La cultura de la instantánea nos fuerza a identificar la belleza con una imagen estática. Sea una fotografía de prensa, unos fotogramas de película o unas décimas de segundo de televisión, el rostro bello, el cuerpo bello pasan ante nuestros ojos arrastrados por el flujo velocísimo de la no experiencia audiovisual y, sin embargo, paradójicamente fijados en su apariencia, como si no les afectara la insólita velocidad de ese flujo, la implacable irreversibilidad de la vida y de la historia. Hoy nos encontramos sumidos en un eterno presente. El nacimiento y la muerte son algo completamente alejado de nuestra realidad. El nacimiento se ha convertido en algo mecánico e instrumentalizado. El médico es la primera persona en ver al recién nacido y en ocasiones las incubadoras hacen de madres. La muerte también se encuentra fuera de lo cotidiano. Los cuerpos se retiran a los depósitos y son incinerados. Ya no hay espacios para estos estados del cuerpo. La visión de las dos fases de nuestra vida (el comienzo y el final) ha sido apartada de nuestra realidad y sólo conocemos esas dos fases a través de las imágenes de ficción. Muertes y nacimientos simulados en la pantalla, y cuerpos inmortales que resisten infinitas veces al «Game over» de los juegos. Creemos que nunca vamos a morir. Nuestra vida se alarga cada vez más gracias a la tecnología y, sin embargo, el aplazamiento no cancela la inevitabilidad del fin. Nos encontramos inmersos en un engaño extremo: los cuerpos atléticos, jóvenes y bellos nos ofrecen un modelo imposible que nunca podremos alcanzar, ya que las imágenes nunca envejecen, pero nosotros sí. La fijación de la belleza en la época de lo virtual y lo efímero ofrece interesantes paralelismos con las tentativas de los inventores del ballet clásico por representar lo espiritual mediante la desmaterialización de los cuerpos: el vuelo, la ingravidez, la delicadeza aérea. En el mundo del ballet, los cuerpos que se muestran en escena son cuerpos suspendidos en el tiempo.
Cuerpos a los que aparentemente no les afecta el dolor de las proezas técnicas, cuerpos que fingen volar, cuerpos apartados del lado terrenal de nuestra materia. Una suerte de «otra vida» alejada de los deseos del cuerpo y encorsetada por el pensamiento racional. Una vida que acaba de forma drástica cuando el cuerpo del bailarín envejece y se resiste a los deseos y órdenes de la mente. Su cuerpo se enfrenta entonces a la realidad del mismo modo que se enfrentan a ella los cuerpos que han servido de modelo a la construcción de las imágenes. La cirugía estética podrá ofrecer un último aplazamiento, pero no evitará que el cuerpo siga su camino hasta la extinción total de la actividad orgánica, sin que nuestra mente pueda hacer nada para suspender el proceso. Al bailarín ni siquiera la cirugía le ayudará en esa imposible carrera contra la despreciada tortuga del envejecimiento. La edad, la belleza, la danza Cuando el ser humano se encuentra en fase de crecimiento, su movimiento está plenamente ligado a los deseos del cuerpo. El cuerpo en la infancia actúa según dicta su parte cerebral más primitiva. El cuerpo de un niño es un cuerpo libre de influencias racionales, su instinto es el que predomina. No hay nada más bello que ver el cuerpo de un niño moviéndose en un espacio abierto. Sin embargo, ese movimiento, armónico, natural, irá adaptándose progresivamente a las necesidades impuestas por la razón práctica, hasta desaparecer. Si el cuerpo es educado en el arte del movimiento, el niño adquiere poco a poco el control sobre el mismo a través del pensamiento para ejecutar movimientos que obedezcan a la «razón» y no al instinto. Habitualmente, se considera al niño como un individuo en fase de desarrollo. Todavía no está completo. Los niños no suben a un escenario porque aún no dominan su cuerpo. La danza será «más bella», «más perfecta», cuando el cuerpo y su movimiento se encuentren en el terreno del pensamiento. Cuando el bailarín ha madurado es cuando puede bailar en escena. Todo se encuentra bajo control. Técnica y cuerpo, mente y materia se unen en una máquina perfecta de ejecución. Este dominio de la mente y sus deseos sobre el cuerpo, que tiene su momento álgido en la juventud y la madurez, iniciará su retroceso con el envejecimiento del organismo. El cuerpo nuevamente desobedece las órdenes mentales, pero esta vez lo hace a través del dolor, para recordar al bailarín que ha envejecido. Si en la infancia el cuerpo y su movimiento se encontraban libres de todo pensamiento, en la vejez va a ocurrir algo similar, pero esta vez no debido a la juventud de su estructura sino a su deterioro. Durante la infancia el cuerpo es proyecto y, en todo caso, memoria genética; durante la vejez, la memoria orgánica y la memoria psíquica se apoderan de él. Sin embargo, ese recuerdo del movimiento puede ser tan productivo como la libertad instintiva de quien nada puede recordar. La memoria del movimiento asociada a la experiencia constituye un factor de resistencia mucho más efectivo que cualquier intervención de cirugía en busca de un falso aplazamiento. (Aunque existe la posibilidad de no recordar, y vivir conscientes el movimiento del cuerpo en una de las etapas finales de la vida, como cuando el cuerpo es todavía el de un niño y no obedece a razones.) La infancia y la vejez han sido edades tradicionalmente ajenas a los escenarios de danza. ¿Pero no pueden esos cuerpos aún no o ya no canónicamente bellos producir belleza? En la presentación de la pasada edición de Tensdansa (2006),
