El ritual constituyó uno de los modelos más eficaces para la renovación de los lenguajes teatrales en la vanguardia internacional. Las relaciones antropológicas entre rito y teatro se erigieron como un importante parámetro que canalizó algunas de las propuestas de las vanguardias iniciales y que, en los años sesenta, volvió a surgir como uno de los núcleos fundamentales en torno al cual se desarrollaron diferentes ramificaciones, no siempre coincidentes, configurando un amplio, rico e incluso contradictorio movimiento teatral. Las variadas formulaciones diferían según los numerosos creadores que paralelamente —y durante los primeros años con escaso contacto entre ellos— dieron lugar a los principales textos teatrales, prácticos y teóricos, que han abanderado esta corriente. Antonin Artaud, Jerzy Grotowski, Peter Brook, Eugenio Barba, Richard Schechner, Joseph Chaikin, el Living Theater o el Bread and Puppet Theater fueron algunos de los nombres que se convirtieron en puntos de referencia esenciales, blandiendo las diversas insignias que caracterizaron este tipo de teatro, a saber: teatro de la crueldad, teatro pobre, teatro de lo invisible, teatro sagrado, teatro ritual y teatro antropológico, entre otras.
Este movimiento no debe entenderse, sin embargo, como una corriente independiente que surgía con revolucionaria fuerza durante los años sesenta, sino que constituía una expresión más dentro de una línea de evolución global consolidada durante las primeras décadas a partir de la crisis del realismo ilusionista y el rechazo al racionalismo positivista. La conciencia apocalíptica que ha definido al hombre moderno, la bancarrota de los ideales de progreso nacidos con la Ilustración y sobre los que parecía construirse la sociedad occidental, la desconfianza en los valores de la ciencia produjeron una serie de manifestaciones
filosóficas y estéticas que encontraron en las vanguardias históricas algunos de sus más relevantes exponentes. En la línea de teatro idealista abierta desde la renovación simbolista introducida por Gordon Craig o Appia y los expresionismos del primer tercio de siglo, el nuevo teatro ritual, dentro de su especificidad propia derivada del contexto social e histórico de los años sesenta, se presentaba como una epifanía más de esta amplia corriente.
De esta suerte, no resulta extraño que el espíritu que alimentó este movimiento sea comparable con aquel que mantuvieron ciertas juventudes iconoclastas y rupturistas de las vanguardias de principio de siglo. Al igual que el expresionismo, el teatro ritualizante configuró una imagen del individuo mártir de la civilización occidental, denunciando la condición materialista como el principio destructor de la dimensión espiritual y trascendental del hombre. El Hombre, desamparado y aislado en el centro del espacio escénico, se presentó como medida única del tiempo y el espacio absolutos del teatro expresionista: «El hombre que se situaba en el centro de la escena era […] el “hombre desnudo”, privado de la individualidad, que ponía en escena un nuevo orden de relaciones, y al mismo tiempo el “hombre expresivo” que aún estaba en camino hacia la satisfacción de su necesidad comunicativa».1 El grito pasó a ser el signo expresivo por excelencia de este individuo que, rechazando la supuesta falsedad de los códigos sociales desarrollados por la civilización occidental, recurría a lenguajes de inspiración primitivista como defensa última de la subjetividad frente al avasallante mundo exterior.2 El rechazo a cualquier tipo de jerarquización impuesta desde instancias superiores, la renuncia a los valores que sostenían la cultura moderna, así como a las formas artísticas heredadas de la tradición más inmediata, reaccionando a través de formas de expresión que negaban la mímesis ilusionista de la realidad al tiempo que reivindicaban cierta austeridad formal, fueron algunos rasgos comunes a estos movimientos.
El rechazo al teatro realista implicaba, antes que nada, la negación de los principios de una sociedad legitimada por ese modo de expresión. Esto explicaba la urgencia en la construcción de otros códigos de expresión artística, ya sean inventados a través de los movimientos formalistas tendentes a la deformación radical o la abstracción, ya sea recurriendo a formas primitivas de expresión social como los ritos religiosos, las ceremonias sociales o ciertos tipos de cantes y bailes, en ocasiones tomados de culturas extrañas al mundo occidental. Estos lenguajes culturales presentaron un atractivo modelo para un teatro que intentaba recuperar, frente al racionalismo imperante, el lado trascendental, espiritualista, instintivo y emocional del individuo. Los ritos, sostenidos en narraciones míticas, constituían un código idóneo para hacer visible, presente y material, mediante la transformación de sus participantes, del espacio y los objetos, una realidad oculta, según explicaba Brook en su teoría del «teatro sagrado»: «teatro de lo invisible-hecho-visible: el concepto de que el escenario es un lugar donde puede aparecer lo invisible ha hecho presa en nuestros pensamientos».3
Como estudia Arnold Van Gennep en los rites de passage,4 la estructura ritual se compone de tres fases: separación del estado originario, transición y transformación a la nueva condición. El núcleo de la ceremonia, la etapa de transición en la que se centraron muchas de las propuestas de teatro ritual, exigía una estricta y obligada formalización performativa para su realización, en la que la presentación de una realidad material auténtica superaba el carácter de mímesis referencial: «Denn in jenem sinn bedeutet “ritus” die durch den absoluten Wahrheitscharakter der Handlung bedingte Obligatorität ihrer fortgesetzten, exakten Ausführung».5 La preparación de un espacio adecuado, convertido ahora en una escenografía elemental consistente a menudo en un espacio circular o una mesa central a modo de altar, el empleo de una indumentaria muy precisa, la utilización de una serie de instrumentos concretos, entre ellos, el arma sacrificial, la realización de una serie de movimientos y la pronunciación de unas palabras formularias se presentaban, de cara a la construcción teatral, como un eficaz código, tanto para la reteatralización como para la intensificación del aspecto performativo. Cada signo de la ceremonia ritual/escénica, como los objetos, vestuario, colores, movimientos o, incluso, las palabras, se insertaban ahora en una doble cadena semiótica: por un lado, como signos teatrales, recibían ya un nuevo significado artístico, por otro, como código tomado de un ritual cultural, se revestían del nuevo y preciso significado que adquirían de su modelo. Al mismo tiempo, el proceso de construcción del teatro ritual proponía un revolucionario esquema de creación en el que el texto dramático dejaba de ocupar un plano dominante como guía previa de la obra y sistema de signos verbal. La reivindicación de un espacio y un tiempo autónomos propios del ritual escénico terminaba negando la referencialidad de los propios signos lingüísticos, que reducían su capacidad semiótica en favor de un plano material, al ser transformados en elementos fónicos con propiedades escénicas/rituales de carácter emocional, comparables a las de los objetos materiales, el vestuario o los movimientos.
La disolución de las fronteras entre vida y arte, como uno de los objetivos centrales a las vanguardias, encontró también en el teatro ritual su realización óptima. La escena dejaba de ser únicamente una expresión artística con la finalidad de entretener o adoctrinar, para convertirse en acto de rebeldía política y social a través de un ejemplo de convivencia que establecía como primer valor la propia identidad de individuo a través de la colectividad. En este sentido, el modelo del grupo estadounidense Living Theater, como pionero de todo el movimiento de grupos teatrales radicales en Estados Unidos, se convirtió en uno de los paradigmas del teatro de la vanguardia desde su desembarco en Europa en 1965. Su mismo nombre aludía ya a una estricta fusión entre un modelo de vida y un tipo de teatro. La etiqueta con la que Brauneck se refería al nuevo movimiento —«Theater der Erfahrung»—6 aludía igualmente a un teatro que nacía de la experiencia personal y de una experiencia que debía ser estrictamente codificada para su expresión.El individuo y la comunidad, la interiorización y la comunicación social fueron los dos polos opuestos que el teatro ceremonial, en tanto que movimiento de carácter expresionista, intentó conjugar.colectiva del grupo, pero —como demostró otro de los líderes del teatro ritual, Jerzy Grotowski—7 8 9 De esta suerte, el hecho teatral, en su condición de rito, recuperaba su función originaria como elemento de cohesión de un grupo social, devolviendo al individuo su imagen colectiva. La reunión de un grupo de individuos con el fin de hacer teatro pasó a adquirir un valor de experiencia vital e incluso mística, al mismo tiempo que de gesto ideológico de reafirmación del sentido social del grupo, de igualdad de derechos de los individuos en la colectividad, de democracia.
Aunque los manifiestos y escritos teóricos que jalonaron el teatro ritual dieron lugar a diferentes realizaciones que han partido, en ocasiones, de métodos y modelos de creación casi opuestos, no es menos cierto que todas ellas son fácilmente enmarcables dentro de un discurso ético y estético común que estaba renaciendo en diferentes lugares del mundo occidental como consecuencia de una evolución cultural común. Una misma corriente latente comenzó a fraguarse durante los años cincuenta para ofrecer, a partir de 1965, realizaciones que hilvanaron la historia del teatro más rupturista de estos años, convirtiéndose en puntos de referencia obligados en los ambientes teatrales de Occidente. De Marinis, en su estudio sobre el «nuevo teatro»,10 establecía una etapa de consagración que se iniciaba en torno a 1964 con el establecimiento del Teatr Laboratorium de Grotowski en Wroclaw, la dirección de Brook de la obra de Peter Weiss, Marat-Sade, y la fundación del Odin Teatret en Noruega. Durante este período, que abarcaba hasta 1968, tendrían lugar las principales representaciones que jalonaron el teatro de la crueldad: Frankestein y Antígona, del Living Theater, El príncipe constante y Apocalypsis cum figuris, de Grotowski, Fire y The Cry of People for Meat, del Bread and Puppet, y The serpent, del Open Theatre, entre otros. A partir de 1968, los grupos que protagonizaron estas producciones entraron en una profunda crisis que les llevó a un replanteamiento de sus mismas convicciones éticas y estéticas, y que originó su desintegración, generalmente en posturas más extremas, ya sea a través de la radicalización social ya sea por una acentuación de la espiritualidad.
Eugenio Barba, discípulo de Grotowski y fundador del Odin Teatret, ha aportado, no solo mediante la práctica, sino también a través de su obra teórica, una de las propuestas más sistemáticas por llegar a una definición de este modelo teatral opuesto a otros estilos y tipos de creación escénica.11 El director italiano aludía a este como el «tercer teatro»,12 diferenciándolo de los otros dos tipos que habían dominado hasta entonces en la historia de la escena contemporánea: el teatro tradicional o «primer teatro», conservador de la herencia cultural de un grupo social específico y objeto de las historias del teatro, y el teatro experimental o de vanguardia, llamado también «segundo teatro», y aceptado como un complemento del anterior en su función de ofrecer el lado más renovador, original y joven del teatro. Frente a estos dos tipos, Barba intentaba la definición de un «tercer» modo, cuyo fuerte contenido ético y espiritual en detrimento de una caracterización formal la hacía, sin embargo, excesivamente abierta, aunque muy significativa de una clase concreta de teatro:
Finalmente, nos encontraríamos con estas manifestaciones que tienen poco que ver con nuestra historia teatral y que responden a motivaciones sociales, espirituales y existenciales, de hombres, de jóvenes, que, insatisfechos de su manera de vivir y de la situación de la sociedad, desean hacer algo. 13
Este ambiguo intento por acotar un importante sector del panorama teatral contemporáneo con el que se identificó profundamente una amplia capa de jóvenes creadores de los años sesenta, agrupados en muchos casos en torno a la universidad, anunciaba ya una consideración del fenómeno escénico que sobrepasaba los límites de la creación artística para acercarse a posiciones sociales, existenciales y éticas que concebían la construcción teatral más como un modo de vida, una respuesta vital ante la realidad social, que como un mero acto de creación. La teoría trascendental del teatro, y del arte en general, de hondas raíces idealistas, que ha caracterizado gran parte de la vanguardia de esta centuria, explicaba la actividad artística como un proceso de conocimiento de uno mismo y de la propia realidad a través del reflejo o de la creación de ideas, pasiones o emociones extremas, por medio de las cuales se podía llegar a transformar la sociedad. Barba denominó este tercer teatro como Teatro Antropológico y en su manifiesto se anticipaba a cualquier tipo de confusión que pudiera existir con algo muy diferente que era la «antropología del teatro»: «La Antropología Teatral es el estudio del comportamiento del hombre a nivel biológico y sociocultural en una situación de representación. / El Teatro Antropológico es el teatro cuyo actor se enfrenta a su propia identidad».
La recuperación del pensamiento mítico devolvió al teatro el poder de evocación de la imagen, la palabra o la música en el subconsciente cultural del receptor. La escena, protagonizada por el cuerpo del actor, se consagró a la recreación de aquellas imágenes que habían pervivido en la memoria colectiva de una sociedad y en las que se encontraban impresas a través de siglos de tradición cultural las huellas de su identidad histórica y humana. La capacidad de los arquetípicos colectivos de despertar en el público zonas del subconsciente aparentemente dormidas les hizo adquirir una importancia central en el proceso de construcción y comunicación de nuevos significados. En su célebre ensayo, Artaud presentaba la idea de la peste como metáfora del carácter extremo al que debía llegar la expresión teatral mediante la recurrencia a aquellas imágenes que potenciaban la verdadera esencia instintiva del hombre, dormida tras siglos de civilización y moral occidental en el subconsciente que la escena debía despertar:
La peste prend des images qui dorment, un désordre latent et les pousse tout à coup jusqu´aux gestes les plus extrêmes; et le théâtre lui aussi prend des gestes et les pousse à bout: comme la peste il refait la chaîne entre ce qui est et ce qui n´est pas, entre la virtualité du possible et ce qui existe dans la nature matérialisée. Il retrouve la notion des figures et des symboles-types, qui agissent comme des coups de silence, des points d´orgue, des arrêts de sang, des appels d´humeur, des poussées inflammatoires d´images dans nos têtes brusquement réveillées; tous les conflits qui dorment en nous, il nous les restitue avec leurs forces.15
El teatro volvía así sobre sus orígenes mitológicos y preliterarios, que ya descubriera Grotowski en los diferentes textos clásicos que llevó a la escena, entre ellos el montaje revelación del director polaco en Europa en 1966, El príncipe constante, de Calderón:
Según el director polaco, es esta cualidad mitopoética, es el hallazgo en ella de situaciones arquetípicas que tocan nervios todavía sensible en el inconsciente colectivo de la humanidad o en la memoria histórica de un pueblo, lo que decidirá en la actualidad el valor teatral de un texto dramático e incluso su posibilidad de utilización en el teatro; no la posible excelencia del carácter literario.16
Por otra parte, dicha concepción teatral quedaba enmarcada dentro de una línea de interiorización y ascesis protagonizada por la figura del actor, que pasaba a recuperar un espacio central que había perdido desde la entronización del autor dramático a partir del siglo XVIII. A través de un teatro que reivindicaba el cuerpo del actor como material expresivo y sistema semiótico dominante, la escena se convertía una vez más a lo largo de su historia, en un foro para la búsqueda de la identidad del hombre como parte de una colectividad. Si la Ilustración europea descubrió en el teatro un espacio idóneo para la expresión de ideales, objetivos e intereses de una clase burguesa emergente, en la segunda mitad del siglo XX, el teatro ritual nacía ante la urgente necesidad de un nuevo sector social, enmarcado cultural e ideológicamente bajo la «nueva izquierda», de expresar su visión del mundo, inquietudes, miedos y protestas con el fin de encontrar su propia identidad como grupo, en palabras de Barba:
Teatro Antropológico significa un viaje en la propia historia y cultura. También significa fortalecimiento de nuestro eje-identidad, proporcionándonos un perfil que nos separa de los otros. Pero a la vez significa el instrumento para encontrar un territorio en el cual todos somos iguales. Este territorio se manifiesta en la presencia material del actor que es la misma e inalterable en cualquier lugar. […] El Teatro Antropológico sólo existe si está basado en esta polarización. Por una parte, la pregunta ¿Quién soy? como individuo de un determinado tiempo y espacio y, por otra, la capacidad de intercambiar respuestas profesionales en relación a esa pregunta con personas extrañas y lejanas en el tiempo y en el espacio.17
II.1. La difícil recepción de tres mitos: Artaud, Living Theater y Grotowski
Mediada la década de los sesenta y cuando la recepción del realismo épico de Brecht, especialmente en los escenarios españoles, seguía teniendo plena vigencia,18 se hacía evidente la necesidad de desarrollar un teatro límite que aportase lenguajes nacidos de una ruptura total con los modos teatrales dominantes identificados con la sociedad burguesa y que no llegaban a satisfacerse con el teatro épico del dramaturgo alemán. La búsqueda de nuevas poéticas mostró sus limitaciones ante la necesidad de desarrollar, no solo otros estilos, sino modelos diferentes de creación que implicaban una concepción diversa del hecho escénico, en una palabra, se exigía una revolución estructural del sistema teatral. Las innovaciones aportadas por el teatro realista no habían tenido toda la eficacia que se esperaba y parecían insuficientes para responder a las utopías de una generación joven, idealista y con mayores deseos de ruptura. La recuperación y el nuevo desarrollo de las teorías formalistas en los años sesenta pusieron al descubierto las insuficiencias del teatro realista: «Conviene ahora repetirse que mucho teatro terminológicamente antiburgués ha sido en el plano estético profundamente burgués. […] a los sermones moralizantes se les llamó didáctica, a los finales consoladores, tragedia optimista, y a las conversaciones de tresillo, testimonio».19 En esta coyuntura, los modelos de escritura teatral desarrollados por el teatro ritual se presentaban como las formas escénicas adecuadas para esa ruptura radical que buscaban ciertos creadores como medio de conseguir, finalmente, hacer reaccionar al espectador, sacarle de su impasibilidad, de su abulia, arrojándole a la cara lo más cruento de la condición del hombre inmerso en una sociedad alienante, individualista y deshumanizada:
Contra la inmovilidad estética resultante de esta posición se ha pronunciado vigorosamente el teatro más vivo y abierto de Europa. Se ha cansado de hacer sermones que nada revelaban, que quizá cambiaban los esquemas del espectador, pero sin renovarlo, sin sacudirlo, sin integrarlo de un modo total en ese drama histórico y suyo del que el teatro quería ser representación.20
Bajo el liderazgo de Artaud, la nueva vanguardia apuntó hacia una renovación, no solo temática, sino esencialmente estructural y escénica. El descrédito de la palabra, de los «sermones» —código más perfeccionado y dominante en la cultura racionalista de Occidente— demandaba un lenguaje teatral directo, intuitivo y emocional, ausente de retórica, basado en otros sistemas semióticos, como el gesto, el movimiento, las imágenes o los ruidos. Frente al logos razonador, el grito simbolizó el rechazo de los valores dominantes y sus modos propios de expresión. Entendiendo esta corriente todavía de un modo más ideológico que formal, Monleón introducía los siguientes nombres:
En la nueva adecuación de la estética y la política hay que situar, me parece, la vigencia de ciertos principios artodianos, la obra de Peter Weiss, las últimas directrices del Berliner Ensemble, la apelación al «actor» que tipifican las teorías de Grotowski, el salto que existe entre un Teatro de Hechos al modo de Piscator, el US de Peter Brook…21
El teatro ritual suponía un lenguaje escénico aparentemente ajeno a toda convención, guiado por el deseo de presentar al actor de manera directa, libre de figurines, de luces efectistas, de músicas alienantes y, especialmente, libre de la palabra. La máxima depuración formal del cuerpo del actor desnudo y aislado en el espacio escénico satisfizo las exigencias escénicas para lograr presentar —libre de retóricas y sistemas semióticos heredados— la esencia del hombre en su realidad metafísica y social. El cuerpo del actor expresado en toda su fisicidad, su expresión de dolor iluminada bajo una luz blanca cenital y su posición de enfrentamiento con el espectador, sin barreras ni cuartas paredes que pudiesen separar ambos mundos, se convirtió en una de las imágenes paradigmáticas del nuevo teatro. Así lo explicaba Julian Beck, uno de los fundadores del Living Theater, en un significativo texto titulado «Abajo las barreras»: «Nada supera a la vida misma, el rostro humano, la palabra hablada, pero debe ser auténtica, no coraza en vez de carne, no mentira en vez de discurso».22
La utópica ambición de un arte sin arti-ficio, de una expresión natural, sin convención, que bajo la férula del Living Theater y el desarrollo del nuevo movimiento de grupos en Estados Unidos se convirtió en ideario de gran parte de los nuevos creadores, fue expuesto en términos formales más rigurosos en la teoría del «teatro pobre» de Grotowski y su búsqueda de una expresión teatral esencial, en la que ya sí se aceptaba la artificialidad, pero construida a partir de los elementos básicos necesarios y suficientes para que existiese comunicación teatral, es decir, la relación entre actor y espectador. Dentro de esta propuesta escénica, extendida bajo unas u otras denominaciones por todo el ámbito de la nueva vanguardia, el director polaco acuñó el afortunado concepto del «actor santo» que, frente al actor prostituido, sería aquel que, en términos del Living Theater, presentaba «la vida misma, el rostro humano», un actor que, a través de una vía de renuncia en términos comparables a la ascesis mística, rechazaba convenciones, mimetismos y engaños, para buscar la expresión más auténtica de su ser esencial de individuo de una determinada sociedad. En una situación de renovación en la que la ética del actor, la reivindicación de este como persona comprometida socialmente antes que como mero instrumento en manos de un autor o director,23 y la función creadora del arte de la interpretación cobraba una creciente importancia, la teoría del «actor santo», del «actor pobre», venía a expresar las búsquedas que el teatro español de los años sesenta estaba realizando. La nueva y revolucionaria concepción social y artística del trabajo del actor como creador, así como el creciente interés por su formación como intérprete y su compromiso ideológico, preparaban el camino hacia la reivindicación del cuerpo del actor como materia de creación y lenguaje escénico básico del nuevo modelo de teatro, según defendía el director polaco comparando el trabajo del actor con la interpretación de una partitura: «El actor grotowskiano es por sí sólo el creador y el intérprete de sus propias notas y de su propia partitura».24 Todo ello implicaba una nueva concepción, no solo de la interpretación, sino de todo el fenómeno teatral, entendido como acto político, social y espiritual.
Estos aspectos brevemente apuntados ayudan a entender la profunda repercusión que tuvieron algunos hechos como las actuaciones del Living Theater en 1967 en Barcelona, Sevilla, Valladolid, Bilbao y San Sebastián, la difusión de las ideas de Artaud sobre el teatro de la crueldad en 1968, la publicación de los primeros textos de Grotowski en este mismo año,25 así como su visita a Madrid en 1970, o el estreno del Marat-Sade, por Marsillach, con la colaboración de Bululú y Cátaros. La llegada a través de estos canales de un nuevo modelo teatral supuso la extensión y consolidación de un acercamiento y una concepción diferentes del acto de la creación de hondas repercusiones en la evolución del hecho escénico en España hacia una estructura abierta y dinámica en la que intervenían diferentes sistemas de signos.26
En 1968, citaba Roda las compañías de mimo y pantomima formadas por los discípulos de Ricardi —entre las que se encontraba Els Joglars— como las primeras muestras de una imagen dislocada de la escena que implicaba una dramaturgia de la crueldad.27 Todavía antes de la llegada del Living Theater, tuvieron lugar los happenings de L´Ovella Negra, a cargo del grupo El Paraigües Groc, denunciado y clausurado por matar una gallina «de forma indebida». Ambas experiencias escénicas presentaban ya algunos rasgos formales que iban a caracterizar la nueva vanguardia, como el happening o la teoría de la improvisación.28 Finalmente, y cuando ya en España se había empezado a desarrollar de forma independiente esta corriente por grupos como Cátaros o el Grup d´Estudis Teatrals d´Horta o fenómenos como el teatro flamenco, llegaba el mítico Living Theater para imponerse como uno de los paradigmas de la vanguardia, haciendo olvidar a muchos que habían expresado el mismo juicio años antes a raíz del teatro épico de Brecht, en palabras de Roda: «Después fue la eclosión en un par de noches del Living Theater: es total y absolutamente cierto que ha constituido el episodio más importante de los últimos mil días desde el punto de vista del lenguaje teatral. Brecht ha quedado en segunda fila».29
El Living Theater presentó su montaje de la versión brechtiana de Antígona, de Sófocles. La desnudez escenográfica, el contacto directo de los actores con el público, la actitud desafiante y agresiva, la violencia en los gestos, la ausencia de marcas del teatro convencional impactó al público español mostrando el camino que había de transitar el joven teatro.30 El crítico de Yorick resaltó la honradez del espectáculo, su economía de medios, tanto en decorados como en luces o vestuario, el aprovechamiento total de la sala, para terminar concluyendo: «Lo que al principio pudo herirnos […] acabó sobrecogiéndonos y haciéndonos reflexionar». No obstante, la frenética danza báquica con la que terminaba la obra, las alusiones a la masturbación y el rito de castración, símbolo de la civilización occidental, produjo cierta desazón en un ambiente que hasta entonces se había declarado mayoritariamente brechtiano: «¿Pretende, tal vez, el Living Theater presentarnos y escupirnos el futuro como un lugar no apto para cualquier idea de progreso o de esperanza?».31
Efectivamente, la crítica marxista más ortodoxa no tardó en denunciar el atentado que el teatro ritual suponía a la concepción dialéctica y materialista de la realidad, abandonada ahora por muchos que antes habían profesado la crítica social de izquierdas. Miguel Bilbatúa se adelantaba a la explosión del teatro de la crueldad para advertir de los peligros de esta nueva vanguardia. Tomando como ejemplo la que años más tarde iba a convertir Víctor García en obra paradigmática del teatro ritual, Las criadas, de Jean Genet, ofrecía una primera aproximación como respuesta a la pregunta que daba título a su artículo: «¿Qué es la vanguardia?»: «Un ritual, así, es una frustración integral, una acción que jamás se verificará en el mundo real y que se repetirá una y otra vez como un mero juego. El ritual de un deseo jamás alcanzado en un acto completamente absurdo; es la futilidad reflejando la futilidad».32 El espacio cerrado y el tiempo cíclico de la ceremonia representada en escena se enfrentaban abiertamente a la concepción de la realidad defendida por la teoría épica de Brecht y la ideología marxista como algo modificable por el hombre.
Estas objeciones pudieron salvarse parcialmente adaptando las ideas de Artaud al panorama altamente ideologizado de los años sesenta. La teoría del teatro de la crueldad fue instrumentalizada en función de unas nuevas perspectivas políticas y sociales ausentes, sin embargo, en el momento en el que el autor de Les Cenci desarrollara su ideario estético. Así pues, el tono radicalmente metafísico, violento e insolidario que latía en el fondo de su mensaje fue objeto de una nueva lectura que no reparaba en el rechazo a la condición social del hombre, inaceptable en los años sesenta: «Renonçant à l´homme psychologique, au caractère et aux sentiments bien tranchés, c´est à l´homme total, et non à l´homme social, soumis aux lois et déformé par les religions et les préceptes, qu´il s´adressera».33 Su teoría teatral y filosófica fue leída desde los parámetros sociales dominantes en aquellos años. Monleón, por ejemplo, justificando la evolución de la vanguardia del brechtismo hasta el teatro de la crueldad y el Living Theater, aducía dos razones principales para este cambio. La primera consistía en las «deformaciones sermoneantes y prejuicios esquemáticos en que parece haber caído un cierto realismo didáctico».34 La necesidad de encontrar nuevos modelos de teatro aconsejaba la apertura hacia otras corrientes. La segunda se refería a la «necesidad de sacudir a un espectador, que sigue pasivamente el espectáculo, imagen perfectamente acorde con la de un mundo que carece de imaginación y sensibilidad moral para sentir en su carne el hambre de Latinoamérica, los bombardeos de Vietnam del Norte». Las referencias artaudianas a la renovación del hombre y la sociedad mediante la violencia catártica y la crueldad estaban enmarcadas dentro de un modelo de reforma espiritual del individuo, pero quedaban lejos de la necesidad de concienciación social y compromiso colectivo exigidos en estos años. Bajo una nueva lectura, la dramaturgia de Artaud se presentaba como el aparato teórico más eficaz en la búsqueda de una escena que lograse la representación directa, descarnada y cruel de las lacras sociales que azotaban el mundo. Monleón terminaba justificando la sospechosa teoría considerándola como un mal menor, un momento de transición ante la aparente ineficacia de los realismos sociales:
Mas que un teatro «de ideas» en torno a la crisis, ésta habría provocado una temporal renuncia al diagnóstico social para mostrar los auténticos —y tantas veces encubiertos bajo hermosas palabras— niveles de crueldad del hombre contemporáneo. Con lo que Artaud, el gran teórico, sería —como debe ser— un instrumento estético y ético, una forma de poner ante los ojos falsamente cándidos del espectador —tan pudorosamente tutelado— imagen real de su sadomasoquismo y su infrahumanismo.35
Con respecto a la triunfal acogida de las teorías teatrales de Grotowski en España, el crítico de Triunfo volvía a remitir a la crisis de ciertos dogmatismos de izquierda anclados en abstracciones que habían terminado negando al individuo en favor de la sociedad. El teatro ritual, sin olvidarse del colectivo, aunque con connotaciones más metafísicas que sociales, volvía a colocar al individuo y su mundo interior en el centro del escenario: «Sus reivindicaciones de los valores individuales y aun —y sobre todo— de la búsqueda de estos valores, sepultados por la enajenación general, se habrían alzado como un secreto a voces contra ciertas abstraccionnes tan vacías como inquisitoriales».36
Reincidiendo en esta línea de ideologización, Casali37 presentó al autor de El teatro y su double como un profeta del neo-capitalismo, justificando su crítica y rechazo a la civilización occidental por el grado de materialismo, consumismo y degradación de los valores espirituales a los que se había llegado. Si Artaud predecía el neo-capitalismo, el Living lo vivía. El director argentino comparaba la idea de la peste con los efectos de la bomba atómica, y, al igual que Monleón, entendía la crueldad artaudiana como el mal que azotaba el mundo. Sin embargo, nada más lejos del pensamiento de Artaud, para quien la peste o la crueldad suponían vías de liberación del hombre y en ningún caso imágenes críticas del estado social de Occidente. Casali admitía el efecto liberador de la imagen de la peste, pero subrayando las connotaciones sociales de este concepto: «Un teatro que surja de la peste; de la conciencia de un existir de la enfermedad; de la conciencia de la fusión del uranio o del cobalto; de la conciencia de que los sentimientos no pueden esperar lo definitivo, lo último; de la racionalización de todas las pestes históricas».38 De esta suerte, la concienciación social del estado de peste, del estado de enfermedad que vivía el hombre occidental, era el fin último de este teatro —«En la conciencia de todas las pestes está la universalización de los valores»—,39 y no el efecto de expansión espiritual o liberación de los instintos que Artaud reivindicaba como verdadera finalidad primigenia del hecho escénico.
