Las diversas intervenciones urbanas, instalaciones o acciones performativas que desde hace algunos años se desarrollan en las calles, plazas, galerías y otros espacios públicos, van dando cuenta de los cambios que han estado ocurriendo en las prácticas escénicas latinoamericanas. En los actuales escenarios, creadores visuales, escénicos y ciudadanos en general ponen en acción imágenes y relatos de la más reciente memoria colectiva, configurando nuevas “texturas de la imaginación” que han echado a andar otra “forma de política lúdica”(Pavlovsky, 162). Lo político no se configura por las problemáticas y los temas, sino especialmente por la manera en que se construyen las relaciones con la vida, con el entorno, con los otros, con la memoria, la cultura e incluso con lo artísticamente establecido.

En un número especial de la Revista Cultural Ñ (junio 2004, Clarín), en Buenos Aires, se llegó a afirmar que las estrategias más radicales y experimentales del arte se deslizaban con naturalidad hacia el campo de la acción política. Algunas acciones, inicialmente realizadas para la protesta callejera, eran reorientadas hacia los espacios del arte, exhibidas en museos o bienales artísticas, tal como ocurrió con trabajos de Etcétera y el Grupo Acción Callejera (GAC) incluidos en las exposición ExArgentina (Museo Ludwig de Colonia ) y en las Bienales de Venecia.

Teatralidades o performatividades políticas, o simplemente acciones, las experiencias a las que me refiero incluyen también de una u otra manera diferentes dispositivos testimoniales y/o documentales: Otra vez Marcelo y En un sol amarillo, del Teatro de los Andes (Bolivia); Visita guiada a la Secretaría de Relaciones Exteriores y ¡No?, del Teatro Ojo (México, DF); Sin título, técnica mixta; Antígona, Rosa Cuchillo y Adiós Ayacucho, de Yuyachkani (Lima); Prometeo, Re-corridos, La limpieza de los establos de Augías y Testigo de las ruinas, de Mapa Teatro (Bogotá); Filoctetes, Lemnos en Buenos Aires y el Proyecto Matadero, de Emilio García Wehbi; El fulgor argentino, de Catalinas Sur (Buenos Aires); Nayra y Antígona, del Teatro La Candelaria (Bogotá); las diversas obras que desde el 2001 han configurado los ciclos de Teatro x la Identidad en la Argentina -movimiento gestado después del estreno de A propósito de la duda, de Patricia Zangaro, escrita a partir de los testimonios de HIJOS, Abuelas y Madres de Plaza de Mayo, y de materiales inéditos de archivos, periodísticos y audiovisuales. En el campo de la protesta pública señalo los escraches que desde 1995 vienen desarrollándose en la Argentina convocados por HIJOS, las procesiones y acciones de visibilización en torno a las mujeres que desde hace más de diez décadas se vienen asesinando en Ciudad Juárez, en el norte de México; las apariciones públicas de las Damas de Blanco en La Habana; las rondas de las Madres de Plaza de Mayo en Buenos Aires y en otras ciudades argentinas como La Plata; las performances ciudadanas de la Resistencia Civil en México; las ceremonias de exhumación y re-enterramiento de los restos de Salvador Allende realizadas en Santiago, en septiembre de 1990(1).

En este registro se incluyen otras prácticas no exclusivamente artísticas, en las que se involucran ciudadanos y creadores que utilizan dispositivos estéticos para la elaboración de nuevos discursos en la protesta pública, sin buscar legitimar sus acciones como producciones artísticas, tal y como lo han hecho el Colectivo Sociedad Civil en Lima-2000 durante las lavadas públicas de la bandera, y las agrupaciones artístico-activistas de ETC y del Grupo de Arte Callejero en Buenos Aires, en las que se reúnen creadores de diferentes disciplinas y medios no precisamente escénicos, pero que sin embargo han contribuido notoriamente a tejer de otra manera las relaciones entre arte y política, transformando los espacios escénicos y desbordando la teatralidad.

Para no homogeneizar situaciones que escapaban a cualquier reducción disciplinar, y para dar cuenta de acciones que oscilaban entre la performance o el arte acción, la instalación, la intervención urbana, la teatralidad y la performance política, y en las cuales se constituyen anti-estructuras, he utilizado la noción de liminalidad desarrollada por la antropología social y ritual de Victor Turner.

