El arte contemporáneo se construye en una continua lucha contra sí mismo, contra sus limitaciones y convenciones predominantes; el teatro no es una excepción, de ahí los actores que no actúan y las obras que no quieren re-presentar nada que no sea lo que ahí, en ese momento y en ese lugar, está ocurriendo. Con un inevitable componente de artificio, de apariencia de lo que realmente no es, el arte trata de pasar por una realidad que pareciera que no tiene, realidad espontánea, inmediata, sin preparar, pensando que así se llega a algo más auténtico y quizá por ello también verdadero. Son muchos las vías empleadas para conseguir ese efecto de realidad, entre ellos quizá sea el énfasis en el componente de acción que está en la base de las artes escénicas uno de los procedimientos más utilizado. Por ello también la acción, y la base sobre la que esta se realiza: el cuerpo —o su traducción como género artístico: el performance—, ha ocupado un lugar central no solo en el panorama escénico del siglo XX, sino también en el amplio horizonte artístico y cultural contemporáneo. Bien es cierto que la acción no es algo nuevo de este momento, pero es a lo largo de esta centuria cuando se va a iluminar como un elemento distintivo social y artísticamente. Tratando de llegar al sentido último de las cosas, Fausto, previendo una modernidad en ciernes, reflexiona sobre el sentido de las cosas: «En el principio era la Palabra». Pero este comienzo de las cosas y la creación según el Evangelio de San Juan no le satisface, algo le hace mirar en otra dirección para entender la realidad, su propia realidad como hombre: «En el principio era la Acción», afirma,1 axioma que mucho después retomará La Fura dels Baus al comienzo de uno de sus espectáculos. De este modo, al giro lingüístico, que tanta tinta ha hecho correr tratando de explicar la realidad como una construcción verbal —el mundo como lenguaje—, le sigue el giro performativo, pensar la realidad y a nosotros mismos como resultado de acciones —el mundo como acción—; así, Gilles Deleuze, por ejemplo, en su Lógica del sentido, ya en los últimos años sesenta, se centra en el fenómeno del acontecimiento generado por una acción, para llegar así al sentido de las cosas, un sentido que vive, como ya anticipó Nietzsche, en un continuo suceder(se), acontecer (escénico), un eterno retorno de la realidad en forma de ocurrencia, suceso y manifestación. El teatro también se ha querido convertir cada vez más en un acontecimiento, manifestación u ocurrencia, derivada del encuentro entre un actor y un espectador; esta es su realidad última, y de ahí también le ha de venir su verdad más específica. Este acontecimiento (teatral) está construido sobre acciones de distinto orden, sobre todo acciones realizadas por los actores o actuantes, como dice Ana Vallés, de Matarile Teatro, aunque su punto de mira sea el espectador, que en cierto modo no deja de ser otro actuante más. La primera acción que tiene lugar en un acontecimiento escénico es la que realiza el espectador cuando entra en ese espacio, ahí comienza el espectáculo. El primer personaje de una obra es el propio espectador; y hacer al público consciente de ello es una de las conquistas de un teatro que ha querido sacarle de su condición de consumidor pasivo a la que lo tiene reducido la sociedad del espectáculo. Una de las obras estrella de la última edición del Festival Escena Contemporánea, La Barraca. Cantina musical, lo protagonizó la compañía franco-checa Théâtre Dromesko-Hnos. Forman, que hace tiempo que venía rodando por los escenarios europeos. Se trata de la creación de un ambiente en el que el público se ve inmerso, un espacio de (con)vivencia entre actores y espectadores. Estos primeros se presentan como una troupe familiar y atraviliaria, en cuyo seno puede pasar cualquier cosa; un mundo barroco y sensual, nocturno y prohibido, habitado por personajes estrafalarios, por magos y músicos, cocineros y animales fantásticos. Todos ellos nos hablan de un estar al margen y al mismo tiempo de un instinto de goce y sencillez ante la vida.