La llegada del Living a España en 1967 significó el pistoletazo de salida para el teatro de la crueldad y la instrumentalización de Artaud en el marco de la crítica social dominante.40 Monleón, en una carta abierta al grupo estadounidense, refiriéndose a la primera obra en la que estos llevaban a la práctica dichas teorías, The brig (1963), les agradecía el redescubrimiento de Artaud en Europa:
Visteis la gran peste de la sociedad norteamericana; también la gran peste de otras ciudades no norteamericanas, que manejan a vuestros «marines» como una coartada. […] Ya Artaud, queridos amigos, ha dejado de ser fantasma y manicomio. En toda Europa, en uno y otro nombre, con uno y otro método, los mejores grupos, los que quieren cambiar el teatro, cuentan con él. La revolución que él quiso hacer la habéis hecho vosotros.41
Ahora bien, el colectivo liderado por Julian Beck y Judith Malina no se presentó únicamente como la recuperación del teatro de la crueldad, sino también como una posible fórmula de superación de la antítesis que este teatro parecía oponer a la corriente brechtiana. Los comienzos de este grupo en New York llevando a la escena dramas poéticos de principios de siglo y la utilización años más tarde de la versión brechtiana de Antígona les apuntaba como defensores de un nuevo teatro comprometido en el que no se dejaba de introducir la palabra, pero dentro de un orden jerárquico diferente en el que esta perdía la función de signo dominante.42
Ciertos sectores innovadores, acérrimos defensores hasta entonces de la teoría brechtiana, encontraron dificultades en la adopción de unos lenguajes teatrales que rechazaban la hegemonía del sistema lingüístico en favor de medios de comunicación menos dialécticos o racionales. De ahí la necesidad de subrayar la importancia del elemento verbal en un teatro que parecía negarlo, aunque fuese a partir de otra concepción de esta —una palabra liberada de retórica, de convencionalidad y dirigida a la emoción antes que al intelecto—.43 Así pues, al igual que sucedió con Marat-Sade, de Peter Weiss, la obra del Living Theater fue interpretada por un sector de la vanguardia como la superación de los contrarios representados por Artaud y Brecht, como la vía más adecuada en una evolución dialéctica del teatro: «En Antígona está la experiencia del equilibrio: palabra y acción; acción y sentimientos, palabras y movimientos; Brecht-Sófocles-Artaud-Living».44 Sin embargo, la complementariedad de ambos era más teórica que real, ya que ni Artaud representaba la exclusión total de la palabra ni muchos de los que ahora se acercaban a un teatro de la crueldad con pretensiones brechtianas llegaban a realizar esta supuesta alianza dialéctica. Ahora bien, no todos los sectores críticos abrazaron con tanto entusiasmo los nuevos modos escénicos. Desde una ortodoxia neomarxista más rigurosa, Quinto negaba esa función sintetizadora que Casali o Monleón habían descubierto en el Living Theater. Frente al Marat-Sade, obra en la que sí reconocía «el triunfo de ese esfuerzo superador e integrador de algunas de las tendencias antes apuntadas», acusaba el descubrimiento de Artaud así como al grupo estadounidense por su peligroso irracionalismo. La evolución hacia lenguajes como la danza o el mimo implicaba el menosprecio de la palabra, base del desarrollo y la razón:
Son experiencias que ofrecen sin duda gran interés, pero que —de despreciar el conocimiento de la realidad objetiva, principio esencial del fenómeno estético— corren el peligro de diluirse en el irracionalismo y la inanidad, de ponerse al involuntario servicio de las clases privilegiadas en sus —cada vez más histéricos— esfuerzos por determinar la marcha de la historia. 45
En cualquier caso, el desarrollo del teatro ritual supuso la apertura de la escena contemporánea hacia códigos no miméticos con una fuerte carga emocional basados en una interpretación orgánica llevada a sus límites. Al mismo tiempo, no se trataba únicamente de un nuevo estilo teatral, sino que implicaba una práctica diferente de la creación en la que el trabajo dramatúrgico ya no era ni siquiera previo a la práctica escénica, sino que la dramaturgia se desarrollaba al mismo tiempo que los actores creaban la obra por medio de sus interpretaciones. Frente a la preeminencia que había mantenido la figura del director como motor de la renovación teatral desarrollada a lo largo del siglo XX, las ideas de Artaud y la práctica del Living Theater le otorgaban al actor una libertad creativa desconocida hasta el momento. El director de escena, si bien seguía conservando una función importante en la reorganización del sistema teatral, se presentaba esencialmente como un guía que dirigía a este para que llegase a extraer lo más profundo yauténtico que llevaba dentro. De este modo, el intérprete conquistaba la misma libertad y capacidad de creación que un escritor o un escultor frente a la materia bruta de su cuerpo. La materia artística del cuerpo del actor se convertía en un elemento expresivo central en la creación teatral, con lo que este, aunque a menudo bajo la guía del director, pasaba a ser cabeza y motor del movimiento renovador en la segunda mitad de los años sesenta. La estética del teatro como producción experimentaba, pues, una transformación radical en tanto que proceso de construcción de unos significados, así lo constataba Monleón a principios de 1968:
una serie de directores se rebelan contra esta sumisión del actor y nos dicen quizá sea más serio profundizar en el actor, en el hombre que ha salido al escenario, que en textos escritos sin conocerlo en absoluto. Sólo liberando al actor será posible, vienen a decir, que el teatro se libere y se ponga —en tanto que fenómeno escénico, en tanto que hecho teatral— a los niveles de revelación de sinceridad, y de agitación que nuestro amansado y reprimido espectador necesita.46
Dentro de la corriente de renovación del arte de interpretación, la teoría y práctica teatral desarrollada por Jerzy Grotowski a raíz de su trabajo con los actores del Teatr Laboratorium supuso la sistematización rigurosa de este modelo. No obstante, si ya la obra del Living Theater se convirtió en un mito al que se aludía más por referencias que por un análisis profundo de sus propuestas escénicas, las ideas y críticas que cubrieron al director polaco, cuyos montajes no llegaron a representarse en España, volvieron a incurrir en lugares comunes carentes de un análisis eficaz. Monleón,47 ignorando el aparato escénico fundamental de los trabajos de Grotowski, con motivo de la publicación en Primer Acto de sus primeros textos, advertía de su oposición a un teatro reducido al trabajo del actor sobre una partitura, aunque no dejaba de reconocer el saludable efecto de esta teoría en el marco del teatro español en el que, en la mayoría de los casos, la interpretación se limitaba a la declamación de un texto y la relación espectador-actor no pasaba de ser una convención poco eficaz. Las ideas de Grotowski supusieron un modelo teórico de cómo abordar de forma rigurosa una realidad que comenzaba a preocupar: la formación del actor.
También Casali rechazó los extremismos excluyentes en los que se movía dicha teoría teatral, apuntando la necesidad de encontrar un equilibrio entre los directores metafísicos, consagrados a la investigación sobre el individuo y su expresión y aquellos centrados en un teatro dialéctico enfocado en una visión marxista materialista de la historia. Este nuevo equilibrio debía partir de la superación de la oposición entre teatro ritual y teatro dialéctico, «entre la máxima esquematización de los medios escénicos (Grotowski, Living Theater y cierto Peter Brook) y el equilibrio teórico-práctico de un teatro histórico-crítico que busca la equidistancia entre la Ausencia y la Presencia, entre el Sí y el No, a través de la labor conjunta y experimental del autor, el director y los actores (Peter Weiss, el último Living, cierto Roger Planchon, Krejca, Smoeck)».48 La vía negativa a través de la cual Grotowski llegaba a excluir —en opinión del crítico— la figura del mismo director para centrarlo exclusivamente en la investigación sobre el actor y los arquetipos míticos implicaba la renuncia tanto al resto de los elementos escénicos como a los modelos historicistas: «El carácter reaccionario de esta concepción lo ha llevado al borde de la hipnosis (resultado de la catarsis fisiológica), privándolo de la posibilidad de analizar crítica y teóricamente su propio trabajo práctico sobre el escenario».49
Así pues, la influencia del Teatro Antropológico, impulsada principalmente por esta triple vía —Living Theater, la recuperación de los textos de Artaud y las teorías de Grotowski— se extendió con la asombrosa rapidez con la que se acoge un fenómeno que satisfacía exactamente la demanda escénica más innovadora de la segunda mitad de los años sesenta. La inmediata asimilación, de forma más teórica que práctica, y el carácter de urgencia y precariedad que a menudo tuvo este movimiento en España ofreció en ocasiones un balance de experiencias escénicas de factura irregular, cuyo interés radicaba más en la constatación de una dramaturgia y una utopía estética que en los resultados alcanzados. La constante insistencia en un teatro de la desnudez, definido por oposición al retoricismo de los códigos dominantes, y el rechazo a la convencionalidad a través de la improvisación hizo que, en ocasiones, esto repercutiese en una desvalorización de la creación formal y un énfasis en interpretaciones excesivamente emocionales que prometían más de lo que ofrecían, así lo criticaba Bilbatúa:
Una visión del Living, unas lecturas de Grotowski no son evidentemente aptos para embarcarse en esta aventura, máxime, si como ocurre en el caso español, falta toda una tradición en la enseñanza del actor (sólo la escuela Adrià Gual se ha planteado con un cierto rigor este problema). Ello origina un academicismo del gesto; todas las representaciones parecen marcadas por un mismo patrón: el gesto no surge de una vivencia interior del actor, sino que se superpone mecánicamente a sus vivencias.50
Por su parte, Josep Montanyès, uno de los directores teatrales que iba a protagonizar una de las empresas de renovación escénica más sistemática y coherente a través de los lenguajes del Teatro Antropológico, denunció la ausencia de las tan necesarias como escasas escuelas de teatro donde el aspirante a actor consiguiese una formación básica antes de comenzar a desarrollar pruritos renovadores. Asimismo, señaló la triste ausencia de compañías tradicionales en las que el primer actor ejercía su magisterio sobre los más jóvenes, funcionando como verdaderas escuelas de teatro. Un desolador panorama de formación de actores, donde se pasaba directamente a realizar burdas imitaciones de los últimos creadores de vanguardia antes de poseer una sólida base clásica, explicaba el estado de confusión creado ante la recepción de un movimiento teatral que tenía como primer soporte la interpretación del actor: «De paso nos interesa extraordinariamente denunciar, y denunciarlo en nombre de una ética profesional, la confusión existente entre histerias colectivas y disciplina corporal».51
La radicalidad formal de este teatro influyó positivamente en el proceso de dinamización de los sistemas de creación teatral desarrollados en el mundo occidental. No obstante, su carácter límite lo convertía en un movimiento intenso, pero de vida breve. Con motivo de las diferentes propuestas escénicas presentadas
en el Festival de Caracas de 1974, Jack Lang, sucesor de Jean Vilar al frente del Festival de Avignon, sentaba acta de defunción de un movimiento que había demostrado una enérgica fuerza renovadora en el panorama teatral occidental inyectándole una revitalizadora dosis de innovación y ruptura sin la cual no se podría explicar el teatro actual contemporáneo, pero que, en su opinión, llegaban ya a su fin. La repetición del esquema grotowskiano y el teatro de la expresión corporal basado en una comunicación más intensa y profunda entre actor y público entraban, a juicio de Lang, en un proceso de degeneración: «aquí hemos visto ya su caricatura. Por eso te decía que el Festival de Caracas resulta un poco triste. El que el grotowskysmo muera en Polonia no deja de tener su humor, pero verlo morir aquí, auque sea a través de su deformación, causa pena».52
A medida que transcurrían los primeros años setenta, el movimiento ritualista perdía la intensa fuerza y el poder de renovación con que había llenado los escenarios españoles más innovadores de cuerpos desnudos, espacios vacíos envueltos en sombras, fuertes contrastes de luces, gritos de actores acotados por una iluminación cenital y coros hieráticos con la mirada fija y acusadora en el público. La escena parecía haberse liberado del peso dominante que había ostentado la palabra. Al furor brechtiano le sucedió la mitificación del Living Theater y la figura de Grotowski. Al Pequeño órgano para hacer teatro le sustituyeron las teorías en torno al «teatro pobre»: «El maniqueísmo buscó, con desoladora ingenuidad, las razones de ese “cambio” de Brecht a Grotowski, tomándolo por una alegre despolitización y un canto a la irracionalidad».53 Pasado el vendaval de ritos y ceremonias escénicas, el crítico de Triunfo señalaba, a modo de balance, la ligereza con la que tan pronto se abrazaron unos nuevos lenguajes escénicos como se rechazaron otros:
Como no podía menos de suceder, a la magnificación abstracta ha sucedido cierta desmitificación, asimismo abstracta e igualmente gratuita. Con lo que corremos el riesgo —tantas veces mal resuelto entre nosotros— de que grotowskianos y antigrotowskianos se pongan a librar batallas sin que nadie haya estudiado y entendido exactamente a Grotowski.54
II.2. De la teoría a la práctica: la praxis del teatro ritual en la escena española
La fundación del Centro Dramático Madrid 1, dirigido por José Monleón y Renzo Casali, para el curso 1968-1969, fue un claro signo de las nuevas corrientes que recorrían el mundo occidental. Su origen hay que buscarlo en la progresiva llegada de nuevas teorías y metodologías teatrales y el desconocimiento y desorientación reinantes en los medios españoles. Desde Primer Acto se hizo un llamamiento a profesionales o interesados en la creación teatral, ya con cierta experiencia, que deseasen renovar su formación a partir de las últimas teorías y prácticas escénicas. Un año después de la llegada del Living Theater y con el mito de Grotowski a las puertas, la convocatoria surtió efecto y creadores de toda España, comprometidos en la necesidad de encontrar nuevos lenguajes y un tipo de comunicación diferente, acudió al CDM1 con la confianza de que el conocimiento de los nuevos paradigmas de la teatralidad les ayudasen a desarrollar un teatro diferente.
Renzo Casali, a comienzos del curso, publicaba en Primer Acto un artículo que bien podría servir como texto programático del recién creado centro de formación. Su título, «En busca del hombre perdido», anticipaba ya la línea idealista, primitivista y ritual, directamente vinculada al Teatro Antropológico —al que había tenido acceso directo gracias a su formación en la antigua Checoslovaquia—. Desde el inicio, los presupuestos teóricos quedaron claros: potenciación de los lenguajes sensoriales en detrimento del logos racional. Los rituales y ceremonias constituían una reserva de gestos y movimientos fosilizados que remitían a otras épocas en las que estos expresaron toda la riqueza comunicativa que ahora ostentaba casi con exclusividad el signo verbal. El primer teatro fue, pues, el rito o la ceremonia, y el maestro de esta, el primer director de escena que conoció la historia. A esta forma originaria le correspondía un modo de creación de los significados igualmente primigenio: la improvisación motivada por sentimientos puros e instintivos, escondidos en cada persona y que el proceso de creación debía liberar. Siguiendo el pensamiento artaudiano, la vuelta al teatro sagrado se presentaba como una vía de escape para devolverle al hombre su verdadero ser antes de caer en la castrante alienación que imponía la sociedad occidental:
La condición básica e irremplazable para las posibilidades de un nuevo teatro estaría dada por la obligación de devolverle al individuo lo que la enajenación le fue robando desde la entrada en vigor de la oferta y la demanda; es decir, transformar al actor en persona primera, que es sinónimo de verdadera capacidad creadora.55
A través de la improvisación basada en la espontaneidad y el desarrollo del subconsciente, el actor no solo ejercía de nuevo la libertad creadora que el teatro comercial le había sustraído, sino también la recuperación de un estado originario y esencial en el que el individuo volvía a sentirse miembro de una colectividad. A partir de la lectura social de Artaud y bajo la impronta del Living Theater, la revolución teatral implicaba, pues, algo más que la creación de nuevos lenguajes escénicos, requería la revolución cultural profunda: «Artaud lanza el grito de la jungla de cemento por un regreso a la jungla vegetal. El problema es complejo y nos remite a uno de los fenómenos antropológicos: la pérdida gradual de sentimentalidad».56 La escena se centraba en torno a la figura del actor como encarnación del individuo, del hombre nuevo que reclamaban los expresionistas de principio de siglo, del hombre oprimido y alienado que no encontraba otra salida para su estado de falsedad que la vuelta al rito, a las emociones llevadas al límite y a la disolución de la identidad social como reivindicación de un espacio escénico habitado por una identidad multiforme y transindividual. Ahora bien, esta regeneración solo era posible a través de una vuelta a la colectividad, al grupo que le daba su sentido y razón de ser. Con la reintegración del individuo en el grupo, este recuperaba su unidad primigenia.
En principio, la función del director iría quedando arrinconada ante la progresiva libertad creadora del actor.57 Casali, sin descartar ninguna técnica ni recurso escénico, presentaba el trabajo de interpretación, primeramente, como una cuestión síquica que partía de la experiencia para convertirse en una suerte de obsesión, que debía encontrar su adecuada expresión en la interpretación del actor, a menudo de fuerte carácter performativo propio del rito:
Se trata de un problema de fe. Los objetivos internos, los que están más allá de la piel deben ser alcanzados, no a través de la teoría, sino directamente en la práctica de la experiencia. Convertir luego cada concepto, cada sensación descubierta, cada película de autenticidad, en una obsesión, en una verdadera obsesión. La obsesión es ya violencia: física y química.58
La obsesión ofrecía, pues, la posibilidad de llegar hasta una conducta extrema sin perder la consciencia que debía mantener el actor para la expresión artística —es decir, formal— de su emoción. Así se llegaba a «liberar el caudal de creatividad primitiva del individuo». Casali distinguía tres tipos de obsesiones siquiátricas o conductas límites que debían ser teatralizadas: obsesiones indecisas (enfermedad de la duda, todo se traduce en motivo de pregunta, nada cobra total certidumbre, etc.), obsesiones-temores o fobias (miedo angustioso, provocado por la vista, el contacto, la audición, etc. que llevaban a actos irracionales) y las obsesiones impulsivas que obligaban a la realización de un acto físico (cleptomanía, piromanía, inclinación a la bebida, al asesinato, al suicidio, etc). Sin embargo, esto no consistía en un mero mecanismo individual, sino que respondía a condicionantes ideológicos y, por tanto, externos.
El director intentó aunar técnicas teatrales y dramaturgias que parecían opuestas. De este modo, presentaba la biomecánica de Meyerhold como el mejor medio para llegar a expresar las emociones más ocultas del hombre. Utilizando los conceptos de Piaget, lograba armonizar el pensamiento dirigido, consciente y comunicable lingüísticamente con el pensamiento autista, subconsciente, creador de realidades imaginarias, incomunicable a través del lenguaje y que operaba con imágenes. Sociedad e individuo, razón e instinto quedaban aunados en una misma teoría teatral. El método consistía precisamente en presentar el plano mitológico, instintivo e individual desde una perspectiva social o dirigida. Esta simbiosis se producía en la tercera etapa, después de una primera explosión del subconsciente seguida de su expresión colectiva: «El resultado es la expresión violenta de los sentimientos individuales pero socializados, y de los sentimientos sociales individualizados».59
Los ejercicios, esencialmente de interpretación, llevados a cabo en el CDM1 se concretaron en la investigación desarrollada a partir de mayo de 1968 sobre una obra del propio Casali, Los hipocondríacos, en la que se representaba una suerte de macabra ceremonia dividida en diez escenas que transcurrían al mismo tiempo que se producía su celebración; por tanto, el tiempo histórico de lo representado pasaba a coincidir con el tiempo mítico de la ceremonia. En ella, se ilustraba un tipo de teatro anti-literario en el que la palabra debía nacer del acto, dejando libertad a los actores para sus propias aportaciones. Las improvisaciones fueron generadas por una frustración convertida en obsesión: la deshumanización del hombre y su desarraigo en una sociedad tecnocrática y enajenante. De este modo, los tecnócratas aparecían como los perfectos exponentes del resultado al que había conducido el poder de castración de la sociedad occidental: «Los tecnócratas se me imaginan los felices castrados del siglo XXI».60
El trabajo, dirigido por Casali, e interpretado por Antonio Llopis, Liliana Duca, Felipe González, Aurora Marquina, Esther Melero, Germán Portillo, Ginés Sánchez y Julio García, se presentó como el desarrollo de una situación mental límite sin ninguna posibilidad de huida física, síquica e histórica de acuerdo a un esquema de trabajo fijado previamente. Siguiendo un método de visibles concomitancias con el desarrollado por Grotowski, los actores debían situarse en la situación imaginaria de los personajes, sometiéndose así a una experiencia límite que les debía provocar reacciones, imágenes y sentimientos a nivel inconsciente, que luego serían objetivadas a través del trabajo físico: «Descubrir el gesto que pueda justificar una palabra, una sola; un movimiento que exprese una necesidad orgánica de desplazamiento, y no una mera mecanización dinámica».61 Las situaciones se desarrollaron bajo el juego de tensiones producidas por un protagonista y un antagonista dentro de un esquema triangular formado por Horacio Trévez, proletario de 30 años con cinco hijos, su mujer, Helena Rodríguez de Trévez, encerrada en su casa como ama de llaves sin posibilidad de salir, y el invitado a la ceremonia sacrificial, Honesto Herrera Hoz, juez y abogado, buen profesional, honrado y respetado, con dos hijos. La ceremonia tenía lugar con motivo de la invitación de este último a la casa de los Trévez. Los cinco actores restantes, a modo de coro y espectadores del rito, representaban los recuerdos de Horacio, completados con voces en off, diapositivas y proyecciones que introducían el plano social e histórico que evitaba que el rito se montase sobre un planteamiento puramente metafísico, sin proyección social y encerrado en sí mismo. Los recuerdos (madre, novia y tres amigos) se dramatizaban en primer plano del escenario, separado del espacio de la ceremonia por dos cuerdas que hacían de cuarta pared y que al final el coro de espectadores terminaba cruzando.
Desde el principio, entre un clima creciente de tensión, confusión y violencia que caracterizaba cada una de las diez escenas, la ceremonia se presentaba como un acto de salvación, de catarsis, una posibilidad de lograr la liberación del individuo. Horacio, que comenzaba negándose a realizar la ceremonia ante las súplicas obsesivas de su mujer, terminaba entregándose, como un esquizofrénico, al rito en el acto III: «¡Yo quiero ser yo! Nada importa, doctor. Nada importa. Somos y seamos bestias de una vez y para siempre. Somos bárbaros. Nos educan para ser bárbaros. Viva la nada y la mierda. Ensuciemos como buenos elefantes».62 Finalmente, será Helena la que no pueda impedir la consumación del rito por parte de Horacio, ya totalmente fuera de sí. Diálogos absurdos, ritmo trepidante, música, voces y ruidos grabados, danza, estado de ebriedad al que se somete a la víctima, fueron algunos de los elementos en los que se apoyó un juego escénico en el que Helena y Horacio, mudándose de ropas, iban encarnando diferentes personajes (Helena-Secretaria, Horacio-Herrera-Juez), que acentuaban la teatralidad de una representación que debía someterse al estricto ordenamiento formal de un rito. Los cinco últimos actos constituyeron el desarrollo performativo de la ceremonia: preparación, humillación, alucinación, conciencia, interrogación y muerte de Honesto Herrera Hoz, que, ya medio herido por Horacio y en un ataque catártico de lúcida locura, terminaba admitiendo desesperadamente, de rodillas, en actitud de oración, las bases de la comunicación sensorial y la autenticidad del individuo en las que se apoyaba el teatro antropológico frente al modelo mimético del teatro
La locura, llevada al paroxismo, se transformaba en fascinación ante la gran mentira social en la que veía transformada su vida. La escena se convertía en el espacio de la catarsis y la transformación: «El hombre es él mismo por primera y única vez en su vida. Herrera descubre demasiado tarde su infelicidad, porque no ser feliz le cuesta la muerte. Descubre demasiado tarde, tal vez, la dimensión de la verdadera vida».realista: «No, no le mentí… no soy feliz. ¡Quise ser músico! ¡Libre! Quise sentir, sólo sentir… sólo basta un gesto para entendernos, un gesto simple… Yo soy pura mímesis… la víbora se hace al árbol, Dios a los hombres, la rana a la hierba, el pez al barro y desaparecemos en la cobardía… eso es lo que soy…».63 64
El curso del CDM1 se clausuró con la organización de un viaje al Festival de Nancy de 1969, donde pudieron contrastar la teoría expuesta durante el año con la práctica de los grupos más relevantes del momento. A raíz del Festival, Primer Acto organizó una mesa redonda en la que se destacaron los rasgos dominantes de los espectáculos programados: primitivismo, simplicidad, choque, provocación, contacto directo con el público…, junto a un deseo constante de investigación escénica. Nancy ´69 reflejó el nacimiento de una concepción de teatro político a través de formas de expresión menos dialécticas y serenas en favor de un tratamiento más desgarrado y radical que apuntaban a la crisis de las ideologías en el mundo contemporáneo. El teatro como investigación dejaba de ser equivalente a teatro de aficionados: «frente al viejo concepto rutinario del profesionalismo, o a la inestabilidad del amateurismo, se ha planteado la necesidad de unos profesionales con espíritu amateur. Este hecho es el que, lógicamente, ha reflejado el Festival de Nancy».65 El paso por Nancy y el contacto de cerca con el teatro experimental desarrollado en el resto de Europa y Estados Unidos, principalmente, supuso un hecho importante para comprender la evolución posterior de la escena española de vanguardia.66
Un año más tarde, en 1970, la celebración del Festival de Teatro Internacional de San Sebastián, conocido también como Festival Cero por su accidentado desarrollo,67 fue un foro adecuado en el que se discutieron los nuevos derroteros por los que transitaba la escena española de vanguardia. El Festival tuvo lugar durante la semana del 4 de mayo68 y por él pasaron los más importantes grupos de teatro independiente así como más de treinta conferenciantes representantes de todos los sectores teatrales que, desde sus diversas áreas, se refirieron al fenómeno de la renovación escénica. Por las mañanas se discutían los espectáculos de la noche anterior y, a primera hora de la tarde, se sucedían conferencias centradas, desde muy diferentes puntos de vista, en torno al fenómeno del nuevo teatro. Alfonso Sastre abrió la primera sesión con la propuesta de un teatro radical, «¿Y un teatro salvaje?», a cuya intervención siguió José María de Quinto con las implicaciones ideológicas, «El fantasma del irracionalismo (componentes irracionales de algunas nuevas tendencias del arte dramático)», Ricardo Doménech trató el problema del espacio en el Living Theater, Grotowski y los happenings, Miguel Bilbatúa analizó el papel del autor en el teatro independiente y Enrique Llovet presentó las nuevas corrientes entre el nivel de las minorías y el de la sociedad. Las siguientes jornadas continuaron abordando los desajustes que las recientes concepciones teatrales parecían introducir en el sistema teatral tradicional. Autor, público, espacio, actor, economía e incluso crítica teatral debían ajustarse ahora a un nuevo sistema teatral, tanto desde la estética de su producción como desde la recepción. Al lado de estos nombres, también
intervinieron representantes de los más importantes grupos teatrales del momento, como Grup d´Estudis Teatrals d´Horta, Teatro Experimental Independiente, Grup de Teatre Independent, Teatro Club 49, Corral de Comedias, Teatro Estudio Lebrijano, Xaloc, etc. El evento fue definido por Bilbatúa como «el hecho teatral renovador más importante ocurrido en España en los últimos años —el más destacable, sin duda, tras las conversaciones de Córdoba».69 Pero no solo teóricamente, la praxis escénica también estuvo centrada en propuestas que buscaron un nuevo tipo de relación actor-personaje-espacio y público. Entre diversas aportaciones de incuestionable valía que marcaron la historia escénica de estos años, como El joc, de Els Joglars, o Farsa y licencia de la Reina Castiza, del Teatro Universitario de Murcia, destacaron, ya en la línea del teatro antropológico, el Edip, rei, de Sófocles-Rivas, de la Escola d´Art Dramàtic Adriá Gual (EADAG), La vida es sueño, sobre una adaptación de la obra de Calderón de la Barca, por Bululú y, aunque no llegase a representarse por la interrupción que sufrió el Festival, El lenguaje ha muerto, ¡viva el lenguaje!, o la canción del Everest, del Roy Hart Theater, grupo que tuvo una fuerte influencia por su experimentalismo con la voz en los ambientes más innovadores de aquellos primeros años setenta. Hagamos un alto en algunas de estas propuestas.
Edip, rei, de Pere Planella (EADAG)
Pere Planella, director formado en la EADAG, tras una estancia en el CUIFERD de Nancy, bajo la dirección de Michele Kokosowski, discípula directa de Grotowski,70 afrontó la creación de un montaje totalmente renovador del Edipo, de Sófocles, en la traducción de Carles Ribas, Edip, rei. Los ensayos se alargaron durante cuatro meses, a lo largo de los cuales se desarrollaron códigos de interpretación basados en la exploración de nuevas posibilidades a partir del cuerpo del actor, ya que, como explicaba el director: «La conciencia de un cuerpo en su total dimensión es completamente desconocida. Todo es fácil, sobresabido, los mismos trucos para agradar al público, es el resumen ridículo y falsificado de nuestro actor».71 El espectáculo se montó sobre acciones, movimientos y gestos, desarrollados a lo largo de improvisaciones a partir de las situaciones límites que proponía la fábula mítica del texto griego, a las que luego se le sumarían las palabras. Siguiendo las técnicas de montaje del director polaco, el montaje se situó en un plano de abstracción que proyectase su significado más humano, evitando referencias cotidianas a realidades inmediatas y abstrayendo de la trama los momentos de máxima intensidad para llevarlos a su máximo desarrollo. De este modo, la obra quedaba reducida a unas situaciones esenciales que servían como punto de partida para el trabajo del actor en la búsqueda de una expresión más auténtica y profunda. Esos puntos de clímax jalonaban el espectáculo con el objetivo de hacer sentir al espectador, de forma emocional, la duda última del individuo enfrentado con la realidad. No se buscó, pues, la transmisión de una trama en un sentido lógico, sino de los sentimientos, reacciones y emociones que ese mito ha despertado en un grupo de actores de la España de los años sesenta.
