La idea de visualizar la música, que está en el origen del ballet clásico, dio lugar a principios del siglo XX a una serie de propuestas escénicas en que los cuerpos de los bailarines fueron sustituidos por formas plásticas, cuyo desplazamiento en escena era acompañado por sucesivos efectos de iluminación que los nuevos dispositivos eléctricos hacían posible. Ello permitió a Schönberg imaginar la posibilidad de “hacer música con los recursos de la escena” en su breve ópera La mano feliz o a Giaccomo Balla poner imágenes a la música de Stravinsky sin recurrir a bailarines, sino sólo a elementos escenográficos y cambios de iluminación, en la producción que Diaghilev hizo de Fuegos de artificio en 1917. Desde entonces, la alianza de música e imagen en escena ha dado lugar a numerosas tentativas, sea en la construcción de un teatro de imágenes rítmicas o en la construcción de espacios resonantes.

A propósito de su espectáculo Sinfonic King Crimson (1981), el director y escenógrafo Iago Pericot declaraba lo siguiente: “Queríamos hacer un espectáculo audio-visual creado a partir de la música y del espacio, sin texto explícito alguno.” Para lo cual redujo las nueve horas disponibles de música de King Crimson a una hora y media y sobre ellas diseñó una acción con un contenido argumental fantástico, a veces delirante. Sobre una escena escalonada, los actores evolucionaban con un tipo de movimientos y gestualidad que resultaba difícil inscribir en lo que por entonces se entendía como “danza” o “mimo”, siempre en función del espacio y los elementos plásticos que lo componían. En palabras de Pericot, se trataba de “un espectáculo abstracto, algo así como una pintura de Kandinsky en movimiento” y, al igual que los de Robert Wilson, abierto por tanto a todo tipo de interpretaciones.i

Unos años después, Iago Pericot creó, con la colaboración de Andrejz Leparski, un espectáculo de danza titulado Mozartnu (1986). Mireia Romera y Jordi Cortés improvisaron sobre La Misa de la Coronación de Mozart, bajo la atenta mirada de Pericot y Leparski, una serie de movimientos que sirvieron de base para la construcción de un espectáculo de treinta minutos de duración, sencillo e íntimo (el público estaba dispuesto en torno a los intérpretes), cuya efectividad residía básicamente en la fuerza plástica de los movimientos de dos cuerpos desnudos.

“Los cuerpos, a la vista de todos, con sencillez, con naturalidad. La luz marca exclusivamente algunos de los segmentos que desarrollan el conocimiento mutuo. El suelo blanco. Nada más. Los dos cuerpos y la música de Mozart son los signos esenciales.” (Pericot, 1986, 49) 1 

Carles Santos, que siempre se había interesado por la relación entre la música, el cuepo y la escena, subrayó la fisicalidad de la producción misma del sonido como punto de partida para una conversión del mismo en imágenes:

En un concierto hay miles de cosas que observar, los músicos tienen muchos tics y pasan muchas cosas entre ellos, desde la manera fetichista de tocar sus instrumentos, a la saliva, etc. y obviamente hay todo un trasfondo muy sensual, bastante erótico.” (Santos, en Miró, 1999- 175)

Fue esta observación, además de su propia experiencia física con el piano, la que le llevó a plantear la posibilidad de convertir el escenario en un pentagrama: “¿Se puede sustituir el lenguaje literario por el lenguaje musical? ¿Se puede convertir el músico en un personaje actor? (Santos, en Cureses, 1999: 77).

La respuesta a estas preguntas llegaría en 1983 con su primer espectáculo de mayor formato, Beethoven, si tanco la tapa qué passa?, que contenía una escena muy similar a la ya incluida en su vídeo Anem, Anem a volar: Santos, sentado al piano, interpretaba su música impertérrito, mientras una mujer evolucionaba sensualmente sobre el piano, se restregaba contra el instrumento y a continuación contra el pianista, sin conseguir que éste detuviera su interpretación. En sus siguientes producciones, Santos recurrió a la colaboración de los coreógrafos que en ese momento comenzaba la transformación de la escena española: si la colaboración con Ángels Margarit en Té Xina la fína petxína de Xína? (1983) fue más puntual, la producción Santos-Gelabert (1985) resultó tan decisiva para el músico como para el coreógrafo. Después de La boqueta amplíficada (1985) y Arganchulla, Arganchulla, Gallac (1987), Carles Santos volvería a encontrarse con Cesc Gelabert en uno de los espectáculos más singulares de la escena contemporánea española: Belmonte. 

Arquitecturas corporales

La colaboración de Santos con Gelabert resulta especialmente interesante por el paralelismo de sus trayectorias creativas. Como Santos, Gelabert fue durante muchos años un creador solitario: ya no es que la danza contemporánea o postmoderna tuviera poco eco, es que no existía en absoluto en España algo que se pudiera calificar como tal. Si bien es cierto que se produjeron importantes aportaciones en el ámbito de la danza española y del ballet antes y después de la guerra civil, en ningún momento los artistas españoles habían sentido la necesidad de explorar los caminos abiertos a principios de ese siglo por bailarinas como Loie Fuller, Isadora Duncan o Mary Wigman, y continuados más tarde por Martha Graham, Kurt Joos o Merce Cunningham. Fue a mediados de los setenta cuando, coincidiendo con los primeros éxitos internacionales de Pina Bausch y la apropiación de ciertos modelos norteamericanos por parte de la danza contemporánea francesa, se abrieron en España algunas iniciativas de producción surgidas, en parte, de una primera labor pedagógica y/o exploratoria de Anna Maleras en Barcelona, Carmen Senra en Madrid y José y Concha Laínez (fundadoras en 1969 del Ballet Contemporáneo Anexa) en San Sebastián. Pero antes de que bailarines como Angels Margarit, Toni Mira, Francesc Bravo, Vicente Sáez o Margarida Guergué comenzaran a componer sus primeras piezas y antes, por tanto, de que se formaran colectivos como Mudances, Metros, Lanónima Imperial, Danat Danza, Bocanada, Vianants o Ananda Dansa, el territorio de la danza entendido como arte autónomo, es decir, como arte del cuerpo no supeditado a la música o la fábula, fue explorado en solitario por Cesc Gelabert.

Durante un tiempo Gelabert fue un “raro” en el ámbito del arte escénico, y esa rareza le obligó, al igual que le ocurrió a Santos en el territorio de la música, a buscar cómplices fuera de lo que entonces estaba acotado como su disciplina. Si Santos los encontró entre los artistas conceptuales, Gelabert, que había estudiado arquitectura antes de iniciarse en la danza con Anna Malerasii, los encontró en los músicos y en los pintores. Su primera pieza Acció-0: la mente y el cuerpo fue creada en colaboración con el pintor Frederic Amat y el músico Lewin Richter.iii En el título cabría hallar resonancias a a uno de los emblemas de la danza postmoderna, el Trio A: la mente es un músculo (1966) de Yvone Rainer, aunque su justificación se encuentra en el interés de Gelabert por el tratamiento de las sensaciones y las emociones con la distancia de un analista (o de un arquitecto): el equilibrio entre expresión (pasión, movimiento) y construcción (lenguaje, arquitectura) se mantendría en toda la trayectoria creativa del coreógrafo catalán.