El estudio en torno a la liminalidad lo he desarrollado en dos sentidos: en el de las re-presentaciones realizadas por artistas en marcos artísticos pero cuyos fines trascienden este marco y se proyectan como acción política; y en el de las prácticas políticas ejecutadas por ciudadanos comunes y por creadores, extrañando el discurso y escenificando imaginarios y deseos colectivos en los espacios públicos. Me interesa señalar la emergencia de los dispositivos liminales considerando siempre las diferentes texturas y configuraciones de la liminalidad, ya sea a través del desplazamiento de procedimientos artísticos hacia el campo de la acción social y la participación política que produce la estetización de los eventos ciudadanos, o ya sea en la radicalización ética practicada por algunos artistas desde su producción estética, al realizar acciones como prácticas activistas (2), de intervención directa en el tejido social. Desentendiéndose de cualquier formulación textual previa, la mayoría de estas nuevas acciones buscan configurar los dramas que vive la sociedad civil y son realizadas como intervenciones en el espacio cotidiano.

La cuestión liminal fue desarrollada por Turner a partir de las observaciones de Arnold Van Gennep sobre los rites de passage asociados a situaciones de margen o limen (umbral). En los ritos ndembu Turner analiza la liminalidad en situaciones ambiguas, pasajeras o de transición, de límite o frontera entre dos campos, observando cuatro condiciones: 1) la función purificadora y pedagógica al instaurar un período de cambios curativos y restauradores; 2) la experimentación de prácticas de inversión -“el que está arriba debe experimentar lo que es estar abajo” (1988, 104) y los subordinados pasan a ocupar una posición preeminente(109), de allí que las situaciones liminales pueden volverse riesgosas e imprevisibles al otorgar poder a los débiles-; 3) la realización de una experiencia, una vivencia en los intersticios de dos mundos; y 4) la creación de communitas, entendida ésta como una antiestructura en la que se suspenden las jerarquías, a la manera de ‘sociedades abiertas’ donde se establecen relaciones igualitarias, espontáneas y no racionales.

 

La communitas representa una modalidad de interacción social opuesta a la de estructura, en su temporalidad y transitoriedad, donde las relaciones entre iguales se dan espontáneamente, sin legislación y sin subordinación a relaciones de parentesco, en una especie de “humilde hermandad general” que se sostiene a través de acciones litúrgicas o prácticas rituales. Esta concepción utópica es ejemplificada por Turner recurriendo a diversos momentos singulares, como fueron la existencia de las comunidades hippies, los beats, la comunidad fundada por Francisco de Asís, o incluso situaciones ficcionales como la república ideal propuesta por el personaje Gonzalo en La tempestad de Shakespeare. En todos estos casos la liminalidad es una situación de margen, de existencia en el límite, portadora de cambio, propositora de umbrales transformadores.

Si en la etapa de sus estudios sobre antropología ritual Turner consideró la liminalidad “como un tiempo y lugar de alejamiento de los procedimientos normales de la acción social” (1988, 171), es decir, como un estado resguardado y extracotidiano, me ha interesado observar la liminalidad como extrañamiento del estado habitual de la teatralidad tradicional y como acercamiento a la esfera cotidiana. Al proponer un alejamiento de las formas convencionales de representación y una proximidad a los estados de vivencia, de implicaciones éticas, de movimientos en la calidad de vida, algunos procesos artísticos comienzan a explorar caminos que parecen acercarlos, una vez más, a experiencias rituales.

El arte y el ritual son generados en zonas de liminalidad donde rigen procesos de mutación, de crisis y de importantes cambios (Turner, 1988, 58). Esta mirada interesa para reflexionar algunos rituales públicos como hechos conviviales en los que se condensa a través de la reunión del acto real y a la vez simbólico, una ‘teatralidad’ liminal.

En un orden distinto al antiestructural, en estudios que abordaban problemáticas de antropología social, Turner planteó el concepto de “drama social” inserto en las estructuras positivas, es decir, en las sociedades estructuradas y fundadoras de estatus y jerarquías. Los dramas sociales separan y dividen, en una relación muy diferente a las que generan las communitas.

