatral, la discusión en torno al cuerpo del actor, la reivindicación de su carácter físico, sensorial y performativo, sus posibilidades expresivas y [modos de] comunicación inmediata con el espectador han sido algunos de los motores de la renovación escénica desde las vanguardias históricas. En los años sesenta se recuperan y asimilan estas posiciones, que serán iluminadas y contrastadas una década después gracias a la creciente utilización de equipos mediáticos. Con el abaratamiento de los equipos
audiovisuales la posibilidad de introducirlos en escena se ha incrementado hasta formar parte, a partir de los años setenta, del repertorio de lenguajes escénicos.
La mirada delega en los aparatos y el cuerpo se desmaterializa. La percepción que obtiene el espectador, y la disposición en la que se le sitúa, es radicalmente distinta cuando se ve enfrentado a realidades, como cuerpos y objetos, o a imágenes que representan esas realidades. La imagen proyectada carece de realidad más allá de un juego de luces y sombras y el aparato que las proyecta; aunque sea necesario distinguir entre imágenes cinematográficas e imágenes de vídeo, así como es diferente si su proyección se hace en una pantalla plana disimulada en escena o en un monitor de televisión a la vista del público (Zunzunegui 1995; Alcázar 1998; González Requena 1999). Las primeras, las proyecciones cinematográficas, tienen una capacidad mayor de evocar ilusiones ficticias y reconstruir un tiempo diferido, son más perfectas; las segundas, las imágenes de vídeo, y por ende la mayor parte de las televisadas, apuntan a un mayor grado de realidad e inmediatez, hacen visible su materialidad y quizá por eso también su imperfección, incluso cualitativa (aunque esto ha cambiado con la técnica digital); serían, en una palabra, más teatrales. No obstante, en uno y otro caso una imagen es siempre algo cerrado y perfecto en sí mismo, una totalidad situada en un tiempo distinto al del espectador (que se encuentra, por tanto, desligado de ellas y sin responsabilidad directa); no esconde nada detrás y nada le estorba, todo está dispuesto para su exhibición y no hay más que lo que se ve en la pantalla, pero tampoco debe aspirar a descubrir algo más; está en sí misma acabada (Lehmann 1999: 401-448). El espectador se siente síquicamente relajado y complacido ante una realidad proyectada, es decir, liberada de su contingencia inmediata, de presente y futuro, y por tanto desligada de su yo como sujeto moral. Las imágenes, como las ilusiones, no decepcionan, al menos mientras no se las quiera convertir en realidad, pero tampoco dan más de lo que muestran, solo tienen la cara que vemos, detrás no hay nada, tampoco nada que pueda ofrecer resistencia a la percepción.
Los objetos materiales de la escena y sobre todo el cuerpo del actor despiertan en el público emociones menos ilusorias, pues se trata de realidades en un tiempo presente compartido con el espectador, más intransitivas en su poder de evocación, por eso también menos tranquilizadoras, y quizá en algunos casos más aburridas al tener menos capacidad de engaño. Es más difícil mantener la atención del público en la escena; ante una obra mediocre su atención subirá cuando se encuentre sorprendido —¿deberíamos decir: gratamente sorprendido?— por unas atractivas imágenes que le sumerjan, aunque solo sea por unos minutos, en un mundo de ficción, pero realmente verosímil, y su atención se verá nuevamente defraudada cuando la proyección acabe y deba volver a la tosca realidad de la escena. En el lado positivo de la balanza, tenemos una presencia material y física de la que carece el signo virtual. El signo escénico remite también a una ausencia (el actor hace como si fuera Hamlet, que en verdad no está ahí), pero cuenta con una importante presencia: el significante sí está ahí, de forma física, en actitud performativa, y no solo como proyección de luces. En la cultura de las imágenes, con una forma de ver y entender conformada por la epistemología televisiva, esa presencia inmediata del signo supone un exceso de realidad que puede ser incluso molesto o hasta grosero. El cuerpo del actor, su presencia viva, implica un plus con el que el creador, ya sea el director o el mismo actor, debe trabajar para llegar a moldearlo, pero también supone un exceso para el espectador por desentonar radicalmente con la estética mediática perfectamente recortada según las necesidades. El cuerpo se alza como un elemento excesivo, estrategia de resistencia a una realidad prefabricada; no se trata de una imagen acabada y perfecta, sino que está haciéndose en cada instante, siempre en el proceso de su presente continuo. Ese exceso supone un constante peligro de traición a la obra de arte o a las expectativas culturales del público hacia lo perfecto y acabado, pero también una ventana a la única verdad, a lo imprevisto y efímero, a lo excesivo, una emoción inmediata e incierta causada por lo que está ahí delante, la inquietud ante una realidad que por artística no deja de ser real, o incluso más real que la realidad —como también quiso Artaud—, pero que mantiene la percepción en un constante camino de búsqueda.