Frente a la ausencia de las convenciones habituales, el espectador, situando en mitad de esa barraca de madera, mezclado con los actores, se ve obligado a mantenerse bien despierto, atento a qué va a ser lo próximo que suceda, atento en buscar dónde está el suceso, sin darse cuenta de que quizá el mayor acontecimiento de ese espectáculo es él mismo convertido en invitado a una cena que tiene lugar en mitad de la obra. Es el sueño del teatro moderno, romper la cuarta pared, confundir al actor con el espectador, intercambiar sus papeles, una vieja utopía que no ha dejado de funcionar como motor de renovación y búsqueda de nuevas fórmulas escénicas. El hecho de que esto venga de atrás no quiere decir que haya perdido actualidad: la compañía Teatro del Aire, comandada por la chilena Lidia Rodríguez, lleva tiempo explorando en la sala madrileña la Nave de los Locos las posibilidades que ofrece un teatro de los sentidos y las sensaciones. Si la obra del elenco francés hacía alusión a un tipo de espacio muy determinado, cargado con unas connotaciones específicas, una vieja barraca de feria brillando en mitad de la noche, la compañía madrileña recrea en su última obra, presentada dentro del Festival en Casa de América, otro tipo de espacio con connotaciones muy diversas, La cama. Nuevamente, el espectador es el centro de algo que está pasando, aún antes de que pueda darse cuenta. Un actor sale a buscar a cada espectador, se acerca a él, rompe las barreras físicas, le huele, le toca, y finalmente le toma de la mano para conducirle hasta la entrada de un mullido túnel forrado con sábanas blancas, por donde debe gatear hasta llegar a un amplio espacio en penumbra, donde es nuevamente recibido por otro actor, tocado con camisón o pijama, que le acomoda en su espacio, invitándole a tumbarse en una cama cuidadosamente dispuesta sobre el suelo, desde la que presenciará la obra. Gran parte de esta transcurre a oscuras o con escasa luz, y el público, que casi no alcanza a ver bien lo que está pasando, termina abandonándose a los olores, sonidos y roces que llegan hasta él. La obra teatral se transforma en un espacio de sensaciones, acompañados de algunos relatos; así se recrean los diversos momentos y edades que se suceden alrededor de una cama, el parto de un niño, el juego y las risas de estos, las emociones de la primera experiencia sexual, la soledad y el dolor de la enfermedad o la muerte.
Las reacciones de los espectadores, con los que los actores trabajan muy de cerca, ocupan un lugar central en este acontecimiento escénico, siempre distinto, porque siempre son otros los que ocupan esas camas. Como vemos, ya no se trata de contarle al público una historia, sino de envolverle en un ambiente, hacerle participar de una atmósfera y unas emociones, frente a las que no sabe cómo seguir manteniendo la acostumbrada distancia (de seguridad) que suele protegerle en el anonimato de la oscuridad. Lo fundamental no es ya lo que dicen y hacen los actores, de acuerdo a un guión previo perfectamente articulado en un texto dramático, sino lo que ocurre a lo largo de ese encuentro, la creación de una atmósfera, de una emoción, de un desconcierto que está naciendo en ese mismo instante. Este teatro subraya ese componente de encuentro y convivencia, inherente a toda comunicación escénica, hasta convertirlo en un acontecimiento en sí mismo; el suceso, lo que ocurre, ya no está en un escenario situado frente a la platea, sino en el umbral incierto que se abre entre actor y espectador. La obra triunfa en la medida en que consigue crear un sentimiento de colectividad, en que hace que el público olvide su condición de comprador y consumidor de espectáculos, para hacerle sentir parte de ese algo; el hecho cotidiano de asistir a una obra teatral transformado en la acción central de ese espectáculo. El público se hace más consciente de su condición de espectador, de alguien que está percibiendo con especial intensidad, sintiendo algo que desborda los canales convencionales construidos para estos casos. No lejos de este ideal de sumir al espectador en una atmósfera (escénica), aunque con un referente menos explícito, se encuentra el teatro de Carlos Marquerie.