Al observar y plantear “el potencial ‘teatrálico’ de la vida social”(2002, 74), Turner utilizó aquel término -“drama social”- como categoría que expresaba la analogía entre una secuencia de acontecimientos supuestamente espontáneos que manifestaban las tensiones de una comunidad, y la forma procesal y concentrada que caracteriza a la expresión dramática occidental. En la vida rutinaria de una comunidad percibió la instalación de un tiempo dramático y de conductas exaltadas, concluyendo que en el quehacer normal de una sociedad se abría una brecha pública como resultado de una conmoción emocional o de “un acto político encaminado a retar la estructura de poder”(75).

Consideró que en estos dramas operaban cuatro fases: 1) la brecha, 2) la crisis, 3) la acción reparadora, 4) la reintegración. En el ámbito de la segunda fase ubicó también la emergencia de liminalidad, como umbral entre las etapas más estables del proceso, pero ya no en la dimensión de limen sagrado separado de la vida cotidiana, sino en el foro mismo de la sociedad, retando a sus representantes (2002, 50). Insisto en esta dimensión de la liminalidad, fuera de la esfera estrictamente sagrada, por el potencial que representa para reflexionar las situaciones escénicas y políticas insertas en la vida social, propiciadoras de tránsitos efímeros pero de alguna manera también trascendentes.

 

Al proponerme observar la liminalidad en prácticas escénicas que implican una amplia participación y en las que emergen happenings ciudadanos, deseo enfatizar los aspectos sociales de la liminalidad. La liminalidad al generar communitas es también una esfera de convivio, de ‘vivencia como experiencia directa’. Si en todos los casos la liminalidad es una situación de existencia alternativa en los límites, esta condición tiene su representación ideal en las communitas metafóricas en las que participan decisivamente el lenguaje poético y la dimensión simbólica. ´

Estas prácticas también han ido modificando el status del artista. Practicantes a la vez que participantes, implicados a la vez que “observadores”, mediadores y testimoniantes, los creadores juegan una condición dual y roles menos protagónicos; más que representar un status asumen su trabajo como una praxis para develar y visibilizar utilizando su propio “plus diferencial”.

Como ya puede deducirse, reflexionar sobre las teatralidades liminales no sólo implica considerar su complejo hibridismo artístico, sino también considerar las articulaciones con el tejido social en el cual se insertan. La transgresión de las formas teatrales en gran medida han estado condicionadas por los cambios de sus realidades. Ya sea que la espectacularidad de la sociedad lanza desafíos a las ficciones y discursos artísticos, o que los acontecimientos de lo real funcionen como catalizadores para los espacios estéticos. Esta hibridación de dispositivos y lenguajes ha ido constituyendo lo que Nelly Richard ha identificado como una “estética del collage” en la que se mezclan los “estilos del arte” y “el violento desorden de lo estético” (2006, 120 y 123). Si bien la hibridación es un concepto ampliamente utilizado para dar cuenta de los “tejidos conectivos” de las culturas y de los espacios intersticiales donde “se negocian las experiencias intersubjetivas y colectivas” (Bhabha, 2002, 18), retomo el concepto desde su inscripción lingüístico-literaria: como “un procedimiento (o sistema de procedimientos) intencional” (Bajtín, 1989, 174) en el cual se mezclan dispositivos y lenguajes de campos diversos.

De manera que el estudio de lo liminal abarca situaciones de teatralidad y de performatividad que no necesariamente están asociadas a las disciplinas del teatro y del performance art. Entiendo la teatralidad como instinto de transfiguración capaz de crear un “ambiente” diferente al cotidiano, de subvertir y transformar la vida, tal y como lo planteó Nicolás Evreinov cuando estudiaba las disposiciones escénicas de la sociedad, interesado en observar “el espectáculo sin fin” (67) de la existencia humana y los roles sociales, más cercano a la premisa shakespeareana del mundo como un gran teatro y a buscar cada detalle que revelara “la incesante teatralización de la vida”(72).