Acció 1: la vida y la muerte (1976) fue la segunda colaboración Gelabert-Amat. En este caso, la componente plástica se acentuó, hasta el punto de que algún crítico describió la pieza como una “corporeización de los cuadros de Amat”: los bailarines, envueltos en una crisálida, tenían fijados sus extremidades a largas cañas que los convertían en superficies planas y les obligaban a “inventar su movimiento”. 2

Entre 1978 y 1980, Gelabert residió en Nueva York, donde trabajó sobre todo en el Cunningham Studio. Allí se encontró con Carles Santos, con quien fundó en 1980 la compañía Cesc Gelabert and Dancers, y con quien creó su siguiente pieza. Acció 2: primavera, verano, otoño, invierno surgió del encuentro, una colaboración que se prolongaría tras el regreso de ambos a Barcelona en Concert per a piano, dansa y veu (Sitges, 1982), Bujaraloz (1982), Pasodoble (1983) o Desfigurat (1985). Para entonces, Gelabert ya se había unido a Lydia Azzopardi, una bailarina de sólida formación que aportó al coreógrafo autodidacta la disciplina que le había faltado en España y con la que acabaría formando compañía en 1986.iv

Concierto per a piano, dansa y veu (1982) significó la continuación de las tentativas de unión entre sonido y movimiento iniciadas en Nueva York en la estela de la danza postmoderna y el arte de acción. Con Bujaraloz (1982), Gelabert comenzó a definir su lenguaje propio: una coreografía sobria, construida a base de rotaciones y movimientos sencillos, paralelos a los sonidos producidos en solitario por el piano de Santos. Y para Pasodoble (1983), un solo en que se anunciaban algunos de los elementos que años más tarde habrían de reaparecer en Belmonte (1989), Gelabert compuso una partitura visual y coreográfica basada en las ambigüedades, los contrastes y las transformaciones. Vestido con una malla negra y una especie de tutú, ambos de encaje, Gelabert se presentaba en escena como la simbiosis de la bailarina clásica y el torero. El acento femenino de la falda contrastaba con el gesto masculino del rostro en tanto los movimientos propios de la una y el otro se distribuían sucesivamente en distintas partes del cuerpo (brazos, piernas, pelvis), provocando tensiones y extrañas combinaciones, que en algún momento llegaban incluso a lo esperpéntico. En la segunda parte, Gelabert invadía la zona de escena hasta entonces no utilizada, cubierta por una larga alfombra de cartulina roja, para realizar un atípico paseíllo basado en pasos alternos en punta y en planta. A continuación recogía la alfombra de cartulina, la arrugaba, se dejaba caer sobre ella e iniciaba un forcejeo, tras el cual la cartulina se había convertido en un enorme capote para la bailarina-torero, un capote que al mismo tiempo cumplía la función de toro, con el que Gelabert componía diversas figuras y que hacía volar en escena con la intención de dominar una materia inerte insospechadamente viva. La escena adquiría tintes grotescos cuando Gelabert recorría la escena con el capote, ya destrozado, en alto. La descomposición del capote-toro coincidía con una animalización de la bailarina / torero, que acababa con los restos de la cartulina en la boca, agitándola, desgarrándola, fragmentándola en multitud de trozos que iban cayendo desperdigados sobre el escenario.

Gelabert confesó que el proyecto de Belmonte databa de las mismas fechas en que había presentado Pasodoble. En cierto modo, el espectáculo era una expansión del solo, una expansión en todos los sentidos, porque Carles Santos dirigía en el foso una banda de música, Lydia Azzopardi intervenía, junto a otros cuatro bailarines, en la coreografía, y Frederic Amat diseñaba nuevamente el vestuario y la escenografía. En el programa, se describía el espectáculo como “una abstracción en términos coreográficos, musicales y plásticos del mundo de los toros y que utiliza la extraordinara personalidad de Juan Belmonte como secreta fuerza de inspiración.”v Se trataba de un espectáculo elegante, una fantasía y un análisis de la fiesta taurina, en que se unía la referencia a lo popular en el movimiento, la imagen y la música, con la estilización, la repetición y la abstracción. Referencia popular, estilización / repetición y abstracción se combinaban a lo largo del espectáculo, articulado en tres partes. En la primera, Gelabert, solo, vestido con un pantalón azul hasta el tobillo, ceñido por una cuerda blanca, y una camisa abierta con nudo a la cintura, ofrecía una especie de repertorio de estados de ánimo del torero. En la segunda, Lydia Azzopardi, con una falda de rizos y una malla de perlas, atrapada en una especie de miriñaque gigante salpicado de estrellas, interpretaba una alegoría de la fiesta, con algunos ecos del baile flamenco. Y en la tercera, con la colaboración de cuatro bailarines en el papel de toro, Gelabert, vestido ahora con un peculiar traje de luces (adornado con pececitos, cangrejos, estrellas y caballitos de mar), presentaba un desarrollo completo de la faena, con una estructura más dramática y una teatralidad casi oriental.vi 3 

A lo largo de todo el espectáculo, Gelabert, como ya era habitual en sus solos, utilizaba su cuerpo convirtiendo cada movimiento en letra de un código que el público debía adivinar. Los saltos, rotaciones, miradas, movimientos de distintas partes del cuerpo se sucedían sin una lógica clara para el espectador, pero con una lógica implacable creada dentro del propio espectáculo. Esto es muy evidente en la primera parte del espectáculo. En la segunda secuencia, “la búsqueda”, la combinación de referencias a ciertos pases taurinos y a técnicas de danza moderna (Graham, Cunningham) daban lugar a un lenguaje hipnótico, fascinante: movimientos exploratorios, clima intenso, la muerte siempre presente, agitación de manos y brazos, búsqueda en el aire, presencia del capote al fondo, ampliación de la música y la danza, pérdida de la serenidad, el cuerpo mismo transformado en capote que vuela sobre sí mismo… Cada una de las secuencias de esta primera parte servía a Gelabert para explorar, con la serenidad del arquitecto, los habitáculos de la emoción dispersos en el cuerpo. Así surgían danzas de pies y brazos, danzas triangulares, danzas de omóplatos y brazos, giros, diversas geometrizaciones del cuerpo… En “Cogido por el toro”, una música en pianísimo, lóbrega, acompañaba el gesto que expresaba el temor y reflejaba el riesgo, Gelabert se movía cuidadosamente, en un baile placentero con la muerte, se dejaba llevar por la dulzura previa al desastre. En la cogida, el hombre y el imaginario animal se fundían en el cuerpo del bailarín: un cuerpo encorvado, que desplazándose en curvas, como un animal herido huyendo de su propia muerte que trataba de liberarse del castigo fatal. En la siguiente secuencia, en cambio, el cuerpo de Gelabert parecía de aire: con el torso desnudo, jugaba entonces con la camisa, convertida en reflejo del animal y el capote, al tiempo que el movimiento se agitaba y el cuerpo parecía salir de sí: la boca se abría, la respiración se aceleraba, las manos tenían que acudir en socorro de la cabeza… hasta que la serenidad regresaba y el bailarín-torero se retiraba hacia el fondo como sorprendido por el desarrollo de su acción.

La combinación de lo popular y lo vanguardista, que había marcado las tentativas de renovación del drama y la escena españolas durante los años veinte y treinta, encontraba un eco en esta experiencia de Santos-Gelabert-Amat en pleno apogeo del posmodernismo. El recurso a la banda de música fue uno de los hallazgos de este espectáculo, para el que Carles Santos compuso una partitura en que, en paralelo a las fusiones practicadas por Gelabert y Amat, desplegó su peculiar síntesis, o más bien yuxtaposición, del minimalismo, lo contrapuntístico y lo folklórico.vii

En su fantasía taurina, Gelabert trataba de aproximarse a ese juego físico que, en palabras de Belmonte, es también un “ejercicio espiritual”. La mística del toreo pasa por la identificación del animal y el matador, por la coincidencia en la emoción y por el desprendimiento del cuerpo que acontece durante el juego de dominación previo al cruel procedimiento catártico de la estocada. Gelabert siempre había contemplado la actuación del torero durante la lidia con la mirada del coreógrafo, y esta concepción dancística del toreo se cruzaba con la analogía entre la danza y la cuádriga:

Los ejes del carro constituyen la estructura de la obra. Entonces tienes los caballos que son los deseos; los estribos significan la voluntad y el que controla los estribos es el espíritu. O sea, los caballos son los deseos, el anhelo. Ellos ponen en marcha la cosa. Pero el deseo no se deja controlar directamente, es imposible.

Gelabert continuaría la propuesta de Belmonte en espectáculos posteriores, como El jardiner (1993), una obra en colaboración con Fréderic Amat y Carlos Miranda, que exploraba el mundo pictórico de Miró y se resolvía en una “ceremonia mágica de resonancias medievales”. Pero la componente analítica y reflexiva presente desde el primer momento en el trabajo su trabajo le llevaría también y sobre todo a un desarrollo de la idea del movimiento como escritura.