Las tecnologías de la imagen aplicadas a la escena han contribuido a hacer más visibles estas diferencias, denunciando de manera casi incómoda ese exceso de presencia sobre el que se levanta el teatro, su posibilidad de construir un tiempo real compartido con el espectador. Sus actitudes DE LOS DIFERENTES MEDIOS han sido diversas: los lenguajes televisivos, el vídeo o Internet, han tratado de emular esa inmediatez aparentemente espontánea, esa presencia más allá del fingimiento,
mientras que el cine, al menos en su período clásico, no ha dejado de gozarse en la perfección de la ficción bien acabada, opción que ha sido contestada por corrientes más experimentales.4 Desde el teatro, las posturas se extienden igualmente en un amplio abanico, entre la aceptación de la ficción, por otro lado inevitable, acercándose a modelos cinematogáficos o televisivos (re)construidos ahora desde la realidad escénica, hasta la negación de todo lo ficcional a favor de las presencias inmediatas, igualmente inevitables, no solo de los actores, sino también de pantallas, monitores y aparatos de grabación. Ambas posturas no son, sin embargo, contrarias, sino que a menudo se conjugan dando lugar a algunas de las propuestas más interesantes de las últimas tres décadas.
La escena ante los modelos culturales mediáticos.
Incluso sin la utilización de estos medios, la escena de la segunda mitad del siglo XX ha tenido que reaccionar ante unos modos dominantes de percepción de la realidad determinados POR LAS NUEVAS TECNOLOGÍAS ellos. Por muy al margen que se quiera estar de ESTAS (las nuevas tecnologías), es inevitable que todo creador piense en el público que debe recibir su obra, y ese público, como él mismo, está fuertemente influido por un lenguaje cultural desarrollado por la televisión y posteriormente el mundo de Internet. El dramaturgo y director alemán René Pollesch ha realizado una de las propuestas más creativas de asimilación de la estética televisiva. Pollesch convierte sus escenarios en amplios espacios rodeados con habitaciones que recuerdan las estancias de un piso de una gran ciudad habitada por jóvenes QUITAR SIGNOS INTERROGANTES INTERMEDIOS: ¿dinámicos, ¿creativos?, ¿alternativos? Los espectadores se acomodan EN (entre) cojines y colchones distribuidos entre los escenarios. Las obras se estructuran a base de diálogos que revisan de forma crítica y con frescura temas de actualidad, sin excluir lo intranscendental e incluso trivial. Los diálogos, que a veces son leídos a la vista del público, se precipitan en un ritmo enloquecedor, acentuado por un elevado tono de voz, que termina conduciendo a una especie de hilarante caos extrañamente familiar al espectador. Los actores se mueven con rapidez de un sitio a otro dentro de una sala iluminada por una luz blanca que sume a actores y espectadores en un mismo espacio y tiempo. Todo da la impresión de ser cotidiano y cálido, inmediato y fragmentario, pues la obra va saltando sin orden de unos a otros temas, en un tono de espontaneidad e improvisación. La cultura urbana, estrechamente ligada a los medios, es llevada a su extremo al tiempo que se rentabiliza creativamente, denunciando sus excesos. A PARTIR DE ESTE MODELO, EL AUTOR Y DIRECTOR ARGENTINO RAFAEL SPREGELBURD HA DESARROLLADO UNA SERIE DE OBRAS A MODO DE EPISODIOS DE TELESERIES, Bizarra (Dubatti…).