Para Evreinov, que entendía a teatralidad como una situación pre-estética, “el teatro, en cuanto institución permanente, ha nacido del instinto de teatralidad”(50), invirtiendo los vínculos que subordinan la teatralidad al teatro. Viviendo en la misma época y en la misma ciudad que Artaud, escribiendo textos relacionados en los mismos años –entre 1927 y 1930-, coincidiendo en las fuerte críticas al estilo realista que falsificaba la vida de la escena y en la apreciación de las convenciones “irrealistas” que animaban el teatro oriental, ambos creadores también coincidieron en la observación de la teatralidad en los escenarios cotidianos y efímeros a partir de una mirada que reconfigura y crea un espacio otro.

Estas miradas fueron también cercanas a las reflexiones de Turner cuando utilizaba la palabra performance para dar cuenta de diversos actos simbólicos de la cultura. La conducta performativa podía producirse en los “dramas estéticos” o en los “dramas sociales”. De allí que planteara el performance como un campo de acción que abarca lo socio-estético –performances sociales y performances estéticos-, permitiendo al ser humano la expresión de significados y el conocimiento de sí mismo: “en el performance el hombre se revela a sí mismo”, “un grupo humano puede conocerse mejor mediante la observación y/o participación en el performance generado y presentado por otro grupo humano”(116). Este valor de autoconocimiento y expresión del performance también fue desarrollado por Goffman cuando lo planteó como “la presentación del sí mismo en la vida cotidiana”.

Para Turner las fuentes de la forma estética se encuentran en “la experiencia vivida”, declarándose partidario de una tradición epistemológica que tuvo en Wilhelm Dilthey un visionario fundamental. Estos filósofos concebían el conocimiento como un aprendizaje experiencial fundado en la participación directa o indirecta de la vida social, o como Turner especificaba: la sabiduría emergía de la participación “en los dramas socioculturales mediante los géneros performativos”( 2002, 121) que remodelaban las estructuras de la vivencia.

Turner agrupó las performances en “sociales” y “culturales”. Sin embargo, pienso que en toda performance social se expresa un comportamiento cultural; de allí que prefiero la distinción entre performances espontáneas y performances construidas, pero esta distinción -temporal y circunstancial- sólo busca diferenciar los actos performativos que se producen en la vida cotidiana y las acciones performativas que se construyen en los espacios acotados estéticamente.

Sin lugar a dudas, la palabra performance trasciende la noción de performance art desarrollada por los artistas plásticos a finales de los años cincuenta y está más próxima a la problemática de la performatividad como discurso del cuerpo y puesta en ejecución de las acciones. La performatividad y la teatralidad apuntan a un tejido de diseminaciones que atraviesan las nociones disciplinares de teatro o performance art y se instalan en un espacio de travesías, liminalidades e hibridaciones, donde se cruzan y se interrogan los campos del arte, la estética y lo político. ´

Retomo entonces la noción de performance en el sentido en que la usara la “antropología liberada” de Turner: una secuencia de actos simbólicos (2002: 107) que busca nuevos significados mediante las acciones públicas. Si como proponía Turner, entendemos los géneros performativos como segregaciones del drama social, y éste a su vez es “una irrupción en la superficie de la vida social continua”(129), ambos casos -los dramas sociales y sus representaciones performativas- hay que entenderlos como expresiones no-armónicas o disonantes, como procesos transformadores, dinamizadores, que movilizan lo establecido para generar algún tipo de cambio, ya sea simbólico o práctico.

Si la conducta performativa ha sido asociada a la interpretación o al cumplimiento de roles sociales, también puede expresar la subversión de la norma, la suspensión de roles regulados y la ejecución de acciones lúdicas que invierten las conductas sociales establecidas. En el ámbito de los actuales estudios culturales, la performatividad ha sido problematizada como “el modo en que se practica cada vez más lo social” (Yúdice, 43), como puesta en ejecución de normas sociales, pero también como contestación y rechazo a las mismas, situación en la que emergería lo que Butler ha identificado como performativida subversiva.

Así como he explicitado la referencialidad socio-antropológica, no artística, en la utilización del término performance, también insisto en que no invoco la palabra teatralidad como sinónimo de teatro, sino como noción que busca expresar la configuración escénica de imaginarios sociales, la resignificación de prácticas representacionales en el espacio cotidiano, mirada que también se asienta en la observación de Artaud cuando describía el “espectáculo total” de una escena de la calle. Esta otra teatralidad, fuera del marco disciplinar del teatro, se configura en un espacio no enmarcado artísticamente y sí acotado por una percepción capaz de reconfigurar mundos y desatar otros imaginarios.