Casi al mismo tiempo que se desarrollaba Escena Contemporánea, presentaba el creador madrileño, habitual en otras ediciones de este Festival, Que me abreve de besos tu boca en El Canto de la Cabra. El público vuelve a ser el invitado privilegiado al que se abren las puertas de un espacio precioso por la delicada intimidad que se percibe en todo. Apenas una treintena de espectadores situados alrededor de un espacio rectangular cubierto con arena. Unos tubos de neón delimitan este rectángulo, en cuyo fondo se sitúan dos recipientes de vidrio con agua, cuyo sonido, casi imperceptible, se oirá en algún momento; sobre esta pared del fondo cuatro enormes fotografías muestran un primer plano de los órganos genitales masculinos y femeninos, a un lado nítidas y al otro las mismas fotografías trabajadas con cera. Sexo, agua, tierra y oscuridad son las primeras percepciones de este espacio. En su centro los cuerpos de las tres actrices, Estela Llovet, Paz Rojo y Getsemaní de San Marcos. Este proyecto se concibió a raíz de un taller dentro del ciclo Invertebrados (2005), en Casa de América,2 sobre El Cantar de los Cantares, y se estrenó posteriormente ya con el título y el elenco actual en julio de 2005 en Citemor, Festival de Montemor-o-Velho (Portugal). Se trata, como explica Marquerie, de un proyecto abierto que ha ido cambiando, adecuándose a los distintos espacios, y en torno al cual se han ido generando materiales diversos. Los cuerpos transmiten una sensación de cercanía, de fisicidad y desnudez, pero también de hermetismo, atravesados por un profundo lirismo, como los textos que se dicen. La obra constituye una reflexión sobre el cuerpo, el amor y la muerte en un tono intimista hacia el que la escritura de Marquerie ha ido evolucionando.
En su base late un deseo de interrogarse e interrogar al espectador acerca de emociones, placeres y miedos que solo se dejan abordar a través del verbo poético, de la poesía de la palabra y la poesía de los cuerpos, terribles y bellos por momentos, herméticos en su enigmática presencia, como los dibujos y las caretas que se utilizan en la obra, realizados también por Marquerie: Una línea temblorosa divide lo conocido de lo desconocido. Mi mano tiembla y dibuja esa línea principio del dolor y del gozo.3 El trabajo de Marquerie puede entenderse en paralelo a la obra que unas semanas después presentó Elena Córdoba en la Cuarta Pared, con Patricia Lamas, la que fuera también intérprete de Rodrigo García, Montse Penela, que la vimos hace poco en 2004 de Marquerie y ya antes en Lucrecia y el escarabajo disiente, y María José Pire, que ha colaborado a menudo con Córdoba. Aunque ambas piezas avanzan en direcciones distintas, el barro con el que se construyen, el cuerpo desnudo y físico como materia prima, responde a un acercamiento y una manera de entender la creación escénica comparable. En ambos trabajos se emplean los tiempos largos y casi detenidos característicos de Marquerie y también una mirada plástica sobre el cuerpo, heredera en parte de los enigmáticos dibujos de este. La escena se transforma en un cuadro viviente, una escultura hecha de vida, bocetos barrocos para un mundo de ternura y oscuridades; aunque incluso esta detención nos habla de una acción en suspenso, Quedémonos un poco más sentados, como reza el título de la obra de Córdoba. Por detrás de estos cuerpos, está la acción que les da vida, aunque sea la acción en la que se detienen, se deforman, se abren, siempre con sumo cuidado, sin apresuramientos. En el caso de Marquerie estos cuerpos llegaban a la escena desde la oscuridad de la memoria y el deseo, en las cercanías de la muerte, de su desaparición; mientras que Córdoba los presenta sobre un suelo blanco, todo es más apacible y luminoso, a pesar de lo siniestro de muchas de las imágenes de estos cuerpos, en los que se hacen reconocibles huellas, heridas, tiempos. Estas escrituras desviadas del cuerpo tratan de salvarle de las imágenes tópicas que lo encierran; recuperar el cuerpo como una fuente inagotable de emociones y vida, devolverle a los espacios informes en los que naufraga la razón y se diluye la lógica del sentido común. Buscar la acción, acotarla, desvestirla de todo ropaje supérfluo hasta dejarla en su expresión más sobria; recuperar el grado cero de la acción, diríamos parafraseando a Barthes. Esta búsqueda puede realizarse por vías distintas, dependiendo de cómo y desde dónde nos acerquemos a ese núcleo escénico, unidad mínima de significación específica del lenguaje teatral, que a diferencia de otros lenguajes plásticos o visuales, implica una puesta en movimiento, en acción, quizá por ello también una puesta en vida. Si nos acercamos desde el teatro tradicional, desde el actor que dice un texto, podemos llegar hasta la pieza de Marquerie;