Àngels Margarit hablaba de la edad como uno de los ejes temáticos del festival. Plantear una reflexión sobre el tiempo biográfico implica la conciencia de la transformación, la conciencia de la irreversibilidad y también la acumulación de la memoria. Pero la edad, desde el punto de vista sociológico, remite también a la consideración del cuerpo humano fuera de los márgenes que aún siguen siendo canónicos al considerar la belleza: es decir, entre los dieciséis y los treinta y seis años. La cuestión de la edad en relación con el tiempo biográfico y con la estructuración social ha sido una preocupación constante en el trabajo de Margarit en los últimos años. La edad de la paciencia (1999) surgió de una propuesta para la realización de un vídeo que había de titularse Els cossos del cos, una reflexión sobre los diferentes cuerpos que somos a lo largo de nuestra vida, que es también una reflexión sobre las diferentes mujeres que habitan o se apropian de una misma identidad a lo largo del tiempo. La edad de la paciencia puede ser considerada una proyección social de ese proyecto: niñas y mujeres mayores compartían el escenario con las bailarinas de Mudances. Y entre todas ellas se iba tejiendo una tela que transformaba el crecimiento individual en exposición de relaciones: si es posible descomponer la propia identidad en una diversidad de sujetos, ¿por qué no concebir una unidad, un hilo que permita superar los límites de la alteridad y hacer posible una cierta identidad colectiva basada en la feminidad? Tejer, en la literatura clásica y en la tradición popular, aparece asociado a una cualidad atribuida (o impuesta) socialmente a la mujer: la paciencia (un eufemismo que en muchos casos sustituye la idea de «subordinación» o incluso de «trabajo forzado»). Pero la acción de tejer aparece también asociada tanto en la iconografía como en la realidad social a la reunión, a la sociedad de mujeres, y por tanto, a una situación que puede derivar en espera tanto como en afirmación de una identidad colectiva que haga posible la exigencia. En la pieza de Margarit, las mujeres, niñas, jóvenes y viejas, tejían, jugaban, construían, visualizaban mediante su movimiento la compleja estructura del tejer, y en algún momento los instrumentos de crecimiento se convertían también en instrumentos de opresión, casi de tortura. Los cuerpos presentes se montaban con los cuerpos filmados, en ocasiones descompuestos: un mismo cuerpo puede ser la agregación de varios cuerpos que coexisten en la memoria orgánica, pero también en las imágenes de la memoria y en los recuerdos conscientes.
La reflexión de Margarit sobre la edad se prolongaría en su solo Peces mentideros (2000). En este caso volvía al proyecto original, a una reflexión sobre la edad biográfica y a una descomposición que contradice el concepto mismo de «individuo». La descomposición se hacía efectiva mediante la superposición de cuerpo, sombra e imagen, mediante la fragmentación visual del cuerpo a través de un fondo de cristales quebrados, pero también mediante la exhibición de las diferentes dimensiones emocionales y sociales de la mujer que baila fuera de escena, y especialmente en su condición de madre. El interés de Margarit por el tiempo, por la edad y por las correspondencias entre el crecimiento individual y las relaciones intergeneracionales planteadas desde un punto de vista social se hicieron presentes en la programación de Tensdansa en 2006, al mismo tiempo que la presentación escénica del cuerpo de los niños (seres previos) y el de los mayores (seres ya no relevantes), derivaba hacia otras presentaciones del cuerpo no canónico: el cuerpo mutilado, el cuerpo deforme, el cuerpo violentado. Aunque no frecuentes, han sido muchas las apariciones escénicas de «mayores» en los escenarios de danza en los últimos años. Recordemos, por ejemplo, la pieza de DV8, Bound to please (1997), en la que una bailarina septuagenaria se esforzaba en seguir las coreografías, en ocasiones muy duras, del resto de la compañía. Descartando a las jóvenes, Lloyd Newson confi aba a esta bailarina algunas de las secuencias más arriesgadas del espectáculo, entre ellas una secuencia erótica con un bailarín joven, visible cuando la escenografía (que planteaba un cuestionamiento de la idea de espacio interior/privado y espacio exterior/público) giraba y pillaba in fraganti a la pareja. Tras esta secuencia, la mujer, desnuda, se lavaba en el proscenio. Newson indagaba entonces uno de los límites de la danza, qué se puede y qué no se puede mostrar sobre un escenario, y cómo se relacionan estas imágenes reales, imposibles de camuflar, de asimilar estéticamente a la pieza, con el discurso que se propone o, incluso, hacerlas compatibles con una idea de belleza. Katarzyna Kozyra se sirvió de la tecnología para hacer posible una singular versión de La consagración de la primavera (2001).