Estudiosas de la escena como Josette Féral y Helga Finter se han preguntado si la problemática de la teatralidad es un fenómeno inherente a lo cotidiano, que pudiera ser identificada como tal por la otra parte, o por una mirada que la decodifica (36). Hernán Vidal ha reflexionado sobre el “denso contenido simbólico y ritual” que alcanzan algunos acontecimientos al interpelar a la colectividad, proponiendo la idea de una “teatralidad social”. En esta línea de estudios también deseo mencionar los análisis de Alicia del Campo sobre las teatralidades de la memoria en Chile, así como los planteamientos generales de Juan Villegas.

Se trata de un problemática ya desarrollada por algunos estudiosos de las artes escénicas que han indagado teatralmente los espacios sociales en momentos de crisis y/o agitación política. Tales consideraciones son estimulantes puntos de partida para reflexionar en torno a las teatralidades que generan los recientes y diversos “dramas sociales”, lo cual también implica considerar las teatralizaciones o estetizaciones de la vida política. Sin duda, pienso en la estetización de la política en dirección opuesta a la evidenciada por Walter Benjamin, porque a diferencia del contexto nacionalsocialista, hoy son otros los actores que toman por cuenta propia los espacios públicos y utilizando dispositivos que estetizan las protestas ciudadanas, sin buscar legitimarlas como producciones artísticas. La estetización de la política como “estetización de lo real”(Richard, 2006, 120) emerge hoy en un contexto diferente, como estrategia de aquellos que han decidido carnavalizar las prácticas espectaculares del poder devolviendo los golpes de arriba en gestos simbólicos que desde abajo mediatizan la violencia y propician otras formas de escenificación de la propia espectacularidad cotidiana. Tal y como lo observó Helga Finter durante los cacerolazos argentinos, estas acciones constituyen espacios potenciales intermedios, gestos simbólicos y extracotidianos que si bien no son un evento artístico tampoco son parte de la vida de todos los días.

En el contexto argentino, los dramas sociales han producido diversas figuraciones simbólicas: un año después de subir al poder la Junta Militar, las Madres comenzaron sus rondas silenciosas en la Plaza de Mayo (3), y algunos años después, en septiembre de 1983, los sobrevivientes de aquella marcada generación organizaron el ‘Siluetazo’, pintando miles de siluetas en las calles y muros de Buenos Aires en alusión directa a los numerosas desapariciones forzosas. La acción fue concebida colectivamente a partir de un proyecto original de los artistas visuales Rodolfo Aguerreberry, Guillermo Kexel y Julio Flores, quienes con el apoyo de las Madres y teniendo como punto de partida la Plaza de Mayo, realizaron una multitudinaria intervención urbana con siluetas realizadas sobre papel y que fueron estampadas sobre muros, ventanas, calles y plataformas de señales de la ciudad. En aquellas “puestas en forma del dolor” convocadas por creadores en colaboración con ciudadanos comunes se entretejían recursos simbólicos y performativos que hicieron posible la realización de un memorable gesto político.

Desde las protestas silenciosas durante los “años de plomo”, hasta las carnavalescas y ruidosas manifestaciones después de diciembre de 2001, la sociedad argentina ha asistido al despliegue de las más imaginativas estrategias (re)presentacionales que por su repetición y capacidad de convocatoria se convirtieron en un gesto simbólico de la sociedad civil, en rituales colectivos de participación ciudadana, privilegiando los recursos corporales y performativos y configurando un nuevo lenguaje que desautomatizó las tradicionales formas de protesta.