El cuerpo –sugiere Johannes Odenthal- escribe un texto y el bailarín usa un lenguaje cuyo vocabulario son los miembros del cuerpo, su gramática es la relación con el espacio y su ritmo constituye el desarrollo del movimiento. Este texto se mantiene a distancia del bailarín. El bailarín escribe el texto a través de su interpretación. Esta idea de coreografía se entiende también como ruptura con un discurso contemporáneo, en el que el bailarín anhela una autenticidad, o sea que se expresa a sí mismo. (Odenthal, 1996a)

De este modo Cesc Gelabert se distanciaría de la tradición de la danza como arte autónomo inaugurada por Duncan y continuada por Wim Vandekeybus o Mark Tomkins, y se aproximaría más a la tradición francesa representada por Dominique Bagouet, pero también al trabajo de Gerhard Bohner.

Un momento clave en ese proceso sería el homenaje a Nijinsky, Vaslav (1989), en que el coreógrafo catatlán se confrontaba cuerpo a cuerpo con las posturas del mítico bailarín ruso. Su búsqueda se prolongó en un solo del año siguiente, Joachim Lehman (1990), en que los movimientos caligráficos de los brazos parecían retar el movimiento a veces punteado, a veces fluido de las piernas, y era como si los distintas partes del cuerpo de Gelabert jugaran por el dominio del movimiento, como el torero frente al toro o el auriga con sus caballos. Sólo que ya no había individuo contra animal o animales, sino que era el cuerpo en su pluralidad quien jugaba, forcejeaba consigo mismo. Vestido con una casaca dieciochesca, Gelabert interpretaba una coreografía de brazos, que, partiendo de la inmovilidad, desafíaban con su acción caligráfica al resto del cuerpo, obligando a las piernas a seguirles para compensar aquel movimento autónomo. Las manos se arqueaban, como en un intento de modular el espacio. Y al tiempo que los movimientos se aceleraban y ampliaban, provocando el vuelo de la casaca, la intervención de las piernas se hacía cada vez más urgente. De vez en cuando, las manos volvían a la posición neutra y quedaban fijadas con energía, juntas, a la altura de la pelvis, hasta alcanzar una pose social dieciochesca. Ya sin casaca, el movimiento se hacía más punteado, los pies asumía la dirección tanto como las manos; comenzaba entonces lo que parecía un desafío de unas extremidades a otras, dando lugar a caídas constantes, dado el empeño de las piernas por realizar los mismos desplazamientos volanderos que los brazos, que dibujaban en el espacio arcos en intersección constante.

En Augenlied (1993), en cambio, manos, brazos, cabeza y piernas escribían en el aire dirigidos desde un punto aparentemente exterior al cuerpo: era como si una cuerda invisible enlazara los extremos y articulaciones de su cuerpo y las hiciera moverse al unísono en función de la posición de ese cuerpo imaginario que Gelabert controlaba mediante una visión interna. A veces el movimiento se aceleraba, sin justificación en la música, y Gelabert describía signos rápidos y amplios jugando con distintas posiciones que iban desde la verticalidad o incluso el salto hasta el suelo. De repente, detención, momento reflexivo, quietud, algo que lo llevaba hacia otro punto de la escena, que recorría caminando lentamente, como si el punto del movimiento hubiera salido de su cuerpo y estuviera ahora en el aire. Retrocedía, como si lo hubiera hallado. Su movimiento se hacía entonces mecánico, como el de un autómata, incluidos los labios y los ojos. Hasta perder por completo la movilidad. Su danza había sido resultado de una visión corporal, una mirada corporal que no coincidía con la de la vista, sino con la de una percepción diversa situada en la totalidad del cuerpo.

De números y plantas

La complicidad del minimalismo y la danza contemporánea no es casual. Las repetitivas y geométricas composiciones escultóricas de los minimalistas constituían en cierto modo una provocación lúdica al espectador, que debía implicarse corporalmente en la recepción de aquellas piezas, caminando sobre ellas, atravesándolas, tomando sus medidas en proporción a su cuerpo. Contrariamente a lo que su apariencia podría indicar, la escultura minimalista requería una recepción eminentemente sensible. No es de extrañar, por tanto, que desde el primer momento surgieran las colaboraciones y que las propuestas experimentales de Simone Forti y Robert Morris fueran continuadas en los setenta por las espectaculares de Lucinda Childs y Sol LeWitt.

Por medio de la repetición y la variación, los escultores minimalistas trataron de superar la fijación de la plástica e introducir en la forma inerte el tiempo y el movimiento. Por medio de la repetición y la acumulación de variaciones, los músicos minimalistas trataron, en sentido inverso, de espacializar la música para hacer de la composición un paisaje que invadiera el cuerpo del oyente y lo situara dentro del mismo. Y en la intersección de ambas tentativas, se encontraba precisamente el cuerpo del bailarín.

Robert Wilson apreció con claridad aquella coincidencia y en 1976 propuso a Lucinda Childs una colaboración en una ópera con música de Philip Glass, Einstein on the Beach. El resultado fueron dos coreografías de un minimalismo riguroso, que el director incluyó en su ópera como “paisajes” y dos pequeñas piezas (“knee plays”) con un movimiento mínimo, único y ralentizado al máximo, que para Wilson funcionaban como “retratos”. “Cuadros”, “paisajes” y “retratos” fueron los tres formatos elegidos por Wilson para crear un espectáculo con el que pretendía fundir los límites entre la plástica y la música, la quietud y el movimiento, el espacio y el cuerpo.

Esta idea de fluidez, que subyacía a propuestas artísticas aparentemente inspiradas por la rigidez matemática, no sólo estuvo presente en espectáculos ligados al minimalismo, sino que se extendió a otro tipo de modelos, que abarcaron desde las reinterpretaciones de músicas y técnicas corporales tradicionales, como el butoh o la danza africana de Germaine Acogny, hasta las recuperaciones irónicas del pop acompañadas del recurso a las nuevas tecnologías, como las practicadas por Laurie Anderson. Lo que tenían en común todas estas formas espectaculares era la negativa a la fijación de los medios y la voluntad de situar al cuerpo como generador de formas plásticas, musicales o espaciales.

Como Gelabert, también Margarit sintió fascinación por la plástica y la arquitectura. Si eligió la danza como medio creativo fue, según ella misma, por su dimensión orgánica, por la implicación compleja y global que la danza exige, por la participación de lo puramente físico tanto como lo intelectual y lo sensible en la generación de la obra. Sin embargo, la inclinación arquitectónica y visual atraviesa toda su producción: sus danzas son una constante horadación del espacio construidas para la vista y los sentidos. La construcción y articulación del espacio se convierten en perforación cuando el cuerpo asume el protagonismo y él mismo, sin instrumentos de delineación, ha de enfrentarse al espacio, en principio opaco, que poco a poco es preciso hacer habitable, transparente, significante. El efecto, para el espectador que observa, es el de la escritura o el dibujo sobre un espacio virgen: el escenario deja de ser entonces bloque constructivo para aparecer como “un cuadro vacío, efímero, donde el movimiento dibuja el espacio, donde cada trazo borra al anterior” (Adolphe, 2000: 47)

La componente arquitectónica de las coreografías de Margarit se manifestaba a principios de los ochenta en un énfasis en lo matemático que afectó, en ella se combinaron las propias intuiciones e ideas de la coreógrafa con los ecos de las vanguardias minimalistas y performativas: la música de Laurie Anderson y las imágenes proyectadas de Carme Masiá ofrecían el contexto para una danza motivada, según Margarit, por “estados de ánimo determinados que al traducirse en movimiento provocan inercias y dinámicas distintas que van ordenándose sin transición, en mutua contraposición” (Margarit, 2000: 2). 4 a las dos primeras producciones de Mudances: Mudances y Kolbebasar. No eran sus primeros trabajos coreográficos, ya que después de unos años de formación en el Ballet Contemporani de Barcelona, Margarit se había integrado en Heura Danza Contemporania, compañía para la que coreografió varias piezas, entre ellas Temps al Baix (1982), que funcionaba como un espectáculo autónomo.viii Mudances(1985) fue la que dio nombre a la compañía con la que Margarit ha trabajado durante dieciocho años. Compuesta a su regreso de Nueva Yorkix