Utilizando los cuerpos ancianos de varios bailarines jubilados, logró que éstos ejecutasen con el máximo rigor los movimientos del ballet de Nijinsky. Para ello situó a sus bailarines tumbados sobre un suelo blanco y colocó una cámara cenital sobre ellos: por medio de la animación logró que los movimientos ejecutados por los bailarines cobrasen vida en la imagen digital: los cuerpos desnudos de los ancianos bailaban ante el espectador como lo hubiera hecho una persona joven en el escenario. El proyecto de Pina Bausch tenía un perfil más humanista: en ese mismo año (2001) realizaría una versión de Kontakthof con personas mayores de sesenta y cinco años. Su coreografía del año 1978, que como tantas otras abordaba la cuestión de la relación entre los sexos recurriendo a citas musicales y cinematográficas de los años treinta, sería interpretada por personas a quienes se supone biográficamente alejadas de las experiencias que Kontakthof tematiza. El espectáculo descubrió una nueva dimensión del discurso, al mismo tiempo que ofreció a los participantes una vivencia especial. La documentación del proceso de trabajo y la gira posterior fue documentada por Lilo Mangelsdorff y Sophie Maintigneux y dio lugar a la película Damen und Herren ab 65. En cuanto experiencia, el trabajo de Bausch conecta claramente con la propuesta que Tomàs Aragay presentó en Tensdansa. En su díptico Sobre la muerte/Sobre la belleza, se aborda explícitamente la cuestión de la edad: en el primero trabaja con niños; en el segundo, con ancianos. En ambos casos se trata de no profesionales, personas que nunca han subido a un escenario y que por tanto no están condicionadas por una técnica o una disciplina escénica. Esto es muy importante ya que se trata de mantener el movimiento natural de los cuerpos: no hay domesticación, ni movimientos fingidos ni controlados. El movimiento deriva del impulso de acción, la más pura acción corporal. Sobre la belleza transcurre en un tiempo suspendido. El sonido de un piano y el silencio acompañan los movimientos sobre la escena. Los cuerpos efectúan movimientos lentos, suaves. Se tumban, reposan, se sientan en las sillas y miran al espectador. Vemos claramente cuál es el ritmo de sus cuerpos y lo diferente que es al ritmo vital de un niño.
En Sobre la muerte el tiempo se encuentra marcado por los cuerpos incansables de los niños. En una secuencia, una música tecno marca los saltos de los niños que mantienen sus cuerpos en una acción continua mientras en el fondo de la escena se proyecta un cartel intermitente en el que se lee: «Somos inmortales». Es uno de los momentos más intensos de la pieza: los niños no se cansan y dan la impresión de que podrían continuar saltando durante horas. Poco a poco algunos se retiran fuera de la escena y quedan dos niñas que continúan hasta que termina la música. Al terminar ellas se dan la mano: han superado el reto. Esta escena la podemos imaginar con cuerpos adultos de bailarines en buena forma física, pero no sería lo mismo. Los niños no se cansan: se ríen. Es un juego y el cuerpo aguanta hasta que termina. La propuesta de Aragay nos permite también reflexionar sobre el papel que se otorga a los niños en el mundo adulto. Una niña canta una canción en voz baja mientras suena la voz de la cantante por encima de ella. El patrón está establecido: hay que cantar como un adulto. Sin embargo, al terminar esta escena aparece un niño que coge el micrófono, y sin más artificios que su propia voz, se pone a cantar canciones, como cantan los niños. Esto arranca la risa del público. El niño canta sin tapujos, se apropia de los modelos de canción del mundo adulto y lo traspasa a su propio mundo. Al terminar la obra algo cambia. Los niños suben al escenario a unos cuantos espectadores, y les hacen participar en un juego en el que los adultos se convierten en niños y los niños en adultos. Por un instante ya no son los niños los que tienen que seguir el patrón de comportamiento adulto, sino que son los mayores los invitados a participar en la transformación inversa. Belleza y cotidianidad La utilización de los niños para la composición de un discurso estético y político del que no son conscientes podría haber planteado en otros tiempos alguna reserva ética; en un momento en que la televisión ha suprimido la propiedad de la imagen y muy pocos se preocupan de la instrumentalización discursiva de su cuerpo o de su rostro, lo único que cabría preguntar es sobre los límites de un deslizamiento hacia las fangosas superficies de la telerrealidad. Obviamente, los niños se lo pasan muy bien, y sus familias. Y además contribuyen a la realización de una pieza de un máximo rigor dramatúrgico y estético.
Estos trabajos de Tomàs Aragay continúan una cierta línea derivada de las prácticas participativas de los años sesenta, atravesada por diversas tentativas de trasladar al circuito artístico propuestas surgidas de la danza terapéutica o la danza comunitaria de los ochenta y por proyectos singulares, como la serie de «gente real» realizada por Anne Carlson en la década de los noventa. Las Real people series eran piezas creadas y representadas por gente a la que reunía un oficio o profesión común y con las que Carlson se proponía representar y al mismo tiempo descomponer los estereotipos, ofreciendo a los intérpretes la posibilidad de mostrarse desinhibidamente como son y de ser realmente quienes son. En el marco de aquella serie, Carlson trabajó con abogados, agentes de seguridad, jugadores de baloncesto, una madre y su hija, ejecutivos, granjeros, maestros, monjas y adultos con discapacidades. Su segunda serie, Animales, presentada a partir de 1988, incorporaba danzas con animales: Scared goats faint, The dog inside the man inside, Duck baby, Sarah, Visit woman move story cat cat cat, dead. Finalmente, The