En España, tras el realismo social y las dramaturgias de corte popular, han sido numerosos los autores [de las últimas décadas] que han desarrollado formas dramáticas que siguen de cerca los patrones televisivos, diálogos de intervenciones cortas y escenas que se suceden con rapidez, una especie de realismo urbano que trata igualmente de temas cotidianos, aunque su traducción teatral y expresividad dramática no SE HAYAN TRADUCIDO EN NIVELES ALTOS DE CREATIVIDAD ESCÉNICA haya alcanzado estos niveles de creatividad escénica. En estos casos, la influencia televisiva, que más allá de la dramaturgia se extiende también a los lenguajes actorales y patrones de recepción del público, tiene un carácter más implícito, que lo hace menos visible.
Desde presupuestos dramáticos no realistas, hay que destacar la estética violenta y fragmentaria de Rodrigo García o Roger Bernat ya en los años noventa, en la línea de otros creadores europeos como Jan Fabre. Una crítica virulenta a la sociedad de consumo es acompañada a menudo con proyecciones de imágenes superpuestas que denuncian sus estrategias mediáticas. A este plano se le opone la presencia de los actores, aparentemente desnuda de artificio, y sus acciones con un fuerte carácter performativo que trata de superar el nivel de la ficción, acciones inmediatas e ilógicas que contrastan con el mundo mediatizado, convenientemente ordenado para su proyección a partir de unos intereses previos. Desde una poética comparable, Sara Molina DESARROLLA ha desarrollado una dramaturgia en la que se acentúa lo procesual y fragmentario, la acción en su transcurso sobre una poética de restos que se opone a la imagen como resultado perfecto y acabado. En todos estos casos la recurrencia al performance supone una reacción contra las realidades y los tiempos diferidos, el cuerpo como resistencia contra imágenes construidas que se pretenden reales, un exceso no rentabilizado que denuncia realidades prefabricadas y
uniformantes portadoras de una adecuada explicación del mundo. Este teatro posdramático denuncia el propio concepto tradicional del texto dramático como una mediación ficcional más, potenciando la presencia inmediata del actor en contraste con las tramas construidas o su propia imagen proyectadaQUITAR REF. BIBL.. Así, por ejemplo, Carlos Marqueríe, en 120 pensamientos por minuto (2002), UTILIZA (intensifica el uso de) un circuito cerrado de vídeo para proyectar sobre el fondo de la sala la imagen de los actores, con lo que el espectador percibe al mismo tiempo ambas realidades, lo que en el ambiente oscuro de la obra, ofrece un aspecto fantasmagórico. En un nivel superior de ficción, La Fura dels Baus, ya desde el principio de los ochenta, recurrió a proyecciones y música electrónica pare recrear el ritmo violento y el tono primitivo característico de CIERTA (la) cultura mediática. Más recientemente se han servido de circuitos cerrados de vídeo para entremezclar de forma confusa imágenes agrandadas de lo que ocurría en la escena con otras previamente grabadas que fingían estar ocurriendo, poniendo al servicio de la escena la capacidad de manipulación de los medios. En muchos de estos casos, el vídeo ha hecho posible una visión de cerca, produciendo una impresión de tactilidad, característica de los nuevos medios (McLuhan y Powers 1996), e inicialmente ajena a la mirada teatral clásica, incapaz de percibir por la distancia LOS pequeños detalles.
Desde una postura muy distinta, Robert Wilson representa una de las opciones más brillantes de análisis de una mirada amplia y totalitaria pero al mismo capaz de reparar en los mínimos detalles; unitaria, pero a la vez táctil y fragmentaria. Esta mirada responde a un tipo de percepción hecha posible por las nuevas tecnologías, UN RITMO RALENTIZADO Y EXTRAÑANTE (y) que Wilson define como el ritmo auténtico de la naturaleza (Richterich 1998; Quadri 1997). El cuerpo del actor parece disolverse en la plasticidad bidimensional, y la unidad temporal se suspende en la lentitud de las acciones cíclicas; sin embargo, aunque todo parezca detenido e irreal no deja de estar en continuo movimiento. Wilson hace consciente al espectador de un tipo de percepción que de otro modo pasaría inadvertido. A través de una escena altamente estilizada, construida sobre movimientos precisos y una partitura rítmica minuciosamente medida, levanta un mundo irreal, que gracias a un complejo componente performativo[, no deja de tener] POSEE una enorme teatralidad, QUE HACE QUE (gracias a la cual,) lo difuso de la escena cobrE una MAYOR presencia inmediata, haciendo tangible ESTE modo distinto de percepción.