La interpretación —convertida en medio principal de creación y comunicación de significados— persiguió la expresión de realidades ocultas o esenciales —como corresponde a su modelo ritual—, transmitidas a través de movimientos, gestos en tensión, gritos o suspiros que imponían toda su materialidad física y sensitiva en la proximidad con el público, persiguiendo la creación de un espacio de la subjetividad en el que la identidad social se diluye para dar lugar a una identidad transindividual: « El actor es, y no digo debe ser, este ser misterioso capaz de transgredir con toda su personalidad, la barrera de lo real para adentrarse a mundos desconocidos irracionales, infiltrándose en los seres más diversos, desde el simple árbol, pasando por el animal más extraordinario, hasta expresar las emociones más complicadas del hombre».72 Con el fin de multiplicar las encrucijadas vitales que debían ser expresadas por los actores, se crearon dos Edipos y se introdujo un plano onírico anterior al encuentro del protagonista con la realidad. Así pues, dentro de la jerarquización de los sistemas semióticos escénicos, el gesto, el movimiento y los ruidos guturales o deformaciones fonéticas se erigían como un espeso andamiaje semiótico capaz de desarrollar un nuevo espacio de la subjetividad transindividual que propiciaba la disolución de la identidad del actor para dar lugar a una identidad múltiple, abierta y dinámica. El texto dramático, así como el código verbal, adquirían un nuevo lugar y función dentro de una reorganización estructural de los mecanismos de significación escénicos. La corporeización de la voz a través de su emisión deformada se erigía como un sistema de significación autónomo: «No podemos hablar realistamente si no hacemos un teatro realista. El texto es pretexto, es una prolongación del gesto. Se usa la palabra para decir aquello que no es posible con los actos. El texto, pues, está al servicio del gesto. Si rompemos el convencionalismo del gesto, debemos romper también con el convencionalismo de las palabras».73
Tanto la interpretación como la escenografía trataron de intemporalizar el mito griego dentro de una atmósfera de abstracción que rechazó la ambientación histórica y la adaptación a la actualidad. El cuerpo desnudo de Edipo, cubierto únicamente con un paño blanco que servía de calzón, remitía tanto a la figura de Cristo según el imaginario colectivo, iconografía recurrente en el teatro antropológico, como al montaje de Grotowski de El príncipe constante y la célebre interpretación de Ryszard Cieslak. El actor martirizado, «santo», se presentaba así como guía del espectador en el proceso de transformación ritual. Se buscó un espacio despojado que no fuera condicionante, sino que ofreciese comodidad para la expresión en libertad de la creatividad del actor. Los objetos escénicos se redujeron a un monolito, símbolo de Apolo, una cuerda para atar a Edipo, paneles de cartón que delimitaban el espacio ofreciendo la buscada impresión de «pobreza» y una luz blanca. Siguiendo la impronta de los espectáculos de Grotowski, se optó por un espacio que propiciase una relación intimista entre actor y espectador. A través de las improvisaciones se persiguió una relación con el público que violentase su inquebrantable seguridad: «la finalidad de todo espectáculo teatral, o
por lo menos desde mi punto de vista, debe basar sus esfuerzos en la provocación del espectador o la transgresión de su cotidianeidad».74 Sin embargo, la provocación no optó por el contacto físico ni la participación directa en el espectáculo, sino que, siguiendo las teorías desarrolladas por el maestro polaco en diversos montajes, el trabajo del actor se situó en una amenazante proximidad con el público, pero siempre dentro de una estudiada indiferencia del actor frente a este.75
El polémico espectáculo, que obtuvo un amplio eco en los medios de comunicación y los círculos teatrales,76 tras su estreno en San Sebastián, fue llevado a Olot, Gerona y Barcelona, donde se representó siete veces más. Acusado por parte de la crítica como snobistas, el montaje, en declaraciones del mismo director, no llegó a satisfacer todas las ambiciones de sus creadores. En el programa de mano, Salvat lo describió de forma acertada como un tipo evolucionado de expresionismo en su etapa final: «Amb aquest segon espectacle experimental surt a la llum pública perquè creiem que es una aportació fonamental en la recerca d´un nou llenguatge i, potser de l´agressolament —com a etapa final— d´una nova estètica, d´un nou plantejament de l´expressionisme». Como Salvat proponía, la crítica supo reconocer el valor experimental de la propuesta en lo que tenía de incitación al debate sobre los nuevos códigos, pero no aceptó los resultados para una representación pública.77
El mito de Segismundo, por Bululú
Tras la crítica etapa de evolución hacia la profesionalización que experimentaron muchos de los grupos a finales de la década de los sesenta, Bululú, después de varios años de investigación centrada en la expresión física y los lenguajes del mimo, se adentró en los espacios del teatro antropológico, tomando como punto de partida el texto calderoniano La vida es sueño, que luego pasó a titularse El mito de Segismundo. De nuevo un personaje central sometido a una situación límite se presentaba como el esquema idóneo para desarrollar una comunicación mítica, es decir, que remitiese a los arquetipos colectivos de una sociedad, a través de códigos fundamentalmente sensoriales, en palabras del grupo: «Comprendimos que la finalidad no tenía que ser en ningún momento el intentar convencer a nadie con lo que se expresaba, sino sensibilizarle con el acontecimiento que se le presentaba».78 Al igual que en el montaje de Edip rei, se buscó el establecimiento de una relación emocional con el público, de tal modo que este no quedase impasible ante las sensaciones provocadas a través de la interpretación. Así pues, de acuerdo a los rasgos de algunos rituales, se rechazó el desarrollo de una anécdota en beneficio de la intensificación de una situación única de pathos que engendrase momentos límites de violencia, promoviendo una comunicación no racional. Para lograr esa relación sensorial, se optó por la sencillez de medios y la creación a través de una interpretación orgánica, «algo que nos surgiera violentamente de la propia naturaleza» y que respondiese espontáneamente ante una situación de ataque o defensa. A partir de los resultados de las improvisaciones, se fueron seleccionando los textos que iban a configurar el montaje. Los resultados negativos de los primeros trabajos de interpretación aconsejaron la introducción de un elemento que disparase la creación —una cadena—, que pronto funcionó como un instrumento válido en diferentes situaciones: emisión de sonidos, instrumento de tortura, limitación de movimiento, etc. De este modo, cada objeto respondía a una necesidad inmediata del espectáculo.
El texto literario fue reducido a la presentación trágica de una situación de privación de libertad. Alfonso Sastre fue el encargado de realizar la adaptación, en la que más de dos tercios de los versos tuvieron que sufrir variaciones para obtener los significados deseados. No obstante, las improvisaciones no precedieron al conocimiento de la obra como en otras propuestas de este modelo teatral, sino que los ensayos empezaron cuando ya el texto estaba asimilado. Antonio Malonda y Jesús Sastre se encargaron de la expresión corporal y vocal, que —minuciosamente desarrollada por medio de ejercicios previos a las improvisaciones— volvía a convertirse en sistemas semióticos dominantes, mientras que Ramiro Oliveros, tomando como punto de partida el concepto de «teatro pobre» y rechazando el entrenamiento previo del actor como causa de convencionalismos en la interpretación y falta de sinceridad, se encargó del desarrollo de la expresión física a partir de planteamientos escenográficos.
A pesar de todo, el montaje, estrenado en la Abadía de San Telmo en San Sebastián, fue juzgado como una mala imitación de los códigos desarrollados por Grotowski. El mismo grupo se disculpó por la falta de tiempo y medios ocasionados por la premura con la que tuvo que realizarse el estreno, pero, rechazó la acusación de imitación, aunque admitió que pudieran darse algunos elementos comunes, pero nunca intencionales sino casuales.79 En cualquier caso, el grupo siguió trabajando en la elaboración de la obra, que no estuvo terminada hasta cerca de su presentación en el Festival Internacional de Teatro Estudiante de Zagreb, celebrado entre los días 4 y 9 de octubre de 1970. El espectáculo tuvo que ser acortado y aligerado, hasta quedar en hora y media de tensión y violencia. Tras el éxito en el
Festival, donde algunas revistas lo calificaron como el espectáculo más vanguardista del certamen, fue contratado para representarse en la Facultad de Teatro de la Universidad de Praga con carácter reducido para profesores y estudiantes y, en la Universidad de Lubiana, ya de forma pública. Todavía, a su regreso, volvería a representarse en Yugoslavia.80 De vuelta en España, ya en la temporada 1971-1972, se volvió a reponer en Madrid en la Real Escuela Superior de Arte Dramático.
Después de Prometeo, por el TEI
El Teatro Experimental Independiente (TEI) fue otro de los más afortunados exponentes del teatro independiente español surgido a finales de los años sesenta que quiso llevar, siguiendo la evolución que caracterizó el trabajo de estos grupos, sus investigaciones, centradas en la expresión corporal y la concepción del actor como creador teatral, hasta las formas últimas propuestas por las teorías del teatro antropológico. En esta ocasión, un nuevo personaje mítico ofrecía una situación extrema que permitía la expresión límite del actor: el mito de Prometeo. En el espectáculo, titulado Después de Prometeo, el personaje quedaba sustituido por la colectividad, por la humanidad sufriente, manteniendo siempre la relación dialéctica entre la persona y la sociedad. El montaje, buscando una comunicación más directa con el espectador, se representó en escenario circular, rodeado por el público. El espectador asistía a una especie de ceremonial desarrollado a través de bailes, carreras, movimientos rápidos y una amplia gama de sonidos que iban desde el rumor y el susurro ininteligible hasta la palabra, pasando por el grito, el quejido o el llanto. Así pues, una vez más, la diversa y extrema materialización de la voz acertaba a hacer presente un espacio de la subjetividad, convertido él mismo en medio y sujeto de significación.81
El enriquecimiento de las posibilidades del actor a través de este amplio muestrario de posibilidades vocales se debía a la influencia del Roy Hart Theater que tanta difusión conoció en los ámbitos escénicos de vanguardia en España debido a su repetidas visitas, sus cursos en el Instituto Alemán para profesionales del teatro en 1971, la permanencia temporal de dos de sus actrices en el TEI y la publicación de sus teorías en Primer Acto.82 El grupo liderado por Roy Hart había llevado al extremo la concepción del teatro como forma de vida que perseguía la liberación y el autoconocimiento del individuo, esencialmente, a través del desarrollo de la proyección de la voz humana.83 Por medio de la ampliación de los registros vocales, el grupo inglés le proponía al individuo-actor la posibilidad de expresar sus miedos, frustraciones o fobias como procedimiento catártico. Roy Hart entendía el teatro como una terapia de grupo que solo secundariamente tendría la finalidad de la representación pública.
Tomando como situación central el sufrimiento contenido en el mito de Prometeo, el TEI, manteniendo la unidad de los lenguajes desarrollados, pasaba con agilidad de unas situaciones a otras en las que, bien el individuo bien la humanidad como colectivo, protagonizaban diversas situaciones de violencia y opresión. La ausencia de un texto que fijase el hilo argumental o temático ofreció una gran libertad para la creación, introduciendo otros espacios y tiempos, como la escena de un fusilamiento, según el poema cubano de Nicolás Guillén o fragmentos del «Réquiem por Ramón Sijé» de Miguel Hernández. Todo ello bajo una concepción teatral basada en la emoción y las sensaciones físicas. Esta amplitud temática fue tal que para muchos críticos la propuesta pecó de confusa y ambigua.84 El montaje se estrenó en la sede del grupo, el Pequeño Teatro Magallanes, el 25 de octubre de 1972 y, tras su prohibición en Madrid, se llevó en función única por provincias. La crítica se mostró casi unánime en el elogio del nivel expresivo alcanzado; sin embargo, los juicios se dividieron en cuanto a la eficacia del lenguaje y su rechazo al texto literario. En líneas generales, las revistas especializadas presentaron el montaje como uno de los mejores ejemplos de asimilación de las teorías de Grotowski y Roy Hart.85 Otros sectores de la crítica, defensores de una comunicación más racional, mostraron ciertos reparos a un sistema de creación basado en la interpretación orgánica que, a pesar del óptimo nivel de expresión, implicaba cierto grado de confusión. 86
La Piedad, por El Corral de Comedias
El montaje del Corral de Comedias de Valladolid de La Piedad, basado en apuntes dramáticos de Fernando Herrero, constituyó otro ejemplo paradigmático del teatro ritual. De nuevo, un texto mínimo constituía la única base dramática: la presentación de una situación elemental y abstracta que permitiese una interpretación orgánica en la que los actores expresasen sus vivencias personales, enfrentadas a la situación planteada por la obra. La obra fue dirigida por Juan Antonio Quintana e interpretada por él mismo, acompañado de Agustín Poveda y Juan Miralles. El director buscó la creación de diferentes tiempos escénicos en los
que el minucioso desarrollo de cuadros plásticos, en ocasiones ralentizados, aportasen un lenguaje iconográfico dentro de un tono ritual que ofreciese unidad a una breve, pero cuidada representación que apenas alcanzaba una hora de duración. Las escenas, de reminiscencias bíblicas, perseguían una comunicación sensorial e instintiva a través de arquetipos colectivos de base mítica. La recreación de la imagen de la Piedad, así como el carácter de «paso» procesional de ciertas escenas fueron algunos de los códigos culturales instrumentalizados como lenguajes escénicos que permitiesen un nuevo tipo de comunicación teatral. Como en el caso del montaje sobre Segismundo o Prometeo, el espectáculo, a modo de ceremonia, estaba basado en una situación única, protagonizada por un individuo sufriente, imagen escénica del «actor santo» que proporcionaba excelentes ocasiones para la expresión del agotamiento físico a través de las acciones violentas ejercidas sobre el cuerpo del actor. La obra se abría a múltiples variaciones, todas ellas de carácter abstracto, que versaban, en este caso, sobre la culpabilidad, la injusticia y la solidaridad.
Corral de Comedias ganó con este montaje los premios al texto, a la dirección, a la escenografía y a la interpretación en el Festival de Sitges de 1972. En Madrid se estrenó en los Lunes del Teatro Goya el 19 de febrero de 1973. Tras la segunda representación fue suspendido el ciclo debido a una escena «indecorosa». La mayor parte de la crítica elogió la realización formal, pero se dividió radicalmente con respecto al sentido de esta y su base dramática.87
Otros montajes
Las incursiones de la EADAG, Bululú o Corral de Comedias en las formas escénicas rituales propias del teatro antropológico supusieron solo algunas de las propuestas más interesantes de este movimiento de reestructuración del sistema teatral como mecanismo de significación. Todas ellas tienen en común su fuerte carácter experimental, así como unos resultados en ocasiones más testimoniales que efectivos. Sin embargo, no fueron estas las únicas muestras de teatro ritualizante en la escena española de los últimos años sesenta. Multitud de grupos, con mejor o peor fortuna y más o menos ortodoxia, intentaron adentrarse igualmente por los caminos del «teatro pobre» de tono ceremonial y solemne como medio de romper con los modelos miméticos de creación teatral dominantes. Entre las múltiples propuestas que llenaron los escenarios más jóvenes de aquellos años, cabe destacar el montaje de Antígona (1968), de Tabanque, convertido poco después en Esperpento, bajo la dirección de Antonio Andrés y José María Rodríguez Buzón, antiguo miembro del Teatro Estudio de Madrid. Esta obra, que obtuvo un notable éxito de crítica y público, supuso el lanzamiento a nivel nacional del colectivo sevillano. El grupo de rock los Smash proporcionó música en directo y Justo Ruiz creó una escenografía inspirada en el Guernica, de Picasso, suspendida del techo. La Real Escuela Superior de Arte Dramático, con el aire de renovación introducido en los últimos años sesenta por Hermann Bonnin, se unió también, a través del grupo Taller 1, a esta corriente de experimentación con Oraciones laicas del siglo XX (1970), dirigido por Jesús Cuadrado, con el asesoramiento de Jesús Sastre, de Bululú. Los resultados no convencieron a la crítica, que denunció la retórica hueca en la que el lenguaje ritual podía incurrir.
Las grandes obras del teatro español también conocieron su expresión a través de una estética ritualizante. La casa de Bernarda Alba montada por el Institut del Teatre en 1967 bajo formas expresionistas, violentas luces, sombras alargadas y el recurso al grito como intento de insuflar fuerza a la interpretación fue un ejemplo de este movimiento.88 En 1973, la misma obra volvía a expresarse
a través de los lenguajes rituales. Ángel Facio, al frente del Teatro Experimental de Oporto, intentaba la expresión teatral de todo aquello que en el texto simplemente quedaba insinuado u oculto. El montaje supuso un minucioso estudio de las relaciones establecidas entre los personajes, centrada en la relación homosexual entre dos de las hijas, la interpretación de Bernarda por un hombre de mandíbula ancha y abundante papada resaltada por una apretada toca negra o la figura de Adela marcada por su falta de madurez y excluida como heroína. Facio rechazó cualquier tratamiento naturalista para evolucionar hacia una propuesta ritualizada que, lejos de quedarse en un vacío marco formal, expresase las formas ceremoniales que a menudo han acompañado la represión sexual en los países de cultura católica. La escenografía estuvo realizada a base de goma espuma blanca bien amarrada por un entramado de sogas, en el que, si la blancura de los materiales recordaba a los pueblos andaluces, las cuerdas remitían al encierro y la represión. Se buscó el extrañamiento a través de una interpretación solemnizada mediante raros movimientos. Bernarda, al acabar sus intervenciones, volvía a una hornacina rodeada de lirios y cirios para seguir recibiendo la adoración de Poncia, la criada. Bajo la mirada omnipotente de la madre, se situaba su extraño mundo —«el imperio de Bernarda»—, «por él se arrastrarán, entre gemidos, en escenas de tremenda violencia, sus hijas sometidas».89 La fuerza expresiva estuvo subrayada por un elemento familiar a la escena ritual española, el cante flamenco, que acentuaba al mismo tiempo el aspecto social como el desgarro individual.
Ese mismo año, el grupo valenciano El Uevo llevaba por los diferentes festivales una propuesta ritual y tenebrosa de una de Ligazón, una de las piezas del Retablo de la lujuria, la avaricia y la muerte, de Valle-Inclán. Para su montaje se dispuso un escenario circular, colocado en el centro de la sala e iluminado únicamente por velas en farolillos de cristal. La parte dramática y realista de la obra quedaba descuidada, en beneficio de los aspectos de brujería propios del mundo gallego del autor de Divinas palabras, desarrollados a través de la puesta en escena. El espectáculo cuidó especialmente la expresión formal, los ritmos y la creación de imágenes.90 Dentro de esta misma línea, el grupo Crótalo llevó a la II Semana de Teatro de Badajoz, en 1974, una polémica propuesta de El adefesio —texto de Rafael Alberti fuertemente marcado por las formas rituales— centrada en la represión ideológica, moral y sexual. El montaje rechazó los elementos poéticos, así como la belleza lírica en favor de la violencia y la agresividad, enfatizadas por un espacio cerrado y opresivo. Con este mismo fin, los personajes femeninos de Uva, Aulaga y Gorgo fueron realizados por actores con el torso descubierto, que contrastaba con la actriz rubia con apariencia de suave candidez que interpretaba el personaje de Altea. Predominó una iluminación efectista subrayada por bruscos contrastes de luces y sombras. Un coro de cuatro mendigos, palpando y sobando grandes falos, personificaban la conciencia de los personajes; de este modo, la escena se convertía en un horroroso cosmos poblado por seres violentos. La ambición del proyecto excedió los resultados, que no fueron totalmente satisfactorios. La crítica reconoció el esfuerzo y seriedad de la propuesta, pero calificó de fallido un espectáculo que reducía los personajes a arquetipos simbólicos, con un exceso de esquematismo y cierto tono de confusión.
En 1975 la gramática escénica del teatro ritualizante había adquirido tal grado de desarrollo y consolidación que era posible insertarla dentro de otras propuestas dramatúrgicas como un elemento más al servicio de una obra que, de acuerdo con las corrientes artísticas de vanguardia, recurría al collage como una forma de estructura básica. Este fue el caso de Nacimiento, pasión y muerte de, por ejemplo… tú, escrita y dirigida por Jesús Campos,91 al frente del Grupo Taller de Teatro. El montaje mezcló diferentes planos espacio-temporales en los que la negrura y el grito expresionista se entrelazaba con elementos surrealistas y grotescos para expresar un recorrido vital, no sin ciertos rasgos autobiográficos, de un español nacido durante la Guerra Civil. El tono ritual se utilizó para intensificar los momentos más trágicos, relativos al nacimiento y la muerte, sujetos al destino y ajenos al devenir histórico, mientras que la evolución vital se expresó mediante lo grotesco. Frente a la desnudez escénica, resaltaban objetos que imponían su materialidad sobre el inconsciente colectivo, como el paso de Semana Santa, que ocupaba uno de los planos, y que, desde el escenario, iba invadiendo la sala. La canción infantil que la Mujer, con una cadena atada al cuello y asustada, acababa de cantar desde la penumbra del escenario contrastaba con la voz de Enrique Morente al fondo de la sala, imprimiendo un tono desgarrado, solemne y con cierta proyección social de una petenera. Fuertes contrastes de luces, enfatización de las imágenes, olores, colores y sonidos fueron los elementos básicos de un lenguaje que buscaba una comunicación sensorial con un público familiarizado, casi inconscientemente, con la iconografía que se le presentaba. La escena rompía la cuarta pared, quedando el público integrado en la obra como feligreses ricos que agasajaban la imagen de la Virgen, cuyo trono pasaba por encima de sus cabezas.92
Además de estas propuestas esporádicas, de carácter minoritario y experimental, protagonizadas por grupos surgidos a lo largo de toda la geografía nacional, la corriente ritualista encontró su desarrollo más sistemático en el trabajo de ciertos colectivos que se especializaron en este tipo de códigos. Entre ellos, descolló con una especial relevancia el grupo Cátaro, bajo la dirección de Alberto Miralles, nacido en el Institut del Teatre ya a mediados de la década de los sesenta. Con un desarrollo más continuado, el caso excepcional del Grup d´Estudis Teatrals d´Horta que, desde sus primeras incursiones teatrales, comenzó a sentar las bases para la creación de una dramaturgia ritualista desarrollada de forma sistemática y coherente a lo largo de diferentes montajes. Y, ya en el campo del ritual grotesco, hay que destacar el creativo trabajo de Ditirambo Estudio Teatro. Grandes directores de la escena internacional se vieron igualmente atraídos por unas renovadoras formas escénicas de alto poder comunicativo y que permitían una notable libertad artística, como fue el caso del argentino Víctor García o, ya de forma más esporádica, Adolfo Marsillach. Al mismo tiempo, creadores teatrales vinculados con el ámbito andaluz, descubrieron la fuerza escénica, de profundo carácter ceremonial e incluso sacralizante, que podía alcanzar el flamenco dentro de unas propuestas escénicas claramente enmarcadas en la corriente del teatro antropológico. En esta línea, destacaron el Teatro Estudio Lebrijano, dirigido por Juan Bernabé, Alfonso Jiménez Romero, como autor de Oratorio y autor y codirector, junto con Francisco Díaz Velázquez, de Oración de la tierra y, finalmente, el caso sorpredente de un grupo, La Cuadra, cuya continuidad en la actualidad testimonia la autenticidad de unos lenguajes escénicos que no surgieron de la imitación directa de fórmulas importadas —sin negar la beneficiosa influencia de las corrientes que llegaban del extranjero—, sino que respondieron a necesidades éticas y estéticas de la específica evolución teatral en España. Las muy diversas expresiones escénicas que alcanzó el teatro antropológico —concebido con la amplitud de formas que permite la definición adoptada— es un signo patente de la importancia que adquirió este movimiento dentro del panorama teatral contemporáneo.
Grupo Cátaro: de Espectáculo Cátaro (1967) a Espectáculo collage (1970)
Con motivo de la reestructuración del Institut del Teatre en el curso 1964-1965, disciplinas como la expresión corporal, el mimodrama, la sicotecnia teatral, la improvisación, el juego escénico o el sicodrama fueron valoradas junto a la ya clásica asignatura de la declamación. Alberto Miralles, antiguo alumno y profesor de interpretación, aprovechó esta coyuntura para la creación de un grupo experimental a finales de 1966 con el que realizar prácticas escénicas centradas en nuevos lenguajes desarrollados a partir de las posibilidades expresivas del actor dentro de un modelo escénico diferente que remitiese prioritariamente a los elementos básicos y fundamentales de este arte, así como a una práctica comprometida y responsable del mismo. Tras siete meses de ensayos, se presentó un espectáculo dividido en dos partes: La guerra y El hombre,93 construidos sobre fragmentos de diferentes obras clásicas, referencias bíblicas, recortes de prensa, estadísticas y algunos añadidos del propio Miralles que, girando en torno a la idea central de la muerte y la deshumanización del individuo, respectivamente, tomaban unidad a partir de un marcado tono idealista de rechazo a la violencia, la guerra y la enajenación del hombre en la sociedad moderna. El montaje, de acuerdo a la idea de austeridad esencial y espiritualista que guiaba al grupo, se apoyó sobre el trabajo exclusivo de nueve actores, vestidos con mallas negras, juegos de luces que enfatizasen los gestos y movimientos, proyecciones de diapositivas acerca de la realidad histórica actual y un escenario vacío con un ciclorama de fondo, como explicaba el grupo: «La verdad rechaza todo adorno, y de esta forma su expresión se obliga a una sencillez casi monástica. El actor cátaro toma conciencia de su capacidad total, y todas sus facultades están orientadas hacia una posible sinceridad ante el público».94
De acuerdo con la poética de Grotowski, la relación espectador-actor se convertía en el eje fundamental de la creación teatral, que tenía como objetivo inmediato la provocación de reacciones emocionales, que pasaban frecuente por la ejecución de acciones violentas, y la consecución de una unidad anímica entre sala y escena: «Todo está encaminado a formar continuamente, a partir de gestos y actitudes primarias, un contacto directo con el público, o, como diría Artaud, a una violencia sobre él. Violencia imprescindible para una toma de contacto noble y sincera». Así pues, el teatro debía servir para recuperar un lenguaje sensorial que la civilización occidental había olvidado.95 Al mismo tiempo, una postura de compromiso ético con la obra debía dirigir el trabajo del actor, en el que el intérprete nunca debía olvidar su condición social. La construcción de la obra tenía lugar directamente sobre el escenario, lo cual convertía al director en autor del montaje y del texto, aspecto que en muchos casos no ha dejado de tener la producción teatral de Alberto Miralles. Cada elemento del espectáculo, ya sea un texto escrito, un gesto o un movimiento, venía determinado por las propias necesidades de este para alcanzar un contacto emocional con el público. El elemento dominante que jerarquizaba el resto de los signos escénicos ya no era el texto literario, sino una propuesta dramatúrgica fijada previamente y expresada antes a través de la imagen y el cuerpo del actor que en la palabra. Tomando como base una concepción de la puesta en escena como un «asunto espiritual más que de orden técnico»,96 el montaje se polarizaba a partir de los ejes individuo-colectivo, hombre-pueblo, persona-sociedad, actor-coro, en el que el primer término a menudo quedaba cerca de la figura del Cristo sacrificado y convertido en un hombre nuevo, ideal latente ya en el expresionismo alemán de principios de siglo. Los fuertes contrastes de luces y ritmo buscaban la implicación emocional del público. La evolución del silencio al grito, del estatismo al movimiento caótico, marcaban el ritmo de la obra.
El espectáculo, tras su presentación en el Institut del Teatre, se estrenó en el Teatro Beatriz de Madrid el 1 de junio de 1967 en el Teatro Nacional de Cámara de Ensayo. La crítica, en general, aceptó la innovadora propuesta, destacando la calidad en la interpretación y dirección, y el carácter límite de su teatralidad, aunque no dejó de apuntar ciertas disonancias entre la excesiva ambición y los resultados obtenidos, más experimentales e indicativos que definitivos.97 El Espectáculo Cátaro, uno de los primeros de su clase, se representó en diferentes provincias de España y, al margen de la valoración escénica, obtuvo la más calurosa adhesión por parte del público joven.
En 1970, el mismo grupo, evolucionando sobre esta línea dramatúrgica, presentaba Espectáculo collage, combinación de fragmentos de dos conocidas obras de estos años —Tiempo del 98, de Juan Antonio de Castro, y Oratorio, de Alfonso Jiménez Romero,— junto con Experiencias 70 y El hombre, de Alberto Miralles.98 El montaje comenzaba con el primero de estos textos de Miralles, en el que se partía de una escena de alta comedia burguesa, con tresillo, jardín pintado y colores chillones, para llegar, a través de su violenta destrucción por los actores mediante una acción performativa que comenzaba a extenderse por los escenarios de vanguardia, a un escenario vacío. A partir de ahí comenzaba una improvisación, acompañada de danzas, música, proyecciones e incienso, acerca del mito de la creación que acababa con una explosión atómica, ya en la época actual, en la que se mezclaban gritos, palabras de muerte y recortes de prensa. El segundo acto correspondía a Tiempo del 98 y se desarrollaba a base de voces, coros, preguntas, expresiones sobre la libertad, la democracia y el amor, y citas de autores del 98. A continuación, en El hombre, se avanzaba a través de una rápida sucesión de pensamientos, fragmentos y ecos que acababan con el coro aclamando fatigosamente su libertad mientras el Demagogo se elevaba majestuoso y el coro caía. De Oratorio se extractó el canto inicial, que presentaba la oposición entre Creonte, el dictador, y el pueblo oprimido. El espectáculo finalizaba de nuevo con el texto de Miralles, Experiencias 70, en la que el Opresor se convertía en víctima y los oprimidos en verdugos. Una voz amplificada por los altavoces incitaba a la rebelión mientras los gritos del escenario y los tambores se intensificaban. El tono ritual se acentuaba con el cordero degollado sobre el invasor y la sangre cayendo sobre el coro arrodillado, todo ello ilustrado con referencias bíblicas. La obra acababa con el nacimiento del hombre nuevo —«el hombre del futuro»—, simbolizado por un individuo en posición fetal que bajaba en un globo. El montaje se estrenó en Los Lunes del Romea el 4 de mayo de 1970 con una entusiasta recepción por parte del público. La crítica, juzgando este montaje como superior al anterior, volvió a elogiar los rasgos formales, señalando, no obstante, la ausencia de un planteamiento ideológico sólido.99
Adolfo Marsillach y Francisco Nieva: Marat-Sade (1968), de Peter Weiss
Los vientos del teatro de la crueldad y la nueva consideración y procedimientos de la creación escénica llegaron a los grandes coliseos y, por consiguiente, también a un público más amplio. Uno de los primeros hitos de esta corriente en un teatro estable tuvo lugar gracias a la dirección de Marsillach de la mítica obra de Peter Weiss, Persecución y asesinato de Jean Paul Marat, representado por el grupo del Hospicio de Charenton, dirigido por el Señor de Sade, estrenada mundialmente tres años antes en uno de los capítulos claves de la vanguardia occidental por Peter Brook, quien también la llevo a la pantalla. Tanto el montaje de Brook como el de Marsillach volvían a situar en primer plano la polémica en torno a la función del texto dramático y la concepción de la creación escénica. La espectacularidad que había caracterizado anteriores colaboraciones de Marsillach y Nieva fue uno de los rasgos definitorios de su nueva propuesta. La intervención del Grupo Cátaro para encarnar los locos y del colectivo Bululú para el coro enfatizó la espectacularidad, subrayada por una concepción vanguardista de la interpretación no subordinada al texto dramático. Marsillach recurrió al escenógrafo e intérpretes necesarios para lograr imprimir el carácter novedoso que exigía la concreción escénica de un texto igualmente audaz. De esta manera, la obra teatral, sin renunciar al texto de Weiss, se presentaba como el resultado de un concienzudo trabajo de creación que apuntaba a un modelo diferente de teatro.100 La obra de Weiss dio lugar a múltiples discursos ideológicos en torno a la reconsideración del dogmatismo marxista. Marat-Sade suponía la superación de la supuestamente irreconciliable oposición entre arte de compromiso social y arte del «yo», entre realismo y teatro de la crueldad. Esta obra significaba la integración de la concepción dialéctica de la realidad dentro del pensamiento mítico, y de sus respectivos líderes: Brecht y Artaud. El hombre ya no era únicamente un producto social, sino un individuo con necesidades espirituales. La interioridad del hombre debía ser, pues, completada con la consideración de éste inserto en una sociedad determinada.101
Dentro de una concepción plenamente artística de cada elemento escénico, el encargo de la escenografía a Francisco Nieva constituyó un acierto. Después de revisar diferentes propuestas escenográficas, la mayoría a imagen de la realizada por Peter Brook, el autor manchego se decidió por una nueva y original recreación plástica del texto en la búsqueda de una intensificación del sobrecogedor ambiente de la obra. Incorporó por primera vez en las escenografías del Marat-Sade elementos humanos al telón de boca: piernas, brazos y cabezas, convirtiéndole en una enorme camisa de fuerza colectiva. Una estética agresiva apoyada en manchas y costurones en la lona y redes que sugerían el ambiente carcelario del hospital estimularon la superación de los prejuicios realistas por parte del espectador. Al mismo tiempo, el telón constituía un cartel en el que se leía el título completo de la obra representada en el plano metateatral: Persecución y asesinato de Jean-Paul Marat, representado por… También por primera vez los locos se mezclaban con el público en la jaula dispuesta en el patio de butacas y en los laterales; aunque, con el fin de no perder la distanciación, se embadurnó la cara de los actores de negro. Así pues, se evolucionó hacia una escenografía ambiental, propia del teatro antropológico, en la que todo el espacio de la sala era consideraba espacio escénico, quedando así el espectador inmerso en el mundo de la obra.