white series fue creada en torno a cuestiones de percepción, amor y privilegio en la cultura americana dominante. Existe un parentesco entre estos proyectos de Carlson y el acometido por Àngels Margarit con el título de URBS # 1 (2004). La idea de la serie se tradujo en la de «proceso». No se trataba aquí de una apropiación negociada, sino más bien de una especie de colaboración científica, una especie de «etología» basada en el consentimiento previo de aquellos que se convierten en ejemplares de laboratorio para un estudio que, no obstante, Margarit prefería más bien analogar al trabajo del fotógrafo. En una conversación con Manuel Delgado, Margarit explicaba que es muy bello ver a alguien mover su cuerpo simplemente por el hecho en sí del movimiento. Para ella los cuerpos que no han sido disciplinados en una técnica de movimiento también tienen la capacidad de producir belleza. En URBS # 1 el cuerpo urbano es el protagonista. Los cuerpos dentro de una ciudad, son cuerpos que se encuentran en un espacio concreto, y cuyo movimiento sigue las inercias de la acción conjunta de los cuerpos, que continuamente se ven obligados a modificar su movimiento en base a las estructuras urbanas (Delgado, 2004).2
El cuerpo en las grandes ciudades se mueve a un ritmo muy concreto, que tiene mucho que ver con la edad del cuerpo. Los ancianos, cuyo ritmo vital es más lento, se ven obligados a incorporarse a una dinámica acelerada. Subir y bajar de un autobús o de un metro. Los ritmos están marcados por los elementos urbanos. Un silbido y se cierran las puertas, sin posibilidad de modificación. El cuerpo joven se adapta, pero los cuerpos de los niños y de los ancianos se ven obligados a seguir un ritmo que supera sus posibilidades de respuesta y violenta su ritmo orgánico. Los movimientos del cuerpo han sido modificados por el cambio que han sufrido las ciudades. URBS # 1 es una actualización de los rituales cotidianos de movimiento. Una suerte de juego de ritualizaciones modernas. Los gestos, la forma de comportarse de diferentes grupos urbanos dentro de las ciudades. Margarit estudia y analiza desde los gestos de los jugadores de petanca hasta el movimiento de los skaters. Movimientos cotidianos captados de forma científica. Un catálogo de comportamientos del cuerpo. Ella se interesa por la manera en que se mueven las personas, que ha cambiado a lo largo del tiempo y se sitúa a medio camino entre la antropología y la danza devolviendo al espectador la imagen sintetizada del movimiento de los cuerpos en nuestra época. En contraste con la curiosidad científica de Margarit, Carlson proyectaba sobre su «gente real» un discurso más político y al mismo tiempo más humorístico. El humor, en la obra de Aragay, deriva hacia un cierto modo de cinismo, más evidente en el trabajo con niños que en el trabajo con ancianos. No se trata de ese cinismo corrosivo que podemos encontrar en el trabajo de artistas como Santiago Sierra, sino de un cinismo más filosófico, que responde a un posicionamiento político ideológicamente difuso pero al mismo tiempo heredero del humanismo transformador. En una sociedad tan marcada por lo políticamente correcto, el cinismo es casi una actitud exigible al artista. Realmente, somos afortunados desde el punto de vista social por las transformaciones que en los últimos años se han ido introduciendo en el ámbito de los derechos de determinadas minorías sociales (no de todas y obviamente no de forma generalizada). Pero este avance social ha generado la instalación en la hegemonía de un arte políticamente correcto, que sigue restando visibilidad a otras propuestas mucho más interesantes desde el punto de vista artístico e incluso más productivas desde el punto de vista de la reflexión sobre las transformaciones por realizar. Compárese, por ejemplo, la visibilidad entre la muy correcta Mar adentro (2004) de Amenábar y las no tan correctas Mones com la Becky (1999) o De nens (2004) de Joaquim Jordà. El trabajo de Jordà con internos psiquiátricos o con personas con disfunciones fisiológicas o psicológicas constituye un medio de aproximación a problemáticas sociales y políticas desde perspectivas habitualmente no escuchadas, que aportan imágenes de la realidad que nos negamos a aceptar porque nos resultan molestas. Tan molestas como nos pueden resultar las imágenes políticamente incorrectas que los niños dibujan para representar a los diferentes grupos sociales o étnicos, tópicos y simplificaciones atribuibles al reduccionismo infantil, pero que reflejan prejuicios no superados en nuestra sociedad, ocultos bajo la pátina de lo políticamente correcto. Lo real se muestra entonces en la liberación de las inhibiciones: en el discurso de los niños, de los internos, de los desproporcionadamente acusados… Exhibición y discurso El tratamiento de la violencia desde una perspectiva humorística, casi cínica, que, sin embargo, no excluye la ternura, permite un vínculo entre la propuesta de Tomàs Aragay y los dos solos presentados por Mustafá Kaplan y Filiz Sizanli en la pasada edición de Tensdansa. Ellos trabajan con sus cuerpos, explorando su movimiento. Se cuestionan si son capaces de mentir a su propio cuerpo, si son capaces de sufrir con él, o de destruirlo. A través de estos dos solos, interrogan al espectador trasladando sus preguntas con el movimiento y la manipulación de su propio cuerpo. Mustafá Kaplan tensa y modifica la piel de su rostro con gomas elásticas. Al entrar en escena vemos un cuerpo bello, que poco a poco irá deformándose por la acción de las gomas, que comprimen y modifican los rasgos de su cara y crean relaciones insólitas entre las partes del cuerpo. La piel se tensa y el rostro pierde la belleza del bailarín. No todos los cuerpos que suben a un escenario tienen que mostrar belleza.