Su siguiente espectáculo, Kolbebasar (1988) profundizó en la dimensión constructiva y arquitectónica de lo coreográfico: se trataba nuevamente de una “acumulación” de piezas coreográficas autónomas ordenadas a modo de “exposición móvil”: “Cada composición acerca la danza a una especie de construcción arquitectónica. Imágenes y movimientos viajando en el espacio, creando efectos simétricos, caleidoscópicos.” La referencia plástica (la escultura de una mujer de George Kolbe) estaba ahora presente en el títulox, que en cierto modo compensaba la referencia dinámica del asignado a su primera composición. Pero el dinamismo seguía siendo esencial en la construcción coreográfica y Margarit concebía la estructura del espectáculo como “un flujo de movimientos que se intercambian y se superponen, una especie de puzzle dinámico”. Daba la impresión de que se imaginara a sí misma como la diseñadora de un plano de flujos: de todos los planos que un arquitecto debe elaborar para el diseño de su obra (planta, instalaciones…), éste (la previsión en términos cuantitavos de las personas que van a usar el edificio) es el que más se acerca a la dimensión del espacio como espacio vivido y, por tanto, el que permite una aproximación más clara entre la arquitectura y la coreografía.

La crítica del momento se sintió fascinada por la precisión de aquella coreografía que funcionaba como un mecanismo de relojería, construida mediante movimientos precisos que eran retomados, repetidos y variados por distintas bailarinas para componer un fluido circular y continuo, recibido como la traducción física de una fuga musical. No hay que olvidar que en esos años, la danza contemporánea europea vivía aún los efectos del minimalismo. Mudances recibió con este espectáculo el gran premio del concurso coreográfico de Bagnolet, otorgado por un jurado del que formaba parte Lucinda Childs. Si bien el minimalismo de Margarit no procedía de forma directa del minimalismo americano, ni tampoco de las más recientes versiones del minimalismo europeo (con quien no obstante tenía más conexiones) desarrollado por Jan Fabre o Anne-Teresa de Keersmaeker (quien en 1985 había presentado en Barcelona su memorable Rosas danst Rosas). Obviamente, el minimalismo estaba en el ambiente cultural del que Margarit bebía, pero los modelos no eran inmunes a las diferentes implantaciones geográficas.

El equilibrio llegaría en un solo de quince minutos que Margarit ideó para ser interpretado ante un reducidísimo número de espectadores en una habitación de hotel. La limitación del espacio forzaba a la precisión de los movimientos, a la elaboración de una especie de arquitectura interior que quedaba establecida antes de la llegada del público. A pesar de la proximidad, éste no afectaba a la pieza, que se desarrollaba autónomamente como si los dieciséis ojos no determinaran más que el habitual objetivo de la cámara de vídeo, siempre presente durante los ensayos y las presentaciones. Pero las connotaciones del espacio, las inevitables referencias cinematográficasxi, los elementos reales (el aire, la luz, las imágenes a través de la ventana…), el proceso físico provocado por la repetición durante tres horas de la secuencia y la ineludible presencia física de los espectadores cargaban de emoción y de organicidad una pieza construida en principio atendiendo a parámetros formales.

En los trabajos siguientes, la tensión entre lo matemático-arquitectónico y lo sensual-orgánico se acentuarían, hasta el punto de que la propia Margarit denominó su segunda etapa productiva “fase vegetal”. La fase vegetal remite sobre todo a la trilogía compuesta por Atzavara (1992), Corol.la y Suite d’estiu (1993). La presencia de elementos orgánicos en la escenografía era constante: el ágave y los pétalos de flor en Atzavaraxii, la madera, el heno, la flor roja y la fruta en Corol.la y Suite d’estiu… Y la calidez que estos elementos aportaban, reforzada por la atmósfera lumínica y sonora, derivaba de una elaboración menos repetitiva y geométrica del movimiento. Los cuerpos ocupaban la escena en un juego de inclinaciones, rotaciones y amplios paseos, o bien se relacionaban entre sí en una búsqueda constante marcada por el amago y el retroceso, rodaban unos sobre otros en recurrentes danzas de suelo, exploraban el espacio delimitado por su propio cuerpo o recurrían a lo lúdico como método de conciliar placenteramente la ociosidad y el conocimiento. Si esto era posible, se debía a que, a diferencia de lo  que aún ocurría en Mudances y Kolbebasar, los intérpretes ya no eran intercambiables, y Margarit había comenzado a explotar la singularidad de cada cuerpo y a trabajar igualmente con la emoción de sus bailarines. Si bien la potencia emocional y sensible de su solo en Atzavara y ese solo expandido llamado Corol.la mostraban claramente la dificultad de la coreógrafa (tal vez la imposibilidad de cualquier coreógrafo) para transmitir a otro cuerpo-persona la complejidad de experiencias y matices sensibles que cada movimiento encierra. 5 

En Corol.la, Margarit daba vueltas sobre sí misma, y en los círculos y espirales que trazaba en torno a su eje iba dejando un rastro de presencias, que eran imágenes parciales de su propio cuerpo, imágenes que se alejaban y se perdían, pero que casi siempre eran reencontradas, recuperadas y nuevamente incorporadas en un trabajo donde el impulso no se contraponía a la memoria, sino que una y otra vez la alimentaba. Una escenografía luminosa, madera de haya; sobre el fondo, pintadas, tres corolas rojas; en un lateral, un montón de heno. Margarit en el suelo giraba, trataba de levantarse, giraba, se deja caer, conseguía alzarse, giraba, volvía al suelo. Sus brazos la sostenían en el aire tanto como las piernas sobre el suelo, que sucesivamente se convertía en agua, nube, otra vez madera, arena, cemento… Mientras su corta falda roja volaba en los giros componiendo insistentemente la imagen invertida de la corola, mucho más efímera que a la que el dibujo refería, pues depende del aire, del movimiento y de la memoria de quien la creaba y quien la observaba.

“No debo despertarte demasiado bruscamente -escribía Margarit en un momento del espectáculo- porque tu alma está de viaje mientras duermes. Debo darle tiempo para que regrese al cuerpo”. Una luz verde atravesaba el metacrilato donde las letras eran escritas y se proyectaban ampliadas sobre el fondo, legibles entonces para el espectador. Margarit nunca lo olvidaba a pesar de la aparente dirección centrípeta de su movimiento.xiii Era para el espectador para quien componía ese dibujo que sólo su mirada podía fijar, y el solo en su conjunto era también la invitación a un solitario que cada persona del público podía resolver o dejar abierto. El juego consistía en trazar imaginariamente las líneas que unían los elementos y objetos que Margarit iba introduciendo en escena y dispersando en su constante girar, que ahora se descubría centrífugo. Los objetos configuraban fragmentariamente un universo poético, íntimamente ligado a la memoria del cuerpo, que sólo asociativamente le era dado descubrir al espectador.xiv

Pero la experiencia de éste durante el espectáculo no se reducía a la reconstrucción de ese universo objetual (inversión del desorden que en la escena final Margarit provocaba separando y dispersando las piezas de un juego de muñecas rusas), ya que sobre todo le estaba reservado compartir el placer que la coreógrafa-intérprete desbordaba más allá de la disciplina circular y la precisión de su gesto. Vestida de rojo y animada por sonoridades mediterráenas, Margarit danzaba en giros abiertos, se elevaba sobre las puntas, saltaba caprichosamente, sin renunciar a momentos de recogimiento en medio de la brisa que ella misma creaba con el desplazamiento y el giro incesante; huidas a tierra, rebeliones, afirmación en la verticalidad que a veces flaqueaba y que requería la aparición de la espiral proyectada sobre el suelo, paralela a la que trazaban sus pies, su tronco, sus brazos en un prolongado salir de escena.