A partir de diciembre del 2001 las manifestaciones recurrieron a formas carnavalescas y paródicas. La sociedad fue tomada por acontecimientos que instalaron una especie de surrealismo cotidiano. La realidad superó a los imaginarios estéticos, la obscenidad irrumpió en el panorama de la política común. Fue en este marco que el espectáculo de la sociedad autoritaria llegó a ser carnavalizado por los espectáculos de la sociedad civil, como respuesta inventiva: “los que recibieron un golpe lo devuelven simbólicamente como golpe de efecto, golpe de teatro” (Finter, 37). El espectáculo del ‘corralito económico’ tuvo su doble paródico en las múltiples acciones lúdicas, espontáneamente organizadas por la población. Los espacios públicos fueron invadidos por ciudadanos que utilizaban insólitos recursos para protestar, creando situaciones performativas y teatrales: personas vestidas de bañistas acampaban en las instalaciones bancarias, multitudes armadas de cacerolas y utensilios culinarios tomaban las calles, los camiones descargaban materia fecal a las puertas de los bancos. Un nuevo cuerpo de actores emergía en aquellas teatralizaciones: desempleados, piqueteros, ahorristas, ciudadanos comunes, instalando nuevos escenarios y transmutando la violencia en performance política.

Si bien los dramas sociales han generado las más creativas performances ciudadanas junto a ellas o incluso como parte de ellas se han desarrollado numerosas acciones convocadas por teatristas, performers o artistas visuales que utilizan su plus diferencial para colaborar en la construcción de situaciones en las que se se extraña o se poetiza el discurso de la protesta. En estos casos los propio creadores han manifestado que actúan como participantes de performances o teatralidades ciudadanas. Así lo hicieron los miembros del Colectivo Sociedad Civil cuando en en el último año de la dictadura de Fujimori convocaron a la ciudadanía a Lavar la bandera primero en el Campo Marte y luego en la Plaza Mayor de Lima, declarando que la valoración de sus acciones en términos artísticos le es indiferente a un Colectivo cuyos miembros se asumen primeramente como ciudadanos y sólo en segundo término como autores culturales (Buntinx). Cuando el colectivo Arde Arte convocó a una acción similar en Buenos Aires, al año siguiente del corralito económico y en protesta por las represiones que cobraron vidas al movimiento piquetero. De allí que la acción fuera renombrada como La bala bandera, y lejos de lavarse la insignia se manchaba. O las performances masivas en la Plaza Bolívar de Bogotá, coordinadas por Patricia Ariza, dando visibilidad a los desplazados por la violencia. O las teatralidades de la Resistencia Civil en México lidereadas por Jesusa Rodríguez, y que de manera paralela a las espontáneas performances ciudadanas, dieron forma escénica al disentimiento y la protesta contra un fraude electoral.

O cuando artistas visuales, fotógrafos y arquitectos configuran sus prácticas como puestas en visión o cartografías de una ciudad en crisis, tales como lo hicieron Héctor Ballesteros y Antonio Turok en Oaxaca. Estos testimonios visuales que dan cuenta de los posicionamientos en los escenarios cotianos de autoridades y ciudadanos, así como de las transformaciones radicales de los espacios en momentos de crisis, forman parte del proyecto Aquí no pasa nada, realizado por La Curtiduría, espacio cultural independiente creado en el 2006 en Jalatlaco, Oaxaca, que conmemoró su primer aniversario repensando la colisión político-social que sacudió a la ciudad durante ocho meses.

Si como observara Turner, en las crisis abiertas por los dramas sociales se producen situaciones de “caos fecundo” y de liminalidad: es decir, estados de tránsito, de movimientos colectivos espontáneos que generan asociaciones temporales no jerarquizadas y en las que se concretan acciones sociales que invocan posibles transformaciones o que ya constituyen espacios simbólicos transformadores, me interesa reflexionar las configuraciones poéticas que en estas situaciones son creadas por ciudadanos, con la colaboración o no de artistas, como teatralidades liminales. Fuera de las nociones artísticas, y por supuesto del teatro como institución, aquí la frase busca dar cuenta de los diversos rituales públicos en los que se representan los imaginarios y los deseos colectivos y se exponen las presencias en el espacio social.

En términos generales, la liminalidad me interesa como concepto con el cual busco expresar las arquitectónicas complejas de acciones artísticas, políticas y éticas que se realizan como actos por la vida; como de acciones ciudadanas que buscan cierta restauración simbólica y se configuran como prácticas socioestéticas. En la dimensión micro-utópica que ellas sugieren al propiciar mutaciones personales y colectivas y generar incluso efímeras communitas, vinculo la liminalidad a estados poéticos y metafóricos, pues aunque las acciones se insertan en el orden de lo real inmediato, la transformación energética que en el acto se da, el pathos que lo anima y la producción aurática que lo marca, implican la emergencia de una efímera instancia poética. En todos los casos, me interesa problematizar la liminalidad como antiestructura que pone en crisis los sistemas y jerarquías sociales. Estas situaciones las observo asociadas a los bordes y nunca haciendo comunidad con el status y el orden imperante, mucho menos con las instituciones, de allí la necesidad de subrayar la textura política de la liminalidad al implicar procesos de inversión. No es sólo un “entre”, una frontera, sino que implica sobre todo la creación de un estado no jerarquizado, un “espacio de caos potencial” desde el cual considerar las desautomatizaciones discursivas del campo del arte y de la representación política.

