Con este libro que ahora encaramos nos pasa un poco como a Alesander von Humboldt y a Bonpland en ese momento de perder de vista las costas europeas sin tener ante sí otro que el ancho mar, donde a uno pueden entrarle mareos de tanto vacío y lejanía. Nos gustaría recuperar el impulso a salir al mundo. Es la hora. El espacio se ha olvidado, ya no lo hay. Presuntamente se ha desvanecido, consumido por una vertiginosa aceleración. Ya no hay espacio entre rutinas que funcionan, o a lo sumo, cuando por un instante se interrumpen: una catástrofe, una detención forzosa fuera de programa. Entonces, de repente, lo hay: como escena, lugar de los hechos, escenario de la catástrofe. Por un instante vuelve entonces el conocimiento de que el mundo tiene agujeros negros y pese a toda aceleración hay una geografía que desempeña un papel hoy como ayer. Hay cosas de las que no se habla porque se entienden solas, en todo caso mientras estén ahí calladas o simplemente funcionen. Entre tales obviedades se cuenta el espacio. Ni siquiera hay un lenguaje para él. Es un hecho de nuestra vida cotidiana, pero no existe en el lenguaje de la teoría. Está ausente, reconstruido y recubierto de historia, sucesos, estructuras y procesos en que todo es importante, ecepto esto: que todos tienen lugar, escenario de la acción, lugar de los hechos. El espacio parece colonizado por las ciencias sociales. Ahora se trata de dejarle volver en su ser con toda su enormidad. El mundo espacial está ocupado por intérpretes y administradores de textos. El mundo parece metamorfoseado en un gran texto único, y de la “legibilidad del mundo” de Hans Blumenberg la mayoría se ha quedado sólo con la letra, no con el espíritu. Percatarse del mundo significa dejar atrás la fijación exclusiva en el texto y desechar la cómoda ilusión de que aquél sea un gran texto único que hasta cierto punto podríamos descifrar sin más, desde el escritorio o la mesa del café.
Los paisajes no son textos, como tampoco las ciudades. Los textos pueden leerse, a las ciudades hay que ir. Hay que mirar en torno. No puede leerse un lugar, hay que buscarlo para darse una vuelta. Edificios y plazas son sus reproducciones; los interiores, la novela en que aparecen. Se trata de relaciones espaciales, de distancias, cercanía y lejanía, medida, proporción, volumen, figura. Espacio y lugar plantean ciertas exigencias; por menos, no se dejan tener. Quieren ser franqueados. Y de ellos no se debe decir palabra que no esté fehacientemente acreditada sobre el terreno y en el lugar de autos: lo que no funciona sin adiestrar la mirada, sin estudios de campo, sin trabajo sobre el terreno. Y eso significa también que no funciona sin cerrar por un instante los libros, apartar de ellos los ojos y confiar en éstos directamente, sin cubrirse, al descubierto. Entonces resulta rápidamente que hay otros caminos por andar si uno quiere llegar al mundo. Pero ¿cuáles, por cuáles? Adoptamos la forma de moverse de quien pretende orientarse en el espacio. Como queremos proceder, avanzar, nos ponemos en pie. Hacemos un plan de viaje, un esbozo, un itinerario. No se trata de la línea ortodrómica. No estamos construyendo un edificio. No es una indicación de cómo alcanzar la meta, sino un método de moverse sin perder la orientación en terreno abierto por todos los costados. No nos apoyamos en deducciones a partir de un concepto que antecede a todo, avanzamos tanteando: de ciudad en ciudad, de una lengua de tierra en otra, de isla en isla, de ensenada en ensenada como por antiguos portulanos. Puede ser bueno engañarnos, que tras la próxima lengua de tierra no surja el puerto sino horizonte sin fin, haber echado mal las cuentas, en distancias y en dificultades. No está excluido encallar e irnos pique. Avanzaremos con ayuda de mapas y nos toparemos con que lo dicen todo, o lo callan, para arribar acaso alguna vez a una realidad de la que estamos convencidos es cosa distinta de su representación y de los discursos que sobre ellas se sostienen. Quien usa correctamente los mapas alcanza alguna vez el mundo para el que están hechos. Así como no es éste un libro de mapas y cartografías, tampoco intenta competir con la reproducción de grandes obras cartográficas, las únicas en que se puede desplegar la magia que esconden. Carecería de toda perspectiva querer medirse con ellas. Quien las haya tenido en sus manos alguna vez sabe que, en cuanto obras de arte, de ciencia y de técnica, sólo se les causa perjuicio cuando se las intenta forzar en reproducciones y copias reducidas. Para comprenderlas hay que