Los cuerpos también pueden mostrar el otro lado del estereotipo. Esta visión del cuerpo provoca extrañamiento en el espectador: éste se encuentra predispuesto a ver cuerpos, bellos y atléticos, cuyos movimientos parecen ser efectuados sin esfuerzo y se realizan en desplazamientos fluidos por la escena. Kaplan nos muestra otro cuerpo: niega lo bello, muestra el cuerpo violentado y el movimiento bajo sus efectos. En ocasiones se torna cómico, cuando con la ayuda de las gomas forma un instrumento improvisado desde su cara hasta los pies en el suelo, y comienza a simular que lo toca tarareando el supuesto sonido de las cuerdas. El cuerpo virtuoso esconde la tortura de la técnica que es visibilizada en esta acción. En el solo de Filiz Sizanli nuevamente la predisposición del espectador que espera encontrar un cuerpo canónico es frustrada de inmediato. Sizanli comienza con su cuerpo oculto detrás de un papel blanco. Un brazo aparece y va dibujando su propio contorno y marcando sus límites. Cuando termina de dibujar, se muestra ante el público, que asiste a la presentación de un cuerpo mutilado. Si en el caso de Kaplan veíamos el cuerpo antes de ser modificado, en esta ocasión el cuerpo se presenta después de ser dibujado ante el espectador. En los surcos que las gomas producían en el rostro de Kaplan adivinábamos las cicatrices, las costuras burdamente remendadas de una destrucción absurda; en la fi gura asimétrica de Sizanli adivinamos más bien el efecto de una mina, de un brutal disparo, las consecuencias de un daño no buscado, la irreversibilidad de un destino marcado por un instante de desgracia. ¡Son tantas las imágenes que podemos asociar a este cuerpo! Pero ¿quién ha compartido realmente el dolor del que ha sufrido una amputación similar? ¿Quién puede afirmar: «lo conozco»? La dureza de las imágenes es doble: estamos acostumbrados a ver cuerpos mutilados fuera del escenario, pero no dentro de éste. Y en la danza de Sizanli se ven al menos dos cuerpos: el cuerpo de la bailarina, su limitación real de movimiento y su dolor físico concreto, pero también el cuerpo mutilado como presencia simbólica de tanta destrucción inmoral justificada en nombre de supuestos conflictos religiosos y alimentada por groseros intereses estratégicos y económicos. Sizanli baila y se mueve tal y como lo haría alguien a quien le falta parte de una extremidad. Pero lo hace con los conocimientos y las habilidades de una bailarina. Como Kaplan, no se deja llevar por una tensión expresiva. Una vez creada la imagen, la idea, la suya es una búsqueda en ocasiones casi formal, basada en los juegos de equilibrio, en las composiciones, en la exploración de las posibilidades de resignificación del muñón como brazo, como apéndice, como objeto. ¿Una frivolidad? ¿Pero no sería más frívolo fingir el dolor supuesto? Sizanli opta también por la distancia, y esa distancia permite un tratamiento extrañado del miembro sano: la pierna y el pie adquieren entonces en su soledad un sentido nuevo.
En un momento de la representación, Sizanli desata la pernera vacía de su pantalón y la llena con los restos del papel sobre el que ha dibujado su silueta, del mismo modo que al inicio de la pieza había llenado su boca con el fragmento de papel sobre el que había dibujado su rostro. La anulación (irónica) del discurso remite a una negación real de la identidad, del mismo modo que las limitaciones lúdicas del movimiento remiten a una limitación real de la libertad. ¿Qué extraño cuerpo se está conformando? Mitad mujer, mitad ficción, mitad papel. Con la pernera llena de papeles, agita su muñón para provocar golpes repetidos sobre su rostro. El efecto puede resultar cómico, tanto como el canto intentado con la boca llena: el espectador no quiere reír, porque intuye a qué se refiere, pero a veces no puede evitarlo. El dolor ajeno produce hilaridad; es un clásico del circo, de la farsa y del cine cómico. Para evitarla, el espectador tendría que abandonar su condición de tal: no se puede pedir tanto. Finalmente, Sizanli se desprende de los pantalones, desata la pierna plegada y desentumece sus músculos y articulaciones: era un artificio. Claro, por eso podíamos reír. Sin embargo, el cuerpo ha quedado marcado por la violencia teatral, es decir, por el extrañamiento: ya no se puede recuperar la normalidad. Un poco más tarde, Sizanli se introduce un dedo del pie antes invisible en su boca, y de esa manera se somete a una nueva exploración, sin casi haber saboreado la libertad o el descanso. Y en esa cómica disposición abandonará finalmente el escenario. La mutilación o la limitación han sido resultado en este caso de una ilusión teatral, lo que quizá no lo sea tanto es nuestra incapacidad de superar la permanente construcción de limitaciones que compiten absurdamente con las limitaciones reales, con la destrucción real que nuestro ensimismamiento facilita. La conexión política del solo de Sizanli lo distancia de otros trabajos sobre o con la mutilación producidos recientemente, como la sobrecogedora colaboración de Mathew Barney con la bellísima Aimee Mullins en la tercera parte del Cremaster cycle (2002) o la película producida por DV8 The cost of living (2004) bajo la dirección de Lloyd Newson y con la presencia del bailarín David Toole. En ambos casos, la mutilación no es simulada, sino real: Aimee Mullins exhibe su belleza asimétrica y enmascarada con la misma exigencia que David Toole baila, desde un paso a dos con una bailarina hasta un baile de grupo al más puro estilo musical de Hollywood. Ambas películas hacen reflexionar al espectador respecto a los prejuicios culturales y sociales que existen sobre el cuerpo. The cost of living muestra una visión particular de la vida de varios bailarines.