Nieva ofreció una marcado tono de realismo a través de caminos opuestos al naturalismo o la búsqueda de verosimilitud. En ningún momento se intentó la recreación histórica del vestuario o la atmósfera del hospital de Charenton en el siglo XIX, sino que se subrayaron las referencias reales, la materialidad de los objetos, dentro de una línea expresionista. La utilización de elementos que se imponían sobre la percepción sensorial antes que el intelecto racional del espectador, como las piedras o el ladrillo, contribuyó a la impresión de realidad, aunque las cañerías y la caldera eran ya pura fantasía tendente a la creación de una atmósfera de horror. A través de la fantasía desaforada que ha caracterizado la obra de este artista (horno, palas a su derecha, enormes agujeros) se lograba crear un decorado deprimente, infernal y amenazante que produjese en el espectador un impacto emocional comparable al que se pretendía producir por medio de la interpretación. Los figurines buscaron la plasticidad sin renunciar a la fantasía:
tenebrismo de Goya y Solana junto al tono gris que recordaba al neoclasicismo de Ingres. Los locos encenizados de pies a cabeza eran la parte más triste e intimidante del imaginario colectivo acerca del neoclasicismo francés: «Quise que estos personajes fuesen angustiosos fantasmas del pasado. Fantasmas de los sueños idos de Marat, formando un empolvado bajorrelieve».102 La introducción de una vaca desollada al final suponía el clímax en la fisicidad de la escenografía y el alcance del nivel máximo en la búsqueda de una comunicación sensitiva y directa que lograse transmitir la impresión de horror, a la que contribuía la explosión final de la orgía con la que se cerraba la obra. En este sentido, el montaje conseguía situarse en «[e]se grado en que los términos de realismo y fantasía quedan disimulados por la sola cosa que importa: la comunicación más sincera y exaltada».103
El texto de Weiss fue adaptado por Alfonso Sastre, oculto bajo el seudónimo de Salvador Moreno Zarza. Marsillach y Nieva, a raíz de la película, decidieron cambiar su proyecto inicial y romper la intocabilidad de una obra que ya había pasado por el cine con un montaje totalmente personal. El director entró en contacto con el Grupo Cátaro a raíz de la representación en el Beatriz del Espectáculo Cátaro en 1967 y recurrió a sus intérpretes atraído por el sentido del ritmo y la homogeneidad que ofreció todo el conjunto. El ritmo iba a convertirse, pues, en uno de los sistemas de significación claves del montaje. A través de su interpretación orgánica, los locos de Charenton introdujeron un plano emocional, no reflexivo, al que se llegó a través de improvisaciones. Su trabajo suponía, frente al discurso intelectual de Marat y Sade, una ilustración de un mundo instintivo, movido por sentimientos y pulsiones internas. Este plano se alternaba en escena con el de los diálogos de los demás actores. Antonio Malonda, como director de Bululú, se encargó de preparar las coreografías para el cuarteto, integrado por Modesto Fernández, José Eusebio Camacho, Eusebio Poncela y Charo Soriano, que debía comentar la acción y ligar las diferentes escenas. La participación de dos grupos de teatro independiente supuso el reconocimiento y la consolidación del trabajo sistemático que venían desarrollando estas formaciones. Para el resto de la interpretación, Marsillach logró un cuidado trabajo de equipo en el que destacaron junto a él mismo, en una contenida interpretación llena de matices, José María Prada, en el papel de Marat, Antonio Iranzo de Pregonero, Gerardo Malla como el exaltado Roux, Amparo Valle en el papel de la Simona Evrard o Serena Vérgano como Carlota, entre otros.
El estreno en el Teatro Español los días 2, 3 y 4 de octubre como inicio del ciclo del TNCE constituyó un verdadero hito cultural y social, obteniendo una excelente acogida de crítica y público.104 Toda la crítica expresó su admiración por unas formas teatrales que, ya desde la misma entrada a la sala, remitían a otros modos escénicos imponiendo un nuevo tipo de relación con el espectador, sostenida sobre unos lenguajes que implicaban una ordenación diferente de los sistemas de significación escénicos:
Sí, una vez «dada la entrada» un buen observador escondido advertiría que el espectador lucha desde el primer momento por mostrar una superioridad que no tiene, por esconder su angustia y su desconcierto. Una pasarela, que se eleva a lo largo del pasillo central está ocupada por una gran jaula llena de locos furiosos. Hay más —son los locos de Charenton— en los pasillos laterales. Están inquietos, revueltos… No hay telón; hay un “telón” ágil y frío, sombrío. Suena con estridencia una campana. Hay un clima tenso, una atmósfera especial. Hay un ambiente que consigue transformar la habitual y tradicional seguridad del espectador en una inseguridad, en un desconcierto mal disimulado por su mueca o su forzada sonrisa. Adolfo Marsillach consigue aquí su primer gran triunfo de este montaje excepcional.105
Con este montaje, Marsillach y Nieva consolidaban su posición como uno de los primeros renovadores de la escena en España. Los elogios alcanzaron igualmente a todos los intérpretes.106 Tras su estreno en la capital, el montaje abrió la temporada del Poliorama en Barcelona el 11 de octubre, donde permanecería hasta la prohibición expresa de Peter Weiss de representar su obra como protesta al estado de excepción con el que se abría el año 1969 en España. La crítica catalana fue igualmente positiva.107 Algunas voces disonantes, sin negar el alto rendimiento creativo, criticaron el entendimiento del teatro como «grandioso espectáculo escénico», su estética barroca y la acentuación de los elementos emocionales en detrimento de aspectos ideológicos.108
Adolfo Marsillach y Fabià Puigserver: La señorita Julia (1973), de August Strindberg
Cinco años más tarde, cuando el concepto de creación actoral a través de la improvisación y la interpretación orgánica, así como la práctica del teatro antropológico, habían adquirido carta de naturaleza en el panorama español, Marsillach instrumentalizó esta poética escénico para insertarlo como un lenguaje más dentro de una propuesta dramatúrgica de signo diverso sobre la que arrojar una nueva lectura. Como hiciera para el montaje del Marat-Sade, el director recurrió a Bululú para que realizasen una serie de improvisaciones que desentrañasen el subtexto, especialmente en lo relativo a implicaciones sociales y eróticas, de la obra de Strindberg Las señorita Julia. Sin embargo, lejos de presentar un espectáculo expresionista o ritual del drama —adaptado por Lorenzo López Sancho—, se enfatizaron los trazos naturalistas, tanto en la interpretación como en algunos aspectos del decorado; de este modo, el contraste con el plano ritual desarrollado por los miembros de Bululú adquiría un mayor contraste. El nombre que el mismo director le dio a este peculiar coro, «los oficiantes», era ya un rasgo inconfundible que apuntaba al tono ritualista propio del teatro antropológico.109 El grupo, a modo de coro, distribuido en los laterales de la sala, debía observar, criticar y resaltar con sus actuaciones la acción principal.
Para este fin, Puigserver desarrolló una escenografía que, por un lado, enfatizaba el naturalismo de los materiales y las formas (útiles de cocina, café, comida, canario enjaulado…), y, por otro, reflejaba un plano surrealista u onírico de la obra agrandando hasta el extremo los muebles, lo que hacía que se rompiese la armonía realista. Mientras que la acción tenía lugar en el escenario convencional, frente a un decorado que exageraba su propia convencionalidad, a ambos lados del patio de butacas se colocaron dos rampas que bajaban hasta perderse por el fondo del escenario. A lo largo de estos pasillos se desarrollaba la actuación de los doce oficiantes vestidos de blanco que llegaban incluso a descender hasta el escenario en dos momentos culminantes de la obra: la pérdida de la virginidad de la señorita a manos del criado y la destrucción del Conde como clase dominante y llamada a desaparecer. A partir de la última escena, cuando el criado cogía las botas y la bandeja y subía a llevárselas al Señor, los oficiantes descendían para construir un muñeco que simulase al Conde.110 Así pues, el plano ritual terminaba imponiéndose, dando fin a la obra al modo de las más genuinas representaciones de teatro provocador con las que comenzaban a abrirse paso los nuevos lenguajes escénicos en los años sesenta.
Los oficiantes, que recordaban a los locos del Hospicio de Charenton, recibían al público en su entrada. Bululú basó su trabajo en la relación entre el subtexto de la obra y el propio «subtexto» vital de los miembros del grupo, ayudado además por las pautas que ofreció Cristóbal Halffter, autor del espacio sonoro. El ritmo entre orgiástico y onírico del coro —en el que la realización de sonidos inarticulados, risas, jadeos, susurros y golpes, así como la expresión mimada, tuvieron un lugar importante— representaba también la invasión del escenario, interior de la casa, por parte de los campesinos y criados que celebraban su fiesta más allá del espacio cerrado donde se desarrollaba el drama individualista de tono burgués entre la señorita y el criado. Frente a las interpretaciones orgánicas de los miembros de Bululú, las actuaciones de Amparo Soler Leal, Julio Núñez y Charo Soriano respondieron, sin embargo, a parámetros realistas de cuidada factura estética en el que se subrayó cada uno de los gestos. De esta suerte, el drama de Strindberg era presentado como una especie de rito sacrificial de la burguesía en un espacio tomado finalmente por el coro de oficiantes, símbolo de otro teatro, de otro modo de interpretación, que, rompiendo las tradicionales divisiones, invadía todo el teatro. Ante el estreno de la polémica propuesta de Marsillach en el Teatro Marquina de Madrid el 14 de febrero de 1973, la crítica se dividió sin llegar a un acuerdo en la valoración de la función y la eficacia del coro de oficiantes en el conjunto del montaje.111 En cualquier caso, el público respondió a aquel producto híbrido de naturalismo y teatro ritual manteniendo la obra en cartel durante más de 200 representaciones.
Grup d´Estudis Teatrals d´Horta (GETH): de Crist, misteri (1964-1969) a Oratori per un home sobre la terra (1970)
El Grup d´Estudis Teatrals d´Horta (GETH), liderado por Josep Montanyès, alumno de la EADAG, se constituyó al amparo del Centro Parroquial de Horta con el fin de renovar las tradicionales representaciones de La Passiò de Semana Santa. Montanyès, nacido en esta barriada de Barcelona, había ido experimentado en el teatro parroquial aquello que aprendía en la Escola dirigida por Ricard Salvat, ayudado a su vez por otros miembros y alumnos de esta, entre ellos Maria Aurèlia Capmany.112 La practica escénica con cada uno de los códigos semióticos que conforman el hecho teatral, así como la reflexión acerca del poder de comunicación de estos en el marco de la Escola, fue el punto de partida para acometer una renovadora representación del popular espectáculo religioso. Con la ayuda de Josep Maria Segarra, también vinculado a dicho centro teatral, para la formación de los actores en la declamación, inició un proceso de experimentación con el fin de alcanzar una austera propuesta escénica en la que el teatro se redujese a sus elementos fundamentales, con la consiguiente revalorización de estos: el espacio, el actor y la palabra. La búsqueda de un teatro no convencional, primigenio y trascendental convocó una vez más la imagen de sus orígenes sagrados. Montanyès, fiel al movimiento de renovación de los años sesenta, exigió de sus actores la renuncia al éxito fácil y al exhibicionismo, así como el compromiso con el trabajo serio, de equipo, al margen de las socorridas convenciones heredadas. Bajo la batuta de su promotor, los jóvenes de Horta adquirieron un modo diferente de comunicar un mensaje desde la escena, de renunciar a la imitación fácil, de moverse dentro de una concepción nueva del espacio teatral. Capmany, destacando el óptimo nivel de interpretación al que se llegó en el GETH, señaló la importancia de la formación recibida en la EADAG para poder llegar a semejante concepción del teatro, sin la cual no se entenderían los resultados obtenidos: «Josep Montanyès extrajo de su trabajo escolar, la valorización del espacio escénico, la totalidad del actor en su dimensión plástica y corporativa, la vuelta a los elementos esenciales del teatro: situación trágica, magia, sacrificio».113 Segarra inculcó el cuidado en la dicción, la intencionalidad en la entonación, la potenciación del silencio, la severidad y el rigor que caracterizó a esta formación. Cuando el grupo de Horta había cosechado ya sus mejores éxitos, Capmany resumía así la calidad interpretativa que sus componentes llegaron a alcanzar:
Es necesario dejarse los prejuicios del viejo teatro a la puerta para comprender que la tensa, severa dicción, de un Joan Nicolàs, el gesto contenido de Joan Miralles, la utilización que de la voz hace María Martínez y Carmen Soler, la actitud que acompaña la dicción trágica de Matilde Miralles y la enorme autoridad de una réplica de Manuel Bartomeus se hallan en el camino de la perfección que nada tiene que ver con el llamado teatro profesional.114
Resulta significativo el hecho de que el proceso de creación de una línea dramatúrgica con la que luego se identificó este grupo tuviese como motivación inicial la renovación de una representación de origen religioso. Los rituales con los que se festejaba esta conmemoración, tanto formal como temáticamente, enlazaban perfectamente con los nuevos derroteros que tomó la creación teatral de la nueva vanguardia. Por un lado, la austeridad formal, el dolor contenido que estallaba en el grito de impotencia, la ritualidad y seriedad del ceremonial constituían algunas de las marcas formales de la dramaturgia de Horta ; por otro, la idea del sacrificio, el sufrimiento del hombre aniquilado por una sociedad cruel e injusta, la resurrección y el gozo por el nacimiento de un nuevo hombre fueron los motivos centrales del movimiento humanista en el que se encuadraba la dramaturgia de Montanyès. Estos rasgos respondían, a su vez, perfectamente al teatro antropológico, que, en muchos casos, se vio atraído por la magia y la fuerza comunicativa de las procesiones religiosas de la Semana Santa.
La renuncia a los lenguajes escénicos dominantes, estigmas con los que se identificaba el teatro comercial, hizo que el GETH, ayudados por el eficaz punto de partida de la representación de La Passiò, evolucionase rápidamente hacia formas límites que pretendían romper con el concepto tradicional de la teatralidad. El rechazo de una trama en el sentido convencional o la ausencia de elementos de interés argumental que pudiesen mantener la atención del público eran consecuencia del desarrollo de una propuesta escénica que potenciaba la imagen, el estatismo y la comunicación emocional de sensaciones. La teatralidad contenida en un paso de Semana Santa aportaba a la escena la carga de sagrada trascendentalidad que le había conferido la tradición y que el teatro, ya desde las vanguardias históricas, demandaba para sí remontándose a sus orígenes.
Crist, misteri fue el nuevo título que recibió la tradicional Passiò de Horta. El GETH ofreció una propuesta que respondía al anquilosamiento y la incapacidad de comunicación que sufría este tipo de representaciones, acorde, por otro lado, a la renovación que produjo en el ámbito del catolicismo el Concilio Vaticano II. La obra fue representada en Semana Santa entre los años 1964 y 1969 en el Centro Parroquial en sucesivas versiones que fueron mejorando los resultados. La obra estaba basada en textos de Josep Urdeix. Montanyès inició sus experimentos escénicos con lenguajes corales y una concepción del teatro polimórfica y abierta, que le permitió recurrir libremente a diferentes sistemas semióticos, como la música, danza-mímica, canciones, cine y proyecciones fijas. Las canciones fueron encargadas a Jaume Arnella y Josep Maria Arrizabalaga. La peculiar experiencia escénica logró pronto el respaldo de toda la crítica, que se hizo eco de los novedosos resultados obtenidos por el grupo liderado por Montayès y Segarra,115 hasta llegar a obtener una filmación para televisión. La propuesta dramatúrgica intentó una clarificación en las conexiones entre La Pasión y la situación del hombre en el mundo actual, enfatizando lo que esta tenía de mesianismo y sufrimiento del individuo en la sociedad contemporánea. La segunda parte consistió en fragmentos evangélicos emitidos por una voz en off. La austeridad, cierto carácter épico, el hieratismo, el tono expresionista y los juegos de luces en un espacio vacío fueron los rasgos formales que caracterizaron el montaje, centrado en la creación de imágenes de marcada plasticidad apoyadas casi exclusivamente en la expresión corporal. El tono de sinceridad y honestidad buscado por el teatro ritual fue alcanzado sin caer en los siempre ingenuos lugares comunes.116
El siguiente montaje tuvo lugar en 1968 y fue resultado de un propuesta paralela a la ya realizada con Crist, misteri. En esta ocasión, Improvisació per Nadal fue el producto de un intento de renovación y desmitificación de la tradicional representación navideña de Els Pastorets. Esta obra no tenía, sin embargo, el carácter ritual de su primera investigación, pero sí se intensificó la utilización de elementos populares de la cultura catalana. Una vez más, Montanyès recurrió a un collage de textos que le garantizasen la máxima libertad escénica. Textos de Maria Aurèlia Capmany, Jaume Vidal i Alcover, Josep Maria Folch i Torres, además de fragmentos bíblicos de Isaías y San Juan, así como algún añadido de Virgilio, junto con un buen repertorio de canciones populares, dieron lugar a un montaje que, en la II parte, evolucionaba hacia el show musical en el que el público participaba con canciones y palmas. Como explicaba el director en el programa de mano, se trataba de ofrecer una expresión más vitalista, alegre y cercana de la Navidad: «valdria la pena de retornar al Nadal una mica d´alegria. Perquè l´alegria s´havia fos en sentimentalismes i miracleries». La música estuvo al cuidado de Jaume Arnella y Jordi Pujol. La obra se mantuvo a mitad de camino entre la seriedad con la que se leyeron los textos y cierto tono paródico hacia la venerada tradición impuesta por el texto de Folch i Torres. La obra, sin alcanzar la repercusión de su primer montaje, fue estrenada en Horta el 25 de diciembre, de donde pasó al Romea el 12 de enero de 1969, dentro del V ciclo de teatro infantil Cavall Fort.
En 1968 el grupo poseía un grado de madurez que les hizo plantearse una empresa de más alcance. Impulsados por la aceptación escénica de su primer montaje y el respaldo internacional que les ofrecía la propia evolución del teatro de vanguardia legitimando los códigos rituales, decidieron abordar una nueva obra independiente ya de la representación de Pascua.117 El GETH se decidió a ofrecer la última versión del Crist, misteri en 1968 para arriesgarse a enlazar un eslabón más en su línea dramatúrgica: Oratori per un home sobre la terra, culminación de las experiencias escénicas desarrollados hasta entonces. El director volvió a partir del esquema de la Pasión con el propósito de actualizarla, intensificando su sentido más humano. La obra se dividió en dos partes: la primera subrayaba el sufrimiento del Hombre bajo la mano de Dios; en la segunda, se expresaba la alegría y el gozo ante el nacimiento del Hombre nuevo.
El montaje se apoyaba en textos, bíblicos en su mayoría, seleccionados y refundidos por Jaume Vidal i Alcover,118 quien, rechazando la idea de trama, tomó como punto de partida la ausencia de una acción dramática: «no hay drama, sino la exposición escenificada de una idea».119 Para la primera parte se empleó El libro de Job, que fue completado con otras citas bíblicas además de textos de Espriu extraídos de La pell de brau y Cementeri de Sinera y dos canciones de Vidal i Alcover. Para la segunda, se empleó El cantar de los cantares, íntegro, un texto de Lucrecio (De rerum natura) y uno del Banquete de Platón, textos todos ellos de ensalzamiento del amor. Tras el lamento inicial del Hombre, que abría la obra, surgía este como símbolo de toda una humanidad sufriente abandonada por Dios. A partir de este momento, los personajes ocupaban su lugar en escena: el protagonista, el Hombre, los antagonistas, los Jueces, y el Pueblo, representado por un coro. Ante las acusaciones del personaje central, ratificadas por el pueblo, los jueces se defendían con citas del Eclesiastés. La primera parte terminaba con el Hombre colgado como una bestia, cabeza abajo, por los Jueces. El mensajero se adelantaba a decir el texto de la muerte de Cristo, unos hombres recogían el cuerpo y lo depositaban sobre la falda de la Madre, mientras que el Pueblo entonaba unos versos de Roiç de Corella. La primera parte finalizaba con un espacio de fuertes contrastes luminotécnicos y un foco concentrado en la composición de La Piedad que formaban la Madre y el Hombre, imagen viva en el subconsciente colectivo de un pueblo de tradición católica. Como explicaba Montanyès, la influencia de las teorías teatrales en boga en los últimos años sesenta en España era patente: «Creo que resulta evidente el tono atormentado, de crueldad de esta parte del espectáculo, para cuya plasmación escénica recurrimos a las teorías de Antonin Artaud en El teatro y su doble, de Grotowski en Hacia un teatro pobre, de Eugenio Barba en En busca del teatro perdido y de Peter Brook en El teatro y su espacio».120 La segunda parte, correspondiente al nacimiento del Hombre nuevo, consistía en canciones y bailes en un tono apoteósico, cuyos puntos de referencia ya no eran Grotowski o Artaud, sino las técnicas musicales de Hair, que contrastaban con el primer tiempo de la obra. La realización de todos los personajes por un mismo coro —todos los hombres por el coro de hombres y todas las mujeres por el coro de mujeres— situaban la obra más allá del debate en torno a la identidad individual que había centrado el teatro sicologista. Acabada la última canción, el Mensajero recitaba el texto bíblico de la resurección, y, tras él, estallaba, en forma de fiesta, el gozo de la Pascua, con apologías del amor de Lucrecio y Platón.
El modelo del oratorio fue utilizado a menudo en este tipo de obras rituales ya que ofrecía una estructura sencilla en la que destacaba la relación dialéctica entre el coro y la persona que se individualizaba de él como antagonista disgregado de una misma colectividad —juez y parte de un mismo proceso— al mismo tiempo que tenía connotaciones sagradas y musicales. La idea de la fatalidad del hombre, abandonado por su Dios a la injusticia y a la crueldad del mundo, dentro de un esquema de estructuras míticas y formas rituales, se presentaba como la moderna tragedia del siglo XX: «La estética de la tragedia griega, modificada por la forma más evolucionada del Oratorio y con una óptica nueva, sería la que emplearíamos en esta primera parte».121 El director transmitió la idea de fuerza y dureza propia de la tragedia antigua a través de la simplicidad básica de la relación Hombre-Coro. Contrastes de blanco y negro con algunos grises para los jueces, figuras recortadas, luz exclusivamente blanca contra el fondo blanco y frío del escenario desnudo ofrecían esa idea de esencialidad y ausencia de retoricismo. Como corresponde al teatro ritual, la creación interpretativa volvió a convertirse en un sistema semiótico central. Cada concepto clave de la obra debía encontrar su adecuada expresión en el cuerpo del actor, de modo que llegase antes a la sensibilidad del espectador que a su intelecto. El texto debía aparecer como una consecuencia directa de la interpretación, un complemento al lenguaje fisico del actor. Los lenguajes corporales se ordenaban también por contrastes; así, por ejemplo, la rigidez de los jueces funcionaba como un estímulo al movimiento del Hombre. La interpretación de este personaje volvía a encontrar ciertos paralelismos —aunque solo pudiesen ser indirectos— con la paradigmática creación grotowskiana de El príncipe constante, desarrollando la imagen del «actor santo», no ya solo por su modo de actuación interiorizado y orgánico, sino por su misma temática, de fuerte componente mitológico, que intentaba una presentación —más que representación— de la esencia oculta de la persona/actor: «El actor no estaba interpretando ningún papel determinado, sino que era él el que intentaba transmitir al público una idea de libertad corporal y espiritual a través de la idea de amor».122
En contraste con la contención y el acromatismo de la primera parte, la segunda representó una fiesta de liberación, color y sonido. La música fue un elemento fundamental en la presentación ritual de la obra: «La solución nos la dio la introducción de un órgano, cuyas cadencias nos acercaban al rito y a la grandiosidad trágica ya que adquiría un tono actual ayudado por una trompeta y una batería».123 Josep Maria Arrizabalaga recreó las melodías de los himnos litúrgicos para la primera parte y las canciones trovadorescas, así como algunos acordes de jazz, para cerrar el espectáculo. La obra siguió una estructura in crescendo a la que daba unidad el aspecto de «presentación» de una idea y situación por unos actores a través de lenguajes no racionales, en detrimento de la clásica representación de una trama que avanza, básicamente, sostenida por una codificación lingüística. El montaje se estrenó el día 26 de abril de 1969, con motivo de la Semana Santa, obteniendo el unánime beneplácito de la crítica y el público.124 A lo largo de toda la gira realizada esa Semana Santa por Madrid,125, Valladolid y vuelta a los Lunes del Romea en Barcelona, el público más inconformista no dejó de mostrar su ferviente adhesión al montaje.126
Siguiendo con los lenguajes escénicos desarrollados, aunque en progresiva evolución hacia un tono menos grotowskiano y más sereno y lírico, el GETH estrenó el 13 de octubre de 1971 en el IV Festival de Sitges La fira de la mort, basado en poemas de Jaume Vidal i Alcover, con quien continuaba la ya prestigiosa colaboración, y algunos textos de los siglos XV y XVI en torno a la Danza de la Muerte. Se trataba de una exaltación del amor, la vida y la libertad, que supo atraer la atención de crítica y público por su originalidad.127 El grupo, siguiendo el movimiento renovador desarrollado en la escena catalana, comenzaba, pues, a distanciarse de sus orígenes rituales, de la instrumentalización de lenguajes ceremoniales y de los planteamientos míticos para introducir códigos populares, como canciones y bailes, extraídos del folclore catalán. A pesar de esta evolución, el GETH siempre conservó ciertos rasgos definitorios con los que el público más joven de aquellos años se sintió identificado y que llegaron a constituir su personalidad propia como creadores teatrales:
una estètica que avui ha conferit a la companyia una inconfusible personalitat: expressió corporal, utilizació de les llums i, subsidiàriament, dels colors, alternança del ritme, suport musical, servit d´una manera magnífica per Josep M. Arrizabalaga, i una estricta disciplina d´equip, han donat uns resultats efectius sobre l´escenario.128
En su siguiente producción, L´ombra de l´escorpi —obra de Maria Aurèlia Capmany escrita para este grupo—, estrenada el 23 de noviembre de 1971, el colectivo acentuaba su tendencia hacia planteamientos dramatúrgicos diversos. Se trataba de una obra histórica que tenía lugar en el primer cuarto del siglo XIII en Montsegur, con ciertos paralelismos con la historia de la Cataluña reciente. De todos modos, la formación no abandonó su sello particular: movimientos corales meticulosamente medidos, ritmo in crescendo, austeridad escenográfica, lenguajes sensoriales. Los elementos introducidos en el escenario siguieron respondiendo a un entendimiento del espacio abstracto en su significado, pero concreto en su condición física: unas escaleras de cuerda suspendidas del techo y numerosos bidones de diversos tamaños que los personajes movían de acuerdo a las necesidades expresivas.
Para 1972, el grupo catalán129 contaba ya con 37 miembros activos, 25 de la barriada de Horta y 12 de ellos miembros fundadores. Continuaba centrado en la formación del actor, tanto corporal (ritmo, gimnasia, baile, juegos, expresión corporal) como vocal (sonidos, respiración, canto), y, sobre todo, en la técnica de la improvisación. Ya en estos años, el prestigio del colectivo atrajo algunos nombres que iban a protagonizar la escena catalana en las décadas siguientes, como Lluís Pasqual.
Víctor García: Las criadas (1969), de Jean Genet, Yerma (1971), de Federico García Lorca, y Divinas palabras (1975), de Ramón María del Valle-Inclán
El montaje que el director argentino Víctor García presentó en Barcelona en 1969 de la obra de Genet Las criadas supuso una de las cimas internacionales del teatro ritual y la consolidación de esta dramaturgia en España, como demuestra la resonancia obtenida en los principales centros de renovación teatral de estos años en el mundo occidental, erigiéndose en uno de los puntos de referencia de la historia de la puesta en escena en el siglo XX.130 Tras la dirección de Marsillach del Marat-Sade, Las criadas supuso el segundo gran hito, dentro de esta corriente escénica, que llegaba con asombrosa resonancia a un escenario estable. Al igual que en el caso de la obra de Weiss, el ritual no se presentó directamente, sino mediatizado por un contexto realista. En ambos, se crearon las condiciones para que tuviese lugar la representación ritual del mito de la revolución/liberación por medio del sacrificio. La transgresión del orden quedó, de este modo, en un plano mítico o atemporal, expresado por un lenguaje cinético, gestual, sonoro y plástico, muy concretos que eran exigidos de manera precisa por la rígida formalización de la ceremonia teatral/ritual, y en cuya creación radica la grandeza de este espectáculo. La expresión ritual en el trabajo de García alcanzó un grado superior de ordenación e hieratismo que no poseyó el frenético caos que presentaba el hospital de Charenton con motivo de la representación de la muerte de Marat. Es importante destacar en ambos casos la presencia de una serie de elementos frecuentes en la gramática ritual y repetidos en este tipo de obras, como un sacerdote u oficiante, una víctima propiciatoria, la importanacia del objeto sacrificial (el cuchillo o el veneno en el copón), propios de ritos iniciáticos en los que, por medio de la realización performativa del sacrificio, los participantes adquirían un nuevo estado. En Las criadas, fue el ritual del sacrificio de la misa católica el que funcionaba como modelo referencial latente en el subconsciente colectivo de la cultura occidental. El espectador quedaba introducido en el rito como participante a través de su misma presencia en la sala, enfatizando así el efecto de la obra sobre el público y su participación anímica.
De acuerdo con los procedimientos de creación de significados del teatro ritual, el drama —en este caso un texto perfectamente fijado por un autor contemporáneo— y el teatro pasaban a establecer un nuevo tipo de relación en la que el punto partida ya no era la estructura textual, sino su significado global según una lectura personal del director. Como refería Nuria Espert, los diálogos fueron los últimos elementos que se incorporaron a los ensayos, hasta ese momento las palabras de Genet servían como puntos de apoyo, disparadores del subconsciente de las actrices para liberar su interior, sus rebeldías internas, su ser último y auténtico: «el texto es algo que nosotras afianzábamos solas y que íbamos utilizando libremente en los ensayos».131 Las improvisaciones se mantuvieron hasta unos días antes del estreno y fueron utilizadas como método para la construcción progresiva del texto corporal a través de la expresión orgánica de los estados anímicos. La capacidad creativa del intérprete, las infinitas posibilidades expresivas del cuerpo del actor, fue uno de los pilares fundamentales del montaje para huir del naturalismo o la interpretación sicologista. Este fue, pues, uno de los efectos fundamentales de un concepto diferente del teatro y la creación teatral, la proyección de las posibilidades creadoras del actor como artista de su propio cuerpo, según contaban Espert:
A nosotras nos lo repetía en todos los ensayos: «Inventen, inventen, no estén vacías, transfórmense en cosas, no me hagan ustedes una función, son piedras, son águilas, son dioses, son flores, no me estén pegadas a la tierra». Esto era constante. Primero, no sabíamos lo que quería decir. Estamos acostumbradas a inventar en torno a un texto, a inventar lo que el autor ha decidido que inventemos, y aquí se nos pedía por primera vez una participación directa… 132
La creación del texto escénico, partiendo del mundo interior del director/artista y construido sobre el trabajo de improvisación ofreció como resultado un montaje repleto de creatividad, pero alejado de las interpretaciones al uso, de corte realista, de Las criadas.133 La polémica en torno a la licitud de dicha metodología estaba, pues, servida. La crítica no tardó en plantearse el problema de la fidelidad del montaje al drama de Genet. En este aspecto fue, sin embargo, significativa la propia declaración del autor, no solo respetando la libertad creativa del director y el intérprete, sino mostrando toda su admiración hacia la audaz formulación alejada del tono realista que el mismo autor imprimió a las acotaciones de la obra: «Yo estaba contra Jouvet, que, como sabe, fue quien montó Las criadas en París. Yo quería otra cosa. Y también ahora quiero otra cosa diferente. Y no soy yo quien la ha encontrado, sino García».134 Coherente con esta idea, Genet negó la relación entre su obra y la teoría artaudiana del teatro, atribuyendo dicha relación a la labor del director: «Yo creo que lo que existen son profundas relaciones entre la concepción teatral de García y las teorías de Artaud. García es, en todo caso, el intermediario. Él podría hablar de todo, pero no yo».135
El proceso de montaje acentuó los signos ceremoniales de la representación, ya que no en vano ceremonias y ritos culturales basaban su formalización en una rígida poética escénica en la que hasta el texto verbal se anquilosaba perdiendo su capacidad articulatoria para convertirse en un objeto fónico que ejerce su función en el acto de la pronunciación. Toda la puesta en escena estuvo al servicio de la expresión ritualizada, difuminada en la poética más realista del texto dramático de Genet. La sobreteatralización impuesta por la utilización escénica de unos códigos culturales cargados en sí mismos con un fuerte carácter teatral, como eran las ceremonias o ritos, fue aprovechada para desarrollar un segundo plano de teatralidad, desgajado del marco realista de la obra dramática, en el que todo cobraba una doble codificación, conscientemente aceptada por los personajes como convención que posibilitaba el rito.
