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Resumen

Las antiguas narraciones épicas, situadas en los albores de las grandes culturas, han mantenido una intensa relación con el mundo teatral contemporáneo. Sin dejar de haber sido fuente de inspiración también para otras artes, como la poesía, la novela o el cine, la creación escénica de las últimas décadas parece haberse sentido especialmente atraída por este tipo de obras; y lo interesante no es únicamente constatar dicha relación, sino resaltar que como resultado de ello se han escrito algunas de las páginas más destacadas de la historia teatral de la segunda mitad del siglo XX, como Orghast o el Mahabharata, ambas dirigidas por Peter Brook.1 La pregunta inicial que motiva este ensayo se refiere a esas afinidades que explican esta estrecha vinculación entre el mundo antiguo de los viejos poemas épicos y la escena contemporánea.

El teatro y las culturas antiguas  

Pero antes de adentrarnos por este camino, quizá debemos retroceder un paso más para dar cuenta de esta confluencia entre dos géneros inicialmente tan dispares; sobre todo porque a menudo se ha cuestionado la capacidad del teatro para contar grandes historias que se extienden a lo largo de los siglos. El teatro del siglo XX ha mirado de forma recurrente a las culturas más antiguas en busca de nuevos lenguajes escénicos, y en esos mundos, que se diluyen en los comienzos de los tiempos, cuando la escritura apenas estaba dando sus primeros pasos, el teatro contemporáneo más renovador no solo encontró inspiración para nuevas formas de actuación, una gestualidad y un modo de desplazarse y concebir la escena distintos, sino que también pudo constatar la importancia en esas culturas de los rituales, de fuerte carácter teatral, y de esos larguísimos relatos, transmitidos oralmente y a menudo de forma fragmentaria, que hablan de los orígenes de los tiempos y las culturas, los comienzos, por tanto también, de la historia de las representaciones. Es ahí cuando mito y rito se revelan como las dos caras de una misma realidad: la fábula que da cuenta de unos orígenes, por un lado, y las acciones que hacen presente esos orígenes por la magia de su realización en el aquí y ahora de la escena (del ritual), por otro. De esta forma, el mito se presenta como el armazón narrativo de lo que ocurre durante la ejecución del rito, o traducido semióticamente: el mito constituye el significado que late tras los significantes escénicos del ritual. A través de las formas del ritual se hace presente un tiempo primigenio que contiene las claves del momento actual desde el que se celebra dicho rito. El pasado cultural es invocado a través de la representación para regular el comportamiento de los hombres en el presente. A las raíces de esas culturas antiguas han recurrido creadores muy diversos, que no han dejado de mirar a Oriente, al mundo africano o a la América precolombina, con el fin de desarrollar sus lenguajes teatrales, como Eugenio Barba, el Théâtre du Soleil, de Arianne Mnouchkine, el mismo Peter Brook o el caso que ahora nos ocupa, Robert Wilson. Y desde el campo de la creación dramática quizá uno de los ejemplo más destacados sea el ciclo de siete obras, escritas por Miguel Romero Esteo a modo de grandes poemas trágicos, en el que reconstruye en tono igualmente épico y ritual la historia de la civilización tartesia, propuesta como origen de la cultura occidental, a mitad de camino entre