Diálogos explícitos con los medios. Como vemos, la multiplicación de las imágenes en la cultura mediática ha hecho que una gran parte de la escena internacional a partir de los años setenta se haya centrado en la reflexión sobre los distintos tipos de imágenes y sus formas de percepción; para ello los creadores de la vanguardia de estos años, como Robert Lepage, Wooster Group, Squat Theater, John Jesurun, en norteamérica,; [o ya] en Italia, Societas Raffaello Sanzio, Falso Movimento o Giorgio Barberio Corsetti, representantes de lo que se conoció como la nuova spettacolarita, o Ritsaert ten Cate, fundador en 1965 del Mickery Theatre de Amsterdam, POR CITAR UNOS EJEMPLOS DE UN PANORAMA MUCHO MÁS AMPLIO, han convertido la escena en un laboratorio de análisis de las tecnologías de la imagen (Lehmann 1999; Sánchez 1999). A menudo imagen, sonido y movimiento están disociadas, haciendo visible la construcción que sostiene cada imagen y sus diferentes modos de percepción, como explica Jesurun, a partir de su trabajo con los códigos de las teleseries y la retórica del cine: «No se trata de comprender una historia, sino de cómo se comprenden las historias» (cit. en Sánchez 1999: 179).5
En una línea paralela, Els Joglars no ha dejado de reflexionar sobre los diferentes tipos de teatralidad social y entre ellos han sobresalido —como no podía ser de otro modo— los protagonizados por los medios de comunicación (Boadella 2000). Por eso no resulta una contradición que un grupo que ha reivindicado una teatralidad artesanal basad[o]A en el trabajo de interpretación del actor en el espacio vacío, haya llegado a utilizar complejos medios audiovisuales, ASÍ, POR EJEMPLO, ESA como una enorme pantalla que ha protagonizado algunas de sus últimas obras, como si de un nuevo personaje se tratara. En todos los casos, el contraste entre la imagen mediática y la escena teatral ha servido para acentuar ambos polos, es decir, la irrealidad prefabricada de la una y la realidad inmediata de la otra. Ya en Teledeum (1983) se abordó el ámbito televisivo como espacio teatral; [. A]unque el objeto final era la denuncia de las religiones, la simulación del medio televisivo sirvió para acentuar la teatralidad de la propuesta al tiempo que se hacía explícito el paralelismo entre estrategias mediáticas y doctrinales. En su última obra, El retablo de las maravillas
(2004), se vuelve sobre la televisión para convertirla en un genuino retablo de las maravillas que muestra a los «cristianos viejos» del siglo XVII las maravillas que habrá en el futuro, expresadas convenientemente en atractivas imágenes que SE suceden en esa suerte de retablo tecnológico. En un momento de la fantástica visión una espectacular modelo, exponente de una de las maravillas DEL [que habrá en el] futuro, escapa de la pantalla para continuar su pase por la escena real, ante la mirada extasiada del comediante que ve con sorpresa SU SUEÑO HECHO REALIDAD como el sueño se ha hecho realidad. El contraste entre el movimiento estudiado y la imagen impasible de la atractiva joven con los gestos toscos y exagerados del bufón nos da el índice de la conformación de la realidad actual por los medios y el aura con LA el que estos la revisten EL MUNDO. Asimismo, la transición de escenas se hace con un progresivo debilitamiento de los actores como si fueran imágenes borrosas que desaparecen del monitor al perderse la señal.