Un espacio escénico definido por un plano ovoidal inclinado rodeado en su parte posterior de láminas de aluminio y presidido en la parte más baja, pero sin perder la simetría, por otro plano horizontal y esférico sorprendió al espectador, que se encontraba enfrentado a un medio aséptico, casi agresivo por su luminosidad metálica, con cierta resonancia litúrgica y, sobre todo, extraño a cualquier tipo de referente del mundo real objetivo y cotidiano. La creación de un espacio cerrado, frío y austero como espacio sagrado donde tuviese lugar la ceremonia sacrificial marcó el espectáculo. La interpretación estuvo caracterizada por la expresión de la violencia, la liberación de los instintos y la agresión de los sentidos. Un precipitado ritmo que alternaba constantes momentos de apoteosis sucedidos por otros de relajación estructuraron la obra. Los figurines subrayaron el tono sacramental del montaje. Los coturnos, el tintineo de las campanillas de estos, la mitra, los frecuentes cambios de indumentaria para la realización de la ceremonia adquirían un proyección mágica en el contexto del ritual, el paso de la realidad al rito. Mediante el acto del travestismo, la criada abandonaba su estado para entrar en otro, representado por los amplios ropajes de la Señora. De este modo, las vestiduras rechazaban su habitual función decorativa o secundaria para cargarse a lo largo de la representación de un valor ritualista fundamental. Las ropas de la Señora se convertían en la expresión material de la esencia del ama, implicaban otro ser y otro estado, del que se revestía aquel que lo portaba. Los vestidos cobraban, pues, una vida propia dentro del espectáculo. El contraste entre las mallas rotas de las criadas, su ropa interior negra, las rodilleras, por un lado, y el amplio y brillante vestuario de la Señora, la larga capa roja o el vestido plateado, por otro, subrayaba la expresión prosaica, negra, violenta y animalizada frente a la brillantez del rito.
La trama de la obra, en el sentido realista, se convertía en la oposición que impedía la realización física del rito. La tensión entre ambos planos y la sucesivas interrupciones del ceremonial escénico, con toda la parafernalia que este implicaba, se convertía en una eficaz fuente de tensión. De esta suerte, el interés no radicaba en el argumento del encarcelamiento del Señor o el descubrimiento de la deslealtad de las criadas, sino en la posibilidad de concluir o no concluir la ceremonia, de cerrar la línea circular que, con el sacrificio, diese fin a la obra. La necesidad de llevar la ceremonia hasta su realización completa, de consumar el rito de la transgresión, constituía el verdadero motor, que explica la enfatización de los signos escénicos de la ceremonia. El plano mítico venía marcado por el espacio circular, ya presente desde el comienzo, la gesticulación aprendida, la impostación del tono de voz o los movimientos envarados por la dificultad añadida de andar con los coturnos en un plano inclinado. Todo adquiría una doble teatralidad que elevaba el poder de atracción del artificio escénico. El plano inclinado, la elevación de los coturnos y las imágenes multiplicadas en los espejos amplificaban la realidad del rito sobre el sorprendido espectador, avasallado sensorialmente por la agresividad de los materiales, literalmente volcados hacia la sala, y la violencia del espectáculo. La fría desnudez del dispositivo escénico invadiendo el patio de butacas con el que se recibía al público provocaba el extrañamiento así como la intensificación del valor de los escasos objetos que intervinieron en el rito: el perchero en el que se introducen las ropas de las señoras y la taza con el veneno. El blanco metalizado del primero y el metal brillante del segundo armonizaban con el resto de la escenografía. La abstracción que definía la escena, el plano ovoidal, la esfera cubierta con una tela negra y las láminas verticales, se sometían a un proceso de concreción y desarrollo semiótico a medida que avanzaba la interpretación. Por medio de esta, los objetos adquirían una nueva significación, abandonando sus débiles referentes reales para adoptar significados rituales. Así, el plano circular colocado en la parte baja del escenario empezaba siendo la cama de la señora, para luego convertirse en trono, altar sacrificial y, finalmente, tumba. Igualmente, los paneles de aluminio dejaban de representar ventanas o puertas del dormitorio de la Señora para erigirse en la amenazadora delimitación material de un espacio escénico-ritual cerrado. La iluminación buscó los contrastes fuertes de luz, a menudo concentrada sobre un personaje circundado por sombras. La negrura del mundo degradado de las criadas recibía una violenta iluminación, intensificada por su reflejo en las láminas de aluminio, en los momentos de máxima tensión ritual. García recurrió a Juan Sebastián Bach para las ilustraciones musicales. Manuel Vidal figuró como ayudante de dirección y Manuel Herrero como adaptador.
El trabajo actoral, de carácter orgánico, tendió a la eliminación de los rasgos naturalistas. Los momentos de tensión se resolvieron por medio de violentos juegos escénicos entre Nuria Espert, encarnando el personaje de Claire-Señora, y Julieta Serrano, de Solange-Claire, acentuados en ocasiones por el ritmo impuesto por los ensordecedores golpes contra las láminas de aluminio. Carreras, luchas, golpes, gritos se iban sucediendo en un tenso entramado que alternaba momentos de tensión con otros de agotamiento. La violencia de la obra y la búsqueda de una interpretación límite que llevase a los actores al extremo de sus fuerzas significaban el deseo de ruptura y libertad que no podía expresarse sino por medio del rito. Los trabajos de Espert y Serrano debían mostrar ese continuo situarse en el límite, al máximo de sus fuerzas, al borde del abismo, en palabras de Espert: «En Las criadas no tiene sentido esa “seguridad” con la que, sin querer, una llega a tratar ciertas convenciones teatrales. Aquí no hay más remedio que entregarse y de ahí la superior frescura de las representaciones».136
Dentro de una interpretación orgánica se alternaron dos tipos de comportamientos: una actuación más medida y hierática durante los ceremoniales, especialmente en la imitación ritual de la señora por parte de Claire, frente a otros momentos de explosión de pánico desorganizado y violencia caótica. La conducta de estas frente al trabajo ceremonial de Claire-Señora hallaba su expresión contrastada en el desarrollo de la horizontalidad a ras del suelo para el submundo de las criadas y la verticalidad mayestática de la Señora sobre los coturnos. Siguiendo la teoría del teatro antropológico, García acierta a desarrollar un código de expresión extra-cotidiano 137, es decir, de origen no mimético, que iluminase nuevos aspectos de la realidad ocultos para los códigos culturales cotidianos.138 Llevando la interpretación al extremo, el espectáculo buscó la expresión última y esencial de las pasiones humanas, desnudas de cualquier convencionalismo enmascarador, como explicaba Odette Aslan en su estudio sobre la interpretación:
En supprimant tous les supports naturalistes, en obligeant les comédiennes à en recourir qu´à elles mêmes, à se servir de leur corps, de leurs réactions les plus animales possibles, il a en quelque sorte décapé les personnages de Genet pour n´en garder que l´essentiel. Et cet essentiel, il l´a poussé au paroxysme. Dans la haine ou dans la révolte, toute «bienseance» au mauvais sens du terme est exclue. Les passions apparaissent dénudées, et finissent pour être quasiment purifiées par leur excés même. 139
Frente a los personajes de las criadas y su compleja relación de sometimiento y humillación, la Señora, encarnada por Mayrata O´Wisiedo, respondió a otras necesidades. Su interpretación no debía reflejar fuerzas desatadas del interior del actor, sino una pura máscara histriónica que apareciese en escena como una mera presencia sin vida interior, pero enormemente expresiva. Para la Señora, no solo se rechazaba un comportamiento sicologista, sino también artaudiana, en palabras de la propia actriz: «Más que un texto, lo que tiene que interpretar es un gesto».140
La obra se estrenó en el Teatro Poliorama de Barcelona en febrero de 1969, donde, a pesar de la tibia acogida por parte de la prensa catalana, se mantuvo durante tres meses. Frente a una recepción crítica moderada, el público reaccionó favorablemente. En términos generales, la mayoría de las firmas catalanas apuntaron el carácter desagradable, violento y agresivo del montaje de García, aunque coincidió en resaltar, frente a un exceso de protagonismo por parte del director, los excelentes trabajos de interpretación de Espert y Serrano. En Madrid el estreno tuvo lugar el 9 de octubre del mismo año en el recién recuperado para la escena Teatro Fígaro, alquilado por la compañía de Nuria Espert para toda la temporada. Tanto la crítica como el público mostraron un mayor entusiasmo y la obra, después de cinco meses en cartel, alcanzó las 190 representaciones. La prensa141 elogió el espíritu renovador del espectáculo y su brillante interpretación. La crítica social, a pesar de valorar el alto nivel creativo, denunció un exceso de formalismo en detrimento de una propuesta ideológica clara,142 polémico debate entre la creación artística y el compromiso social que Ladra resumía en los siguientes términos:
Reconozcámoslo: Las criadas está constituyendo una de las batallas más decisivas para la instauración de un Nuevo Teatro en nuestro país. Una batalla que, afortunadamente, parece que se tiene ganada. Pero sería una triste victoria si no supiéramos adónde ir por ese camino, si todo se redujese a una sala con la boca abierta, si la explosión no fuese más que un fuego de artificio.143
En cualquier caso, se puede concluir que el montaje de García se erigió, tanto por su calidad artística como por su resonancia internacional que le hizo conocer diferentes puestas en escena con distintas actrices, como uno de los paradigmas escénicos del teatro ritual. Años más tarde, Monleón se refirió a su estreno como «un acontecimiento y un revulsivo» en la vida teatral española, recordando aquellos rasgos que marcaron esta creación teatral y que vienen a caracterizar algunos de los rasgos sobresalientes de una de las poéticas consolidadas durante la nueva vanguardia:
La animalidad de Claire y Solange, la ceremonia del sacrificio y de la muerte, la larga capa color de sangre, la rampa inestable, los espejos que multiplicaban las imágenes del personaje, los coturnos, la refinada crueldad de la Señora y tantos elementos inolvidables, eran las piezas sensibles de un auténtico génesis. Aquel era un mundo real e interior, con su espacio, su ritmo, su materia, su angustia, su fealdad y su belleza. Un mundo que entusiasmó y sorprendió al mismo Genet.144
Este montaje supuso el primer trabajo de una interesante trilogía surgida de una intensa y compleja colaboración entre el director argentino y la actriz catalana, relación que —como demandaba Grotowski— se convirtió en la base de un complejo trabajo actoral que debía sobrepasar los límites profesionales para indagar en la geografía personal de sus participantes. La puesta en escena de Yerma, de Federico García Lorca, dos años más tarde, y, ya en 1975, el montaje de Divinas palabras, de Ramón María del Valle-lnclán fueron el desarrollo de una concepción de la creación escénica entendida como un acto poético de libre creación teatral en toda su especificidad y autonomía artística, y cuyas bases estaban ya presentes en Las criadas. Sin el marcado y explícito tono ritual de su anterior creación, aunque sin perder nunca un fuerte carácter mágico, primitivista y telúrico inherente al mundo artístico de García, su obra seguía partiendo, en cualquier caso, de un abierto rechazo a toda forma de creación naturalista, dando rienda suelta a la expresión emocional de los más íntimos fantasmas, deseos y visiones que poblaban su mundo interior de poeta de la escena. La abierta relación que se volvía a establecer entre obra dramática y teatro, situó una vez más en primera línea la polémica en torno a la licitud de dicha concepción teatral, máxime tratándose de dos monstruos sagrados de la escena española como Lorca y Valle-Inclán. En ambos casos, gran parte de la crítica acusó el falseamiento e instrumentalización al servicio de los intereses creativos personales del propio director de unos textos que, a diferencia del caso de Genet, todavía pesaban demasiado para aceptar su integración como punto de partida en un proceso libre de creación escénica. No se buscaba ya, pues, una verdad social o naturalista, exterior al mundo interno de los artistas, ni siquiera una explicación o desarrollo de la obra dramática, sino una verdad estética y subjetiva que pudiese contener un espacio artístico autónomo creado a lo largo de los ensayos. Esto explica que, a pesar de la distancia que separa los mundos dramáticos de ambos autores, el trabajo de García hiciese presente una y otra vez sus mismas obsesiones —la represión-liberación de los instintos, el sexo y la muerte en un contexto primitivista y violento—, llevando su expresión formal a un espacio límite a través de dos propuestas literarias muy diversas.
Como en otros montajes, el diseño escenográfico fue fundamental tanto para la creación como para la hermenéutica del montaje de Yerma.145 El proceso de puesta en escena tuvo su punto de partida una inmensa lona sujeta a un hexágono metálico —transformado luego en pentágono por razones de espacio—, de lados irregulares que, por medio de un complicado juego de poleas que tensaban y destensaban la tela, conseguía elevarse por el centro o por uno de sus lados, dando lugar a diversas formas (rampa de mayor o menor inclinación, tienda de campaña, montañas y campos, patio o cama, cueva o cárcel, con los cables de la lona tensados a modo de barrotes) o, al contrario, aflojarse del todo hasta hacer desaparecer a los personajes en su interior. Uno de los vértices del pentágono avanzaba hacia el público de forma amenazadora, mientras que el lado más creaba un espacio teatral autónomo, dinámico y transformable a la vista del espectador, imagen visual, concreta y abstracta al mismo tiempo, que se iba cargando de significados a medida que avanzaba la obra y que determinó tanto el proceso de construcción, el tipo de interpretación y la acción, así como el ritmo del espectáculo en una sucesión de tiempos contrastados de tensión/distensión. De esta suerte, el aparato escénico pasaba a ser punto de partida absoluto y dominante para la creación del resto del montaje, estableciendo una nueva jerarquización dentro del sistema teatral. elevado, a unos dos metros de altura, se situaba contra la pared del fondo del escenario, de este modo, la construcción aparecía, al igual que la plataforma utilizada para Las criadas, ligeramente inclinada hacia la sala. El dispositivo, creado por Fabià Puigserver,146
Para la interpretación, García siguió fiel a una concepción del fenómeno teatral que debía surgir del mismo trabajo con los actores sobre el escenario a través de improvisaciones en las que, partiendo de unas líneas básicas, el propio actor debía crear su obra, carente, por tanto, de un planteamiento teórico o esquema previo. Los actores fueron dirigidos en grupo, como si de una sinfonía de voces, movimientos, gestos y miradas se tratara. El elenco estuvo encabezado por Espert y José Luis Pellicena, acompañados de Daniel Dicenta, Paloma Dicenta, Amparo Valle, Rosa Vicenta y Enric Majó. El trabajo actoral estuvo determinado por la lona y la relación del actor con esta. Las lavanderas, escena con la que acababa la primera parte, corrían sobre una lona fofa que imitaba los desniveles del campo y que obligaba a los actores, a los que se unían los propios maquinistas, a mantener el cuerpo en equilibrio. Las cuñadas, interpretadas por dos hombres con los rostros ocultos por unos austeros capuchones, caminaban con un marcado ritmo militar que les daba cierto carácter fantasmal por una pasarela situada al borde de la estructura, sin pasar nunca a la lona, símbolo del mundo vivo, inestable y pasional de la protagonista. Para el cuadro final de la romería se izaba la lona de un punto central, mientras que el resto de los personajes se agarraban a unas anillas para no deslizarse hacia abajo. Las escenas de amor y muerte entre Juan y Yerma, con las que se abría y cerraba la obra, tenían lugar en el centro de la tela, tensada al máximo de un lado, con los personajes sujetos a las anillas. Tras el sacrificio, 100 ambos terminaban desapareciendo entre sus pliegues. La declamación, a menudo violenta, con frecuentes recursos a gritos y deformaciones fónicas, era a veces interrumpida tanto por un fuerte repiqueteo de crótalos que aportaba un tono mágico y ritual, como por una música atonal y desasosegante emitida a gran volumen en los momentos de máxima intensidad. También se grabaron algunos cantos primitivos. A excepción del vestido de María, la madre feliz, que destacaba por su amarillo intenso, y el de Yerma, de luna, gris y blanco, los tonos grises oscuros de los figurines acentuaron la negrura, el carácter subterráneo e incluso diabólico del mundo creado por García. Con los mismos vestidos, los personajes formaban objetos, transformando los figurines en parte del atrezzo: los gestos de capa de la vieja se convertían en pájaros extraños y el vestido de María, en nido, cuna o flor. Aparte de esto, los únicos objetos empleados en la representación eran unas enormes castañuelas que las lavanderas utilizaban como picos.
A través de este atractivo dispositivo, García intentó una expresión etérea, mágica y poética de la obra lorquiana, inmersa en un mundo más onírico que real. Ajeno a los tópicos folcloristas con los que de forma recurrente se ha expresado el mundo del poeta andaluz, se volcó en una lectura esencialmente humana, ahondando en las motivaciones últimas de la tragedia de Yerma, lejos de soles y lunas, patios andaluces y caballos. Renunció, pues, a cualquier conato de descriptivismo, de narración de una acción o de reflejo naturalista, apostando por una creación tan abstracta como concreta en la propia materialidad y fisicidad de objetos y actores. De esta suerte, las imágenes poéticas lorquianas se proyectaban en un espacio escénico igualmente irreal y poético, también lleno de magia y belleza, del que se había extirpado cualquier expresión mimética referida al plano diegético. Al igual que en cierta literatura poética se perseguía más la transmisión de una emoción que la narración de una historia, una emoción bella en su austeridad material y carnal, desgarrada en su condición trágica. García presentaba, pues, su obra teatral como un nuevo tipo de poesía teatral construido a partir de la imagen, el cuerpo, el ritmo, los sonidos y el movimiento, más que las palabras. Un nuevo tipo de teatro que reclamaba, al mismo tiempo, un proceso de recepción fenomenológica al que el publico no estaba habituado, en palabras del propio director:
No mires la lona, no mires el hierro, aquí no hay ninguna pared, todo está en el aire. Las cosas suceden en el aire y tenemos que luchar para conseguir que la acción se despegue de la tierra. Esto existe para crear una sensación; no estamos exhibiendo un decorado. No hay decorado. No hay trajes. No hay nada que proponer estéticamente. [… ] No olviden que Yerma no es una pieza de teatro, no es una comedia, no es un drama, no es una tragedia; es un poema dramático.147
Después de sufrir diferentes prohibiciones, tanto por parte de la familia como del estado por la polémica participación de Espert en la película de Arrabal ¡Viva la muerte!, el montaje fue estrenado en el Teatro de la Comedia de Madrid el 29 de noviembre de 1971. Aun con importantes disidencias, la mayoría de la crítica, reconociendo la originalidad del dispositivo escénico y la belleza plástica de algunas imágenes, señaló la falta de una sólida propuesta dramatúrgica, que —a su juicio— sí había existido en el caso de Las criadas. De esta suerte, se acusó la falta de un sentido único, la avasalladora omnipresencia del aparato escénico, carente de un significado claro, frente a la debilidad de los trabajos de interpretación, faltos también de una estética común.148 Muy diferente fue su recepción en el resto del mundo, donde cosechó un clamoroso éxito a lo largo de varios años de giras. La crítica internacional, no solo mostró toda su admiración por un montaje que actualizaba y universalizaba el mundo estético lorquiano, confiriéndole una expresión estética actual, sino que justificó su éxito en la adecuación que encontraba esta obra dramática con su expresión escénica.149
La siguiente producción de Víctor García y Nuria Espert —esta vez con la actriz catalana como ayudante de dirección— se desarrolló, tanto en lo que respecta al modo y estilo teatral como a su recepción, en unas coordenadas muy similares. Ya desde antes del estreno en Mallorca en octubre de 1975, la elección de un texto de Valle-Inclán y la polémica firma de su director, hizo a la empresa acreedora de toda la expectación, con el agravante de que el nombre de Valle-lnclán no había dejado de ganar vigencia —en parte gracias a la censura— y crear polémica desde que comenzase su recuperación en los escenarios estables.150 El director argentino, coherente con su poética teatral, creó un amplio espacio vacío en el que colocó ocho enormes módulos de tubos de órganos y un armonio a lo largo de veinte metros, imagen metonímica y expresión sonora del submundo gallego de aldeas y parroquias, habitado por la constante presencia de espíritus, profecías y creencias atávicas en una extraña mezcla de religiosidad y superstición.151 Evitando de nuevo cualquier tipo de localización espacial y temporal, desarrolló un ámbito adecuado para la libre expresión de la subjetividad, donde el texto pudiese alcanzar una proyección universalizadora. Simbolismo y abstracción, barroquismo y austeridad volvieron a ser las trazas estéticas sobre las que se construyó el espectáculo. Rechazando, pues, un juego espacial del tipo continente-contenido como en anteriores espectáculos, la creación de los diferentes ámbitos en un espacio amplio y abierto se apoyaba en la iluminación cenital que iba delimitando la geografía interior que poblaba el vacío absoluto en el que se desarrollaba la tragicomedia rural. De este modo, el barroquismo de los tubos se alternaba con la desnudez de otras escenas en las que los personajes, desde el más elemental primitivismo atávico y degradación social, contaban sus historias. Este submundo se levanta, pues, sobre voces y ruidos que pueblan la oscuridad de la escena. El tono ritual y mágico que rodea todo el espectáculo extraía el texto de su marco cultural regionalista para imprimirle una proyección más amplia, desnudo totalmente de referencias realistas temporales o espaciales. En este sentido, comparaba Bilbatúa el montaje con los autos sacramentales, a los que también se acercaba por la aparatosidad y el barroquismo de los órganos.152 García aprovechó la fuerza expresiva que adquirían los gestos, las palabras, los sonidos y movimientos en este insólito mundo para intensificar los elementos en torno a los cuales se desarrollaba la obra. Lujuria y avaricia quedaban subrayados como comportamientos sociales primarios. A pesar de introducir algunos cambios, como la culminación del incesto entre Pedro Gailo y su hija, o la huida de Espert, en el personaje de Mari Gaila, desnuda, encaramada en una viga a modo de escoba, el texto dialogado volvió a gozar de todo el respeto por parte del director. La interpretación estuvo marcada nuevamente por el antinaturalismo que potenciase la comunicación sensorial, apoyada en una espesa capa de sonidos, salmodias, gritos y otras deformaciones fónicas, que adquirían un especial protagonismo en el obra como código de significación, acompañados al mismo tiempo por una gestualidad también deformante.El propio director explicaba el rechazo no solo al realismo, sino también a la recreación esteticista, así como a un lenguaje racionalista: 153
L’emozione mi sta a cuore più che l’intellettualismo; lo spettacolo è innanzitutto visivo. Il mio spettacolo non concede nulla all’estetismo. Non è decorativo. E´completamente sotteso alle forze della penetrazione e della lacerazione. Gli attori non sono truccati. L´étà degli attori e l´étá dei loro personaggi non hanno alcun rapporto.154
El espectáculo, precedido por el éxito en innumerables certámenes internacionales y un mes de representaciones en el Teatro Chaillot de París, llegaba un año más tarde, el 28 de enero de 1977, al Teatro Monumental de Madrid, donde apenas pudo superar las cincuenta representaciones. La respuesta crítica volvió a reproducir los argumentos esgrimidos con motivo de Yerma: frente a una minoría que defendió el valor y la calidad estética de la propuesta, una mayoría de detractores, en términos más radicales que en el caso de Lorca, negó la validez del montaje como representación escénica de Divinas palabras.155
II.3. La dramaturgia del flamenco: de Alfonso Jiménez Romero a Salvador Távora
Entre las diferentes y diversas expresiones escénicas que conoció el teatro ritual en España, quizá haya sido la instrumentalización del cante y el baile flamenco una de las aportaciones más singulares a la vanguardia teatral. El flamenco, hondamente arraigado en la cultura del mundo andaluz, no solo proporcionaba a la escena un tipo de expresión musical desgarradora y telúrica, sino que su realización en tanto que acto físico se encontraba imprescindiblemente subordinada a un tipo de baile, plástica, gestualidad, disposición espacial, vestuario, color e incluso sabor, es decir, a una auténtica fiesta popular de carácter ritual:
Todas las juergas flamencas obedecen a un mismo ritual y siempre son los mismos los oficiantes y, más o menos, la progresión del acto […] Canta el cantaor y en su cante va la comunidad en pleno y, al hacer el compás, la comunidad asiente a la interpretación del oficiante y participa en ella y, a veces, si la guitarra pasa de mano en mano, o si hay varios cantaores, hace sin quererlo de juez esta comunidad que se siente identificada, expresada y vivida en el cante.156
La relación entre el teatro y el flamenco en el marco de la vanguardia de los años sesenta estuvo basada en un descubrimiento mutuo de doble dirección. En un primer momento, fueron algunos creadores teatrales los que adivinaron en las formas y acciones del cante y el baile flamenco unas ilimitadas posibilidades de renovación, no solo del lenguaje teatral, sino de la naturaleza y comunicación de todo el hecho escénico como obra artística. A partir de este primer paso, la relación también funcionó a la inversa y fueron los creadores flamencos quienes descubrieron en el teatro de vanguardia la posibilidad de devolver a su cante y su baile una verdad que había perdido, prostituyéndose —según la terminología de Grotowski— en festivales folclóricos y actuaciones para turistas.
Del teatro al flamenco: la aventura de Oratorio (1969, 1971), por el Teatro Estudio Lebrijano, y Alfonso Jiménez Romero
En el verano de 1968, Juan Bernabé, seminarista y director del Teatro Estudio Lebrijano, pidió a Alfonso Jiménez Romero, joven autor sevillano, un texto dramático realmente diferente, algo que, al mismo tiempo, pudiese interesar a toda una comunidad rural y permitiese al grupo expresarse a sí mismo y no solo transmitir la obra de un autor ajeno. Bernabé, afirmando que el montaje de la obra de Jorge Díaz El cepillo de dientes sería su último trabajo, añadió que «estaba harto y que si hacer teatro era elegir una obra y montarla palabra por palabra y acotación por acotación, a él no le interesaba el tema. Para él, el teatro tenía que ser una cosa mucho más viva y vivida».157 En ese momento, el autor sevillano le mostró algunos fragmentos de lo que luego sería su obra Oratorio que definió como «un mundo de puertas abiertas. Un grito, un llanto, un delirio de puertas abiertas. Esto es un universo abierto, abierto, abierto, abierto… como un libro…».158 El 28 de setiembre de este mismo año se montaron estas escenas, junto a la obra del autor chileno, a modo de retablos estáticos, con los actores vestidos de negro, apenas sin movimiento y con un fuerte tono coral. La experiencia gustó, no solo por los resultados —excesivamente estáticos y carentes de vida—, sino por lo que estos dejaban adivinar como punto de partida para un teatro diferente. De esta suerte, Bernabé y Jiménez Romero, todavía con un fuerte grado de desorientación acerca de los posibles caminos que podían seguirse, pensaron en representarlo utilizando otros lenguajes. Con esta finalidad, y conscientes de la necesidad de formarse en las últimas corrientes teatrales, acudieron ese mismo año al curso que ofrecía el Centro Dramático Madrid 1 sobre nuevas técnicas bajo la dirección de José Monleón y Renzo Casali. El autor de Oratorio terminó su obra —bastante atípica en relación a las convenciones dramáticas del momento—, para la que tampoco encontró demasiado apoyo en Madrid, pero que mereció el Premio Delfín de Alicante 1969.159 La formación recibida en el Centro Dramático y la cita con Nancy como clausura del curso hizo posible el montaje de un texto diferente a través de un proceso de creación también diverso y por medio de nuevos códigos teatrales.
Tras la vuelta de Nancy, las perspectivas para el montaje de una obra habían variado, pues, considerablemente. El objetivo prioritario, superar un estadio de la comunicación teatral en el que signo verbal era dominante, fue logrado a través de una concepción diferente de la creación escénica. El texto ya no era un elemento al que había que subordinar el trabajo del actor y el escenógrafo, sino que se convirtió en una plataforma que debía justamente potenciar la capacidad creativa de estos. Tampoco se hablaba ya de un autor o un director como artífices del montaje, sino que todo el grupo debía ser el depositario último de la autoría del espectáculo. Cada actor, por medio de su interpretación, se convertía al mismo tiempo en creador. Un texto que carecía de acotaciones y se presentaba como una serie de poemas de estructura coral era el punto de partida adecuado para el nuevo modelo de construcción. Oratorio, cuyo título remite ya a la corriente de teatro ritual de la época, era un texto poético dividido en cuatro partes, denominadas oraciones, que exponían diversas situaciones de guerra, odio y violencia, con reminiscencias míticas extraídas de la tragedia griega, detrás de las cuales latía la historia más reciente de España.
Bernabé buscó la máxima concreción dramatúrgica y escénica del texto. La localización del texto dramático en una lejana Creta fue situada en el aquí y el ahora del hombre andaluz: «Fue en esta tierra. Fue en fecha muy exacta». Los actores abandonaron las mallas negras, que por entonces se difundían como parte de una nueva estética teatral de desnudez formal, para adoptar una realidad escénica proporcionada por los figurines de los campesinos que regresaban del campo y de las mujeres de luto. A lo largo del montaje, construido a base de improvisaciones, se buscaron escenas que llevasen al límite la violencia dramática que encerraba el texto, en palabras del propio grupo:
lo que a nosotros nos interesaba no era decir o recitar una cosa, sino mostrarla. Se creó entonces una obsesión de poner todo en una situación límite, para que el proceso no siguiera un curso normal ni racional, sino que, por el contrario, produjera en la gente un impacto, unas vibraciones, unos sentimientos.160
El deseo de llevar las situaciones al límite con el fin de que la expresión del actor alcanzase un mayor grado de autenticidad, así como la búsqueda de una comunicación sensorial con el público fueron los ejes del espectáculo. Estas situaciones debían partir de la realidad y los recuerdos culturales e históricos de los mismos actores de modo que la identificación del público fuese inmediata. Las escenas del campo de concentración, donde trabajaban en tierras ajenas bajo la mirada inquisitorial de un capataz, o las imágenes de la leva remitían a una memoria todavía viva en el pueblo, que permitía a cada actor vivir hasta la desesperación su propia realidad.