Que me abreve de besos tu boca o la obra que Córdoba ha venido desarrollando a lo largo de más de una década puede considerarse como un intento por alcanzar un grado cero en la escritura del cuerpo, pero de forma comparable, aunque a niveles poéticos muy distintos, podríamos aludir al teatro de Sara Molina, Rodrigo García, Oskar Gómez, Roger Bernat o el tipo de puestas en escena que, siguiendo el modelo de la Volksbühne de Frank Carstoff en Berlín, ha realizado Álex Rigola. El tipo de comunicación cercana y física que propuso el dramaturgo, actor y director portugués Paulo Castro, al que se dedicó el Ciclo Perfil de la VI edición de Escena Contemporánea, tiene que ver también con esta aproximación al público desde lo físico e inmediato de la acción, desde su verdad desnuda. Se trata de entresacar, acotar y subrayar de entre los distintos lenguajes que conforman el hecho teatral, los que conciernen al aquí y ahora de la realización de algo frente a un público, aunque el revestimiento y articulación dramáticos varía mucho según los casos. Entre el amplio abanico de las acciones, hay unas que quizá por fundamentales pueden pasar más inadvertidas: la acción del decir, convertir la palabra en una acción física. Carlos Fernández, cuya ascendencia escénica entronca con algunos de los nombres citados más arriba y sobre todo con Marquerie, ha presentado en Escena Contemporánea Todo es distinto de cómo tú piensas, último premio de dramaturgia innovadora de Casa de América. Tres personajes que se encuentran en una escena (de sus vidas); se encuentran entre ellos y se encuentran con el público. Lo fundamental es esta situación de encuentro, que previamente no incluía al espectador, sino únicamente a los actores, Emilio Tomé, quien también había trabajado con Marquerie y Elena Córdoba, Miguel Ángel Altet y Quique Castro, con Nilo Gallego como creador del espacio sonoro (de haber estado situado un poco más cerca del escenario se hubiera convertido en un actuante más), y con el autor y director, ayudado en las labores de iluminación por el mismo Marquerie. Como todo proceso de creación teatral, implica un encuentro entre personas, día a día a través del tiempo que duran los ensayos; luego viene otro tipo de encuentro, con el público, otro tipo de confrontación con un otro, más distante y extraño, que termina de situar la obra frente a un espejo que le devuelve otra imagen, más desde el exterior. No queda claro quiénes son los tres personajes de esta obra, dos jóvenes y un tercero, Falstaff, más un cuarto que en el texto dramático se identifica como El rumor; qué hacen ahí, de dónde vienen o adónde van. En la escena se hacen muchas cosas, acciones, peleas, encuentros y desencuentros, carreras y saltos, pero sobre todo se van a contar cosas, se van a hacer cosas con las palabras, compartir reflexiones, narrar anécdotas, recuperar pasados, construir ilusiones, hilvanar sueños. No hay una historia lineal que encauce el desarrollo dramático; este queda sustituido por una situación, que es sobre todo una situación de comunicación y diálogo que va a ir evolucionando; es como un atmósfera que va adquiriendo diversas coloraciones, haciéndose progresivamente más oscura, más desolada, pero con inesperados brotes de brillo, no exentos de humor. «Dadme vida, me dijo una vez Falstaff, dadme vida, me dijo una vez Falstaff» es la frae con la que se abre la obra. Al final las palabras de este Falstaff, convertido en un personaje marginal dentro de su madurez, al que da cuerpo Altet, buscando el contraste con la juventud de los otros dos, y marcado por el carácter extremo de sus reacciones, cierra la obra desde la soledad de la escena última: Dejadme pensar cabrones, dejadme pensar Dejadme rehacer mis visiones Dejadme organizar mis recuerdos […] Dejadme reordenar mis odios Dejadme rumiar mi violencia4 Por la situación en la que se encuentran pensaríamos en tres personajes mirando hacia atrás, hacia el pasado de sus vidas, desde los arrabales de la ciudad en la que viven, desde la oscuridad de la noche y la escena; así se confiesan fracasos pasados y se construyen futuros nuevos, renovadas ilusiones, a