En un momento dado, Margarit aparecía sentada en medio de un montón de heno y con sus brazos intentaba ahuecarlo. Se trataba de una traducción matérica de los ejercicios espaciales realizados con anterioridad. Se diría que gran parte de las idas y venidas, oscilaciones, quiebros, avances y retrocesos, desvanecimientos y elevaciones, giros y desplazamientos en círculo no eran sino procedimientos para ahuecar el espacio y al mismo tiempo cuestionar la irreversibilidad del tiempo. Es como si el cuerpo orgánico llevado al límite de la disciplina matemática fuera capaz de traspasarla, o al menos de conseguir esa curvatura que produce el hueco en el que se cobija la memoria, el sueño, la emoción que no es dado expresar de forma directa.

Las muñecas rusas carecen de hueco. Para ahuecarlas, es preciso abrirlas, descomponerlas, dispersarlas, privarlas de su definición. El cuerpo no se puede descomponer, pero sí se puede agitar hasta su conversión en sombra, en linea, en instante, y también se puede proyectar: las naranjas y manzanas, con toda la carga de sensualidad que su olor refuerza, son proyecciones de una dimensión del cuerpo, que busca su forma en el heno con una indolencia que no le es dado practicar en el espacio vacío o en relación con las formas rígidas del diseño o la arquitectura. En las proyecciones y en las huellas, en los objetos escénicos, el cuerpo se busca a sí mismo, busca su imagen con la misma obsesión que mediante el movimiento ahueca el espacio para abolirla y crear el lugar de la interioridad prohibida.

Corol.la es el centro de la trayectoria creativa de Àngels Margarit y en él estaban implícitas buena parte de sus posteriores búsquedas sobre una geometría orgánica del espacio y esa indagación de la multidimensionalidad y la complejidad que afectaría a sus últimos espectáculos, dominados por la reflexión sobre la inteligencia y los cuerpos del cuerpo.

Las dramaturgias del mar

El paradigma de la complejidad se había consolidado a mediados de los años ochenta a partir de una serie de modelos y teorías surgidos en diversas disciplinas científicas en la década anterior: la teoría del caos, la geometría fractal o la teoría de las catástrofes. Ilya Prigogine fue uno de los primeros en interesarse por la investigación del caos y el descubridor de las llamadas “estructuras disipativas”, que deben ser entendidas como islas de orden en un mar regido por el principio de creciente entropía formulado por la segunda ley de la termodinámica.xv En paralelo, Edward Lorenz, meteorólogo y colaborador de la NASA, descubrió que, a pesar del comportamiento caótico es posible encontrar un patrón matemáticamente formulable y plásticamente reproducible: el famoso atractor de Lorenz, uno de los más conocidos atractores extraños, imagen matemática de lo que popularmente se conoce como “efecto mariposa”. El efecto mariposa no era sino consecuencia de la aceptación científica de la no-linealidad de la naturaleza. Frente a la imagen de la naturaleza como máquina propia del siglo XVIII o como mundo lineal y determinado (siglos XIX y XX), a partir de los sesenta se abrió pasó la imagen de la naturaleza como sistema no-lineal. En los sistemas lineales, pequeños cambios producen pequeños efectos, mientras que los grandes cambios son resultado de grandes cambios o bien de la suma de muchos pequeños cambios. Por el contrario, en los sistemas no-lineales los pequeños cambios pueden tener efectos espectaculares, ya que pueden ser repetidamente amplificados por la retroalimentación autorreforzadora.

El atractor extraño de Lorenz representaba gráficamente ese comportamiento no-lineal. Es la imagen más conocida de la denominada teoría matemática del caos. A ésta corresponde una nueva geometría, inventada por Benoît Mandelbrot, y que insistía en las consecuencias de la no-linealidad: se trata de la geometría fractal. En su libro Los objetos fractales Mandelbrot escribió: “La mayor parte de la naturaleza es muy, muy complicada. ¿Cómo describir una nube? No es una esfera… es como una pelota pero muy irregular. ¿Y una montaña? No es un cono… Si quieres hablar de nubes, montañas, ríos o relámpagos, el lenguaje geométrico de la escuela resulta inadecuado.” La geometría fractal, en cambio, se presentaba como “un lenguaje para hablar de las nubes”, para describir y analizar la complejidad del mundo natural que nos rodea. El medio utilizado por Mandelbrot fue la iteración, es decir, la repetición de cierta operación geométrica una y otra vez. Y es precisamente la iteración la característica matemática central que vinculaba la teoría del caos y la geometría fractal.

Desde el punto de vista de la práctica artística, la principal aportación de la teoría del caos y la geomemtría fractal era la disolución de los límites entre lo ordenado y lo caótico y entre lo matemático y lo orgánico, una disolución en la que se había situado el trabajo de Ángels Margarit a partir de su fase vegetal y en la que insistieron numerosos creadores contemporáneos, entre ellos algunos que funcionaron como referentes próximos de Margarit: los belgas Jan Fabre y Anne Theresa de Keersmaeker.

Das Glas im Kopf wird von Glass (1988), de Jan Fabre, es probablemente uno de los espectáculos escénicos más claramente relacionado con las teorías científicas sobre el caos. En las “secciones de danza”, un conjunto de bailarinas de formación clásica ejecutaban movimientos muy simples, dispuestas simétricamente respecto a un centro, el personaje de Freissa, que aparecía elevada contra un telón azul de fondo. Las bailarinas llevaban atadas a las manos sus zapatillas de ballet. En ropa interior negra, eran condenadas a no bailar: permanecían largo tiempo inmóviles y cuando se movían era en grupo, realizando desplazamientos y secuencias de movimiento muy simples. Fabre imponía una disciplina férrea a sus actores, incluía cuerpos orgánicos en una estructura geométrica y ponía en escena lo que él denominaba las dimensiones negativas: el silencio, la inmovilidad, la monocromía, el espacio puro.

A Esteve Graset le fascinó este espectáculo tanto como las geometrías orgánicas de Margarit. La propuesta de una “dramaturgia del mar”, en la que Graset recogía sus ideas sobre el montaje asociativo y la composición rítmica, no era lejana de ese “lenguaje para hablar de las nubes” al que aspiraba Mandelbrot. Y de hecho, los fractales fueron utilizados de forma directa por Pepe Manzanares para componer las partituras sonoras de algunos espectáculos, aunque la idea de comportamientos caóticos que producen patrones que repetidos y generan figuras de apariencia natural estuvo presente en el trabajo físico y visual de Arena, de forma más o menos consciente, desde el principio.

Estas ideas comenzaron a visualizarse de forma escénica de un modo mucho más claro a partir de la segunda versión de Callejero. La incorporación de tres actrices propició una orientación más sensual del trabajo de Arena y la posibilidad de una tímida aproximación a los registros de la danza, por más que la oscuridad no se alejara de los impulsos creativos de Graset. Callejero 2 sirvió de preámbulo para el trabajo más equilibrado de la compañía: Extrarradios (1989). El espacio escénico consistía en una tarima elevada unos cincuenta centímetros sobre el suelo del escenario (que servía como caja de resonancia para los golpes de actores y objetos sobre ella, amplificados mediante micrófonos), cuatro planchas metálicas y reflectantes al fondo y un conjunto de muebles: sillas, mesas y taburetes distribuidos sobre la tarima. A la izquierda, un músico (Pepe Manzanares) provisto de un violín conectado a un sampler y un procesador de efectos, que acompañaba la acción, interviniendo a veces sobre ella en momentos no definidos con absoluta exactitud.

Como en espectáculos anteriores, se partía de una serie de improvisaciones mediante las que se desarrollaban ideas escuetamente formuladas. Así, la primera secuencia del espectáculo resultó de una improvisación basada en el lema «posturas de insomnio». Los actores, tendidos sobre el suelo, ejecutaban una coreografía que introducía al espectador, ayudado por lo tenue de la iluminación, en un mundo ambiguo, un espacio a medio camino entre la vigilia y el sueño, lo externo y lo mental.xvi

El espectáculo, montado brillantemente con la precisión de una partitura musical, se componía de diversas secuencias que a menudo se interpenetraban. Los actores se aplicaban al traslado obsesivo de muebles, a veces con la intención de construir cuadros o espacios para el desarrollo de posteriores acciones, a veces con una finalidad meramente rítmica o plástica. Palabras emitidas con voces tan artificiales como los movimientos funcionaban como texto-pensamiento, como texto-instrucción para el propio intérprete, como texto-objeto con cualidades rítmicas o plásticas. En ningún caso hablaba un personaje: el material verbal, como el resto de los elementos escénicos, contribuía a reconstruir un espacio mental, tratárase de la memoria individual o colectiva o del sueño de un habitante del extrarradio urbano.