En este «mundo propio» un bailarín sin piernas puede bailar, así como también puede enamorarse una chica que no puede parar de mover aros alrededor de su cuerpo. Cuando aparece en escena este personaje femenino, imaginamos que el que esta bailarina se encuentre constantemente moviendo aros (en la cintura, en las piernas, en el cuello) es una excentricidad o algo estético. En un momento dado, unos chicos coquetean con ella. Cuando ésta se acerca a uno de ellos, éste la evita y ella corre detrás, sin dejar de mover los aros. Entonces comprendemos que ella es así. El movimiento de los aros no es algo externo, sino que forma parte de ella y de su propio cuerpo. Este personaje, junto con el de David Toole, muestra que la realidad no está formada por seres «perfectos» y que la danza, como la vida, puede ser protagonizada por todo el que desee formar parte del universo del movimiento. En una de las secuencias un cámara se acerca a Toole y le interroga mientras le graba. A lo largo de la película, el espectador ha podido entrar en un mundo en el que nos hemos acostumbrado a aceptar un cuerpo que normalmente habría sido excluido, pero en este punto hay un choque con el mundo real y el espacio en el que se encuentra el espectador: su cuerpo bailando es visto a través de los ojos del cámara como una rareza. Este pensamiento conecta con el espectáculo del circo, por otro lado presente a lo largo de toda la película (las fi guras de los payasos, la música en algunas escenas, las acrobacias de algunos personajes…). El mundo del circo siempre ha estado relacionado con la exhibición de cuerpos fuera de toda norma y estereotipo. En este caso, el cuerpo fuera de los cánones de la danza había sido mostrado a lo largo de la película, no como espectáculo o excepción, sino como algo que formaba parte de la realidad. En la última escena, vemos a los dos bailarines protagonistas en la playa. Eddie Kay camina sobre las manos y las piernas y sobre él se encuentra David Toole, por un instante los dos cuerpos se funden en uno solo y tenemos la ilusión óptica de que Toole tiene piernas y camina. El mundo y la vida son una función continua, y al fi nal todo depende de los ojos con los que se observa.
El director mexicano Carlos Reygadas ha llevado al extremo la búsqueda de otros conceptos de belleza mediante la presentación fílmica de cuerpos no canónicos. En Japón (2002), Reygadas absorbe al espectador en una insólita relación de amor y muerte entre un hombre maduro que viaja al desierto para suicidarse y una anciana india cuya propiedad es amenazada por intereses caciquiles. Reygadas profundiza en la relación imposible entre esos dos seres humanos, no deteniéndose ante la filmación de una escena de sexo entre ambos, que nos devuelve, de un modo mucho más crudo y más cargado de significados políticos y culturales, a la secuencia insinuada por DV8 en Bound to please. El sexo explícito ejecutado por cuerpos no canónicos (e incluso por parejas físicamente desequilibradas) enmarca y puntúa su siguiente trabajo, Batalla en el cielo (2005), en la que nuevamente, bajo la sordidez de los ambientes y la fealdad moral de la trama, se descubre una belleza escondida, una belleza que no estamos acostumbrados a observar, una belleza indisociable de modos no hegemónicos de relación intersubjetiva y de la mirada sobre el cuerpo y sobre la coexistencia derivada de ella. Estas miradas no serían probablemente posibles sin las transformaciones impulsadas durante los años setenta por las artistas feministas y provocadas en los noventa por la lucha contra la estigmatización del sida. Entre las primeras, baste recordar el trabajo sobre el cuerpo de Gina Pane en Death control (1974) o la obra póstuma de Hannah Wilke Intra Venus (1993), en la que fotografió su cuerpo enfermo de cáncer desde que comenzó su degeneración hasta su muerte. Este tipo de obras que marcaron un antes y un después reaparecerá en trabajos más recientes, como los de Jo Spencer y en los trabajos escénicos de Jesusa Rodríguez o Nao Bustamante. Entre las segundas, podríamos referir las propuestas teatrales de Ron Vawter, actor de The Wooster Group, o las del director irano-americano Reza Abdoh, con sus visiones apocalípticas en las que se mezclaba la experiencia personal de una muerte inminente con la mirada sobre la historia y el sufrimiento al que la historia parece ciega (¿o son los seres humanos quienes ciegan la historia?). «¿Qué es la belleza?», se preguntaba Raimund Hoghe en la conversación que mantuvimos con él hace seis años, «¿Por qué se llama a alguna cosa fea? […] ¿cómo se establecen los límites?».