Con una mirada más complaciente La Cubana no ha dejado de utilizar tampoco los códigos de los diferentes géneros artísticos como estrategia de teatralización (Delgado 2003: 225-274; Morales Astola 2003). Así, junto al lenguaje de la revista o el teatro clásico, le llegó el turno al cine kitsch del Hollywood de los cincuenta en Cegada de amor (1994). Estrenada con honores de pase cinematográfico, está construida a partir del contraste frontal entre los códigos de la pantalla y el mundo del teatro. La apariencia distanciada, ficcional y cerrada de la película acentúa por oposición la dimensión teatral, su carácter inmediato en contacto directo con el espectador, que queda convertido, como suele suceder en sus obras, en protagonista activo del montaje mediático. Lo real y lo fingido se confunden, como dice el estribillo de la obra: «En este mundo traidor nada es verdad ni es mentira», denunciando la codificación que subyace a toda realidad.6
El director de cine Juanma Bajo Ulloa hizo una interesante incursión en el mundo teatral, EL ESTRENO [estrenando] en 1999 en el cine Lope de Vega de Madrid Pop Corn, sobre el texto de Ben Elton. Con la ayuda de un circuito cerrado de vídeo el director saca a la luz los intereses que mueven la televisión, haciendo al espectador responsable directo de ello. Alternando escenas representadas con secuencias
filmadas, y un fondo de música electrónica y luces de discoteca que daba la bienvenida al público, la obra cuenta la historia de un secuestro, cuya víctima, un famoso director de cine que acaba de ganar el Óscar, es amanezada de muerte si los índices de audiencia en ese preciso instante no bajan. El tele-espectador, sentado confortablemente en su casa, debe decidir entre salvar la vida de la víctima, con el riesgo de perderse el espectáculo, o ASISTIR disfrutar en directo de un asesinato real, dejándose llevar por ese deseo de ver que impulsa la industria mediática. La cara de los espectadores es reflejada en la enorme pantalla del fondo mientras que el secuestrador, que ha descendido al patio de butaca, les increpa grabándoles en vídeo: ¿Y usted, apagaría el televisor? De este modo, la responsabilidad del espectador ficticio es transpasada al espectador teatral, convertido en responsable CULPABLE, ahora hecho visible, del montaje de los medios.7 También Guillermo Heras en Rottweiler (2004), dirigida por Luis Miguel González Cruz, representa el rodaje de un programa de televisión en el que se va a entrevistar a un peligroso joven de extrema derecha quien, después de las provocadoras preguntas del entrevistador para encender el ambiente, terminará con la vida del cámara tras una persecución por las afueras del estudio/escenario. El público, incluido en la obra como espectadores DEL [en el] plató, puede seguir morbosamente la cacería humana a través de las cámaras que se suponen dispuestas en los pasillos de los estudios. El homicidio, retransmitido en directo, será convenientemente rentabilizado por el programa de televisión, que verá cómo aumentan sus índices de audiencia invitando unas semanas más tarde a la novia del joven cámara para honrar su memoria.
Conclusión: la puesta en escena de la mirada mediática. Las nuevas tecnologías forman parte ya del milenario carro de Tespis y los ejemplos serían interminables. La inevitable distancia de teatralidad que la escena aplica a todo lo que contiene nos habla de una realidad cada vez más construida a través de las imágenes, y de la dudosa capacidad de los modos de percepción —igualmente construidos— para captar esa realidad. En último término, lo que se está poniendo en escena no es una imagen mediatizadaCOMA, sino la mirada del espectador que corresponde a dicho soporte mediático, la mirada cinematográfica, televisiva, fragmentada o interactiva construida por cada medio. El espectador se ve a sí mismo en el acto performativo de mirar y queda sorprendido por el modo tan distinto que impone cada medio. La puesta en escena de la imagen cinematográfica, el montaje televisivo o la velocidad de los links en Internet, ilumina una mirada y un comportamiento cada vez más mediatizado, esencialmente estético, es decir, más subordinado a esos medios (de percepción). Todo lo que ocupa un lugar en la escena se reviste con su manto de ilusión y engaño, juego y escenificación, pero también con la carga de realidad y acción inmediatas, devolviendo al sujeto su responsabilidad política AL SITUAR NUEVAMENTE y la imagen EN EL al tiempo y el espacio de su producción, oculto tras su apariencia