Se rechazó la concepción del teatro como mímesis por la falsedad que implicaba el acto de imitación, buscando un modelo de creación adecuado para la expresión de la verdad interior del actor, al que se exigía, pues, una predisposición al desarrollo de un lenguaje corporal propio, expresión personal de su propia identidad que rechazaba el uso de convenciones heredadas. La representación se convirtió así en una especie de rito de desvelamiento del propio actor, caracterizado por el tono ritual y el ritmo procesional de algunas escenas. Tanto Jiménez Romero como Bernabé descubrieron en la férrea estructura del rito un modo no mimético de llegar a transmitir, a través de una nueva realidad específicamente teatral, la sensación de opresión que podía producir un sistema político dictatorial. El trabajo del actor, condicionado por la férrea codificación del rito, se encontraba sujeto a una tensa contención que sometía durante la obra el violento grito de libertad que estallaba al final. Escénicamente, imperó la más sobria austeridad, acentuada a través de una iluminación constante con dos o tres focos sujetos a un pie metálico y otro móvil en manos de uno de los componentes del grupo, junto a unas velas y una pequeña hoguera. Únicamente se introdujeron los objetos que los actores seleccionaron para las improvisaciones, tomados de la realidad más familiar al medio rural en el que se representaba la obra: un látigo, una cuerda, velas para los muertos, y otros mínimos de carácter efectista, como luces blancas y rojas.
Tras el impresionante éxito del estreno el 19 de agosto de 1969 en Jerez de la Frontera, la obra se representó en numerosos pueblos de Andalucía, y en diciembre obtuvo el Premio del Festival Nacional de Teatro Universitario de Palma de Mallorca. El grado de comunicación e identificación con el público fue la clave de su éxito, hasta el punto de comparar la representación de la obra con un rito, un rito de comunión con la realidad, en palabras de López Mozo: «el Oratorio se ha convertido para ellos [los actores] en la interpretación de su propia historia. / Para la gente, participar en el rito es ya vivir… A través del espectáculo han podido llegar a interpretar su historia y a preguntar por su vida».161 La verdad del espectáculo, su fuerza expresiva y el acierto de la propuesta plástica de Bernabé palió ciertos excesos demagógicos, propios también de aquellos encendidos años sesenta.
Ahora bien, hasta este momento el flamenco no había hecho su aparición; efectivamente, el espectáculo del Oratorio tenía que cobrar aún su expresión definitiva a través de la introducción de un lenguaje escénico de sorprendente novedad en el panorama teatral de Occidente que vendría a satisfacer en grado extremo aquellas búsquedas de nuevos lenguajes que se habían iniciado en la escena española. Sin embargo, este brevísimo análisis de la versión no musical de Oratorio se hace necesario para entender el contexto que iba a posibilitar la irrupción del flamenco dentro de la vanguardia internacional.
Al mismo tiempo que se montaba la obra, Alfonso Jiménez Romero ya había comenzado a desarrollar sus primeras experiencias dramáticas con el flamenco. A su vuelta de Madrid, y por motivos profesionales, el autor sevillano pasó por diferentes pueblos de Sevilla, como Arahal y Paradas, donde siguió desarrollando sus inquietudes teatrales, iniciadas en el Teatro Español Universitario (TEU) de Sevilla bajo la dirección de Joaquín Arbide, donde el autor ya había tenido oportunidad de constatar la fuerza teatral y la verdad expresiva que llegaban a adquirir en la escena ciertas formas de cante y baile hondamente arraigadas en las tradiciones populares. Así lo explicaba él mismo con motivo del montaje de Vida y muerte de Severina de Joao Cabral de Melo, autor brasileño que acertó a introducir en la escena los ritmos y formas de las tradiciones de su tierra.162 Siguiendo con su búsqueda de una teatralidad telúrica nacida de lo más hondo de la realidad colectiva de un pueblo, unida forzosamente a un proceso de creación diferente, el autor sevillano volvía a constatar una experiencia similar con motivo de una mediocre representación del Teatro Estudio de Arahal, cuando los actores, para olvidar el fracaso, se entregaban a la fiesta flamenca:
Las coplas obraron el milagro, porque aquella gente, que había pisado con torpeza el escenario durante la representación […] era la misma que ahora relucía y lo pisaba con majestad y la seguridad de quien pisa su propio terreno. Yo contemplaba aquello sin acabármelo de creer.163
De esta suerte, partiendo de cero y rechazando cualquier tipo de convencionalidad, el autor inicia sus Estudios Dramáticos sobre poemas de Lorca a partir del flamenco. Este peculiar modo de montar obras ha marcado su producción y su teatro posterior: comenzar con gentes de escasa preparación teatral, materiales cercanos, familiares a la vida cotidiana, pero extraños al escenario, en una palabra, extraer la teatralidad de la inmediatez cotidiana de modo que la identificación del público con el teatro fuese inmediata. Para el vestuario —uno de los aspectos por el que mostró más devoción— se sirvió, por tanto, de ropa de faena ya usada por campesinos de pueblo.
La escenografía, como en Oratorio, de tipo ambiental —según el término acuñado por Schechner—,164 aprovechó una vieja iglesia que había sido quemada y seguía sin restaurar. Un espacio acotado por paredes encaladas iluminadas a contraluz ofrecieron el escenario idóneo. La iluminación concentrada de manos y rostros por medio de pequeñas luces dispuestas en el suelo creó un mágico espacio de sombras y luces de indudable ascendencia expresionista. Lebrillos vidriados con velas encendidas en su interior y candiles de aceite acentuaban la atmósfera de recogimiento y misterio. El autor, impresionado desde niño por la fuerza de las fiestas religiosas y los rituales funerarios del pueblo andaluz, recreó estas escenas, vivas en el imaginario colectivo del público, para conseguir una comunicación, no solo sensorial, sino también intuitiva y prerracional con el espectador.
Fue en este momento —y cerramos así este breve pero fundamental paréntesis para seguir con la andadura de Oratorio—, cuando Juan Bernabé, después de haber estrenado su primera versión de esta obra, presencia el primer Estudio Dramático, Romancero y poema del cante jondo, al que seguiría, ya en Paradas, Pasión y muerte del Amargo,165 quedando impresionado por la fuerza expresiva de los lenguajes escénicos introducidos, esencialmente, a través del cante y el baile flamenco, una escenografía austera y concreta en la materialidad de los propios objetos y un sistema de iluminación expresionista. Con la amenaza de la censura blandiéndose sobre Oratorio, Monleón consigue que, tras una representación a puerta cerrada con la delegada del Festival de Nancy, Michele Kokosowski, el grupo recibiese una invitación para la presentación internacional de Oratorio en dicho certamen. Es entonces cuando, con el precedente de Jiménez Romero, y a iniciativa de Monleón, quien ya había realizado algunos espectáculos con flamenco,166 se ponen en contacto con Paco Lira, propietario de un local de cante flamenco en Sevilla llamado La Cuadra, quien a su vez habló con José Suero y Salvador Távora para que interpretasen ciertas letras, escritas por Jiménez Romero en colaboración con este último, que se introducirían en Oratorio. Los temas desarrollados en la obra encontraron en el flamenco un lenguaje que satisfacía con acierto los objetivos expresivos, como la ritualidad o la sensorialidad, que perseguía la obra para traducir plásticamente la violenta rebeldía ante la injusticia social. En los momentos de máxima tensión, cuando las palabras parecían ser inútiles en la comunicación de los sentimientos, desde el solemne silencio que imponía el rito en el que se convertía la representación, el quejumbroso taranto, la soleá o la petenera, apenas acompañada por el sonido seco de una guitarra, sumían la sala en un temblor casi mágico. La comunicación sensorial con el público, la comunión, casi ritual, de todos los presentes, entre los que se repartían velas encendidas, en un mismo sentir transmitido a través de la imagen física del actor en actitud de violencia contenida, de resignación ante la opresión, fue finalmente alcanzada. De este modo, el flamenco, más que un añadido superfluo, se presentaba, por fin, después de tanta infrautilización folclórica, como una necesidad nacida del mismo proceso de investigación dramatúrgica. La obra se representó entre el 22 de abril y el 2 de mayo de 1971 en la Caveau de la Commanderie en Nancy, espacio que, a modo de gruta, ofrecía el clima telúrico e íntimo que exigía la obra para la consecución de una adecuada escenografía ambiental. Público y crítica se entregaron con verdadero fervor. A pesar de las invitaciones que llovieron al grupo, este acudió únicamente a Russelsheim (Alemania) y a Malakoff, en la periferia de París. El espectáculo se programó en el II Festival Internacional de Madrid, donde conoció un éxito similar al de París, a pesar de algunas disidencias ideológicas;167 no obstante, tras dos representaciones, fue finalmente prohibido y Bernabé y su colaborador José Luis Muñoz multados con 50.000 pesetas.168
En 1972, acometía Jiménez Romero su primera gran empresa de teatro ritual, asociándose con el director escénico Francisco Díaz Velázquez para la formación de una compañía profesional que afrontase la explotación comercial de una nueva creación de: Oración de la tierra.169 La propuesta dramática volvía a romper con todas las convenciones del género; escrita en verso libre, predominaban las estructuras paralelísticas propias de salmos y otras composiciones de carácter ceremonial. Dividida en seis «rezos», la representación desarrollaba, de manera simbólica, un velatorio a un campesino asesinado por querer ver la cara al caballero. De nuevo, los personajes son genéricos: el Hombre, las Mujeres y, en el papel central la Mujer, simbolizando la Tierra, personaje contradictorio, que, a modo de sacerdotisa, sostenía una tensa relación tanto con el Coro de Mujeres, que la acusaba por haber permitido la muerte del Hombre, como con el protagonista muerto, a quien seducía en un rito final de connotaciones sexuales. El montaje volvía a estar dominado por una severa e impactante plasticidad tanto en la interpretación como en la escenografía marcada por los cirios, el olor a sahumerio quemado en el brasero, los movimientos circulares, el ambiente funerario y las letanías, tono ritual exigido desde las acotaciones iniciales:
«La ritualidad se debe extremar al máximo en cada movimiento escénico, en los silencios, en los cánticos, en las actitudes, en el manejo de los distintos objetos, en los bailes y en todas y cada una de las ceremonias de que está compuesta la obra».170
El mismo autor advirtió de la posibilidad de introducir nuevos ritos de origen popular en la obra. Imágenes, colores, sonidos, ritmos, gestos y olores que remitían al subconsciente colectivo de un pueblo dotaron a la obra de un poder de comunicación sensorial y hasta instintivo potenciado por el inconsciente colectivo del pueblo andaluz. Para su realización, como era costumbre en el dramaturgo y director, se recurrió a un elenco de la más diversa extracción popular, protagonizado por la célebre flamenca Fernanda Romero, a quien acompañaba un cuadro flamenco formado por Joaquín García Real, tamborilero del Rocío, José Domínguez, el Cabrero, cantaor que ya había trabajado en Quejío, Juan Luis Morilla, el cantaor aficionado Manuel Reina Vargas, y, a la cabeza, Diego Clavel, junto con el conjunto de chicas de Paradas.
Del flamenco al teatro: Quejío (1972), Los palos (1975), por La Cuadra
La tercera cala de este apasionante descubrimiento recíproco entre teatro y flamenco ya no estuvo protagonizado por los creadores teatrales, sino por los mismos artistas flamencos, que también encontraron en el teatro de vanguardia la posibilidad de devolver a su cante y su baile una expresión esencial y auténtica que le devolviese un sentido histórico y social, que la industria turística estaba poniendo en peligro. Recorriendo el camino opuesto, más que de una dramatización del flamenco habría que referirse ahora a la flamenquización del teatro, ya que, en estas propuestas, los códigos del baile y el cante llegaron a ser dominantes sobre los otros sistemas semióticos. La innovación que supuso la creación teatral tomando como punto de partida esta expresión popular arrojó notables resultados para la historia de la escena contemporánea española. De este modo nacía La Cuadra. El teatro ritual, su proceso de creación no necesariamente de origen textual y su constante búsqueda de medios sensoriales de comunicación que permitiesen transmitir aquello para lo que las palabras ya no servían, se presentaba como el medio idóneo para esta labor de renovación del flamenco. A partir de la experiencia de Távora en Oratorio, este descubrió en el nuevo teatro el espacio idóneo para el cante flamenco:
Me planteé entonces la necesidad de investigar en el pasado, no de cómo cantaban nuestros bisabuelos, sino «por qué», y llegué a ver muy claro que un ¡ay!, su ¡ay!, antes de ser producto utilizable, era el grito inconcreto, temeroso, resignado y conformista, que, en el límite de lo posible, denunciaba la aplastante situación socio-económica en que vivían.171
En este contexto, debe entenderse la creación de espectáculos como Quejío, en el que Jiménez Romero participó en la creación de las letras y en las últimas fases de los ensayos, o Los palos, en los que la traducción física, a modo de metáfora material de una idea de opresión y lucha servía como punto de partida de un proceso de creación teatral basado en el cante y el baile flamenco y en el que el código verbal se convertía en un elemento no dominante dentro del sistema de significación escénico. En el primer caso —espectáculo mítico que marco la historia del teatro español—, el punto de partida estaba en un bidón lleno de piedras que los cantaores/bailaores/actores debían mover, expresión física de una situación de explotación en la que vivía el campesino andaluz, con la constante amenaza del exilio interior que significó la emigración para muchas de estos trabajadores, en palabras del propio Távora:
Pensé que, si habíamos nacido con muchas cosas que nos «pesaban» y a las cuales estábamos «amarrados», el lenguaje para contarlo podría ser facilísimo, sencillísimo. Algo que entendiéramos, viéramos y sintiéramos todos: un bidón cargado de piedras, con un peso real, y unas cuerdas o maromas enganchadas a él con sus extremos preparados, a las que, llegando con todas nuestras atávicas herencias de prejuicios, y nuestra manifiesta y cantada resignación ante «lo que es», nos amarraríamos arrodillados.172
El espectáculo se desarrollaba a lo largo de diez rituales, cada uno de los cuales estaba dominado por un género del cante flamenco —seguidillas, martinete, bulerías, alboradas— y era acompañado de su correspondiente baile, expresión físicamente de las diferentes actitudes de los actores frente a la agobiante tarea colectiva de mover el pesado bidón ante la mirada inflexible de la figura del capataz.
Por intervención de Monleón, Quejío se estrenó en el Pequeño Teatro de Magallanes del Teatro Estudio Independiente el 15 de febrero de 1972 a la una y media de la madrugada, a continuación de la función habitual. Gracias quizá a su aparente forma de tablao flamenco, el espectáculo logró esquivar la censura. Su representación en el Teatro de las Naciones de París le supuso el lanzamiento internacional. La mayor parte de la crítica mostró su admiración ante la pobreza de medios, su fuerza expresiva y el poder subyugante que adquiría el tono ritual y desgarrado del espectáculo.173 El 17 de agosto se estrenó en el Capsa de Barcelona donde conoció meses de éxito tan solo interrumpidos por la participación del grupo en el II Festival de Belgrado, donde obtuvo el segundo premio, compitiendo con directores del reconocido prestigio de Ronconi, Stein o García.174 Hacia 1976, el montaje había alcanzado las 1.085 representaciones.175
El montaje de Los palos, segunda creación del grupo, partió de la propuesta de Monleón de crear un espectáculo sobre algunos documentos relacionados con los últimos días de la vida de Federico García Lorca antes de su asesinato. A pesar de la base textual, el grupo tradujo pronto la situación dramática en unas experiencias vivenciales y unos códigos formales propios, sustituyendo así una realidad ajena, por la propia de los integrantes del colectivo.176 Nuevamente, Távora recurre a un artilugio escénico —ocho vigas de madera de 15 cm. de diámetro— que obligaba a los flamencos a una relación performativa del más puro carácter físico, eficaz para una expresión desgarrada que llevaba hasta el agotamiento. La relación física con los postes de madera y la formación de diferentes figuras, como la sombra del enrejado a modo de cárcel que se terminaba proyectando sobre el público, estructuraba el espectáculo. La parrilla de madera, como el bidón de piedras, se imponía a todo el espectáculo como una presencia agobiante que cifraba el ritmo y el desarrollo de este. No obstante, la abstracción formal de la dinámica construcción escénica apuntaba a un espectáculo más abierto a una pluralidad de interpretaciones diversas que en el caso de Quejío, asimismo tanto su nivel de performatividad como la posibilidad de autotransformación derivada de esto eran más elevados. En cualquier caso, la construcción teatral volvía a rechazar esquemas predeterminados, para desarrollarse al ritmo de las experiencias emocionales de los actores provocadas por las acciones físicas:
La estructura material, la parrilla, se mueve en función de lo que nos provoque a quienes estamos haciendo el espectáculo; así se ponen en movimiento todas nuestras vivencias; se pone en marcha toda nuestra historia; la parrilla es un elemento provocador que nos guía en escena. Varían las expresiones individuales porque no se coloca entre el palo y el cante al actor, sino al hombre.177
La obra fue estrenada en Nancy el 7 de junio de 1975 en un viaje gimnasio con un aforo repleto. El éxito de público y crítica durante las nueve representaciones que se ofrecieron volvió a lanzarlo por Europa y América, donde se realizaron 169 actuaciones durante ocho meses. Muerto el general Franco alcanzaría las 194 representaciones en España. La mayor parte de la crítica volvió a mostrar su admiración ante la fuerza comunicativa del montaje y la honda impresión que causaba, sin dejar de apuntar su ambigua naturaleza en los límites de la representación teatral.178
La creación de una situación límite de opresión a través de un artilugio escénico que se transformaba frente al espectador por la acción de los actores devolvía al espacio teatral la realidad física del cuerpo del flamenco en angustiosa tensión, exhausto en la necesidad impuesta por la misma situación dramática, que ya se advertía en Oratorio. El cantaor y el bailaor, convertidos en actores de la más estricta extracción popular, ajenos al mundo del teatro, tenían así la oportunidad de expresar su propia condición individual y social a través de un arte milenario como era el flamenco, confesión sincera que convertía la representación en verdadera «presentación» de una realidad desgarrada que se imponían al público. Nacían así los primeros montajes de La Cuadra, que marcarían algunas de las pautas constantes ya en el grupo: espectáculos «sin palabras, sin tiempos ni actos calculados por condicionamientos, con los elementos necesarios para provocarnos la confesión, y cambiada la necesidad teatral de representar por el deseo —consciente— de mostrar».179 El trabajo posterior del grupo ha seguido reivindicando, pues, el teatro como expresión última de lo más esencial y sagrado a una sociedad, a saber, su concepción de la vida y la muerte, expresadas a través de formas de comunicación extraídas del medio social inmediato, de la realidad oculta y de la potenciación del poder expresivo del propio cuerpo y voz humanos. En la ponencia del 5 de julio de 1989 en el Centro Cultural Europeo de Delfos con motivo del V Encuentro Internacional de Teatro Antiguo Griego, Távora seguía demandando la búsqueda de canales de comunicación presentes en la realidad pero ocultos y marginados por otras formas más convencionales de expresión teatral:
Se subvaloran la intuición, el riesgo, la utilización de elementos de comunicación como el ritmo, la magia, las imágenes, la música, los colores, los olores, la mecánica y todas sus posibilidades dramáticas, las técnicas de la luz, el canto, el cante, las acrobacias, las sorpresas emocionales del mundo de los animales, la sublimación de la geometría escénica y otros lenguajes que pertenecen al grandioso universo de las emociones y ocuparon un importantísimo lugar en el nacimiento y desarrollo del teatro.180
II.4. Conclusión: De la teatralidad a la performatividad
El flamenco, como paradigma de expresión cultural ritualizada, proporcionó un elaborado conjunto de códigos escénicos de carácter no mimético y naturaleza prerracional o instintiva, eje central de las investigaciones desarrolladas en laboratorios y talleres teatrales que proliferaban durante estos años. El cante y el baile de Andalucía se presentó como un eficaz código «pre-expresivo» o de la «no-cotidianeidad» —según terminología de Barba— que aspiraba a una comunicación directa, intuitiva y no intelectualizada con el espectador, «atraído por una energía elemental que lo seduce sin mediaciones, aún antes que haya descifrado cada una de las acciones, se haya preguntado sobre su sentido y las haya comprendido».181 Se venía a satisfacer así esa necesidad de desarrollar un lenguaje corporal extraído de la más honda vivencia del actor, pero minuciosamente codificado a través de una convención, ya sea la fijada por medio del trabajo llevado a cabo en estos laboratorios y talleres teatrales durante años, ya sea la heredada a lo largo de siglos de tradición cultural. De esta suerte, el trabajo escénico desarrollado por el artista flamenco, convertido ahora en actor, quedaba cercano una vez más a la imagen del «actor santo» fijada en el mítico trabajo de Ryszard Cieslak en el personaje de El príncipe constante, bajo la dirección de Grotowski,182 como modelo de actor que, a través de un trabajo físico sostenido por una acción dramática prolongada hasta el agotamiento, atraviesa una dolorosa experiencia espiritual expresada a través del cuerpo, transición que le conduce hasta una situación mística de iluminación mediante la cual guía y transforma igualmente a la colectividad participante en el rito, como explicaba Távora:
Era todo bruscamente intuitivo. El desarrollo mismo de nuestras respuestas corporales y «espirituales» ante esa lucha exterior e interior que en la semioscuridad nos arrancaba la presencia material de nuestra situación en el momento anterior, determinaban el momento mismo y fijaban el ritmo, el clima, y el compromiso inevitable, ante lo inmediatamente posterior.183
Ahora bien, el camino recorrido desde las experiencias dramáticas de Alfonso Jiménez Romero con el flamenco hasta los montajes de Salvador Távora describe un ligero, pero importante cambio de matiz en el que se cifra la evolución, no siempre claramente delimitada, entre el espíritu renovador de las vanguardias históricas en la escena internacional que todavía perduraba en los años sesenta y su expresión en las nuevas vanguardias, punto de partida de lo que luego se conocería como Posmodernidad.184 La obra del autor sevillano arrancaba de la creación dramática y descubre en las formas del flamenco un lenguaje excepcional para la reteatralización de la escena, objetivo por antonomasia de las corrientes renovadoras del primer tercio de siglo. Drama y teatro establecían así una nueva relación y los códigos verbales propuestos en el texto literario perdían su condición dominante para relativizarse a la luz de nuevos sistemas de significación introducidos en el proceso de creación teatral, con los que ahora debían convivir. No obstante, estos procedimientos de renovación estructural del sistema teatral estuvieron ya presentes en ciertas vanguardias históricas europeas.
Frente a estos, los mecanismos de creación y percepción de las producciones del colectivo liderado por Salvador Távora se presentaron como un exponente característico ya de la neovanguardia internacional. En el caso de La Cuadra, el punto de partida, lejos de ser un texto dramático, era una idea concretada en términos materiales y físicos muy precisos, metáfora escénica que en su funcionamiento performativo —es decir, en el proceso de modificación del dispositivo material a través de la acción de los actores— estructuraba todo el espectáculo. A lo largo de este proceso de construcción como work in progress, y como un código semiótico más, se introducen los sistemas de significación verbal, en su mayor parte a modo de soporte para las canciones flamencas o, en otros tipos de teatro ritual, como simple expresiones formularias que formaban parte de la ceremonia. Junto a los códigos cinéticos y gestuales propios del baile flamenco o de cualquier otra forma de expresión ritualizada, los componentes formales de este cante, sus diversas melodías, timbres de voz, armonías y ritmos, funcionaban como un medio de objetivización y distanciamiento de la palabra, un espeso andamiaje semiótico que crea un sui generis espacio de subjetividad transindividual, en el que el quejío flamenco, las palabras pronunciadas por el maestro de ceremonias, la salmodia del coro o el grito sacrificial del Hombre, se hace carne en el cuerpo del actor para expresar una nueva identidad en la que se reflejaba la colectividad, cuerpo y voz se convertían en expresión de lo inefable, de lo invisible, según lo habían querido creadores como Grotowski, Brook, Barba, o el mismo Artaud, según explicaba Finter en su análisis de las voces en la obra de este último: «Sie besetzen einen Raum zwischen Körper und Wort, das sie nun mit einer ihm fremden Realität informieren können. Das Unerhörte, von dem der Text spricht, wird erlebbar durch das, was ihn als Körper angreift».185
Sin embargo, además de la radical reestructuración del sistema teatral y la fuerte teatralización a la que se somete el signo verbal convertido en voz y cuerpo teatral, es sobre todo en el desplazamiento del interés desde la reteatralización hasta el carácter performativo que experimenta el nuevo teatro donde radica —según estudia Fischer-Lichte— la especificidad fundamental de esta neovanguardia. Ya no se trata únicamente de la introducción de códigos culturales con el objetivo de acentuar la teatralidad de la escena a través de nuevos sistemas de significación, sino que el centro de interés se desplaza hacia el aspecto performativo que contenía y explicaba la teatralidad de estos nuevos lenguajes transplantados a la escena. En el caso del flamenco, el mismo objetivo inicial de devolverle una autenticidad que había perdido en los tablados, frente a la finalidad de Jiménez Romero de poner el flamenco al servicio de la creación teatral, ilustra claramente el desplazamiento de intereses, aunque a la vista de los resultados finales ambas direcciones converjan a menudo en un espacio común. De esta suerte, la nueva vanguardia se movió entre la reteatralización de los códigos escénicos y el desarrollo de un lenguaje esencialmente performativo. En el caso de Távora, su familiaridad con una serie de lenguajes de naturaleza física y procedimientos de creación materiales, al mismo tiempo que su distancia con el campo de la creación literaria y los códigos lingüísticos,186 explican la base performativa que, ya desde sus comienzos, ha sostenido la praxis y evolución de este colectivo, espectáculos montados sobre la concentrada realización ritualista de acciones físicas en las que se fue introduciendo maquinaria obrera y agraria, así como animales propios del mundo laboral; ceremonias en las que la categoría de la transformabilidad del objeto teatral, del cuerpo, de la voz y del espíritu del actor /espectador se eleva a paradigma estético.187 Este acto de la transformación está sostenido sobre la idea de sacrificio físico/espiritual con el que los actores/bailaores/cantaores aceptan el sometimiento a la violencia física que les impone tanto el baile y el cante, como el mismo dispositivo escénico. La violencia ejercida sobre el actor/víctima tiene una función catártica que remite a los antiguos rituales en su efecto liberador hacia una comunidad.188 El espectador se encuentra enfrentado a un nuevo tipo de obra que ya no remite, mediante una fábula o acción dramática, a una realidad exterior, sino que se le ofrece la posibilidad de percibir las acciones desarrolladas ante sus ojos y oídos en su proceso material y físico de realización, quedando estas abiertas a la libre atribución de significados en función del mundo personal, sensitivo y cultural del receptor:
Statt dessen eröffnete sich ihm die Möglichkeit, die vor seinen Augen und Ohren ablaufenden Aktionen als Material zu betrachten und die Art ihres Vollzuges zu beobachten oder auch den einzelnen Handlugen irgendwelche Bedeutungen beizulegen, die ihm aufgrund seine spezifischen Wahrnehmungsmuster, Asoziationsregeln, Erinnerungen, Diskurse u.a. einfielen.189
Asimismo, el carácter performativo del ritual obligaba a una nueva concepción espacio-temporal de la escena que rechazaba radicalmente los modelos del ilusionismo realista y su imitación del tiempo lineal histórico. A diferencia de este, el tiempo del rito no poseía un antes y un después, sino que empezaba con la representación y acababa con ella. Era un modelo temporal cíclico, cerrado y absoluto, expresado a través de los signos del rito y que convertía al espectador en participante por el hecho de compartir un mismo espacio y tiempo con los actores a través de la copresencia física imprescindible al fenómeno teatral:
Le temps du mythe est un temps autre que les signes montrent sans rapport ni avec la quotidienne imaginaire du personnage. Mettre en scène le temps autre, c´est indiquer par la pose, ou par la musique, ou par la lumière, un changement radical, une apparition de la cérémonie sacrée.190
El tiempo mítico quedaba determinado por una férrea ordenación de los elementos. Independientemente del contenido, se caracterizaba por una estricta sucesión de pasos. Aunque cambiase su fondo, el rito se mantenía invariable en la medida en que el orden formal que lo define fuera respetado. Los elementos, al contrario del teatro realista y el tiempo histórico, no estaban sujetos a una relación causa-efecto, sino a una necesidad de sucesión rígida fijada por la ceremonia y sostenida por el plano mítico: «Le temps du mythe est un temps ordonné, il suppose une succession fixe d´éléments ou d´événements, un ordre obligé du mythe, soit qu´il faille reparcourir les événements du récit mythique dans leur diachronie, soit qu´il faille simplement les convoquer dans un ordre rituel».191
Al tiempo ritual, cerrado y perfecto, le correspondía un espacio igualmente acabado y absoluto, cuyos límites, a menudo, eran marcados por el mismo lugar teatral. Frente al espacio de la obra realista que se prolongaba en el mundo exterior a través del plano imaginario, el espacio ritual constituía un espacio cerrado, no remitía ni evocaba a ningún otro lugar, se presentaba a sí mismo como un espacio escénico en el que iban a tener lugar unas acciones realizadas por unos actores, que rechazaban el acto de la «re-presentación» en favor de la propia «presentación» de sí mismos, de sus propias identidades en una especie de ceremonia mística de liberación del cuerpo. El espacio ritual surgía del propio desarrollo de las acciones físicas que se emancipaban del plano histórico para adquirir una importancia fundamental que revalorizaba la materialidad física del cuerpo. Ambos modelos espacio-temporales, el representacional y el ritual-mítico, podían alternarse dentro de una misma obra, como en Las criadas o el Marat-Sade, en las que, de forma metateatral, los mismos personajes representan una suerte de ceremonial, generalmente de naturaleza sacrificial, cortado con múltiples interrupciones en las que se transgredía, desde un plano realista, la rígida forma que imponía la representación/rito. Igualmente, el teatro flamenco, en el caso de Alfonso Jiménez Romero o Quejío, desarrollaba un plano diegético en el que se introducía el cante y el baile flamenco como una forma ritual de superación o emancipación del tiempo y el espacio históricos. En este momento, la escena renunciaba a su condición mimética, al convencional pacto del «como si…», de reflejo de otro espacio exterior o imaginario, pero sin reducirse tampoco a su realidad de lugar escénico, como en el caso del teatro épico de Brecht, ya que este se iba cargando de nuevos valores y significados hasta transformar el aquí y ahora en la expresión ritual de una fuerza oculta de la que participaba el espectador, como explicaba Derrida en su estudio sobre el teatro de la crueldad:
Clôture de la représentation classique mais reconstitution d´un espace clos de la représentation originaire, de l´archi-manifestation de la force ou de la vie. Espace clos, c´est-à-dire espace produit du dedans de soi et non plus organisé depuis d´un autre lieu absent, une illocalitée, un alibi ou une utopie invisible.192
La escena ya no se concebía como el lugar donde se volvía a hacer presente una realidad extrateatral, sino como un espacio privilegiado para la expresión de una nueva realidad oculta e invisible fuera de la escena. La renuncia a una «representación» de otra realidad en favor de la «presentación» de un nuevo estado, expresión última de vida, transformaba radicalmente la función del director y, especialmente, la condición del trabajo actoral, emancipado en su nueva naturaleza de acto total de creación casi mística, según la teoría de Grotowski:
En el Teatro Laboratorio, el actor no aprende a «actuar» y, dentro de esta consideración, hay que decir que su actividad ha cambiado de naturaleza. El único hecho valedero que el actor puede comunicar es él mismo, en tanto que identidad humana, reveladora de una sociedad de la que él es ya un signo, con sus limitaciones, sus conflictos y su riqueza personal. […] Rescatar la realidad íntima del actor y cristalizarla en una obra; este es el objetivo de la investigación cotidiana.193
En la estela abierta por el autor de El origen de la tragedia griega, Artaud reivindicaba el lugar del teatro en la sociedad como un espacio para la expresión extrema del ser esencial, instintivo y preadánico de la condición humana, oponiéndose así al efecto castrante de la civilización y la moral occidental. La vuelta a un teatro primitivo y sagrado, tal como lo expuso Nietzsche, suponía la recuperación de la esencia última del hombre, la vuelta a una expresión total de la vida en el espacio cerrado de la escena. De ahí que Derrida señalase la importancia histórica de esta forma teatral, no solo por sus códigos escénicos, sino sobre todo porque el teatro de la crueldad anunciaba los límites de la representación. Desde el momento en el que se invertían los términos, convirtiendo el espacio teatral en el lugar de la recuperación del auténtico ser del hombre, el trabajo teatral como un modo de vida y la realidad extrateatral como aquella que debe imitar al teatro, esta forma artística llegaba a su último enunciado más allá del cual no se podía ir y que explica su limitada pervivencia cronológica:
la scène ne représentera plus, puisqu´elle ne viendra pas s´ajouter comme une illustration sensible à un texte déjà écrit, pensé ou vécu hors d´elle et qu´elle ne ferait que répéter, dont elle ne constituerait pas la trame. Elle ne viendra plus répéter un présent, re-présenter un présent qui serait ailleurs et avant elle, dont la plénitude serait plus vieille qu´elle, absente de la scène et pouvant en droit se passe d´elle: présence à soi du Logos absolu, présent vivant de Dieu.194
De esta suerte, el teatro ritual, sagrado o antropológico, más que una «re-presentación», exigía su creación —llevando al extremo las condiciones pragmáticas de la comunicación teatral— en un proceso de «presentación» performativa a través de la cual, actores y espectadores, iniciaban un viaje por un espacio y un tiempo no históricos que transcendían el plano de la realidad. La evolución hacia la autenticidad del arte había llegado a su última expresión con la negación del modelo mimético del teatro. Sin embargo, paradójicamente, la negación de la representación implicaba la representación más auténtica, el rechazo a la interpretación significaba la interpretación esencial: «Fin de la représentation mais représentation originaire, fin de l´interpretation mais interprétation originaire qu´aucune parole maîtresse».195
Vida e invención, naturaleza y artificio, idealismo y formalismo son los dos polos entre los que se movió la neovanguardia idealista, espiritual y trascendental de los años sesenta y que algunos creadores consiguieron conjugar a través de una instrumentalización escénica de lenguajes culturales igualmente telúricos y codificados, trascendentales y ritualizados, trágicos y performativos. Al igual que los numerosos rituales a los que creadores como Peter Brook, Jerzy Grotowsky o Eugenio Barba recurrieron, las procesiones de Semana Santa, la iconografía de la Pasión, el ritual de la eucaristía, o, en un plano ya profano, el cante y el baile andaluz constituyeron ceremonias culturales que intentaban hacer visible las potencias ocultas del hombre y su realidad, la vuelta a un cierto primitivismo reivindicado por las vanguardias que demandaba el desarrollo de las emociones, en detrimento de la razón y el logos. La individualidad de la voz profunda y herida del cantaor y el gesto angustiado y tenso del bailaor, como eficaz imagen del «actor santo», se disolvían en la colectividad para convertirse en expresión esencial, no solo de un «yo», sino de todo el coro, en el que se transformaba el público, identificado con el actor-cantaor, sacerdote, víctima propiciatoria o chamán. La dramaturgia del ritual devolvió al teatro su función primigenia, mítica y catártica, al convertirse en expresión justificadora que ofrecía cohesión a toda una colectividad.