lo que apunta la organización de esa «fiesta para recuperar la ilusión perdida», en cuya delirante descripción Emilio Tomé hace un fenomenal despliegue de energía. La voz de El rumor nos cuenta todo lo que pasa en escena y no vemos, todas las posibles escenas, que no están ahí, escenas soñadas o imaginadas; no se trata de representarlas, ni de dramatizarlas, sino de hacerlas presente a través de la palabra y la emoción de los tres actores, presentes, charlando, dirigiéndose al público, hablando, diciendo palabras, con la conciencia de que eso es lo que están haciendo, frente a un público, callado, pero igualmente presente, en la otra oscuridad. En un tono distinto pero dentro de esta desnudez de las acciones que aspira a una impresión de sinceridad, Rosa Casado montó en ARCO, en el Ciclo Experiencias- Performance un espectáculo precioso por su efecto de sencillez. En primer plano nuevamente la palabra, dicha por ella misma, a través de un micrófono, con un ritmo monótono, frío y cálido a un tiempo, que quedará resonando en la cabeza del espectador, quizá con ganas de más (apenas duraba cuarenta minutos), tras el final de la obra. En colaboración con el artista visual Mike Brookes, Casado cuenta una historia, que en realidad son dos, dos hilos narrativos que discurren en paralelo, pero sin llegar a cruzarse: uno el de ella misma viajando como turista por el mundo, al tiempo que va dibujando con una tiza el mapa del mundo sobre el suelo. Ella viaje a Mali y el Sr. Boyé emigra de Mali a España, dos trayectos muy distintos que van siendo marcados sobre el mapa dibujado en el suelo. Al mismo tiempo, sobre una pequeña mesa hay una especie de isla de chocolate, con sus montañas, palmeritas y habitantes. La artista va arrancando arbolitos y personas; algunos se los come, otros los coloca sobre el mapa.
Todo es sencillo y raro al mismo tiempo, cercano, físico y cálido, quizá por esa impresión de extraña sencillez. No se dan respuestas, pero sí muchos datos generales y constataciones generales sobre el mundo y la vida, mientras se realiza la acción de narrar una historia a la vez que se dibuja sobre el suelo; por el modo en que todo ello se desarrolla nos hace pensar eso mismo de una manera distinta, pero no es fácil decir cómo. El tono enunciativo, de una claridad que roza en lo ingenuo, se va tiñendo de una reflexión oscura sobre todos esos datos, mientras tanto crece un ruidito de fondo, a medida que va arrancando minuciosamente cada una de las palmeritas y los hombrecitos de la isla de chocolate. Al final ese ruidito ocupa todo el espacio sonoro, un ruidito desasosegante, enigmático en su sencillez. En Indignos, presentado por la Cía. catalana Amaranto, la búsqueda de una comunicación emocional a través de las acciones constituye también el centro de un mundo escénico en el que caben formatos y lenguajes muy distintos. De fondo se respira un ambiente circense, no exento de cierta perversión, que recorta en la oscuridad aquello que se está realizando, poniendo al descubierto la soledad del artista-actor enfrentado al público, la dificultad del número que se está haciendo, lo indigno que puede llegar a ser esta situación de autoexhibición. A través del performance se persigue, como se explica en el programa de mano, una confrontación directa con el espectador, problematizar su pasivo anonimato. Este deseo de «compartir reflexiones con éste en el espacio y tiempo presente que el formato performance ofrece», unido al contenido humillante, obsceno o morboso de muchas de las actuaciones, coloca al que mira en una situación difícil. Una vez más, el espectador es interpelado de forma directa; su presencia, su estar-mirando se hace explícito, como un actor más de ese circo que esconde la vida urbana, pero también el ámbito de lo privado; «Sólo faltaba decir quién se desenmascaraba y quien continuaba representando al público». Las acciones, con una explícita voluntad exhibicionista, se intercalan con agilidad entre proyecciones de personas paseando vistas a través de una mirilla telescópica; mirar y ser mirado, sujetos y objetos en constante interacción, actores y espectadores. La escena se convierte en un espacio heterogéneo en rápida transformación capaz de albergar esa variedad de lenguajes que caracteriza la sociedad actual, poniendo de manifiesto el carácter directo y hasta violento de muchos de ellos. Las acciones nos hablan de cuerpos y actitudes indignas, de lo indigno como una manera