contemplarlas, tal como se va al museo para contemplar un Rembrandt. El presente texto gira en torno a otro modo de andar a vueltas con mapas, de tratar y de mirar los mapas y el mundo que reflejan. No en torno a la ilustración sino a la reflexión, no entorno a interpretar imágenes, sino a cómo agudizar y aun producir una mirada y una atención nuevas a todo cuanto ni está en los textos ni puede estar, lisa y llanamente porque el mundo, algo que se olvidó hace mucho, no consiste en textos. Éste no es un libro para los ojos, sino para cabezas que tengan los ojos para ver o al menos quieran trabajar con ellos. En lo fundamental, gira en torno a un solo pensamiento, a saber, que sólo podemos hacernos con una imagen adecuada del mundo si empezamos a pensar otra vez juntamente espacio, tiempo y acción. Como ese pensamiento elemental está olvidado o desterrado hace bastante tiempo, vale la pena ponerlo de nuevo en circulación. Él es también brújula y compás del movimiento de búsqueda que ahora comienza. “Atrofia espacial”.
Desvanecimiento del espacio La tesis de que el espacio se esté desvaneciendo se funa ante todo en la revolución de las técnicas informáticas durante los dos o tres decenios últimos. Incomparablemente más potente que cualquiera de los medios precedentes –vapores, telégrafo, teléfono, radio o televisión-, nuevas tecnologías como Internet, correo electrónico, fax o teléfono móvil no cooperan a un amera contracción del espacio, así afirma esa argumentación, sino más propiamente a que se esté consumiendo hasta desvanecerse. Se ha desarrollado toda una literatura en torno a esos tópicos, el “desvanecimiento del espacio” o la “inmovilidad vertiginosa” de que habla Paul Virilio: “La idea de que las telecomunicaciones avanzadas, que precisamente no está en disminuir ese “rozamiento” que es la distancia, sino en quitarle todo significado. Si el tiempo que se precisa par comunicarse a diez mil millas no es discernible del requerido a una milla, se ha llegado a la convergencia de “espacio-tiempo” en alguna magnitud fundamental. Y como toda relación geográfica se basa implícita o explícitamente en ese rozamiento que la distancia genera, resulta forzosamente que negarlo en todas sus formas pone en cuestión la base en que la Geografía descansaba hasta ahora como en algo obvio” ( ). Pero aun esta concepción va demasiado lejos para los teóricos del ciberespacio. Pues no hay duda, ciertamente, de que “las tecnologías de información y comunicación interrumpen abruptamente la lógica de la sociedad moderna, pero no la dejan simplemente inválida. La Geografía sigue desempeñando un papel, a título de principio organizador y constituyente de relaciones sociales; no se la puede eliminar totalmente… No es admisible pasar por alto que los seres humanos siguen viviendo en un mundo material y necesitan alimento, vivienda y trato humano”. Según esto, la revolución de los medios lleva más bien a que el espacio geográfico se amplíe o se estratifique, no a que se desvanezca: “Al geográfico se superpone un espacio virtual que permite así a personas y organizaciones reaccionar con más flexibilidad al espacio geográfico real. Creemos que esas formas de acumulación y movilidad espaciales, acrecentadas y flexibles, indica que vivimos una era en que la lógica espacial es ya modernidad tardía, un área en que se construye un nexo socioespacial nuevo”. De todos modos, ese argumento u opinión de que el espacio se desvanece es más antiguo que las recientes revoluciones tecnológicas, y se apoya en estratos más densos, con mucho, que ese progreso técnico que quiere hacer constar, con toda razón. La cuestión gira en torno a una forma de pensar, un hábito, una façon de parler. Una en que el horizonte temporal y la narrativa histórica imperan sin más, como si ello fuera obvio. Su materia prima es el habla, el texto, el discurso. Reinhardt Koselleck ha hablado de una primacía del tiempo sobre el espacio aceptada espontáneamente, como cosa comprensible de suyo. “Puesta ante la alternativa formal tiempo o espacio, una abrumadora mayoría de historiadores optaría por una hegemonía teórica del tiempo sin más que una débil fundamentación teórica” ( ). Y Edward Soja coloca en el centro de su proyecto de geografía posmoderna la tesis del desvanecimiento del espacio, como reflejo inverso del triunfo de un historicismo que sólo ahora toca a su fin: “Mi meta es espacializar la narrativa histórica (to spatialize the historical narrative), vincular la durée con una Geografía Humana duradera y crítica… hacer que análisis y