Algunas secuencias protodramáticas de carácter cómico servían como descansos para el espectador: utilizando retazos de diálogos cotidianos, los actores construían conflictos abstractos sin desarrollo dramático, pero sí emocional y rítmico.xvii Completaban el espectáculo otras secuencias pseudo-coreográficas y la composición de imágenes evocativas, cuya naturaleza poética contrastaba fuertemente con las referencias cotidianas o los ambientes extrañados de otros momentos del espectáculo.

Manteniendo el mismo esquema compositivo de trabajos anteriores, la última parte del espectáculo se desarrollaba como un largo proceso descompositivo en lo que respecta a la acción y el ritmo de los actores, que coincidía con una agrupación de los elementos escénicos, finalmente enlazados con cuerdas y elevados mediante una polea hacia lo alto de la escena. La última imagen era la de la escenografía colgada de lo alto, girando sobre sí misma al ritmo de la música, mientras los actores, al fondo, miran al vacío.

En algunas secuencias de Extrarradios, la intensidad de la imagen era compatible con la búsqueda de estados físicos próximos la trance. Probablemente el momento más claro del espectáculo en que tal coincidencia se producía era cuando las actrices, apoyadas sobre las planchas metálicas del fondo, tenuemente iluminadas, se golpeaban de espaldas contra ellas produciendo una especie de oleaje metálico.xviii Lo hipnótico de la imagen se combinaba con el efecto mántrico de un movimiento aparentemente mecánico (doloroso para las actrices), que podía provocarles un estado físico que favoreciera la semiconsciencia, un estado propio de los procesos de insomnio, emparentado con la embriaguez, la alucinación o la enajenación mística.

Un estado similar quería inducir Esteve Graset en el espectador de sus obras, del que esperaba que se acercara a ellas sin ninguna intención interpretativa. La reducción del texto a música y la búsqueda del trance iba acompañada de un deseo de abolir por todos los medios la aproximación intelectual y reivindicar en cambio una nueva “erótica del arte”. La alergia a la interpretación heredada de los vanguardistas de los sesenta, era patente en los textos escritos en esta época por Antonio Fernández Lera sobre los espectáculos de Arena y compartida por la mayoría de quienes en estos años conformaron en España lo que se denominó “teatro contemporáneo”.xix

En un texto escrito por Graset en 1992, “Por un espacio inspirador”, se podía leer lo siguiente:

Los hechos no tienen por qué presentarse uno detrás de otro, como nos han acostumbrado el cine y el vídeo, sino que pueden viajar en el espacio diferentes hechos simultáneamente, lo cual es más útil para establecer relaciones entre los diferentes hechos dramáticos expuestos. Conexiones, sueños, realidades, deseos, pensamientos, no pensamientos… encuentran un cauce de posibilidades infinitas a través del montaje hecho por el director y del montaje completado por la individualidad creadora de cada espectador. Un montaje escénico de hoy, en sociedades pretendidamente democráticas, nunca debería decir “esto es”, “así es”, sino propiciar aperturas en diferentes direcciones. Todo ello requiere un espacio flexible e inspirador. (Graset, 1992: 18)

Estas ideas no eran muy distintas a las que dos años antes había formulado en torno al concepto “dramaturgia del mar”. Pero en el mar, Graset no sólo escuchaba los ritmos naturales y cambiantes que trataba de convertir en arquitectura espectacular, veía también la oscuridad y el abismo, y adivinaba la convivencia de lo inconmensurable, lo caótico, y lo ordenado. El mar se mostraba como una metáfora del cuerpo humano, como una metáfora del cuerpo-mente, pero también como lugar privilegiado para la observación de la dinámica que resulta de la convivencia de caos y orden. Su imagen funcionaba en la concepción de Graset del mismo modo que “la hora azul” en la de Fabre.

En los primeros espectáculos de Graset, la alternancia caos / orden se producía en términos aún dramáticos: partiendo de una situación inicial, ordenada, se producía una alteración que conducía al máximo caos, para volver a una disposición final estática (el embalaje de la escenografía o la composición de una instalación con o sin movimiento). A partir de Fenómenos atmosféricos, a Graset le interesó indagar el modo en que caos y orden se interpenetran de un modo más sutil.

Durante el proceso de ensayos de Fenómenos atmosféricos (1990), Graset propuso a sus intérpretes que se dejaran impregnar por las imágenes de otro artista belga, Paul Delvaux. El hieratismo y el sonambulismo de aquellos cuerpos femeninos desnudos debía trasladarse al espectáculo. Por ello les pidió que se ejercitaran en la contención del movimiento, en las acciones ralentizadas, en la afirmación de la pura presencia… La inmovilidad era rota por la palabra, el movimiento retenido, por bruscas explosiones de acción… Graset cedió a una actitud más contemplativa y su anterior interés por el submundo, por la catástrofe humana, se vio desplazado por una nueva idea de la catástrofe más próxima a la concebida por las matemáticas. En paralelo a la definición que René Thom dio de catástrofe, Graset buscó en el movimiento de las actrices, en la alternancia de textos y movimientos, en el contraste de lo orgánico y lo geométrico comprender el patrón que subyace a los comportamientos caóticos de la naturaleza tanto como de la mente.

Pero el protagonista de Fenómenos atmosféricos fue un péndulo mecánico del que colgaba un monitor de televisión. En él se veía durante el espectáculo imágenes del mar, nieve electrónica o los ojos en primer plano de Enrique Martínez. El péndulo oscilaba sobre la escena a distintas alturas sirviendo de contrapunto a la inmovilidad muda de los objetos (bancos y mesas metálicas) y al movimiento orgánico (aunque contenido) de los actores (opacos). El péndulo era como una ventana inasible que introducía en escena el mundo exterior y mostraba constreñido el paisaje del mar y la mirada. Sobre la escena, un mundo que tendía a la oscuridad, al misterio. 6

La estética simbolista se acentuó en Expropiados (1992), un espectáculo para el que ya no se utilizó música en directo, sino grabaciones de Rachmaninov. En él se hizo evidente la opción de Esteve por un teatro contemplativo, y la concepción del mismo como una instalación dinámica, en el que cada vez quedaba menos lugar para los lenguajes del cuerpo, propiamente dichos. El interés de Graset por la instalación se había traducido ya en la producción de Ventana trasera (1990), una obra autónoma en la que se reutilizaban elementos escenográficos de sus anteriores espectáculos sometidos a nuevas iluminaciones y movimientos mecánicos. Y continuaría en 1992 con Palos de lluvia (1992), una instalación montada con los principales elementos escenográficos de Expropiados, los palos de lluvia, montados sobre mecanismos que los hacían girar de un modo similar a las aspas de molino. Los sonidos de las semillas en su constante desplazamiento en el interior de los palos (que provocaban inevitablemente la asociación de las olas marinas) contrastaban con la voz intermitente de un actor estático situado entre otros elementos escenográficos (espejos traslúcidos y bancos metálicos) en el centro de un espacio cubierto de semillas.

Finalmente la fascinación por el espacio se había impuesto a la fascinación por la voz, el interés por la geometría natural al interés por el caos artificial y la curiosidad por las profundidades de la imagen a la curiosidad por las profundidades del cuerpo.