la leyenda mitológica y la reconstrucción arqueológica, una mirada alternativa a los comienzos del mundo occidental, tradicionalmente cifrados en el Mediterráneo oriental. Aunque esta serie haya sido escrita actualmente, los modelos que la han inspirado son también arcaicos, por lo que responde a ese mismo paradigma épico, mítico y ritual que subyace al resto de los ejemplos citados. La crisis de los relatos Otro de los elementos que hacen llamativa esta vinculación es su utilización por una serie de creadores que en muchos casos han desarrollado modelos teatrales más o menos alejados del esquema tradicional del teatro occidental como puesta en escena de un texto dramático previo, lo cual ha llegado a cuestionar el componente narrativo que pueda tener la escena. La crisis de las narraciones ha sido un elemento característico en la cultura y el arte contemporáneos. Por un lado, desde la teoría crítica y la filosofía, Jean-François Lyotard describió la crisis de aquellos metarrelatos que han sostenido el período clásico de la Modernidad, como los discursos del progreso, la emancipación social o la perfección moral.2 Paralelamente, desde el campo del arte, ha sido constante la problematización del componente narrativo, sobre todo a partir del movimiento simbolista, siguiendo con las vanguardias. Esto se hizo especialmente evidente en los géneros más aptos para el desarrollo de tramas figurativas, como el género dramático y la creación literaria. De este modo, el hecho de contar historias, es decir, de crear ficciones, ha sido un elemento controvertido en la cultura contemporánea, al menos en los campos artísticos más inquietos. Por un lado, se ha hablado de la saturación y la inflación de las ficciones, primero por la creciente difusión de la imprenta y el aumento de los mercados editoriales, y luego por la transformación que han supuesto los nuevos medios de comunicación electrónicos, desde la radio y el cine hasta la televisión y los ordenadores. Por otro lado, el contar historias, que ha sido un componente antropológico fundamental en todas las culturas, se ha convertido en algo cada vez más difícil, a medida que se han sacado a la luz los mecanismos que sostienen la construcción de estas historias, incluyendo la propia Historia oficial de una nación. El teatro épico de Brecht puede entenderse como una lúcida reflexión escénica acerca de lo que implica el contar una historia de uno u otro modo; igualmente, algunas de las grandes poéticas narrativas del siglo XX, como la obra de Proust o Joyce, constituyen un llevar al límite esta dificultad de desarrollar una trama, lo que encuentra una de sus expresiones dramáticas más acabadas en el mundo de Beckett. En este sentido, el teatro de modelo ritual supone un ejemplo más de este cuestionamiento de las posibilidades narrativas de la escena, al hacer coincidir la trama dramática, es decir, el tiempo y el espacio ficcionales, con el desarrollo aquí y ahora de una ceremonia ritual, es decir, con el tiempo y el espacio escénicos. En conclusión, la pérdida de credibilidad de las ficciones ha hecho que cada una de las expresiones artísticas las traduzcan a base de estrategias formales determinadas, que en muchos casos implican la puesta en escena de la propia narración, o dicho de otro modo la teatralización del mismo relato, ya que toda vanguardia, al fin y al cabo, supone un ejercicio de teatralización tanto de la realida cultural como artística.