teoría social contemporáneos tomen conciencia de una perspectiva espacial crítica. Al menos durante el siglo pasado, tiempo e historia han tomado posesión de un puesto privilegiado en la conciencia práctica y teórica del marxismo occidental y la teoría crítica. Comprender cómo se hace historia fue la más importante fuente de conocimiento emancipatorio y conciencia política práctica, receptáculo amplio y variable de interpretaciones críticas de la vida y práctica sociales. Aun así, hoy son consecuencias del espacio antes que del tiempo las que nos están ocultas, antes “hacer geografía” que hacer historia lo que le mundo práctico y teórico pone ante nuestros ojos. Ahí está, apremiante, el requisito y promesa de la geografía posmoderna”. Según Edward Soja, en adelante la cuestión está en “intentar deconstruir y recomponer de nuevo la rígida narrativa histórica, escapar de la prisión que es la temporalidad del lenguaje y de la teoría crítica convencional de un historicismo similarmente carcelario, para dejar espacio a intuiciones de una Geografía Humana comprensiva, a una hermenéutica espacial. Con ello se cortaría el flujo de lo secuencial una y otra vez y se desviaría a recuperar y componer simultaneidades y yuxtaposiciones de mapas, con que sería posible subirse a la narración casi en cualquier punto a voluntad sin perder de vista el planteamiento general del trabajo, que podría parafrasearse así: crear accesos críticos al vinculación de tiempo y espacio, historia y geografía, época y región, sucesión y simultaneidad” ( ). La obsesión del siglo XIX fue el historicismo, el tiempo: durée, no espace. El historicismo concebía el cambio en términos de consecución temporal, no de yuxtaposición. Desplegó la imaginación social, a veces hasta la hipertrofia, en tanto la geografía siguió en todo momento entumecida y en una posición periférica. Soja habla incluso de sometimiento del espacio por el pensamiento social crítico. También Nicolaus Sombart remite a un estrato situado mucho más hondo si se trata de describir y luego explicar abreviaturas textuales y temporales de nuestras interpretaciones en ciencias del espíritu e historia de la cultura: “Nuestra hermenéutica se cuenta entre las ciencias del espíritu. En otras palabras, se refiere a textos y a su cronología a la manera de Maimónides, del Talmud, del protestantismo; interpreta el mundo como un libro, conforme a una secuencia de páginas; en el orden de sus letras intenta descifrar un sentido secreto que supone oculto tras ellas. Todo gira siempre en torno al “desvelamiento”. En torno a la interpretación del sentido de un fenómeno cultural que es siempre cifra, en que siempre hay que seguir indagando “más atrás” El mundo de la vida, con toda su concreción sensible, no se toma en serio. Es sólo apariencia que oculta al ser. La démarche científica tiene por meta dar con indicios de algún engaño al que pillar con las manos en la masa. El “desvelamiento” se torna en “desenmascaramiento”, ése es el gesto de la crítica cultural moderna. Donde presentar pruebas quiere decir por lo general aducir pasajes textuales. La interpretación se aferra a la letra. La topología d esa hermenéutica carece de lugar. Frente a ella se alzaría una hermenéutica de las ciencias de la cultura que piensa en cuerpos, referida al espacio, tridimensional, morfológica, geográfica. El mundo del ser humano es el planeta con sus continentes y océanos; su historia y su destino terreno están ligados a lugares y espacios concretos. La tópica de ese herméutica es topografía. Cada lugar ha de ser entendido más allá de la iconografía a él asignada. No son épocas y transcurso temporales lo decisivo, sino cuerpos sociales y círculos culturales. Se buscan patrones de sentido en terrenos y referencias espaciales y geográficas, se percibe el fenómeno in situ, como formas y figura que es. No hay, desligados del mundo sensible, unas ciencias y un mundo del espíritu que sólo existen en un espectral mundo de espíritus como el de los textos canónicos. Todo es localizable. Podría hablarse de hermenéutica topográfica. El patrón fundamental a que se incorporan todos los datos del continuo histórico-social son los cuatro cuadrantes de la rosa de los vientos con los rumbos del cielo, Este y Oeste, Norte y Sur; en el centro, con los dos pies en la tierra, la cabeza bien alta, el ser humano en la tridimensionalidad de su cuerpo, desde el que se define arriba y abajo, delante y detrás, derecha e izquierda. “ (nota 15) […] Visto desde ese rico programa de una geografía segura de sí entorno a 