De fábulas y pájaros

El acercamiento de Esteve Graset al lenguaje de la danza fue paralelo al que numerosos creadores coreográficos sintieron por el teatro. El término “teatro-danza”, inevitablemente asociado a la obra de Pina Bausch y una generación de coreógrafos alemanes, entre los que se encuentran Gerhard Bohner, Reinhild Hoffmann, Hans Kresnik o Susanne Linke.xx El sentido alemán del término es mucho más ambiguo que el que ha derivado de su traducción latina y, de hecho, poco tiene que ver la depurada danza de Bohner (al que Cesc Gelabert homenajearía en la recuperación de su solo Im goldenen Schnitt) con las propuestas más gestuales, casi pantomímicas, de Kresnik. Si mantuviéramos el sentido original de la palabra alemana, habría que inscribir en este campo tanto las coreografías más abstractas de Gelabert y Margarit como las más literarias de Mal Pelo. Sin embargo, algunos creadores insistieron más decididamente en la idea de hibridación y buscaron el desarrollo de una danza dramática.

La tentativa más importante fue la llevada a cabo por Danat Danza, una compañía fundada en 1985 por los coreógrafos Alfonso Ordóñez y Sabine Dahrendorf, y que produjo espectáculos como Bajo los cantos rodados hay una salamandra (1988), a partir de una investigación histórico antropológica sobre las costumbres ancestrales del antiguo reino de León, El cielo está enladrillado (1991), inspirado en los Caprichos de Goya, o A Kaspar (1992), basado en la tantas veces teatralizada leyenda de Kaspar Hauser. El peso del trabajo dramatúrgico en estos espectáculos singulariza el trabajo de Danat en relación con otros colectivos como Metros, dirigido por Ramón Oller, o Lanónima Imperial, fundado por Juan Carlos García, que aun contextualizando dramáticamente (o escenogróficamente) sus propuestas, centraron su producción en la elaboración del movimiento, la música y la imagen.xxi

Mal Pelo fue el último nombre en engrosar la nómina de compañías de danza contemporánea catalana y la que con más efectividad se acercó, sin caer en la ilustración, a los lenguajes del teatro. Desde su fundación en 1998, María Muñoz y Pep Ramis hicieron explícita su intención de producir espectáculos que fueran más allá de la combinación de elementos habituales en la danza para trabajar con otros que les permitieran la generación de un mundo autónomo. Un mundo autónomo como el que se manifestaba al espectador en los espectáculos de Tadeusz Kantor, dotados de una fuerza o contundencia que no estaba meramente basada en la efectividad de las imágenes, la extrañeza de los objetos, la ambigüedad de los personajes o la reiteración de las melodías, sino en esa energía invisible de la que todos surgían y que podría asociarse a la memoria. Desprovistos, por su juventud, de ese potencial, Pep Ramis y María Muñoz decidieron sustituir la memoria por la fabulación y tratar de encontrar en escena un descendiente indirecto del realismo mágico. La fabulación obligaba a la construcción de espacios imaginarios, y también de personajes que poco a poco (casi en un proceso inverso al seguido por Kantor) se irían confundiendo con las personas.

La construcción del personaje buscaba, paradójicamente, la desnudez del intérprete. Es decir, se trataba de desenmascarar el personaje tipo que espontáneamente interpretan todos los bailarines con un determinado nivel de formación técnica y rigor creativo por medio de la incorporación de un personaje construido que no contaran entre sus atributos la perfección física en el movimiento y en la figura o la capacidad para mostrar serenidad o placer en la tensión o el esfuerzo. Los nuevos personajes inventados permitían descubrir la fragilidad, la vacilación o el deseo escondidos tras el virtuosismo del intérprete, y mostrar por tanto a la persona misma por medio del personaje.

Los personajes llevados a escena por Mal Pelo tienen como rasgo común su pertenencia a un contexto rural. Comparten con los de Chagall ese habitar un mundo intermedio ente la ensoñación infantil, lúdica y mágica, y la pesadilla que nos adelanta la amenaza de la violencia y la ineludible soledad. Y con los descritos por Berger en sus relatos la proximidad a la tierra y a los animales, en absoluto incompatible con la sensibilidad y la imaginación, y una mirada infantil, que puede brillar una y otra vez en los ojos más castigados por el desconsuelo. Lo rural está inscrito en las biografías de Ramis y Muñoz, y acentuado por su decisión de vivir y trabajar en un lugar alejado de la ciudad. No es casualidad que su primer espectáculo, Quarere (1989) se construyera como un encuentro de dos personajes en un páramo. 7 

Quarere era una historia de amor que abría el mundo creativo y biográfico en el que Mal Pelo habitaría los siguientes años. María Muñoz había recorrido un breve camino en el ámbito de la danza contemporánea, que incluía estudios en el Institut del Teatre y con otros coreógrafos, como Angels Margarit, Shusaku Takeuchi, Lina Kraus y Julyen Hamilton, y una experiencia de compañía junto a María Antonia Oliver en La Dux, compañía con la que habían presentado Corre que fem tard (1986). Pep Ramis, en cambio, carecía de formación como bailarín, y sus intereses estaban más orientados hacia la música y la plástica. Colaboró por primera vez con María Muñoz en un solo presentado por ésta en 1988 titulado Cuarto trastero, una pieza de registro íntimo que subrayaba “la grandeza de las pequeñas cosas” y que anunciaba la línea a seguir por Mal Pelo.

El espacio de Quarere sólo estaba ocupado por un poste y un recipiente con agua que en un momento dado María Muñoz utilizaba para peinarse y después ambos para mojarse repetidamente toda la cabeza en una secuencia lúdico-agónica que en gran parte resumía tanto el tema de la pieza (la búsqueda de un encuentro en que se recurría al público para hacer rebotar la miradas que no llegan a cruzarse) como la relación de los personajes a los elementos. El crítico de The Village Voice de Nueva York mostraba su asombro por la “proximidad a la tierra”, el carácter “casi salvaje” de esos personajes que en algún momento se comportaban como “animales en coexistencia” (Supree, 1991). Y, en efecto, a pesar de la sobriedad del vestuario y la escenografía (de resonancias becketianas), los saltos, los movimientos de cuello y hombros y ciertos modos de contacto entre ellos permitían al espectador agregar a las personas de los intérpretes, que servían de núcleo a los personajes, rasgos propios de animales, pero también de niños, de muñecos o de personajes cinematográficos. Se trataba de meras pinceladas, ya que lo que prevalecía era en todo momento la persona en busca, la persona en persecución, la persona apasionada, la persona expectante… Pero la acumulación de esos rasgos imperceptibles aportaba a la definición de los intérpretes una mezcla de precariedad y fortaleza que se manifestaba en el tratamiento del cuerpo, mediante una acentuación de los desequilibrios, los movimientos angulosos, la descomposición de los miembros… Elementos de deformación que no afectaban, sino que potenciaban el desarrollo de una historia concebida como una sucesión de situaciones “desde la observación al juego, al combate, a la ternura, a la pasión, la noche […], el silencio que lleva cada uno, un silencio lleno de cosas…”

En los siguientes espectáculos, el trabajo con los personajes se hizo más intenso, al igual que la opción por la fabulación y el recurso a lo animal, mucho más explícito. Aunque el motivo central siguió siendo “el encuentro”, de tres en Sur, perros del sur, de siete en La calle del Imaginero, de ocho en Orache… La primera de estas piezas comenzaba precisamente con un texto de Jordi Teixidó pronunciado por María Muñoz, que decía: “Teniendo en cuenta que las posibilidades de que dos personas cualesquiera se miren o se encuentren son infinitamente menores que las posibilidades de que dos personas cualesquiera ni se miren ni se encuentren, un cruce de miradas o un encuentro cualquiera es un hecho absolutamente excepcional, fantástico.”

La exploración de los encuentros conducía inevitablemente a lo dramático. Si en Quarere las situaciones dramáticas eran todas ellas bailadas, en Sur, perros del sur daban lugar en algún caso a la introducción de la palabra. Ésta no era el único factor de teatralización: también la caracterización de los personajes era más explícita (en el vestuario, la voz o el gesto), la escenografía más determinante y la música más incisiva. Si Quarere tenía ya una cierta textura de “cuento”, en una secuencia de Sur, perros del sur Pep Ramis interpretaba el papel de un viejo que contaba un cuento. Al año siguiente, María Muñoz interpretaría una pieza, La mirada de Bubal, construida sobre la estructura de un relato infantil que ella misma narraba. Y tanto La calle del Imaginero como Orache incluían secuencias narrativas o fuertemente marcadas por la idea del “cuenta cuentos”.