de estar en el mundo, humillado, avergonzado, expuesto. Los actores se presentan ante el espectador para exponerse, enfatizando la condición de voyeur del público, preparado para verlo todo, hasta lo más vergonzoso, lo más monstruoso, condición quizá también indigna, como si el público quedara finalmente alcanzado por el reflejo de lo que se está haciendo en escena: Humillar a la mujer por medio de la violencia, someterla sexualmente, exponerla avergonzada ante la vista del público, reírse del otro, del que es más bajo, más incapaz, menos ingenioso, sentir que no se es nadie, una enana fea que nunca llegará a nada. Pero la indignidad también se termina presentando como un modo de resistencia (escénico) frente a tanto profesional del éxito rápido, igualmente escénico. En el espacio reducido de El Canto de la Cabra la obra cobraba una proximidad que lo hacía todo especialmente intenso, especialmente humillante, acentuando la profunda carga humana de esas acciones, de ese extraño mundo habitado por tres personas, los creadores del espectáculo, exhibicionistas profesionales: Ángeles Ciscar, David Franch y Lidia González Zoilo. Otra vía de acercamiento a este espacio indiferenciado del performance es la danza y las artes visuales. En su intento por desnudar la acción, por ganar una mayor presencia física, estas artes han ido confluyendo con lo teatral; mientras que por su parte el propio teatro, alejándose de sí mismo, se aproximaba a la danza y lo visual, como en el caso de Marquerie. En el panorama teatral madrileño, tan profundamente conservador artísticamente, quizá sean algunos de estos recorridos, desplazamientos y traiciones los que han dado mayor frescura a esta VI edición de Escena Contemporánea. En este sentido se podría destacar el protagonismo creciente de La Casa Encendida y el Aula de Teatro de Alcalá de Henares por su apoyo a este teatro de danza que en su clara identificación con el performance ha terminado confluyendo en un espacio cada vez más teatral, o por lo menos así opinaba una de las espectadoras de la obra de Juan Domínguez, The Application, cuando por invitación del mismo director, convertido en personaje central de su espectáculo, expresaba con desaire que ella había venido a ver una obra de danza, como se decía en el programa del festival, y lo que estaba viendo era ¡teatro! Sin embargo, cuando en el espectáculo de Cuqui Jérez, The real fiction, en una coyuntura más irónica que la anterior, se buscaba entre el público una sustituta para una de las actrices que a causa de un accidente se veía obligada a dejar la obra, esta se volvía resuelta, a pesar de su lastimoso estado físico, para puntualizar que ella no era una actriz, sino una ¡performance! Encuentros y desencuentros, convergencias y divergencias que han aportado lo más enriquecedor al arte y la cultura contemporáneas. Aún siendo diferentes, el trabajo de Domínguez presenta cierta similitud de tono con la obra de Cuqui Jérez. En ambos se trata de una reflexión explícita y con una buena dosis de humor sobre el hecho escénico, el acto de la representación y la situación del público frente a esta y por tanto también frente a la realidad (de la representación) sobre la que se articula el paisaje social y humano de una cultura. La verdad y la mentira de la representación, de aquello que se está viendo, se pone en entredicho, hasta llegar a cuestionar el papel del público. Para este fin la acción se revela como un instrumento privilegiado, el mínimo común denominador, la pieza más pequeña en la construcción del edificio escénico. Uno de los caminos más transitados para poner de relieve estas acciones mínimas es enfatizar el carácter procesual de lo que se está viendo; la obra no se presenta como una unidad con principio y fin, sino como un transcurso incierto que se está realizando frente al público, en ese mismo momento, de modo que este llegue a sentir una dosis de inseguridad, de no preparación de todo lo que ahí está pasando, y por tanto quizá de mayor realidad o verdad, aunque finalmente no deje de ser sino una ficción más, ficciones reales. De este modo el público se hace más consciente de su propia situación frente al escenario, de su estar-siendo-espectador como un proceso también inseguro, abierto, real. The application se presenta como los materiales generados a raíz de la preparación de una solicitud para buscar subvención para una obra posterior de título tan poco verosímil como shichimi togarashi.