1830, el desarrollo posterior semeja un continuo descenso, o mejor, marginalización de una disciplina entera. En cualquier caso los pesos se desplazan. Paralelamente llega a su desenlace la incontenible ascensión del historicismo, que es a la vez la historia e la expulsión y marginalización de lo espacial. Una que no gira tanto en torno a una hostilidad y una imposición de hegemonía francas, manifiestas y declaradas, sino ante todo a un desvanecerse en silencio, un “silencing spatiality” (Edward Soja), a un desinterés en trance de volverse constitutivo. Las relaciones espaciales ya sólo son a modo de container, black box, escenario pasivo para actores históricos. Mientras la historia y sus actores se ponen en escena a sí mismos con el mayor derroche y aparato y la mayor fidelidad en los detalles, la escena como tal sigue muerta. No tiene ni historia ni tiempo propios. En lo que no dejan de tener parte de culpa la Geografía y los científicos del espacio que han naturalizado y en ocasiones aun petrificado y “geologizado” las relaciones espaciales, sin tener una mirada siquiera para el hecho de que había influencias humanas, no sólo un making of history, sino también un making of geography. En Hegel todo concepto y tradición firmes se hacen fluidos, se licúan en componentes y trances de un proceso, el movimiento por sí solo del espíritu absoluto. Con todo, aun su dialéctica del proceso histórico estaba referida a un lugar, un territorio: el Estado burgués nacional alias reino de Prusia. En el vuelco marxista de esa dialéctica el capital es promovido a motor de la historia universal, a título de absoluto que se pone a sí mismo y refiere allende a sí mismo; y nadie habría celebrado con más entusiasmo que Marx la misión histórica del capital en la producción de un mundo en figura de mercado mundial. Cierto que Marx dejó a deber a los lectores una exposición por extenso del capítulo anunciado sobre el “mercado mundial”, pero sus observaciones dispersas apuntan a que disponía de una comprensión extremadamente fina de los condicionantes naturales de la génesis del modo capitalista de producción; todo habla en favor de que tenía vívidamente en su cabeza el proceso de producción de un específico espacio capitalista e imperialista. En el conjunto de su obra domina desde luego el proceso de producción y plusvalía, de autoconciencia y autodestrucción, que incluye la producción de aquella clase que habría de conducir a la salida del capitalismo. En el marxismo que siguió a Marx, sin que se le pueda hacer responsable de ello, el proceso de formación social y de clase, la ejecución de “leyes históricas” y el sujeto revolucionario ascendido a colectivo singular alcanzan plenamente el lugar central de “el” marxismo. El discurso crítico y la vulgata materialista siempre habían apostado por la mutabilidad de ser humano, sociedad y naturaleza, y se había revuelto contra universalizaciones abstractas y ahistóricas tales como “naturaleza humana”, “la esencia de la sociedad” y similares, denunciando cualquier alusión que recordara constantes antropológicas o “condiciones naturales” como determinisita, ahistórica, y en consecuencia política, fatalista. Todo ello llevó a convertir calladamente lo espacial en tabú, o como lo llamó Edward Soja, a una “creation of critical silence”. En Lenin, quien verdaderamente no perdía de vista un momento la topografía social de metrópolis y periferias europeas, también predomina “el” imperialismo en toda su expansiva extensión, pero en realidad no convierte centro y periferia en tema; ni siquiera referido a Rusia, la tierra extensa par excellence y el lugar de un vivo discurso sobre la relación mutua entre geografía e historia, desde Piotr Chadaiev hasta Piotr Kropotkin. Cierto que aparecen en su discurso “ciudad” y “campo”, pero nunca desarrollados espacialmente, sino enajenados siempre en conceptos como “proletariado”, “burguesía” y “campesinado”. Así, no hay propiamente en Lenin aldea, gran país ni Rusia alguna, sólo el lugar abstracto de una abstracta configuración de clases. En parte alguna aparecen horror vacui, miedo al espacio y angustia de perderse en el inmenso Imperio ruso con más claridad que en ese callar de la infinitud del espacio ruso. Domino significa aquí desde el principio dominio sobre los campesinos, sobre la aldea, sobre el spacio inmensurable en que s pierden los enclaves urbanos. La sistemática eliminación de la Geografía en el pensamiento productivista y terrorista de la época de Stalin, o la mera atolerancia en figura de “Geografía económica” sólo son otro indicio de que aquél ni siquiera en sueños podría permitirse pensar en mirar cara a cara las relaciones reales, o habría estado perdido.