Narración y performance

En el horizonte artístico del siglo XX, narración y actuación se han llegado a ver como principios que ponen en funcionamiento fuerzas opuestas. De este modo, el auge del performance, convertido a partir de los años sesenta en un género artístico propio, puede entenderse como el desarrollo extremo del principio de la actuación, hasta el punto de llegar a liberarse del armazón narrativo, es decir, de los mecanismos semióticos que desde alguna instancia teórica externa, ya sea de índole moral o ideológica, aplican un sentido a aquello que en cada momento hacemos, otorgándole algún tipo de utilidad que lo justifique socialmente. La creciente introducción de elementos performativos en el teatro se explica por la necesidad que ha sentido la escena actual de acentuar la realidad de la actuación, es decir, el aquí y ahora material y físico, que es el cuerpo innegable del teatro, más allá de los ejercicios de interpretación teóricos que tratan de reducir todo aquello a un sentido único. A partir de ahí, no resulta difícil identificar narración con representación, como estrategias que ordenan unos materiales de modo que estos adquieran un sentido lineal, coherente y unitario. Así, por ejemplo, Rodrigo García llega a presentar ambos polos como elementos contrarios: La acción es algo contrario a la representación. La representación también es una acción, pero de cartón piedra. El caso es cómo no representar, eso es lo que me lleva a mirar un poco hacia atrás, hacia la performance.3 Lo interesante —retomando mi discurso inicial— es que algunos de los creadores que más lejos han llegado en la búsqueda de un teatro no narrativo y con un componente performativo más fuerte se hayan sentido profundamente atraídos por el hecho de contar historias desde la escena, y por ello hayan recurrido, no ya a narraciones de diverso orden que proliferan en el mundo moderno, sino a los orígenes mismos del relato, cuando este estaba escribiendo sus primeros capítulos; ahora bien, quizá no deberíamos decir escribiendo, sino más bien actuando sus primeros capítulos, y aquí puede estar una de las claves de todo este asunto: el hecho de que en la prehistoria de las narraciones, cuando aún el medio escrito no había alcanzado la fuerza que posteriormente y sobre todo a partir de la imprenta iba a tener, las narraciones tuvieran un fuerte componente teatral y performativo que ahora, acostumbrados a leer o ver esas historias, historias ya acabadas, ya preparadas como productos de consumo, hemos podido olvidar. En la búsqueda de su especificidad última, el teatro del siglo XX ha intensificado sus componentes físicos y materiales, la actuación del actor, el trabajo con el cuerpo, la comunicación sensorial con los espectadores, y todo ello ha podido hacer que, fruto de los excesos que se cometen cuando es necesario reivindicar algo con fuerza, se haya podido perder de vista que el teatro ha sido, por supuesto, el espacio de la actuación, pero igualmente el espacio por excelencia de la narración, la narración no como el producto de aquello que es narrado (que es lo que impera hoy día, es decir, narraciones como obras ya hechas o ya escritas, o sea: libros, películas, cómics, etcétera), sino narración como el acto de narrar, el aquí y ahora de la enunciación, del nacimiento de la palabra, siempre nueva, a pesar de que sea la misma mil veces repetida, pero nueva porque vuelve a nacer, física, con cada acto de enunciación, nueva porque vuelve a ser oída por todos aquellos que a lo largo de los siglos han formado parte de un corro en una plaza pública, de un acto ceremonial, una tertulia o una representación teatral, una palabra en un constante hacerse y deshacerse en lo efímero de su transmisión oral. La vanguardia teatral también ha descubierto esto y ha puesto los lenguajes escénicos desarrollados a través de décadas de experimentación con el cuerpo, el movimiento, las luces y la percepción sensorial, al servicio del acto de contar, contar historias. Así, por ejemplo, el teatro del propio García, o de Carlos Marqueríe, sin duda algunos de los exponentes más destacados del movimiento de renovación escénico en Madrid durante la última década, han llenado sus obras con historias, historias que algún actor/personaje les cuenta al público, directamente, sin mediaciones ficcionales (al menos aparentemente), historias que son contadas, pero no representadas en escena, y en las que lo importante no es solo aquello que se cuenta, sino la creación de un determinado ambiente en el acto inmediato de contar esas historias, haciendo visible, o al menos sensible, la narración como un acontecimiento escénico, como un proceso antes que como un resultado, un proceso síquico y físico que pone en contacto al actor con el espectador, como explica García: Cuando en una obra mía alguien dice sus propios textos trato, generalmente, de que esos textos sean insignificantes, de que no tengan relevancia. Yo no quiero que escuchen esos textos, quiero que entren en ese momento, en una dimensión poco acostumbrada: hay un actor que habla naturalmente de cosas poco teatrales… ese es el efecto teatral. Y ya. El texto improvisado no tiene ningún valor, el hallazgo está en ofrecer un lugar a ese acontecimiento, cuando en el teatro parece que no está permitido.4 De la misma manera, autores que en algún momento han liderado la vanguardia teatral, como Brook, Mnouchkine, Wilson o Romero Esteo, no han dejado de volver de una u otra forma a contar historias, historias que se ven ahora enriquecidas con ese bagaje escénico acumulado en experiencias formales más radicales. Ese componente narrativo recuperado es el que con frecuencia ha llevado a los críticos a referirse a una vuelta a la clasicidad a la hora de calificar estos trabajos; así, por ejemplo, en el caso de Romero Esteo podría parecer que el ciclo tartesio, en relación con las estructuras circulares de las Grotescomaquias, supone una recuperación de las estructuras narrativas clásicas, el tiempo y el espacio lineal, la causalidad lógica o la construcción de identidades sicológicas. Sin embargo, lo que a menudo se pasa por alto es que ahora estos modelos narrativos están acompañados de unos componentes escénicos, como la sonoridad de los lenguajes, las estructuras rítmicas, los juegos coreográficos, los comportamientos ritualizados, que adquieren tanta importancia como la propia trama que se está desarrollando, sin que la una pueda desvincularse de la otra.5