acabada y perfectiva. De esta suerte, esas imágenes, que fuera de la escena resultan verosímiles, ahora, en contraste con la realidad inmediata del cuerpo del actor, se revelan como resultado de un proceso químico o electrónico, recibido por una mirada enseñada a percibirlo como realidad, resultado de un montaje movido por unos intereses económicos y políticos. Finalmente, el mito por excelencia de la Modernidad, la llamada autenticidad, aparece como una categoría cuestionable, cuando no altamente sospechosa: los medios como la puesta en escena de ESA [la] autencicidad (Fischer-Lichte 2000; Auslander 1999; Kemal y Gaskell 1999). El carácter siempre excesivo de la escena, su dimensión material y performativa, pone de manifiesto la manipulación a la que está sometida la mirada mediática, limpia, recortada y atractiva, cuando termina percibiendo las imágenes proyectadas como más reales que aquello que ve en la escena. La forma de cada medio se convierte en una parte del mensaje teatral, y el teatro termina cuestionando no ya la percepción característica de cada uno, sino la percepción de la percepción, los bastidores que sostienen cada modo de mirar. Como un arte político y capaz de hacer una crítica inmanente a partir de sus propias formas, el teatro sigue hablándonos de los trasfondos que articulan las realidades, de sus ritmos y formas de representación. El espacio teatral y su mirada descreída nos descubren también el teatro mediático que se esconde detrás de cada medio y la puesta en escena de la mirada complice que lo sostiene.
Notas
- La relación televisión-teatro no fue siempre impuesta desde el medio televisivo; al comienzo la televisión, como hizo antes el cine, tuvo que recurrir a los productos teatrales como punto de partida para su programación (AA.VV. 1979). Esslin (1970) afirma que casi todos los dramaturgos ingleses de los años cincuenta y sesenta hicieron trabajos para la televisión, cuando esta aún no había desarrollado un lenguaje tan específico.
- Ciertamente hay retransmisiones de televisión aburridas, y no pocas, pero incluso en estos casos parece que el aburrimiento sea más liviano frente a una pantalla; nada aburre tanto como una realidad tratando de pasar por ficción cuando el efecto no está conseguido, y esto no es fácil de lograr con actores de carne y hueso en una sociedad hiperespecializada en la producción de ficciones.
- No es de extrañar que algunos de los grandes creadores, como Gordon Craig o Tadeusz Kantor, ante las dificultades de transformar dicho exceso en una realidad estética controlada, hayan protestado contra este componente que le da al teatro su única especificidad. Ya Diderot reconoció la paradoja de que el actor, solo como una máquina fría, era capaz de significar lo vivo.
- Tanto el cine surrealista como las vanguardias rusas desarrollaron una poética que hacía visible el proceso de montaje que construye la mirada cinematográfica, actitud que se ha visto ampliamente desarrollada a partir de los años sesenta por movimientos como la Nouvelle Vague, Cinéma Vérité, Direct Cinema y más modernamente las películas Dogma y el cine de Lars von Triers, sin olvidar creadores que han mantenido una estrecha relación con el fenómeno de la teatralidad y la plástica escénica como el galés Peter Greenaway (Picon-Vallin 1997; Cornago Bernal 2001).
- Junto a estos nombres, pero ya plenamente en el campo del performance y la video-instalación, hay que citar artistas que han conseguido un reconocimiento internacional, como Nam June Paik o Laurie Anderson (Birringer 1998), y ya en España Marceli Antúnez, el cuerpo reducido a una prolongación de los medios, capaz de transformarse en un aparato más del paisaje mediático, que controla con sus movimientos.
- En una propuesta comparable, aunque de estética diversa, Adolfo Marsillach presentó Antes que todo es mi dama, de Calderón de la Barca, como si se tratara del rodaje de una película antigua, lo que sirvió quizá, para distraer al público de un modelo de puesta en escena de los clásicos que de por sí no parece muy atractivo.
- Con frecuencia se ha utilizado el vídeo para lograr un contacto más interactivo con los espectadores, que se hacen presentes en escena por medio de la imagen, especialmente en el campo del performance y las instalaciones, como por ejemplo, en los últimos trabajos de Olga Mesa y su dramaturgia de presencias y ausencias, a la que contribuyen los juegos con el vídeo y las imágenes detenidas.
Bibliografía
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