El régimen del terro res también intento desesperado de no capitular ante la extensión, de someterla a cualquier precio. También en otros grandes pensadores de la época venidos a figuras de las que hacen historia, Émile Durkheim, Max Weber, Georg Simmel, dominan procesos, estructuras formaciones tipológicas, aparatos, colectivos singulares, metáforas de producción, desarrollo de abajo arriba, la ilusión evolucionista de la época, a veces revolucionariamente pasada de revoluciones. Y con todo, por lo que tiene de tajante y unilateral no es sostenible la tesis de Edward Soja, una despacialization que recorre el pensamiento de los siglos XIX y XX. El mismo siglo que hizo del historicismo lugar común produjo también oposición al mismo, y su figura opuesta, una conciencia agudizada del espacio con todo lo que conlleva: acuñación del moderno Estado nacional y territorial, producción de mental maps que lo respalden – desde la aparición de las modernas fronteras estatales hasta la edición obligatoria de un atlas nacional, establecimiento del mercado mundial e interiorización de todos o emblemas de poder de una civilización y una cultura mundiales, sometimiento y cartografiado del mundo por los poderes coloniales, descomunal necesidad de medios para someter, medir y cartografiar, impregnación cultural de territorios ultramarinos adquiridos por la violencia, apertura al tráfico del mundo entero mediante vapores, expresos de Oriente, transiberianos y transcontinentales de la Union Pacific, ferrocarril, comercio, tráfico, y por último auque no en importancia, ejércitos y flotas: cabe conjeturar que nunca en la historia se había dado tan gran necesidad de mastering space, vencer, dominar, esclarecer e investigar el espacio, y a escala mundial. Por eso la instauración de los espacio de los modernos Estados nacionales y la red de dominio de potencias europeas sobre el mundo entero le sigue como una sombra un movimiento de reflexión cuyo núcleo constituyen, en lo científico, el nacimiento de la Geografía moderna, y en lo político, el de la moderna Geopolítica. No es azar que se concentre en torno a 1900 la entrada en escena de los adelantados de la Geografía moderna, quienes por su parte habían de crear significadas escuelas nacionales: Friedrich Ratzel, Paul Vidal de la Blache, Frederick Jackson Turner, Piotr Semionov-Tian-Schanskiy. No es azar que en esa época se viniera a institucionalizar la Geografía y un dar sociedades geográficas casi al mismo tiempo en todos los países adelantados, Gran Bretaña, Francia, Alemania, Rusia o Japón. Y no es azar que arrastrada por el torbellino de la gran política tome forma una disciplina con sus figuras principales, Mackinder, Mahan, lord Curzon, Karl Haushofer o Rudolf Kiellén. Así, el imperialismo del siglo XIX y comienzos del XX no sólo trajo despacialización y deslocalización, sino también una agresiva conciencia territorial. Algo queda de cierto en la crítica de Edward Soja y otros a la “desespacialización”: que las cuestiones tocantes al espacio han sido desterradas o desplazadas del pensamiento social e histórico, de suerte que el balance de resultados que sociólogos críticos como Allan Pred, Pierre Bourdieu, Henri Lefèbvre o Anthony Giddens ofrecían al finalizar el siglo XX tenía su parte de acierto: “[…] la mayoría de teorías sociales han descuidado tomar suficientemente en serio no sólo la condición temporal de las conductas sociales, sino también sus cualidades espaciales. A primera vista nada parece más banal y sin alcance que afirmar que el comportamiento social tiene lugar en el espacio y en el tiempo. Pero ni tiempo ni espacio se han incorporado al centro de la teoría social, antes bien han sido tratados como “entorno” en que aquel comportamiento se incluye” (29). Y una vez más, en palabras de Anthony Giddens, “a excepción de los trabajos geográficos más recientes… los científicos sociales han descuidado remodelar su pensamiento en sus modi, espacio y tiempo, en que está constituido todo sistema social. En cambio quisiera reafirmarme en mi posición de que investigar ese problema no es un tipo especial o un campo particular de la ciencia social que uno puede tomarse en serio o desear destacar. Antes bien se trata del corazón de la teoría social, y debiera contemplarse como asunto de extraordinaria importancia a la hora de llevar a cabo investigaciones empíricas en ciencias sociales” (30) p. 48