I La Galigo

Estas reflexiones, hilvanadas a través de creadores y fenómenos culturales de distinta procedencia, nos pueden ayudar, sin embargo, a enteder el último espectáculo de Robert Wilson desde el punto de vista de su contextualización dentro del proceso evolutivo de los lenguajes escénicos en el siglo XX. El director tejano, que ya se había inspirado en la obra igualmente épica y mitológica de origen indio, Gilgamesh, para su espectáculo The Forest —en el que también y quizá no por azar participara Romero Esteo como autor—, pone ahora su lenguaje escénico característico al servicio de uno de los poemas épicos más extensos, Surep Galigo, de más de 6.000 páginas de manuscritos que han sobrevivido en versiones y refundiciones diversas. La adaptación, realizada por Rhoda Grauer, ha tenido que desechar, por tanto, numerosos materiales, por lo que el drama ha quedado reducido a sus elementos mínimos, entre los que destaca el principio y el final de la historia, que hacen referencia al principio y el final de los tiempos, elementos comunes a numerosas tramas mitológicas, que arrancan con el nacimiento del mundo y acaban con su destrucción, como ocurre, por ejemplo, en cada una de las tragedias tartesias. Por lo demás, la propuesta dramática rescata algunos episodios claves, como la formación del tronco genealógico central, es decir, los abuelos y padres de I La Galigo, que es quien relata toda la historia, con el propósito de que esta sea recordada antes de que se desvanezca en el olvido causado por el fin de este mundo, preocupación común en muchas tradiciones mitológicas, donde el hecho de contar algo o hablar de alguien es un modo de alcanzar inmortalidad, con lo que palabra y vida establecen una relación esencial. Como parte de esta historia, se cuentan los amores imposibles de Sawérigading, padre de I La Galigo, con la hermana del primero, bajo amenaza de destrucción de todo el Reino si se llegaba a producir el incesto. Son numerosos los cabos narrativos que quedan sueltos a lo largo del espectáculo, lo que demuestra que el núcleo de la obra no radica en contar por extenso una historia, sino más bien en construir un armazón narrativo de extraordinaria sencillez, que sirva de soporte al resto de los lenguajes escénicos, de carácter igualmente minimalista en muchos casos, como corresponde al teatro de Wilson.