El espectáculo inevitablemente constituye una obra en sí mismo, pero el acento se pone en su condición previa a algo que está por venir y que el público aún no ha visto; todo se hace en función de esa obra posterior, la definitiva, la verdadera, supuestamente una pieza de danza, aunque de realización incierta, porque no se sabe si la solicitud será concedida. El espectador asiste a los preparativos, ni siquiera a los ensayos, sino más bien a las ideas previas, todavía con un notable desorden, que van apareciendo escritas sobre la pantalla del ordenador proyectado sobre el fondo; aunque en un acto de generosidad el director termine presentando la escena inicial de esa supuesta pieza futura. Como la mujer que se quejó, el público se puede sentir decepcionado ante la ausencia de la obra (de danza) por la que ha pagado; en su lugar se le ofrece algo difícil de definir, la intrahistoria de una obra que no conoce, dudas, caminos apuntados, el currículum del director, intereses estéticos y posibles vías de desarrollo, sobre las que no se deja de consultar al público. Este se lo cree casi todo —es su tarea—, pero Domínguez se lo pone difícil al dejarle sentir lo que todo esto puede tener de engaño, ya que él mismo, que durante toda la obra aparecía con una pierna entablillada, le termina pasando la venda a otra actriz que en la obra final, la verdadera, haría de director. Eso que hemos visto es, inevitablemente, la obra, y el hecho escénico funciona, también de forma inevitable, como un engaño, una ficción con pretensiones de realidad. Casualmente, la representación una semana más tarde en el marco del mismo festival de la obra de Cuqui Jérez, The real fiction, nos ayuda a poner en claro algunas claves sobre el sentido último del proyecto de Domínguez. El color blanco dominante en ambos escenarios, una cierta asepsia como de sala de ensayos y experimentación, y el protagonismo de dos intérpretes que ya habían pasado por The application, María Jerez y Amaia Urra, hace pensar en un posible paralelismo entre ambos proyectos, aunque los resultados sean distintos. El tono reflexivo y explícito de The application, su comunicación directa con el público, es sustituido en el caso de Jerez por un medido encadenamiento de acciones, realizadas minuciosamente, cuyo objetivo último parece ser su grabación con el supuesto fin de mostrarlas después dentro de la misma obra. Acciones como escribir números en las hojas de un cuaderno, inflar una bolsa de plástico con un ventilador, deslizar un avioncito de juguete por una cuerda, que no parecen tener otro sentido que el estar sujetas a unos tiempos muy precisos dentro de los cuales se tienen que realizar las grabaciones, pero carentes en sí mismas de algún sentido más allá de su inserción dentro de una determinada sintaxis escénica. El público sigue con atención la detallada sucesión de acciones, que en su vaciedad dejan ver más claramente su dimensión performativa, hasta que transcurrida una media hora, según informará después la directora, un fallo técnico interrumpe el proceso: la cámara digital no grabó correctamente y hay que empezar de nuevo. El público muestra su apoyo (y su paciencia) con un caluroso aplauso a las esforzadas «performance», que nerviosas se ven en la obligación de repetirlo todo desde el principio. Pero este va descubriendo pronto la verdad del asunto al comprobar que todo empieza a fallar cada vez más, hasta llegar al mismo momento de antes, cuando, previa reunión con el técnico y nueva petición de disculpas al público, tienen que empezar nuevamente toda la secuencia desde el inicio. La obra debió comenzar a las 21:00, aunque tal como se dice parece que hubo un cierto retraso, y la interrupción se realiza siempre, según información de la propia directora, sobre las 21:30 —es el momento fatídico donde se detiene el proceso—, como si el tiempo se detuviera en un punto para volver de nuevo al comienzo de este círculo vicioso. Aunque en la tercera ocasión se consigue sobrepasar este punto de la secuencia, todo empieza a degenerar cada vez más y es necesario volver a empezar. La exacta sucesión de acciones termina adquiriendo un significado en sí misma: una serie de acciones gratuitas se convierte en una detallada trama que marca la evolución necesaria —y fatal— del espectáculo, más hilarante cuanto más carente de sentido. Las repeticiones se hacen insostenibles por los crecientes errores, pero se trata de llevarlo adelante a pesar de todo, hasta que la propia directora termina contando lo que falta, cuando se ve que ya es imposible seguir adelante, entre otras cosas por lo avanzado de la hora y el hecho de que un supuesto grupo de espectadores, que ya se había puesto en pie, debía acudir a otra obra del festival en calidad de programadores. Hacia el final se multiplican las intervenciones de extras situados entre el público, que termina desorientado acerca de la verdadera identidad de estos, hasta el punto de pensar que excepto él y su acompañante, aquí todos deben ser extras! Entre un clima de caos creciente, el público sabe en qué momento de la obra se encuentra porque ya ha memorizado el estricto orden de la serie, de la trama.