Hoghe reflexionaba sobre su cuerpo en escena, pero también sobre el cuerpo de otras personas: «He escrito mucho acerca de gente que tenía otras minusvalías muy distintas a la mía, mucho peores, pero que a menudo poseían una belleza inmensa. También en lo que respecta a la edad; a una edad avanzada puede haber una gran belleza». Lo importante, sostenía Hoghe citando a Pasolini, es «arrojar el cuerpo a la lucha». El cuerpo propio se desprende así de cierta identidad y adquiere una dimensión simbólica, que permite la presencia de otros cuerpos ausentes (Hoghe, 2003).3 Como en la obra de Reza Abdoh o de Carlos Reygadas, en la de Raimund Hoghe se producen dos superposiciones: las de los cuerpos hegemónicos y no hegemónicos, y la de la experiencia individual con la experiencia histórica. Lettere amorose, la pieza presentada en Tensdansa, constituye un claro ejemplo de estas superposiciones. Al inicio de la pieza, Hoghe llama por su nombre a los cinco jóvenes que ocupan la escena; éstos la abandonan y se sientan en el patio de butacas. A partir de este momento y hasta el final de la pieza, ésta se desarrolla como un solo. La juventud y la belleza hegemónica es arrancada de su espacio natural, el espacio de exhibición y sustituida por la presencia de un hombre a quien se respeta por su talento literario, por su inteligencia dramatúrgica, pero de quien no se esperaba ese «arrojo», ese atrevimiento, esa usurpación de un lugar que socialmente no le corresponde. Pero Hoghe no se adelanta para mostrarse como un ser sufriente que merece compasión: «No quiero representar el papel que la sociedad me ha asignado. En mi actuación en el escenario está plasmado ese quebrantamiento del papel que se supone que ha de representar un minusválido, también en el escenario. Ese tipo de papel también está establecido y fijado y no me interesa». Se trata más bien de proceder a un despliegue de sentido que haga presentes a los ausentes. Y aunque entre las «cartas» de amor que Hoghe lee durante el espectáculo se incluye una carta a su madre escrita por su propio padre en la que éste habla del «pequeño», ni siquiera en este momento Hoghe se acerca a lo expresivo: la carta habla de un amor entre dos personas próximas, pero no reducibles a lo propio por ser sus padres. No hay expresión, aunque sí haya emoción. Y, no obstante, la emoción está contenida, está tensada por el implacable ritmo de la liturgia a la que el autoractor se somete en ese cíclico construir y deshacer, exponer y recoger, hablar y caminar. La liturgia, quizá caprichosa en su origen, se hace necesaria en el proceso de construcción de la pieza, y así la recibe el espectador, como algo que ya no puede ser alterado y que debe albergar los rostros invisibles y las voces inaudibles de quienes no están ahí, quienes nos hablan por medio de sus cartas. Cartas de amor: las de Monteverdi, las del padre de Hoghe, las del emigrante turco y, sobre todo, las de los dos niños africanos que murieron escondidos en el tren de aterrizaje de un avión que les habría de llevar a su amada Europa. Al escucharlas, la historia atraviesa el espacio íntimo que Hoghe primorosamente crea, cruza como el viento, silenciosa, pero ya no desaparece. Y todos esos objetos sin valor y esas acciones insignificantes que Hoghe ha tratado y realizado con la misma concentración con la que se tratan los objetos cotidianos y las acciones instrumentales en la ceremonia japonesa del té, se cargan entonces de sentido, se impregnan del dolor de los otros, del interrogante ético sobre nuestra responsabilidad, sobre el modo en que se truncan o satisfacen los deseos, sobre nuestra capacidad para intervenir sobre las causas que anticipan injustificadamente la muerte. El amor está muy cerca de la muerte, la presencia es indefinible sin la ausencia, el placer sin la espera, el tiempo sin la detención. Hoghe juega con estos conceptos, sus piezas son exposiciones sensibles de sentimientos, de relaciones y de ideas. El cuerpo deforme se «arroja a la lucha» para exponer un discurso y, sorprendentemente, genera belleza. El cuerpo anormal se exhibe para leer cartas de amor e, inesperadamente, llama nuestra atención sobre la evitabilidad de la muerte del niño y la inevitabilidad de nuestra propia muerte.
El tiempo y la muerte
La muerte no es el tránsito hacia una espiritualidad ingrávida, sino el límite de un proceso de aproximación a la tierra. Es en la tierra donde yacen y se transforman los cuerpos de quienes hemos amado, de quienes hemos admirado y de quienes hemos odiado. Por ello, la aproximación a la muerte es también una aproximación a los otros, a la memoria de los otros, a la materialidad de los otros. El envejecimiento es una aproximación irreversible hacia la muerte. Pero la muerte, como la utopía, puede ser contemplada no tanto como final sino como horizonte que afirma el enriquecimiento constante que el envejecer conlleva. El solo de Mustafá Kaplan concluye con una secuencia en la que el bailarín invierte su posición y apoyado sobre la cabeza entona una canción de despedida. Su cuerpo rígido y débilmente iluminado, ese cuerpo que poco antes hemos visto atravesado de falsas cicatrices, atado y desatado una y otra vez, es ahora la imagen de un cadáver. Un cadáver distanciado, que aún puede provocar la sonrisa. En esto consiste el juego, al fi n y al cabo se trata de un juego: la muerte real está en otra parte, el dolor real está en otra parte. No podemos caer en la complacencia de creer que lo estamos compartiendo. Con esa misma mezcla de humor y distancia, Tomàs Aragay muestra en el espectáculo Sobre la muerte todos los aspectos que pueden estar relacionados con la muerte. Para ello recurre a la mirada infantil. La curiosidad de un niño lo lleva a preguntarse por estos dos misterios: el nacimiento y la muerte. Pero en la sociedad occidental, estos dos aspectos son ocultados a nuestros ojos. Los niños de hoy tienen una percepción de la muerte a través de las imágenes y el audiovisual. Hitchcock decía que no hay que trabajar nunca en una película con niños ni con animales.