La poética de Robert Wilson

Un elemento fundamental de la propuesta escénica es, precisamente, el tono narrativo, subrayado desde el comienzo con la presencia ceremonial de un personaje que, situado en primer plano de la escena frente a un atril con el libro donde se contiene el poema, va a ir recitando la fábula. El telón transparente con el que comienza y acaba la obra simula una hoja de un manuscrito en indonesio, lo que denuncia no solo el origen narrativo de la obra, sino que confiere a la palabra un carácter sacralizador, enfatizado por la actitud reverencial de los propios intérpretes musicales. La obra va a ser contada en lengua indonesia, lo que demuestra la importancia del componente sonoro dentro del espectáculo. Ahondando en este plano sonoro, se sitúa la realización musical que acompaña cada una de las acciones y casi cada movimiento de los personajes, con instrumentos muy diversos, entre los que sobresale la percusión y el viento a lo largo de una partitura llena de contrastes. Las escenas más importantes serán cantadas por los mismos intérpretes, todos ellos, como los propios actores, de origen indonesio. La cuidada realización musical y vocal, realizada en directo, constituye un elemento central del espectáculo que aumenta el carácter performativo y artesanal de la propuesta. En este sentido, el teatro de Wilson acierta a conjugar un extremado rigor constructivo, que ligaría su obra con la influencia de los nuevos medios tecnológicos, con una impresión de sencillez casi artesanal característica del teatro de todos los tiempos. El hecho de que el texto y los diálogos queden encomendados a los realizadores musicales, libera el espacio escénico a la pura actuación, que queda enfatizada al disociarse de la palabra, lo que contribuye a elevar el nivel de teatralidad, que es ciertamente uno de los elementos constituyentes de la poética de Wilson. Los rasgos característicos de su lenguaje tienden precisamente a subrayar la teatralidad que en otros tiempos debió de acompañar toda actividad narrativa. El mundo de Wilson se construye sobre un complejo sistema de contrastes entre diferentes lenguajes. Movimientos, luces, sonidos, gestualidad y textos se construyen sobre partituras minuciosamente medidas que terminan creando, al funcionar en paralelo, un universo de profunda condición performativa y sensorial donde unos lenguajes entran en un juego de tensiones con otros. La construcción de imágenes está gobernada por un fuerte sentido plástico que denuncia de forma explícita la artificiosidad de todo el universo escénico, a lo que contribuye el marcado minimalismo (un escenario vacío y un ciclorama de fondo sobre el que se difuminan las luces en un continuo contraste de colores), las superficies cromáticas planas, el sentido casi bidimensional de las figuras, la decoración escénica manejada por los mismos actores, los gestos fijos que caracterizan a cada personaje, casi a modo de autómatas o muñecos, y la acción ralentizada subrayada musicalmente. Todo ello tiene como resultado la creación de este universo artificial, poblado por extrañas figuras, que termina cobrando vida propia a través del milagro de un ritmo específico, ese tempo ralentizado (slow motion) tan característico de las obras de Wilson.