La reflexión en torno a prácticas como éstas, desarrolladas en distintas ciudades latinoamericanas, invitan a preguntarnos sobre el lugar de la teatralidad en una sociedad que se ha apropiado carnavalizadoramente de las estrategias espectaculares, produciendo “teatralizaciones” de lo real insufladas por una corriente lúdica. En ciudades donde el cuerpo se desnuda y se utilizan como tapa-rabos las fotografías de los políticos, exhibiendo en las calles la incongruencia de las representaciones sociales, el discurso artístico no puede permanecer indiferente ni ajeno a estas reales exposiciones de la presencia que horadan y movilizan los dispositivos representacionales. Al margen de las formas tradicionales, trascendiendo los soportes clásicos, incorporando otros sujetos a la dimensión poética, en los bordes de los sistemas de representación y manifestación permitidos, las prácticas escénicas actuales problematizan la noción de teatro, e incluso de arte.

Las actuales prácticas artísticas y políticas que mezclan los espacios cotidianos y estéticos nos hacen preguntarnos por conceptos como representacionalidad, teatralidad y performatividad. El teatro trascendido y las diseminaciones de la teatralidad en los escenarios cotidianos refieren un cuerpo que nos devela otras dimensiones representacionales. Quizás podríamos considerar ese “tercer espacio” del que habla Yúdice (382), donde –como apunta Nelly Richard- se conjugue la “especificidad crítica de lo estético” y la “dinámica movilizadora de la intervención artística-cultural”(125).

Más allá de las clasificaciones de otras y otros modos de hacer teatro, me interesa problematizar la cuestión de la teatralidad en el amplio campo de lo artístico y en producciones estéticas cotidianas que trascienden el arte y por supuesto el teatro mismo. Ésta fue una reflexión que acogió la perspectiva liminal para dar cuenta de prácticas artísticas y políticas en el contexto latinoamericano como escenarios y teatralidades liminales, y que ahora enfoco hacia las problemáticas representacionales y las teatralidades que se configuran en las prácticas socioestéticas.

Notas

1. Ver Teatralidades de la memoria: rituales de reconciliación en el Chile de la transición, de Alicia del Campo.
2. El término ‘activismo’ ha sido aplicado a aquellas prácticas políticas y culturales que desarrollan una determinada línea de acción en la vida pública, generalmente comprometidas con la discusión y transformación de problemáticas comunitarias.
3. Las rondas de las Madres de Plaza de Mayo se iniciaron en abril de 1977. Luego de una larga peregrinación por cuarteles, comisarías y sacristías indagando por el destino de sus hijos, algunas madres decidieron comenzar a juntarse frente a la casa de gobierno, tomando la plaza para instalar públicamente la búsqueda. Portando las fotos de sus desaparecidos, con pañuelos blancos sobre la cabeza, comenzaron a realizar caminatas en torno a la pirámide, iniciando así la que ha sido considerada como “la mayor epopeya ética de la Argentina contemporánea”, y que hasta hoy continúa existiendo, aún después de la restauración de la democracia. Todos los jueves a las 3.30 de la tarde, las Madres hacen la ronda en torno a la pirámide de la Plaza de Mayo, frente a la casa de gobierno. En un país donde se impusieron las leyes del perdón a los militares implicados en las acciones de la Junta (Ley del Punto Final y Ley de la Obediencia Debida), esta protesta tiene un profundo sentido de resistencia, aún cuando en junio del 2005 la Corte Suprema de Justicia aprobó la anulación de estas leyes posibilitando la realización de algunos juicios a los militares responsables por las violaciones de los derechos humanos en Argentina entre 1976 y 1983.

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