La rebeldía del «hombre» expresionista, desnudo en mitad del vacío del escenario, o el bailaor flamenco expresaban la rebeldía de toda una comunidad. Él, a través de la realidad de su cuerpo y su voz, se hacía portavoz de un grupo humano, transformando su odio, su angustia y su violencia en el odio, la angustia y la violencia de toda la colectividad, que, deslumbrada por la fuerza oculta de la víctima-bailaor–cantaor-actor, se llenaba de su misma energía. Como explicaba Artaud, el arte escénico adquiría su función primitiva «révélant à des collectivités leur puissance sombre, leur force cachée, elle les invite à prendre en face du destin une attitude héroïque et supérieure qu´elles n´auriaent jamais eue sans cela».196 De esta suerte, el teatro ritual o la dramaturgia del flamenco, convertida en uno de los más brillantes exponentes de ese «viaje por la cultura e identidad de un pueblo» que era el Teatro Antropológico, acertaba a recuperar esa piedra de toque que ha sido siempre la eterna función catártica que ya Aristóteles atribuyera a la tragedia. El teatro ritual se presentaba así como la forma moderna de la tragedia en el siglo XX, una tragedia renovada y a menudo concretada histórica e ideológicamente, que volvía a enfrentar al hombre con lo invisible y lo sagrado, devolviéndole una expresión mítica originaria.
* Dada la importancia histórica y el protagonismo que las revistas Primer Acto, Yorick y Pipirijaina tuvieron en la vida teatral del momento, se ha optado por introducir las numerosísimas referencias a ellas en notas a pie de páginas, aligerando así la bibliografía general. Por la misma razón, no se incluyen aquí los artículos o reseñas críticas de publicaciones culturales como Triunfo, Cuadernos para el Diálogo, Serra d´Or, Destino o de la prensa periódica. Para una bibliografía completa de Primer Acto, véase Primer Acto, 30 años. Índices, Madrid, Centro de Documentación Teatral, 1991. Puede consultarse una bibliografía periódica exhaustiva en Óscar Cornago Bernal, Discurso teórico y puesta en escena en el teatro en España (1960-1975). Universidad Autónoma de Madrid, 1997 (tesis doctoral).
Notas
1 Sánchez (1992: 27)
2 «El grito es la figura que recoge la respuesta expresionista a la múltiple crisis de los valores. Pero el grito no es tanto expresión de la angustia pasiva cuanto de la resistencia estética. El grito es un acto autoafirmativo. Lo que se afirma es la existencia de la propia subjetividad frente al peligro de anulación por parte de órdenes externos contrarios a ella. Es un amago de violencia una defensa activa, que intenta adelantarse al movimiento avasallante de los órdenes externos, codificados en un lenguaje vacío y muerto» (ibidem). 27
3 Brook (1994: 51)
4 Van Gennep (1986). Sobre la relación entre rito y teatro: Türner (1982), Stefanek (1976), Schechner (1988).
5 Stefanek (1988: 196)
6 Brauneck (1993: 458, 459) define el «teatro de la experiencia» como un sistema artístico abierto que buscó la seudoidentidad de arte y vida en una suerte de acción artística que encontró su apogeo durante la segunda mitad de los años sesenta en estrecha relación con los movimientos sociales de protesta de este período: «Kunst wurde nicht mehr als geschlossenes ästhetisches System verstanden sondern manifestierte sich in der Pseudo-Identität von Kunst und Leben, als Kunst-Handlung. […] Dieser Theaterentwicklung hatte Mitte und Ende der sechziger Jahre ihren Höhepunkt und stand in engstem Zusammenhang mit den Protestbewegungen dieser Zeit; sie kann als Manifestation von deren kulturrevolutionärer Attitüde angesehen werden und ist von den Ideen dieser Bewegungen getrage».
7 El director polaco se distanció del movimiento teatral estadounidense, acusando la sensación de improvisado caos y su falta de formalización escénica: «La técnica espiritual y la «artificialidad» (articulación de la parte en signos), no se oponen entre sí. Al contrario de lo que se piensa habitualmente, nosotros creemos que un proceso síquico que no esté potenciado por la disciplina, por la articulación de la parte y por una estructuración adecuada, no debe llegar a ser una liberación, sino que debe ser percibido sólo como una forma de caos biológico» (Grotowski, 1970: 13). A este respecto, resulta significativo el contraste entre el modelo de teatro-comuna extendido desde Estados Unidos frente al emblemático Teatr Laboratorium de Grotowski, dos vías que, sin dejar de compartir unas bases comunes, implicaban acercamientos diversos a la construcción teatral. Sobre el trabajo y teoría de Grotowski: Kumiega (1985), Osinski (1986) y, para el desarrollo posterior de su trabajo: Richards (1995).
8 Eugenio Barba (1995: 9), siguiendo a su maestro polaco, entendió el teatro igualmente como el desarrollo de unos códigos de expresión anteriores a las convenciones cotidianas y la lógica occidental: «Theatre Anthropology is the study of the pre-expressive scenic behaviour upon which different genres, styles, roles and personal or collective traditions are all based».
9 El intento por armonizar dos polos opuestos explica la breve duración que a menudo han tenido estos movimientos antes de su disolución: «La contradicción radicaba en la identificación de “espíritu”, como dimensión colectiva de la humanidad, y el “yo”, como sujeto creador empírico, en el mismo concepto de “hombre”» (Sánchez, 1992: 72).
10 De Marinis (1988)
11 Su diccionario de Teatro Antropológico (Barba y Savarese, 1991) constituye una de los acercamientos más rigurosos a la práctica de este tipo de teatro. Véase los ensayos de Barba (1982, 1995).
12 Eugenio Barba, «Tercer Teatro», Primer Acto, 182 (dic. 1979), p. 69.
13 En la dificultad de encontrar una definición ajustada, el teatro ritualista coincidía una vez más con el movimiento expresionista de principios de siglo: «A dire vrai, si on le considère dans son ensemble, l´expressionnisme résiste à la définition. Plus qu´un style, c´est une attitude de l´esprit à l´égard de l´homme, du monde, et de l´art susceptible de les saisir et de les exprimer dans leurs rapports les plus profonds. […] Né de l´angoisse, de l´insecurité, l´expressionisme est la traduction artistique d´une révolte» (Bablet, 1971: 193).
14 Barba (1988: 139)
15 Artaud (1964: 24)
16 De Marinis (1988: 106)
17 Barba (1988: 140)
18 La recepción del teatro épico de Brecht en España acusó cierto retraso con respecto a otros países de Europa, que hicieron el revolucionario descubrimiento a partir de 1954 con motivo de la presentación europea del Berliner Ensemble con Madre Coraje en París. Sin embargo, esta asincronía no afectó al desarrollo y recepción del teatro ritual en España, que presentó un notable paralelismo con el resto del mundo occidental.
19 José Monleón, «El último teatro», Primer Acto, 92 (en. 1968), p. 52.
20 Ibidem
21 Ibidem, p. 53.
22 Julian Beck, «Abajo las barreras», Primer Acto, 99 (ag. 1968), p. 18.
23 En este sentido es significativa la proyección que alcanzó el cursillo que en 1964 pronunciara José María de Quinto en el Teatro Estudio de Madrid sobre la ética del actor, cuyos puntos centrales fueron publicados en Primer Acto (José María de Quinto, «Ética del actor», Primer Acto, 64 (mayo 1965), pp. 4-14). En él se insistía en la necesidad de que el actor asumiese un compromiso, no solo económico, sino también estético e ideológico, a la hora de aceptar la interpretación de un determinado papel.
24 Serge Ouaknine, «El príncipe constante: Calderón – Grotowski», Primer Acto, 95 (ab. 1968), p. 32. Entre los principales centros de formación que vinieron a renovar el panorama teatral en España, hay que destacar en 1960 la Escola d´Art Dramàtic Adriá Gual y el Teatro Estudio de Madrid. La creación de escuelas de teatro se aceleró a partir de 1965. Muchas de ellas, incluyendo ya asignaturas como Improvisación, Ballet-Jazz, Sicología o Gimnasia, crecieron al amparo de grupos, como Bululú, el Corral de Comedias o el Teatro de Cámara de Zaragoza. En 1968 se creó el Centro Dramático 1 de Madrid y un año más tarde el Centre d´Estudis d´Expressió en Barcelona. Paralelamente, desde finales de los años sesenta, se produjo un significativo intento de reforma de los programas y metodologías de estudio de las escuelas oficiales de teatro: la Real Escuela Superior de Arte Dramático, en Madrid, y, sobre todo, en el Institut del Teatre, en Barcelona. Este renovado interés por la formación del actor fue paralelo a lo que estaba ocurriendo en el resto de Europa y Estados Unidos. En 1963 tuvo lugar en Bruselas la primera asamblea internacional sobre expresión corporal, en 1964 la segunda, en Bucarest, sobre la improvisación; la tercera sería en Essen, en 1965.
25 En enero de 1968 Primer Acto (núm. 92) publicó una antología de textos del libro de Artaud, El teatro y su doble, seleccionados y traducidos por Ángel Fernández-Santos, aunque ya con motivo de la visita del Living Theater a España, Renzo Casali, uno de los principales impulsores del nuevo teatro desde la teoría y la práctica, publicaba su estudio «Antonin Artaud, Living Theatre y neo-capitalismo», Primer Acto, 91 (1967), pp. 51-57. En este mismo número (91) se publicaba un texto del grupo estadounidense, en el que se referían a la influencia de Artaud en su teatro. En agosto de 1968, Primer Acto dedicó su número 99 a este grupo, donde se incluía un estudio de Judith Malina sobre su montaje de La prisión, de Kenneth Brown. En abril de ese mismo año, la revista publicaba una selección de textos de Grotowski proporcionados por el Centro Dramático Madrid 1, escuela fundada ante las necesidades de formación e investigación sobre las nuevas corrientes. En este número (95) aparecía la traducción del conocido estudio de Serge Ouaknine («El príncipe constante: Calderón – Grotowski», Primer Acto, 95 (ab. 1968), pp. 27- 43) y un análisis comparativo de Casali sobre Grotowski y Planchon.
26 Sobre el desarrollo de nuevos sistemas estructurales y modelos de creación en la escena española de este período: Cornago Bernal (1998c).
27 Frederic Roda, «La crueldad entre nosotros», Yorick, 27 (1968), p. 13
28 Dentro de la importante corriente de renovación de la interpretación, hay que destacar como antecedente temprano la Agrupación de Teatro Experimental formada por Miquel Porter, Elena Estellés, Feliu Formosa, Narciso Ribas, Asunción Fors y Ricard Salvat. Aunque fundada en 1953, es a partir de 1956 cuando se concretó en los primeros resultados reveladores, dando lugar a la creación del grupo Teatre Viu, centrado en la improvisación de los actores sobre temas u objetos dados, en un espacio desnudo y sin soporte dramático previo.
29 Ibidem. En términos aún más radicales se expresaba la crítica teatral de Le Monde: «En 1964, la tribu traverse l´Atlantique, et c´est l´événement le plus important pour l´évolution du théâtre en Europe occidentale» (Godard, 1996: 40).
30 Pérez de Olaguer («Crítica teatral de Barcelona», Yorick, 26 (1967), p. 16) describía el comienzo de la obra en los siguientes términos: «Escenario totalmente desnudo los actores empiezan a salir, despacio, desafiantes, protegiéndose con las manos de la luz de algunos focos. 15 min. asfixiantes y densos, cargados de silencios e implicaciones. Se pasean por el escenario, miran al público, quedamente, con cierto aire de desafío. De pronto, una actriz se dobla en un extraño grito. Le van imitando los demás. De ellos sale un sufrimiento físico-plástico canalizado en un larguísimo lamento. El escenario se convierte en un atronador gemido impresionantemente asociable a las sirenas de los bombardeos. Tras diez minutos agobiantes, casi todos los actores bajan al patio de butacas y se encaran con el espectador, con agresivos gestos y provocaciones. Recorren los pasillos del teatro amenazándole violentamente, escupiéndoles a su misma cara. Después vuelven a escena. […] el Living ha ganado ahí su primera batalla: sacar al espectador de su habitual y convencional posición, hacerle tomar partido».
31 Ibidem
15 Artaud (1964: 24)
16 De Marinis (1988: 106)
17 Barba (1988: 140)
18 La recepción del teatro épico de Brecht en España acusó cierto retraso con respecto a otros países de Europa, que hicieron el revolucionario descubrimiento a partir de 1954 con motivo de la presentación europea del Berliner Ensemble con Madre Coraje en París. Sin embargo, esta asincronía no afectó al desarrollo y recepción del teatro ritual en España, que presentó un notable paralelismo con el resto del mundo occidental.
19 José Monleón, «El último teatro», Primer Acto, 92 (en. 1968), p. 52.
20 Ibidem
21 Ibidem, p. 53.
22 Julian Beck, «Abajo las barreras», Primer Acto, 99 (ag. 1968), p. 18.
23 En este sentido es significativa la proyección que alcanzó el cursillo que en 1964 pronunciara José María de Quinto en el Teatro Estudio de Madrid sobre la ética del actor, cuyos puntos centrales fueron publicados en Primer Acto (José María de Quinto, «Ética del actor», Primer Acto, 64 (mayo 1965), pp. 4-14). En él se insistía en la necesidad de que el actor asumiese un compromiso, no solo económico, sino también estético e ideológico, a la hora de aceptar la interpretación de un determinado papel.
24 Serge Ouaknine, «El príncipe constante: Calderón – Grotowski», Primer Acto, 95 (ab. 1968), p. 32. Entre los principales centros de formación que vinieron a renovar el panorama teatral en España, hay que destacar en 1960 la Escola d´Art Dramàtic Adriá Gual y el Teatro Estudio de Madrid. La creación de escuelas de teatro se aceleró a partir de 1965. Muchas de ellas, incluyendo ya asignaturas como Improvisación, Ballet-Jazz, Sicología o Gimnasia, crecieron al amparo de grupos, como Bululú, el Corral de Comedias o el Teatro de Cámara de Zaragoza. En 1968 se creó el Centro Dramático 1 de Madrid y un año más tarde el Centre d´Estudis d´Expressió en Barcelona. Paralelamente, desde finales de los años sesenta, se produjo un significativo intento de reforma de los programas y metodologías de estudio de las escuelas oficiales de teatro: la Real Escuela Superior de Arte Dramático, en Madrid, y, sobre todo, en el Institut del Teatre, en Barcelona. Este renovado interés por la formación del actor fue paralelo a lo que estaba ocurriendo en el resto de Europa y Estados Unidos. En 1963 tuvo lugar en Bruselas la primera asamblea internacional sobre expresión corporal, en 1964 la segunda, en Bucarest, sobre la improvisación; la tercera sería en Essen, en 1965.
25 En enero de 1968 Primer Acto (núm. 92) publicó una antología de textos del libro de Artaud, El teatro y su doble, seleccionados y traducidos por Ángel Fernández-Santos, aunque ya con motivo de la visita del Living Theater a España, Renzo Casali, uno de los principales impulsores del nuevo teatro desde la teoría y la práctica, publicaba su estudio «Antonin Artaud, Living Theatre y neo-capitalismo», Primer Acto, 91 (1967), pp. 51-57. En este mismo número (91) se publicaba un texto del grupo estadounidense, en el que se referían a la influencia de Artaud en su teatro. En agosto de 1968, Primer Acto dedicó su número 99 a este grupo, donde se incluía un estudio de Judith Malina sobre su montaje de La prisión, de Kenneth Brown. En abril de ese mismo año, la revista publicaba una selección de textos de Grotowski proporcionados por el Centro Dramático Madrid 1, escuela fundada ante las necesidades de formación e investigación sobre las nuevas corrientes. En este número (95) aparecía la traducción del conocido estudio de Serge Ouaknine («El príncipe constante: Calderón – Grotowski», Primer Acto, 95 (ab. 1968), pp. 27- 43) y un análisis comparativo de Casali sobre Grotowski y Planchon.
26 Sobre el desarrollo de nuevos sistemas estructurales y modelos de creación en la escena española de este período: Cornago Bernal (1998c).
27 Frederic Roda, «La crueldad entre nosotros», Yorick, 27 (1968), p. 13
28 Dentro de la importante corriente de renovación de la interpretación, hay que destacar como antecedente temprano la Agrupación de Teatro Experimental formada por Miquel Porter, Elena Estellés, Feliu Formosa, Narciso Ribas, Asunción Fors y Ricard Salvat. Aunque fundada en 1953, es a partir de 1956 cuando se concretó en los primeros resultados reveladores, dando lugar a la creación del grupo Teatre Viu, centrado en la improvisación de los actores sobre temas u objetos dados, en un espacio desnudo y sin soporte dramático previo.
29 Ibidem. En términos aún más radicales se expresaba la crítica teatral de Le Monde: «En 1964, la tribu traverse l´Atlantique, et c´est l´événement le plus important pour l´évolution du théâtre en Europe occidentale» (Godard, 1996: 40).
30 Pérez de Olaguer («Crítica teatral de Barcelona», Yorick, 26 (1967), p. 16) describía el comienzo de la obra en los siguientes términos: «Escenario totalmente desnudo los actores empiezan a salir, despacio, desafiantes, protegiéndose con las manos de la luz de algunos focos. 15 min. asfixiantes y densos, cargados de silencios e implicaciones. Se pasean por el escenario, miran al público, quedamente, con cierto aire de desafío. De pronto, una actriz se dobla en un extraño grito. Le van imitando los demás. De ellos sale un sufrimiento físico-plástico canalizado en un larguísimo lamento. El escenario se convierte en un atronador gemido impresionantemente asociable a las sirenas de los bombardeos. Tras diez minutos agobiantes, casi todos los actores bajan al patio de butacas y se encaran con el espectador, con agresivos gestos y provocaciones. Recorren los pasillos del teatro amenazándole violentamente, escupiéndoles a su misma cara. Después vuelven a escena. […] el Living ha ganado ahí su primera batalla: sacar al espectador de su habitual y convencional posición, hacerle tomar partido».
31 Ibidem
32 Miguel Bilbatúa, «¿Qué es la vanguardia?», Cuadernos para el Diálogo, 39 (dic. 1966), p. 42.
33 Artaud (1964: 190)
34 José Monleón, «La hora de Antonin Artaud», Triunfo (7.10.1967).
35 Ibidem
36 José Monleón, «Grotowski en España»¸ Primer Acto, 122 (jul. 1970), p. 10.
37 Casali, «Antonin Artaud, Living Theater y neocapitalismo».
38 Renzo Casali, «Introducción a la muerte», Primer Acto, 92 (en. 1968), p. 30.
39 Ibidem, p. 31.
40 El grupo aglutinado en torno a Beck y Malina entró en contacto con la obra del autor galo en 1958 a través de la traductora inglesa del Teatro y su doble, Ensi Richard, en palabras de los propios componentes del grupo: «Artaud dijo lo que nosotros pensamos: que la civilización occidental es bárbara, deshumanizada. Ha definido un teatro capaz de agitar al público, lo que el público está buscando; el equivalente violento, pero poético, fantástico, de la realidad y de las inquietudes de la vida contemporánea. La fantasía de Artaud es terrible, alucinante, pero partía de una toma de conciencia de la realidad» (Living Theater, «El Living individual o mientras llega la destrucción, la ciudad baila», Primer Acto, 91 (1967), p. 45).
41 José Monleón, «Carta abierta al Living Theatre», Primer Acto, 99 (ag. 1968), p. 4
42 En declaraciones del propio Beck, se hacía una defensa de la importancia de la calidad literaria del texto dramático, a pesar de que en sus principales montajes el valor literario de los textos fuese mínimo, como en The brig, Frankestein o Paradise now: «No me resignaré jamás a leer un drama que no esté bien escrito. Y, por la misma razón, no obligaré a los espectadores a oírlo» (Living Theater, «El Living individual»).
43 «Si estamos de acuerdo en que el esquema del mundo actual es el desarrollo de las ideas de Artaud, y el irracionalismo se traduce en el método directo de conmoción dirigido no al intelecto, sino a los sentimientos, y en que por otra parte, la palabra puede dirigirse no exclusivamente al intelecto, tendremos entonces la síntesis estilística del Living Theatre, o el equilibrio dialéctico» (Casali, «Antonin Artaud, Living Theater y el neocapitalismo», p. 55).
44 Ibidem. En este mismo aspecto de reconciliación, subrayaban los miembros del Living Theater: «En Antígona hemos hecho la experiencia de unir las ideas de Artaud con las de Brecht. Artaud dice que es necesario destruir todos los textos; y con Brecht visto por Artaud, nosotros desearíamos encontrar un nuevo lenguaje para nuestros actores. Brecht, por otra parte, nos habla con un lenguaje racionalista, y Antígona es justamente el experimento que nos permitirá comprobar la posibilidad de continuar con los textos dramáticos sin destruirlos» (ibidem, p. 56).
45 José María de Quinto, «Dos dramas de Sartre», Ínsula, 257 (ab. 1968), p. 15.
46 José Monleón, «El último teatro», Primer Acto, 92 (en. 1968), p. 58.
47 José Monleón, «Grotowski, o el teatro límite», Primer Acto, 95 (ab. 1968), pp. 6-7.
48 Casali, «En busca del hombre perdido», p. 22.
49 Ibidem, p. 23.
50 Miguel Bilbatúa, «Las nuevas corrientes teatrales españolas», Cuadernos para el Diálogo, 81-81 (jun.- jul. 1970), pp. 47- 48.
51 Josep Montanyès, «Relación director-actor en el teatro independiente», Primer Acto, 125 (oct. 1970), p. 9.
52 José Monléon (entr.), «Con Jack Lang», Primer Acto, 174 (nov. 1974), pp. 69-71.
53 José Monleón, «Grotowski en España»¸ Primer Acto, 122 (jul. 1970), pp. 8-11.
54 José Monleón, «El tortuoso camino hacia el teatro europeo», Triunfo (26.12.1970).
55 Casali, «En busca del hombre perdido», p. 24.
56 Ibidem, p. 27.
57 «Empiezo por el origen: el hombre-actor es el eje fundamental de toda experiencia. […]. El director en este caso, asume el único rol de integrante extrañado del grupo, provocador principal y catalizador de catarsis» (ibidem, p. 28).
58 Ibidem, p. 29.
59 Ibidem, p. 33.
60 Renzo Casali, «Los hipocondríacos: teoría y práctica de una dirección escénica», Primer Acto, 103 (oct. 1968), pp. 36-41.
61 Ibidem, p. 38.
62 Renzo Casali, «Los hipocondríacos», Primer Acto, 103 (oct. 1968), p. 45.
63 Ibidem, p. 58.
64 Casali, «Los hipocondríacos», p. 40.
65 «Mesa redonda», Primer Acto 109 (jun. 1969), p. 21.
66 Hermógenes Sainz confesaba el descubrimiento práctico de un nuevo tipo de teatro: «Me ha servido para ver cosas que resultan teóricamente evidentes, pero que era necesario ver, como es, sobre todo, la separación definitiva del teatro y la literatura» (ibidem, p. 26). Juan Bernabé, director del Teatro Estudio Lebrijano, admitió la influencia de este sobre el montaje posterior de Oratorio y José María González confesaba: «No sé qué es lo que haré dentro del teatro español. Si consigo hacer algo, Nancy habrá sido mi primera base, mi primer contacto con un teatro serio, comprometido, cuya forma provoca en el espectador una actitud de participación en lo que está viendo» (ibidem, p. 27).
67 El Festival, que había comenzado ya en un ambiente de tensión debido a la suspensión a última hora de las subvenciones ministeriales y la inesperada convocatoria de un Festival de Teatro Nuevo en Tarragona por la Dirección General de Cultura Popular, fue interrumpido el penúltimo día por decisión de la mayoría de los participantes que ocuparon el Teatro Principal de San Sebastián desde las siete y media de la tarde hasta las dos y media de la madrugada con motivo de la prohibición por la Censura, en el último momento, de las obras Kux, my Lord, de Leroy Jones, interpretada por la Escola d´Art Dramàtic Adriá Gual, y Los mendigos y La opinión, de Martínez Ballesteros, en un festival internacional en el que era norma que las obras no pasasen por censura previa.
68 Puede consultarse su programación en Primer Acto, 119 (ab. 1970), pp. 21-23.
69 Miguel Bilbatúa, «I Festival Internacional de Teatro», Cuadernos para el Diálogo, 80 (mayo 1970), p. 53.
70 Con motivo de la participación de la EADAG en el VI Festival de Nancy en 1968, Jack Lang, director del Centre Universitaire International de Formation et de Recherche Dramatique (CUIFERD) y del Festival de aquella ciudad, ofreció tres becas de investigación teatral para el curso 1968-69 en dicho centro. Los tres becarios, Eulalia Gomà, Maite Lorés y Pere Planella, a la vuelta de la estancia en Francia, se incorporaron como profesores de la EADAG para intentar poner en práctica las nuevas técnicas de montaje e interpretación aprendidas. A lo largo del curso 1969-1970, se estuvo trabajando en una investigación a partir de El casamiento, de Gombrowicz, bajo la dirección de Juan Carlos Uviedo. El montaje, de cuatro horas de duración, conoció cinco representaciones privadas. En él se intentaba ya la experimentación con nuevos códigos escénicos de inspiración grotowskiana.
71 Pere Planella, «El proceso de trabajo de Edip rey», Primer Acto, 122 (jul. 1970), p. 23.
72 Ibidem, p. 27.
73 R. Prada, «Sófocles-Edip-Riba-Grotowski en la Cúpula del Coliseum», El Correo Catalán (28.5.1970).
74 Planella, «El proceso de trabajo de Edip rey», p. 26.
75 En comparación con su trabajo anterior montado en Olot, Antígona —texto que a raíz de la representación del Living Theater fue representado por numerosos grupos—, Edip, rei supuso un proceso de creación interpretativa más interiorizado, propuesto directamente como expresión límite de las situaciones. En Antígona se buscó todavía la intervención activa del público, «incitándole a que participase en una imaginaria comunión del cuerpo de Antígona, y a que se uniera finalmente en una danza de tambor o de liberación» (ibidem). Además, en esta primera propuesta ritualizante, el texto ocupaba todavía un lugar dominante: «Se entendía y era pronunciado dentro de un estilo entre realista y declamatorio» (ibidem), insertándose antes que la interpretación en el proceso de creación. A diferencia del montaje de Edip, rei, estructurado sobre una sucesión de acciones.
76 La revista Presencia (23.5.1970) cubría su portada con dos amplias fotografías a color de sendos momentos del espectáculo.
77 Pérez de Olaguer («Crítica Teatral de Barcelona», Yorick, 38 (feb.-mar. 1970), pp. 71-74), coincidiendo con Sans («Acerca de un Edip», Destino (6.6.197)), juzgó válida la propuesta como trabajo de investigación y desarrollo de nuevas formas expresivas, pero no como modelo de comunicación teatral: «Pese a momentos de auténtica comunión, ésta en general no se consigue y la reiteración del proceso del actor nos distancia con frecuencia». No obstante, consideró el resultado como uno de los mejores exponentes del nuevo teatro de actor. Por su parte, Manegat («La importancia de una experiencia teatral», El Noticiero Universal (29.5.1970)), al margen de juicios valorativos, abrió su reseña subrayando el valor histórico de la representación: «Nos guste o no nos guste, lo cierto es que se trata de un acontecimiento importante porque representa el primer contacto que en Barcelona se mantiene con la técnica teatral del polaco Jerzy Grotowski».
78 Bululú, «Un montaje: El mito de Segismundo», Primer Acto, 150 (nov. 1972), p. 71.
79 «Todas las personas que ya le conocían [el montaje], inmediatamente comprendieron que si de hecho había muchos elementos comunes era una afortunada coincidencia, pero que nada tenía una cosa que ver con la otra y sus opiniones se concretaron a decir que lo nuestro era un producto puramente ibérico» (ibidem, p. 73).