El orden termina atribuyendo un significado a unos elementos que en sí mismo no lo tenían, como las palabras sin sentido utilizadas en el texto del programa: «Los intérpretes sericumean durante horas para que el culifi nunca se dicada, ya que si se dicadiera el espectador podría botinar desde el mundo del alobi al mundo de la bodenda». La recurrencia del mismo elemento en un determinado orden le termina dando un sentido, una función dentro de esa sintaxis escénica que articula la gramática propia del espectáculo. Como puede verse, nada que ver con la obra de Domínguez; sin embargo, en ambos casos el objetivo es hacer visible el hecho escénico como algo que está teniendo lugar ahí mismo, de manera inmediata y de forma incierta. Para ello se recurre a la teatralización del proceso, poner en escena los andamios de lo que el público finalmente se supone que verá; aunque para llegar a este punto se recorren caminos inversos. Domínguez nos enseña la obra desde atrás (literalmente hay una escena que se representa como si el público estuviera viendo la parte de atrás del escenario); le interesa que el espectador no sepa qué es lo próximo que va a venir, se trata de un amontonamiento inconexo de ideas y acciones; se busca la idea de desconexión y azar. Jérez, por su parte, comienza mostrando los resultados, las acciones precisas y acabadas, perfectamente medidas, de modo que el público sabe exactamente qué acción viene en cada lugar y cuenta con esta previsión. En ambos casos se juega con la previsión del espectador para hacerle ver la realidad que esconde la ficción, los telares del hecho escénico, el juego del engaño, lo real de la escena. Ambas obras consisten en una estrategia de teatralización para hacer visible la obra en tanto que proceso (de construcción) y acción, el supuesto performer convertido en personaje de una trama ficticia y el juego de la representación puesto en pie, que no es otro que el juego de la vida, como se hace notar en The Application, donde cada uno de los actores realiza sus respectivas solicitudes que necesita para llevar a cabo sus ilusiones más delirantes. Cada vez que un espectador se pregunta desconcertado frente a un acontecimiento artístico: ¿qué es esto?, ¿es danza, teatro, pintura…?, ¿será verdad lo que me están contando?, ¿están actuando o va en serio?, quiere decir que esa acción ha conseguido traspasar los márgenes convencionales de cada género artístico, estar más allá de su condición de espectáculo, sin dejar de serlo, comunicar más allá de los lenguajes prefabricados. En la búsqueda de ese más allá se juega desde hace ya tiempo lo que llamamos arte, quizá por eso se ha ido acercando cada vez más a lo teatral, a lo físico de la actuación, movido por la necesidad de alcanzar mayor realidad, hasta llegar a convertirse en esa acción que está en el centro de toda representación. Lo real es aquello con lo que el teatro más veces ha soñado, llegar a ser realidad verdadera, ficciones reales, y lo más real que posee la escena son las acciones que sostienen el hecho escénico en tanto que encuentro; convertir eso en un acontecimiento real, vivo, es el reto del teatro moderno, del que nos hablan algunos de los espectáculos que pasaron por el VI Festival Escena Contemporánea.
Notas
- Johann Wolfgang von Goethe, Fausto, Madrid, Cátedra, 1998, p. 142.
- Cfr. Óscar Cornago, «Teatro de la experiencia. Invertebrados 05», Cuadernos Escénicos 6 (2005), pp. 98- 108.
- Carlos Marquerie, Que me abreve de besos tu boca, Madrid, Aflera Producciones S.L., 2005, p. 12. Colección Pliegos de Teatro y Danza, núm. 17. En esta cuidada edición de Antonio Fernández Lera se incluyen también dibujos del autor.
- Carlos Fernández, Todo es distinto de cómo tú piensas, en II Premio Casa de América Festival Escena Contemporánea de Dramaturgia Innovadora, Madrid, Casa de América, 2006, p. 71.