El rodaje de una película es algo puramente racional. Todo está controlado y pensado, desde las palabras que surgen de los actores hasta su comportamiento, desde los decorados hasta el sonido. Un niño va a ser un elemento inestable, irracional, ya que en un determinado momento puede obedecer a sus propias necesidades y olvidar la parte racional que envuelve un rodaje. Pero también se puede hacer participar al niño en un rodaje o en un espectáculo planteándolo no como algo serio y racional, sino como lo más cercano a su pensamiento a la hora de comprender la realidad: como un juego. Un juego con reglas, en las que ellos son los protagonistas. Este es el camino tomado por Aragay para plantear su trabajo. En este espectáculo, los niños se adentran en cuestiones éticas y en pensamientos sobre la muerte a través de diferentes juegos en los que ellos mismos participan ante el espectador. Los juegos son muy diferentes, pero todos tienen el tema común de la muerte. Jugar a matarse como los vaqueros, al palito inglés, en el que si te descubren en movimiento mueres, pelearse con otro, jugar a un entierro, o bailar al compás de la canción «Antes muerta que sencilla» son algunas de las escenas de esta obra. Además del juego, se proyectan en el fondo del escenario imágenes de videojuegos de lucha, letreros luminosos e incluso una película de indios y vaqueros. La violencia de las imágenes cotidianas es puesta en primer plano. Los niños están constantemente influidos por este tipo de imágenes y de sonidos que nos rodean día a día, y todo esto se visibiliza en esta obra. También se observa la percepción de los niños en unos dibujos suyos proyectados, en los que afloran los estereotipos que aún perduran en nuestra sociedad. Los niños dibujan los cuerpos de los padres, de las madres, de los chinos, de los japoneses, de ellos mismos, de los sanos, de los malos, de los más pequeños, de los ciegos, de los radicales, de los conservadores, de los ricos, de los pobres, de los negros, de los árabes, de los crédulos, de los incrédulos, de los listos y de los tontos. A través de su mirada nos hacen ver que el mundo no ha cambiado tanto y que aún existen numerosos prejuicios que llegan hasta los más pequeños. Por norma general los dibujos de niños únicamente son vistos a través del análisis psicológico. Nunca son analizados bajo términos artísticos. Se considera que ese tipo de expresión temprana no es lo suficientemente madura. Sin embargo, si el niño logra controlar y domina técnicamente su trazo, como un adulto, entonces se le presta atención artística. En esta obra los dibujos forman parte de la escena. Tienen poder de comunicación y poder expresivo. Estos dibujos reflejan claramente el mundo en el que estos niños viven y es también muy interesante cómo se unen en escena dibujo, danza, canto y juego.
En la danza, el cuerpo del niño no se suele mostrar. En música, solamente son visibles los niños prodigio, ejecutando piezas de extrema dificultad. Solamente es visible el cuerpo que ha logrado su propio control en la ejecución como ocurre con el dibujo y la pintura. En una de las escenas una niña toca un instrumento mientras otra baila. Si ella deja de tocar, la otra niña se detiene. El juego por controlar el cuerpo, en la ejecución musical y en la ejecución de movimiento dará más tarde sus resultados, cuando sus cuerpos alcancen la madurez. En Santa Sofía. El solo d’una ignorant, Tomàs Aragay habla también de la muerte, y realiza una crítica ácida sobre el cristianismo. El ser humano ha vivido siempre con la necesidad de creer que una vez terminada nuestra etapa corporal, existe una nueva vida, y la religión ha posibilitado que creamos que podemos lograr la inmortalidad. En uno de los momentos, ella lee un texto de la Biblia en el que Jesús dice a sus discípulos: «Decidme ¿quién de vosotros, por más que se esfuerce, puede prolongar su vida más de un instante?». A lo largo de la pieza, Sofía Asencio reflexiona sobre la fatalidad de la muerte: desde el encuentro entre sus padres y su nacimiento, desde la enfermedad y los efectos secundarios sobre nuestro cuerpo por ingerir medicamentos, hasta la fase irracional, en la que uno se libra de todo pensamiento lógico para creer en otra existencia fuera de la materia. En un momento dado, Sofía lee al espectador unas peticiones para lo que queda de ese día: «Quisiera expresarme como si fuera mi última palabra; reírme como si ya lo hubiese perdido todo; comer como si de un ayuno viniera; pedir como pide un niño; dar; escuchar al otro como si nunca lo fuera a volver a ver; no decir nada cuando no tengo nada que decir; cocinar como si tuviera invitados; comprar también por placer; ver la tele como si leyese un libro, o sea cerrándola cuando me aburro o me canso; limpiar mi casa como si viniera mi madre de visita; ponerme guapa como si estuviese enamorada; besar por lo menos dos veces y abrazar cuando alguien lo pide como un niño; que me diesen la enhorabuena, y que hicieran un monográfico sobre mi carrera, si puede ser por la tele». Resuenan los ecos de los versos vitalistas de Bertolt Brecht: «¡No os dejéis engañar, pues no hay regreso! […] Moriréis como todo animal. Nada habrá después!». Y, sin embargo, de esa tensión no se deduce la urgencia, sino el cuidado; no se deduce la angustia, sino el placer; no se deduce el egoísmo, sino el deseo del otro; no se deduce la obsesión, sino la curiosidad. De la aceptación de la muerte surge también la fascinación por la multiplicidad de los estados del ser y de la vida, por la belleza que se esconde bajo las conformaciones más insólitas del cuerpo, desde su nacimiento hasta su muerte, y también por los discursos que en esas formas se despliegan. Los escenarios cambian, cambian las relaciones, cambian las pantallas. Ya no podemos mantener los ojos cerrados ante los extremos de nuestra vida material. El tiempo de la belleza es el tiempo de nuestra vida; su espacio, el espacio de lo habitable. Todo es posible y todo puede ser creación hasta el día en que desaparezcamos definitivamente.
Notas
- En ese sentido, sí estamos hablando de algo cultural: que los bailarines en la tradición occidental se retiren a cierta edad es algo condicionado no sólo por el rigor de los códigos sino sobre todo por la aceptación social del cuerpo y del tempo del cuerpo. En otras tradiciones, no existe esa limitación. Especialmente en las tradiciones japonesa o china, pero también en las tradiciones prehispánicas: cuerpos ancianos pueden desplegar acciones bellas por más que no pretendan competir en belleza con el cuerpo joven.
- Delgado, Manuel, «A mig camí entre l’an tropologia i la dansa», DDT, Barcelona, 2004, pp. 20 34.
- Hoghe, Raymund, «Arrojar el cuerpo a la lucha», Cuerpos sobre blanco, José Antonio Sánchez y Jaime Conde Salazar, Editores, UCLM, 2003, pp. 27 50.