Narración y ritmo

El comienzo de la obra, retomado al final de manera circular, como corresponde a tantos relatos míticos, marca ya desde el comienzo y de forma decisiva el ritmo narrativo que va a caracterizar todo el espectáculo. Tras la subida del telón transparente comienzan a aparecer personajes que atraviesan la escena de derecha a izquierda, lentamente, cada uno marcado por ese gesto vital que contiene su vida, repitiendo una y otra vez la misma pose, el mismo movimiento cadencioso de avance lento, mirando hierático hacia el frente. La escena se reviste así de una condición narrativa que recuerda un tempo más característico del cine, esos planos en los que el ojo de la cámara va recorriendo con medido deleite los accidentes de un paisaje y que encuentran ahora una creadora traducción escénica que le permite subrayar cada elemento, por mínimo que este sea, que aparece o se modifica en la escena; lo que transforma el escenario de Wilson en una suerte de teatro en cinemascope que le confiere un carácter narrativo específico. Esa es la condición paisajística que define su escenario, un espacio alargado con superficies planas (al que no contribuía las reducidas dimensiones del Teatro Español de Madrid) por el que discurren personajes y sucesos, pero también sonidos, movimientos y colores, que adquieren asimismo la categoría de acontecimientos escénicos. Entre el inicio y el final de la obra, con esos habitantes atravesando como autómatas —carentes de vida, pero no de destino— el cosmos de la escena, tiene lugar la historia de la creación, destrucción y renovación del Mundo Medio, el reino de los seres ordinarios, antes de que los Mundos Superiores e Inferiores, habitados por los dioses, se cerraran definitivamente. Si cada elemento de la naturaleza, cada ser vivo y cada obra de arte se define por un ritmo característico, las obras de Wilson aciertan a crear una temporalidad propia que es la marca final que define cada uno de sus espectáculos; una marca de condición esencialmente performativa, pues el ritmo es algo que se crea a través de un juego de contrastes que se produce al mismo tiempo que se está realizando, de modo inmediato. Ese es el ritmo siempre definitorio a través del cual esas historias mitológicas han sido contadas de generación en generación, de modo que el ritmo de cada una esconde el secreto de aquello que narra, y recordar un ritmo es recordar una historia, un misterio o un saber, el secreto de un sistema vital. En su estudio sobre las formas de legitimación del saber en las distintas sociedades, Lyotard destaca el ritmo como un componente esencial en otros tiempos cuando la transmisión del saber estaba ligada a ciertos rituales, es decir, a cierta competencia performativa. Así explica cómo esa propiedad vibratoria y musical se mostraba de forma explícita en ciertos cuentos cashinahua transmitidos en condiciones iniciáticas, en una forma fija y cantados como interminables melopeas que oscurecían el sentido hasta hacerlo ininteligible. «Extraño saber, se dirá, ¡ni siquiera se deja comprender por los jóvenes a quienes se dirige!”,6 concluía el filósofo francés, destacando la importancia de los elementos performativos y más concretamente rítmicos, es decir, del contexto pragmático de la situación de enunciación, como forma de legitimación de un saber. Al mismo tiempo, el hecho de compartir un mismo relato por un grupo de personas a través de ese ritmo que se impone sobre un auditorio crea unos lazos que fortalecen el sentido colectivo sobre el que se sostiene todo fenómeno social, como es el propio teatro. El ritmo se revela como el sentido último no resuelto de cada relato, el idioma primero con el que la naturaleza habló a los sentidos de los hombres, antes de que estos pudieran llegar a descifrar sus misterios. Ese es el ritmo final que Wilson, a través de su teatralidad específica, recupera para este relato mitológico y ritual, narrativo y teatral a un tiempo. La creación de un ritmo determinado, producto en el caso de Wilson de ese complejo sistema de choque entre lenguajes distintos, se presenta como una suerte de enclave en el que confluye la narración y su actuación, el sentido y la materia; espacio de reconciliación entre la representación y el performance, la palabra y el cuerpo, es decir, el cuerpo de la palabra, o el misterio de la poesía, como explica Hölderlin: Cuando el ritmo se convierte en el único y solo modo de expresión del pensamiento, sólo entonces hay poesía. Para que el espíritu se vuelva poesía debe llevar en sí el misterio de un ritmo innato. Sólo en ese ritmo puede vivir y hacerse visible. Y toda obra de arte no es sino un solo y mismo ritmo. Todo es ritmo. El destino del hombre es un solo ritmo celeste, como toda obra de arte es un único ritmo.7

Notas

  1. David Williams (ed.), Peter Brook and the Mahabharata. Critical Perspectives, Londond / New York, Routledge, 1991.
  2. Jean-François Lyotard, La condición postmoderna. Informe sobre el saber, Madrid, Cátedra, 1984. Este fenómeno de la crisis de los grandes metarrelatos ha sido elevado luego por la crítica en general como uno de los elementos paradigmáticos de la Posmodernidad, aunque en su momento el filósofo francés lo propuso únicamente para caracterizar la condición del saber en la sociedad moderna, es decir, desde un punto de vista epistemológico y no tanto como definición de un período histórico concreto.
  3. Cit. en Pablo Caruana, entr., «La Carnicería se abre al encuentro del público», Primer Acto, 294. 3 (2002), pp. 44-58.
  4. Rodrigo García, «El último Rodrigo García», Primer Acto, 285. 4 (2000), p. 18.
  5.  Óscar Cornago Bernal, Pensar la teatralidad. Miguel Romero Esteo y las estéticas de la Modernidad, Madrid, RESAD/Fundamentos, 2003.
  6. Lyotard, op. cit., p. 48.
  7. Cit. en Maurice Blanchot, El espacio literario, Barcelona, Paidós, 1992, p. 213.