80 Bululú («Bululú en Yugoslavia», Yorick, 44 (dic. 1970), pp. 69-70) destacó la unanimidad que hubo en los coloquios sobre el carácter ibérico del montaje, tanto desde un punto de vista del estilo expresivo como por el contexto social que traslucía, y acusó a los críticos de San Sebastián de juzgar su producción de grotowskiano cuando no se había presenciado una sola obra de este autor.
81 Según la descripción que proporcionaba Molla (1993: 44): «Ese rumor de fondo es el protagonista único; ese entremezclarse de los cuerpos, ese unirse y disgregarse de las conductas personales, la confusión y la contradicción de monólogos y diálogos simultáneos. Las voces oscilan entre el grito, el bisbiseo, el chirrido, el sollozo, la queja, las palabras cotidianas, el discurso olímpico, la arenga totalitaria, los versos de Miguel Hernández, los bramidos reivindicatorios del pueblo revolucionario, el sermón baratamente preconciliar, el Padre-nuestro y el insulto».
82 Roy Hart, «Textos de Roy Hart», Primer Acto, 130 (mar. 1971), pp. 14-28.
83«Para educar mi voz de manera que pudiera producir por propia voluntad una gran variedad de timbres y matices que se relacionarán más con la experiencia inmediata que con una inteligente e intelectual representación de la experiencia, he tenido que adquirir en mi cuerpo el conocimiento de mi humanidad comprehensiva» (Ibidem, p. 19).
84 Diego Galán («El TEI ¿Reinar después de morir?», Triunfo (7.10.1972)) resumía así los temas de la obra: «La inutilidad del mito, la necesidad urgente de un riesgo personal, de un replanteamiento de la colectividad; la visión angustiada de una liberación que no llega para el hombre, son algunas de las ideas que, a través de violentas sensaciones, ofrece el TEI en su nueva obra».
85 Ladra («Después de Prometeo», Primer Acto, 151 (dic. 1972), p. 66) situó la obra como un punto culminante dentro de la línea continuada de investigación de los lenguajes expresivos del actor que había desarrollado el grupo desde sus inicios. Coincidiendo con Ladra, véase también la crítica de Gonzalo Pérez de Olaguer, «Badajoz y su I Semana de Teatro», Yorick, 57-58 (en.-mar. 1973), pp. 8-11
86 Álvaro (1973: 193-196). Lázaro Carreter (Gaceta Literaria) se preguntaba por los dudosos efectos de exaltación y abatimiento sobre un espectador que tenía que «atender a diez o doce actores que se mueven, saltan, salmodian, susurran, declaman…; y su mente —juzgo por mí— se esfuerzan por reducir aquel caos a un cosmos inteligible». Álvaro, Prego (ABC) o García Pavón (Nuevo Diario) echaron en falta el uso, aunque fuese mediatizado, de un texto teatral cuyas facultades no llegaban a ser sustituidas por otros lenguajes limitados a la provocación de sensaciones, pero no de conceptos. No obstante, otras firmas, como Aragonés (La estafeta literaria) destacaron la importancia de un teatro que demandaba un nuevo tipo de comunicación.
87 Pérez de Olaguer («VI Festival de Teatro de Sitges», Yorick, 55-56 (dic. 1972), pp. 63-65) mostró su incomprensión por los premios concedidos, aduciendo el poco interés temático y lo abstracto del tema: la culpa y su significación actual. La crítica de Madrid (Álvaro, 1974: 230-232) expresó la misma disparidad de juicios. Prego (ABC) consideró el texto «rudimentario». Por su parte, Lázaro Carreter (Gaceta Ilustrada) justificó el espectáculo por su expresión plástica: «nuestras reservas ante la eficacia dramática de este espectáculo se abaten ante el montaje admirable que le ha procurado Juan Antonio Quintana. La piedad es un ejercicio, de virtuosísimo escénico, y tiene que ser realizado con excelencia. […] La escena del apaleamiento ha quedado en mi memoria como una pieza maestra de la interpretación teatral».
88 La crítica de Yorick rechazó el vanguardismo de la propuesta escénica: «Esas enormes e irracionales sombras de las sillas iluminadas a ras de suelo, esos juegos rituales con que los personajes se entregaban a gratuitos trenzados al moverse por la escena, esa mecánica agitación de algo tan espontáneo y manual, con todos los productos de la artesanía, el folklórico abanico, muy poco tienen que ver con ese drama de
mujeres en los pueblos de España de acento tan marcadamente naturalista» (Giovanni Cantieri, «Crítica Teatral en Barcelona», Yorick, 25 (1967), p.19).
89 José Monleón, «La batalla de Bernarda Alba», Triunfo (4.3.1972).
90 Monleón («El caso de Valencia», Triunfo (31.3.1973)) destacó su «sabor esteticista», criticándole una excesiva autonomía con respecto al texto de Valle-Inclán, a pesar de lo cual, señaló el montaje como uno de los pocos que subieron el nivel del I Festival de Teatro Universitario celebrado en Valencia durante el mes de marzo de 1973.
91 El texto fue publicado por Monleón (coord., 1976: 146-162).
92 La obra, estrenada en el Valencia Cinema en marzo de 1975, llegaba al Teatro Alfil el 17 de junio. El estreno levantó expectación y la crítica madrileña (Álvaro, 1976: 236-237) reconoció las posibilidades expresivas y dramáticas del autor, a pesar de que se rechazase la inconexión de las escenas, la caótica mezcla de estilos y la sensación de confusión.
93 Los textos fueron publicados en el núm. 89 de la revista Primer Acto, dedicado a este grupo con ocasión de su actuación en el Teatro Beatriz de Madrid. Sobre la obra de este autor y director y su evolución posterior: Ruggeri Marchetti (1995).
94 Cátaro, «Espectáculo Cátaro», Primer Acto, 89 (1967), p. 12.
95 Retomando una de las ideas básicas del teatro antropológico, Miralles se refería a aquellos «analfabetos emotivos que redujeron al mínimo la expresión corporal del actor» y que Artaud identificaba con la civilización occidental. Véase Alberto Miralles, «Ética y estética del espectáculo Cátaro», Primer Acto, 89 (1967), pp. 17-21
96 Miralles, «Ética y estética del espectáculo teatral», p. 18.
97 Álvaro (1968: 346-349). García Pavón (Arriba), por ejemplo, aprobó los lenguajes escénicos del grupo para grandes públicos, aunque señaló que en el reducido espacio de un teatro de cámara, «quedan al desnudo la elementalidad de los textos y por supuesto no surten efecto alguno político»; elogió, sin embargo, los efectos plásticos conseguidos, así como los resultados escénicos que partían de elementos tan escasos. Giovanni Cantieri («Crítica Teatral en Barcelona», Yorick, 25 (1967), pp. 18-19) lo aceptó como ejercicio de escuela, pero denunció ciertos lugares comunes que empezaban a extenderse por los grupos jóvenes. Desde otra perspectiva, Gonzalo Pérez de Olaguer («Espectáculo Cátaro 67, de Alberto Miralles», Revista Europa, (jun. 1967)), sin dejar de señalar ciertas ingenuidades y demagogias, destacó el valor del espectáculo en la medida en que abría nuevos cauces a la creación escénica.
98 El texto final utilizado para el montaje fue publicado en Yorick 39 (ab. 1970).
99 «¿Factores positivos del espectáculo? Quizás el rompimiento con las convenciones escénicas tradicionales. Pero si esto lo hacemos tan alegremente y por las buenas, corremos el riesgo de confundir al público y despertar su desconfianza ante la poca solidez de los nuevos procedimientos» (Santiago Sans, «Espectáculo collage, y stop», Destino (30.5.1970)).
100 A este respecto, señalaba el crítico de Ínsula: «El texto sirve de poco para este deslinde [trabajo de autor y director], pues ha sido utilizado tan sólo como guía o punto de partida, y lo que se representa es obra de infinitas improvisaciones y alteraciones decididas sobre los ensayos» (Alberto Adell, «El teatro de la crueldad», Ínsula, 232 (mar. 1969), p. 12).
101 Desde las páginas de Primer Acto, defensora del nuevo movimiento, se abogó igualmente por una corriente conciliadora: «La vieja concepción según la cual Brecht pertenecía a la «realidad» y Artaud al «absurdo», uno a la integración revolucionaria en la historia y el otro a la pasiva e irracionalizada aceptación de la misma, ya no vale en absoluto. La realidad necesita los dos elementos, y el realismo a ultranza, conciso, sociológico y didáctico, resulta, ante la marcha de la historia y la situación del mundo,
un idealismo decididamente absurdo y mítico» (José Monleón, «Notas a un estreno muy importante», Primer Acto, 102 (set.1968), p.11).
102 Francisco Nieva, «Los motivos de una interpretación plástica del Marat-Sade», Primer Acto, 102 (set. 1968), p. 16.
103 Según refería Pérez de Olaguer («Marat-Sade, en España», Yorick, 28 (nov. 1968), pp. 39-47), el mismo autor del texto dramático y su mujer juzgaron la escenografía como una aportación totalmente novedosa.
104 A las tres de la madrugada esperaba ya la gente para poder asistir a un estreno que empezaba a las once. La policía tuvo que intervenir el última día ante las protestas de aquellos que se quedaron sin entrar. Monleón («Notas a un estreno muy importante») lo calificó como uno de los cinco estrenos más relevantes de los últimos treinta años y Pérez de Olaguer («Marat-Sade, de Peter Weiss», Yorick, 28 (nov. 1968), pp. 68-70), iendo más allá, se planteaba si «la significación política de Marat-Sade no convertirá el estreno de la obra de Peter Weiss en el acontecimiento teatral más importante en España desde nuestra última guerra civil». Hans Rosthorn («Un Marat-Sade goyesco», Ínsula, 264 (nov. 1968), p. 15), después de preguntarse si algún otro montaje del Marat-Sade habrá sido tan ovacionado como este, resumió así su impresión: «Público y crítica han coincidido: con esta puesta en escena, el director Adolfo Marsillach y su escenógrafo Francisco Nieva, inician una nueva época del teatro en España».
105 Pérez de Olaguer, Adolfo Marsillach, pp. 73-74.
106 Álvaro (1969: 273-284).
107 Roda («Marat-Sade», Destino (26.10.1968)) destacó el tono de equipo, la sustitución del tradicional star-system, la concepción del teatro como una totalidad que debía ser montada con igual exigencia creadora en todos sus niveles. En unanimidad con la crítica de Madrid, Roda señaló que este modelo teatral inauguraría en España el «teatro industrial […] nacido de la inyección vitalizadora y revulsiva que sobre la escena española ha representado el independiente en cuanto la incorporación de autores “heterodoxos”, la experimentación de nuevas técnicas escénicas, la lucha contra los monopolios».
108 Miguel Bilbatúa, «Marat-Sade-Weiss-Marsillach», Cuadernos para el Diálogo, 63 (dic. 1968), pp. 48-49.
109 Según explicaba Marsillach en el programa de mano: «me ha “salido” llamarles “oficiantes” porque creo que están oficiando un rito […] encargados de vigilar, adivinar e interpretar el texto y que, a través de ellos, la obra consiga dar un salto en el tiempo y en el espacio para hacerla viva y preocupante aquí y ahora».
110 «El conde fue construido con los elementos de la cocina hasta confeccionar un gran esperpento compuesto por dos actores, que maltrataban al actor que representaba al criado con su bandeja, y el «pueblo» en un acto de rebeldía lo ejecutaba simbólicamente. Con los «trozos» del conde se iniciaba un gesto de agresión al público. Así terminaba la obra» (Bululú, «Los oficiantes», Primer Acto, 154 (mar. 1973), pp. 39-41).
111 El mismo grupo Bululú denunció la falta de un trabajo de armonización de dos estéticas opuestas que no llegan a integrarse (Bululú, «Los oficiantes», p. 39). Coincidiendo con ellos, Fernández-Santos («Notas a la puesta en escena», Primer Acto, 154 (mar. 1973), p. 37) y Monleón («La señorita Julia, espectáculo polémico», Triunfo (24.2.1973)) acusaron al director de oportunista. Frente a estos, Bilbatúa («La señorita Julia», Cuadernos para el Diálogo, 115 (ab. 1973), p. 45) defendió la propuesta como un eficaz intento por insuflar una renovadora lectura en un clásico, aludiendo a la incomprensión de ciertos sectores críticos que, acostumbrados al «ilusionismo», no habían sido capaces de entender la irónica teatralidad de la representación realista expresada a través de la escenografía, la interpretación y subrayada por el marco distanciador de la rampa y los oficiantes.
112 Como contaba el propio Montanyès (1992: 171): «En l´escenari del Centre Parroquial d´Horta vaig poder experimentar per primera vegada i durant bastants anys tot allò que aprenia a l´Adrià Gual. I la Maria Aurèlia hi va ser present des del primer moment».
113 Maria Aurrèlia Capmany, «Los actores de Horta. ¿Un estilo? ¿Una limitación? ¿Una vocación? ¿Un violín de ingres?», Yorick, 51 (en.-mar. 1972), p. 61.
114 Ibidem
115 Ya a raíz de su representación en 1965, Roda («La Passió, de Horta», Destino (27.3.1965)) apuntó la depuración formal a la que se había sometido el tradicional espectáculo con su beneficioso efecto en cuanto a eficacia comunicativa: «Una ascética presentación que se propone hacer más próximo el gran tema a una sensibilidad de nuestro tiempo y juventud, que huyen del estilo relamido y “glorioso” con el que se acostumbran a tratar temas religiosos». Aunque su novedosa apariencia le hacia dudar acerca de su adscripción como género teatral.
116 Roda («Crist, Misteri, de Urdeix y Montáñez», Destino (6.4.1968)), después de criticar la excesiva fragmentariedad del texto, resumió así los rasgos más afortunados: «Pero los aciertos, el olor a honestidad, la entrega sin falsas concesiones, la seriedad en busca de belleza y verdad en lugar de las falsas imágenes olotinas de las Passiones folklóricas, todo ello supera los naturales titubeos propios de la independencia del grupo de Horta y de su primera y tan brillante investigación escénica».
117 En este sentido, la llegada del Living Theater a España y la progresiva difusión de las teorías de Artaud y Grotowski supusieron el impulso definitivo: «la posibilidad de ver directamente una actuación del Living fue extremadamente útil […] la enseñanza que supuso el paso de Julian Beck y Judith Malina por nuestra ciudad nos impulsó a hacer un nuevo montaje, expresivamente más duro y acentuando el sentido crítico del texto» (Josep Montanyès, «La expresión corporal como armazón del Teatro de Vanguardia», Yorick, 37 (dic. 1969-en. 1970), p. 16).
118 Los textos que se utilizaron en Oratori… fueron publicados por Yorick, 51 (en.-mar. 1971).
119 Cit. en Santiago Sans, «En torno a Oratori», Destino (18.4.1970).
120 Montanyès, «La expresión corporal», p. 55.
121 Ibidem, p. 56.
122 Ibidem
123 Ibidem
124 Joan Anton Benach («Oratori per un home sobre la terra», El Correo Catalán (8.5.1969)) destacó el carácter de tragedia clásica y la fuerza con la que se llegaba a expresar el sufrimiento, elogiando el movimiento «excepcional», sobre todo en la segunda parte, la música de Arrizabalaga, «una de las más gratas sorpresas que nos llevamos del Oratorio» y el patetismo que Joan Nicolás imprimió al papel de Job. Un año más tarde, sin embargo, con motivo de la reposición en el Romea, Sans («Oratori per un home sobre la terra», Destino (21.3.1970)) criticó el fragmentarismo, la abstracción formalista y la falta de trama del espectáculo, señalando, no obstante, la fuerte identificación entre la escena y la sala.
125 A raíz de su representación en el Teatro Español, entre el 24 y el 27 de marzo, Lorenzo López Sancho («Oratori per un home sobre la terra», ABC, (26.3.1970)) comparó el espectáculo con los trabajos de creadores del prestigio de Brook, Grotowski, Barrault o Beck, calificando la interpretación como un «prodigio de disciplina, de expresión conjunta e individual en un tono general de alta dignidad artística», en la que destacó de nuevo el «admirable» trabajo de Joan Nicolás.
126 El crítico de Destino llegó a situar la significación de este montaje, junto con la mítica Ronda de mort a Sinera, de Espriu-Salvat, como las dos cimas más relevantes de la historia del teatro catalán contemporáneo.
127 En Sitges, obtuvo los galardones a la mejor compañía, la mejor obra y la mejor dirección, y llegó hasta el II Festival Internacional de Teatro de Madrid en 1971. No obstante, parte del público, así como algunas reconocidas firmas, criticaron un exceso de esteticismo, de vaguedad en el planteamiento, ausencia de conflicto dramático y un marcado estatismo.
128 Fàbregas (1987: 105)
129 Para un listado de las fechas de las representaciones del GETH realizadas hasta 1972, así como una nómina completa de sus integrantes, puede consultarse el volumen de Yorick, 51 (en.-mar. 1972). 130 La atención internacional que atrajo esta obra ha proporcionado abundante documentación. Entre ella, cabe destacar el volumen V de Les voies de la création théâtrale, Paris, Centre National de la Recherche Scientifique, 1975. Asimismo, el homenaje que le dedicó el Centro Nacional de Nuevas Tendencias Escénicas en la Sala Olimpia de Madrid en 1984 fue motivo de la reposición de la obra, que fue registrada en soporte audiovisual conservado en el Centro de Documentación Teatral.
131 «Las criadas, por sus tres intérpretes», Primer Acto, 115 (dic.1968), p. 20.
132 Ibidem, p. 23.
133 La obra de Genet ya había sido llevada a la escena dentro de los cánones realistas, con más o menos austeridad, pero a partir de un concepto de la creación teatral como imitación de una realidad exterior.
Álvaro Guadaña, al frente de Dido Pequeño Teatro, la estrenó en sesión única en el Teatro Goya el 11 de junio de 1962, con escenografía de Pablo Runyan, música de Alberto Blancafort, e interpretación de Mari Paz Ballesteros, Laly Soldevilla y Esmeralda Adam.
134 José Monleón (entr.), «En Madrid, con Jean Genet», Primer Acto, 115 (dic. 1969), p. 16.
135 Ibidem, p. 18.
136 «Las criadas…», p. 26.
137 Barba (1995)
138 Así lo demandaba el propio Genet («Cómo interpretar Las criadas», Primer Acto, 113 (oct. 1969), p. 35): «Sin poder decir exactamente lo que es el teatro, sé muy bien lo que le niego que sea: la descripción de gestos cotidianos vistos desde el exterior. Yo voy al teatro con el fin de verme en el escenario tal y como no sabría —o no osaría— verme o imaginarme, y, sin embargo, tal y como sé que soy. Los actores tienen, pues, por función el endosar los gestos y extraños trajes que les permitirán mostrarme a mí mismo, desnudo, en la soledad y en el júbilo».
139 Aslan (1975: 184)
140 «Las criadas…», p. 26.
141 Álvaro (1970: 220-230).
142 En esta línea, Bilbatúa («Las criadas, de Jean Genet», Cuadernos para el Diálogo, 68 (mayo 1969), pp. 42-43) elogió la producción de García en lo que tenía de verdadero acto de creación artístico, libre de la subordinación reductora a un texto dramático —«uno de los pocos casos que nos permiten realizar una crítica teatral y no, una crítica literaria»—; sin embargo, denunció la minusvaloración de la proyección social que daba cohesión y sentido al drama, reduciendo el montaje a un gratuito juego de artificio construido en el vacío. Coincidiendo con Bilbatúa, Fernández-Santos («Las criadas, de Jean Genet en el Teatro Fígaro, de Madrid», Ínsula, 275-276 (oct.-nov. 1969), p. 30) definió la obra como «uno de los trabajos escénicos más densos, acabados y emocionantes que he visto nunca en un escenario, de aquí o de fuera de aquí»; sin embargo, la eliminación que efectuaba de todo referente exterior, hacía que el rito apareciese como algo vacío, limitado y ausente de contradicciones.
143 David Ladra, «Las criadas, entre dos vanguardias», Primer Acto, 115 (dic. 1969), pp. 28-31.
144 Monleón (coord., 1984)
145 Compte (1973)
146 La autoría de la escenografía dio lugar a una polémica entre Puigserver y García, quien se negó a reconocer la creación del artista catalán, argumentando que solo se trataba de la realización de un encargo.
147 José Monleón, «Con Víctor García y Nuria Espert», Primer Acto, 137 (oct.-1971), p. 16.
148 Pérez de Olaguer («Yerma, de Lorca», Yorick, 57-58 (en.-mar. 1973), pp. 103-105) valoró la audacia del experimento, pero señaló la lona como verdadero y único protagonista del espectáculo, sin que ello contribuyera a una nueva lectura de la obra lorquiana. En esta misma línea, gran parte de la prensa madrileña se refirió a la adulteración de la obra de Lorca (Álvaro, 1972: 122-135). Tan solo algunas voces, como Diez Crespo (Alcázar), Corbalán (Informaciones) o Menéndez Ayuso («El teatro español, hoy. Un público en busca de autor», Triunfo, 541 (10.02.73), pp. 32-35) elogiaron la original propuesta que conseguía liberar la obra del autor granadino de los pesados tópicos líricos que la anquilosaban, ofreciéndole una proyección internacional.
149 Clive Bames, crítico del New York Times, aseguraba no haber entendido el texto lorquiano hasta ver la puesta en escena del director argentino (Menéndez Ayuso, «El teatro español…»). Asimismo, la prensa latinoamericana agradeció la renovadora formulación de la tragedia lorquiana, tantas veces reducida a «bucólicos» cuadros líricos («Yerma, en América Latina», Primer Acto, 178 (mar. 1975), pp. 56-57).
150 Esta recuperación se inició justamente con la puesta en escena de Divinas palabras, en dirección de José Tamayo e interpretación de Nati Mistral, en 1961
151 A este respecto, resulta significativo señalar que García intentó primeramente estrenar la obra en una cuevas de origen volcánico en las Islas Canarias.
152 Miguel Bilbatúa, «Divinas palabras», Cuadernos para el Diálogo, 146 (nov. 1975), p. 53.
153 Además de la actriz catalana, el elenco estuvo formado por nombres como Walter Vidarte o Héctor Alterio, Antoni Canal, María Jesús Andany o Nuria Moreno, María José Valiente, José Jaime Espinosa o Jinmy Karoubi, Margarita Calahorra o María Paz Ballesteros, José Camacho, Maite Brik, Ana Frau. Vicente Lluch, Oliva Cuesta, Galo Soler y Manuel Macía, entre otros. Al cuidado de la música estuvo Eduardo Cantón y Enrique Alarcón, quien también realizó la escenografía.
154 López y Mosquera (coords., 1986: 184).
155 Entre los juicios más extremos, cabe citar el de López Sancho (ABC), quien calificó el montaje como «escamoteo de un autor magistral», una «función de títeres hipertrofiados», «baraúnda de símbolos amariconantes», deshumanizada y elemental (Álvaro, 1978: 7). El rechazo a la declamación deformante fue igualmente unánime, calificándola de «ininteligible». Entre los defensores, Corbalán (Informaciones) destacó la atmósfera de degradación, elementalidad, lujuria y codicia, y Díez Crespo (Alcázar) valoró los aciertos plásticos, tomando como base los elementos surrealistas y expresionistas del texto dramático. Finalmente, Trenas (Arriba) levantó su voz airada contra la cerrazón de un ambiente teatral que negaba una expresión teatral moderna a uno de los autores que más lo merecían.
156 Texto extraído de la conferencia de Francisco Díaz Velázquez, «Discurso de la Gran Bola Negra» (pp. 35-36) y reproducido parcialmente en Moisés Pérez Coterillo, «Oración en la tierra, de A. Jiménez Romero», Primer Acto, 154 (mar. 1973), p. 69.
157 Jiménez Romero (1996: 97)
158 Ibidem
159 La versión de Oratorio premiada en el Certamen fue publicada por Primer Acto, 109 (jun. 1969), pero el texto definitivo, con numerosas variantes, apareció recientemente en el volumen de Jiménez Romero (1996).
160 López Mozo (1976: 179)
161 Ibidem, p. 183.
162 «Toda ella se cantaba a ritmo de samba y músicas tradicionales brasileñas. Recuerdo que cuando yo escuchaba aquello me parecía imposible que pudiera existir un teatro tan vivo, tan verdadero y tan fuertemente enraizado en la música y el acento de un pueblo. Aquella tarde, allí, en el Aula de Música de mi Facultad, se empezaron a tambalear todos mis conceptos fundamentales del teatro. Y cuando después leí el texto de la obra, poético y diferente, ya fue el colmo» (Jiménez Romero, 1996: 95).
163 Ibidem, p. 109.
164 Schechner (1972: 79-96)
165 El primer espectáculo estuvo compuesto por el «Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejía», planteado a modo de velatorio de pueblo, recreando toda la ritualidad de estos actos, seguido, en la segunda parte, del «Romance de la pena negra», por soleá, el «Gráfico de la petenera», por seguidilla, y el «Romance sonámbulo», por serrana. Pasión y muerte del Amargo, también sobre el poema lorquiano, desarrollaba la fuerza de las imágenes lorquianas para expresar la tragedia del pueblo gitano, marginado y errante, perdido en un monte oscuro.
166 Ya en 1962, por encargo de Roger Planchon, director del Teatro de las Naciones, Monléon dirigió la Antología dramática del flamenco. Dos años más tarde, animado por el éxito, decidió continuar con la
investigación sobre la condición dramática del cante recurriendo a Poema del cante jondo, de Lorca. De ahí surgió Lorca y el flamenco, con una parte más folclórica y popular organizada en Sevilla y otra más estilizada a cargo de José de la Vega realizada en Barcelona, con decorados e iluminación de José María Espada y Gerardo Malla como declamador. Véase Monleón (1967).
167 Prego («Oratorio, en el Festival Internacional de Teatro de Madrid», ABC, (19.10.1971)) destacó la dureza del espectáculo y la extraordinaria comunicación sensorial alcanzada, elogiando la interpretación como expresión radical de un contexto social concreto: «más que interpretación de un texto es la resurrección en los músculos, la sangre y la mirada de estos actores de un problema de fondo: la óptica con que se contempla la realidad histórico-social». Álvarez («Oratorio, del Grupo Lebrijano», Arriba
168 El eco del éxito de la obra se extendió por toda España y numerosos grupos realizaron diversas experiencias sobre un texto abierto que motivaba la capacidad creadora del grupo. Entre ellas, cabe destacar el fragmento que tomó Cátaro para Espectáculo 70, la dirección de César Corpas en la Agrupación de Cámara y Ensayo Alonso Ojeda, presentada después en Huelva con el grupo Santa María de la Rábida, con una gran acogida popular. La Carátula de Elche y La Máscara de Gijón fueron otros grupos que la llevaron por gran parte de España. Uno de los más interesantes montajes en la opinión del mismo Alfonso Jiménez fue el que realizó Ditea, de Santiago de Compostela, versión gallega que apoyó la obra en canciones populares y ritos de la cultura local, un Oratorio con meigas y aquelarres.
169 Aunque el espectáculo comenzó a montarse sobre la obra poética de García Lorca, la prohibición de la familia Lorca a la exhibición pública, con el montaje prácticamente terminado, aduciendo que «[e]l teatro es el teatro, y la poesía es la poesía» (Jiménez Romero, 1996: 125), obligó al director a escribir él mismo el texto. Oración de la tierra constituye la tercera parte de una trilogía junto con el cuento Boca de cabra (1967) y Oratorio (1968). Estas obras se encuentran publicadas en el mismo volumen de Jiménez Romero (1996).
170 Jiménez Romero (1996: 155)
(19.10.1971)) presentó la obra como la mejor muestra de las teorías de Grotowski: «Es el acto físico, la textura carnal del juego, el supremo elemento de comunicación. Más que una representación, es una presentación, una invocación a las fuerzas oscuras de otros cuerpos».
171 Távora (1975: 15-17)
172 Ibidem, p. 28.
173 El diario Le Monde calificó la representación en París como la revelación del festival del Teatro de las Naciones de 1972: «No importa si no se comprenden los textos: la verdad de los símbolos, la belleza de los movimientos que se alejan de las convenciones coreográficas, las roncas entonaciones alcanzan una grandeza mítica que no puede dejar de emocionarnos» (Ramón Chao, «Quejío, en París», Triunfo (27.5.1972)).
174 A pesar de una recepción más tibia, los elogios no faltaron. Pérez de Olaguer («Quejío, flamenco que sobrecoge», Mundo Diario (26.8.1972)) calificó la obra como la historización del lamento de un pueblo: «Uno, en el teatro, pocas veces ha sentido los escalofríos recorrerle la espina dorsal como a lo largo de esa hora y media de la que tanto y tanto se podía escribir».
175 Rosalía Gómez (1988: 35)
176 Finalmente, tan solo se mantuvieron tres textos documentales de la criada que le llevaba la comida cuando estaba ya en la cárcel, textos que, a modo de monólogos interiores, se insertaron perfectamente en el ambiente intimista y ceremonial de la obra.
177 Teresa Alvarenga, «Con S. Távora», Primer Acto, 179-180-181 (verano 1975), p. 47-48.
178 En una mesa redonda organizada por Monleón («Nancy: Los palos, de La Cuadra», Triunfo (24.5.1975)) los juicios acerca de la calidad del espectáculo fueron concluyentes. Baste el análisis de Nieva acerca de la «notable» evolución formal experimentada por el grupo desde su anterior montaje, calificando el dispositivo escénico como «muy serio y tan depurado como pueda ser una escultura de Chillida. Es una escenografía inmersa instintivamente en las corrientes más actuales de la plástica moderna».
179 Tavora (1975: 17)
180 Távora (1991)
181 Ibidem, p. 106.
182 «El actor que realiza un acto de penetración en sí mismo, de despojamiento, de ofrenda de cuanto hay en él de más íntimo, debe disponer de la posibilidad de manifestar los impulsos síquicos, incluso aquellos tan tenues que se diría que aún no han tenido tiempo de nacer, trasladando a la esfera real de los sonidos y gestos las pulsiones que, en nuestro psiquismo están en la frontera que separa lo real del sueño» (Grotowski, 1968: 55).
183 Távora (1975: 31)
184 Para un estudio comparativo entre el teatro ritual y la escena posmoderna: Fischer-Lichte (1987).
185 Finter (1982: 124). Experiencias escénicas de manipulación de la voz, como la que tiene lugar a través del flamenco, son comparables también con las desarrolladas por numerosos creadores de la Posmodernidad (Finter, 1983).
186 «Hemos de confesar que no sentimos la tragedia por la vía de la literatura. La sentimos por la vía de lo vivencial y de lo inmediato, en función y como consecuencia de nuestro pasado, de nuestro presente y de los elementos materiales y cercanos que utilizamos para el desarrollo de nuestro lenguaje» (Távora, 1988: 83).
187 Fischer-Lichte (1998b)
188 Fischer-Lichte (1988c: 55), en su estudio sobre el teatro de tema sacrificial, analiza su evolución durante el siglo XX, destacando la conversión del cuerpo martirizado en símbolo social a través de la violencia ejercida sobre él, el funcionamiento de la violencia ritual como sublimación de la propia violencia social e instintiva, y la importancia de este mecanismo ritualizado en la constitución y el orden de las sociedades.
189 Fischer-Lichte (1998a: 4)
190 Ubersfeld (1981: 249)
191 Ibidem, p. 250.
192 Derrida (1967: 343)
193 Serge Ouaknine, «El príncipe constante », p. 28.
194 Derrida (1967: 348)
195 Ibidem, p. 349.
196 Artaud (1964: 64)
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