Sin embargo, las estructuras dramatúrgicas de Mal Pelo no son en absoluto lineales. Todo lo contrario, la fragmentación que afecta al cuerpo afecta igualmente a la estructura. Ésta se compone desde la experiencia de lo corporal, es decir, desde la asociación, desde la intuición. Y se agita con el mismo tipo de movimientos que el cuerpo de los intérpretes: disociación de los miembros, saltos con tensiones contrapuestas, miradas contrarias a la dirección del desplazamiento, vuelos limpios seguidos de encogimientos, casi agarrotamientos, inmovilidades, silencios, juegos mínimos, de manos, de cuello, miradas… En paralelo, la composición del espectáculo puede contener solos a modo de meditacion, imágenes asociativas, secuencias oníricas, ocurrencias visuales o dramáticas, narraciones verbales, diálogos coreográficos, escuchas del eco…

El solo de Pep Ramis, Dol, ejemplifica claramente todos estos procedimientos. Se trataba de una pieza de gran intensidad, que mostraba el proceso de asimilación de la experiencia de la muerte (del padre del propio autor). Lejos de aferrarse a un registro melancólico, Ramis transitaba de la serenidad al anhelo, de la desolación al humor, de la ironía a la ternura, del mismo modo que sus medios expresivos incluían la palabra, el canto, la acción, la danza, el gesto, el silencio y la imagen. El espacio escénico estaba dominado por tres elementos: una especie de carrito o triciclo con alas, una jaula vacía y una cuerda cayendo sobre un montón de paja, que el intérprete utilizaba en diversos momentos de la pieza. Los tres elementos remitían a la muerte (el carro, la soga, la ausencia) tanto como al vuelo (las alas, el ascenso, el pájaro evadido) y estos motivos guiaban también la composición del movimiento, un movimiento (en el suelo, en el aire, en el propio cuerpo) que, según Deborah Jowitt, parecía exigir constantemente un esfuerzo de reflexión, de pensamiento por parte del intérprete (Jowitt, 1994). Todo el espectáculo estaba construido a partir de una idea que en algún momento se formulaba: “Hay gente que cree que al morir el alma del hombre se convierte en pájaro. Y así, cuando miro a los pájaros pienso que quizá, uno de ellos podrías ser tú”. 8 

En La calle del Imaginero (1996) aparecía un personaje con una paloma en la cabeza: la había adiestrado para que volviera constantemente a ella. Ese mismo personaje aparecería más tarde con una jaula a la espalda. Progresivamente, se iría identificando con los pájaros, trepaba por la escenografía para acechar en el tejado o descansar acurrucado sobre las barras que salían de las paredes de madera, aferrándose con sus pies como si fueran patas flexibles. El mimetismo con los pájaros había funcionado desde el principio en el trabajo de Mal Pelo, no tanto a nivel anatómico (como en este caso) cuanto a nivel de movimiento: en cierto modo, el deseo de volar está a la base de la fascinación de Muñoz y Ramis por la danza y aparece en todos sus espectáculos (a veces al desnudo, por medio de vuelos y saltos, a veces mediante rústicos aparatos alados).

Pero La calle del imaginero no era una pieza sobre pájaros, ni sobre animales (aunque aparezcan pollos y sardinas), sino “una reflexión sobre el gesto íntimo”, “una recopilación de imágenes en la que hechos aparentemente nimios aparecen como símbolos de una imaginería que nos pertenece a todos, hecha de realidad y fantasía». Se partía de la idea de la esquina, un espacio exterior que servía para que cinco personajes se encontraran, o al menos se cruzaran. Ese espacio adquiría forma escénica mediante dos módulos articulados de madera, plagados de puertas, trampillas, salientes y huecos, que se desplazaban sobre el escenario a lo largo de la representación. Y ahí, en un espacio público, ocurría la manifestación de lo privado, la revelación de lo íntimo, algo que Mal Pelo ya había practicado en otros espectáculos, y especialmente en Sur, perros del sur. “La privacidad -dice Ramis- es lo que todo el mundo reconoce más fácilmente, es de todos. Los discursos que suceden en la privacidad son de todo el mundo, esa es su fuerza.” Y es que la privacidad está en el gesto, en la mirada, en la exhibición de la fragilidad, en la ironía sobre la propia insignificancia, que es un modo de afirmar la fortaleza, pero no en el discurso, que sigue otro camino.

Tal vez porque lo privado continuamente aflora, el clima de relaciones entre los personajes (¿intérpretes?) era de una complicidad extrema. La ternura marcaba las relaciones entre los distintos intérpretes desde ese primer momento en que María Muñoz viste a Jordi Casanovas, desnudo ante ella, mientras Idoia Zabaleta, en primer término, conviertía sus manos en una hélice alterando físicamente el color de la escena. La escena tenía su correspondencia simétrica al final del espectáculo, cuando Casanovas, nuevamente desnudo en el centro de la escena, se dejaba enfriar por la luz y el sonido del viento ante la cuidadosa mirada de Ramis que, en un momento dado, se adelantaba, le ponía y abrochaba su chaqueta. Esa complicidad de la mirada o ese cuidado en los actos se trasladaba a las relaciones que los personajes mantenían entre sí a lo largo de los espectáculos, en sus interacciones o coreografías, incluso cuando en algunos momentos mostraban su dimensión más primitiva y su lenguaje se reducía al gruñido, al grito o al gesto físico.

Probablemente, de los espectáculos de Mal Pelo La calle del Imaginero fue, junto a L’animal a l’esquena, el que más se parecía a un libro, un libro ilustrado con imágenes que se instalaban en la memoria del espectador, y salpicado de palabras fácilmente legibles, pero difícilmente fijables en el interior de una estructura lineal. Lo importante es la sensación, la percepción de un mundo. Si La calle del Imaginero podía parecer un cuento (sólo en apariencia infantil), L’animal a l’esquena era como, la eficacia comunicativa del espectáculo residía en los cuerpos de los intérpretes, capaces de transmitir en solitario o interacción esa constante tensión entre la fortaleza y la duda, entre la ilusión y la fragilidad, entre la capacidad voladora y el encogimiento huidizo y tímido, entre la animalidad y la ternura, la composición y la espontaneidad… un libro de viaje, en que se habían ido anotando pequeños momentos y deseos (incluido ese otro viaje imaginariamente aún no realizado a París que funcionaba como motivo recurrente en el espectáculo). Contituía una réplica, diez años más tarde, a Quarere, y al elementarismo fabulador de éste se superponía ahora un discurso más reflexivo, por ello melancólico, voluntariamente ingenuo y por tanto inevitablemente irónico. Al margen de la mayor o menor efectividad del aparato escenográficoxxii

Diez años habían sido necesarios para convencer a María Muñoz y Pep Ramis de que el hombre físicamente y por sí mismo no puede volar (tal vez por ello recurrieran a ese primitivo ingenio con alas sobre el que ascendían no gracias a su pedaleo entusiasta, sino a la ayuda de un mecanismo hidráulico que elevaba el suelo del escenario), y que, por tanto, su deseo de ser pájaros no conducía inmediatamente a la victoria sobre la gravedad. En su lucha contra la gravedad, Muñoz y Ramis compartieron el mismo deseo que los inventores del ballet clásico. Pero lo que les alejaba de éstos era la consciencia de que en esa lucha el hombre no se aproximaba a las ninfas ni a los seres espirituales, sino sobre todo a los animales. Y no tanto a los animales que vuelan como a los animales que saltan.xxiii Lo que diferencia en definitiva la danza de Mal Pelo de la danza clásica es la consciencia de la animalidad del cuerpo del bailarín, que no puede convertirse en ángel más que con ayuda de cuerdas o mecanismos que lo eleven, y que cuando intenta ser pájaro lo es sólo en la forma y no en la acción.

La consciencia de la precariedad se hace explícita en la última escena de L’animal, cuando los dos intérpretes consiguen incorporarse apoyándose uno en el otro, con unos gestos tomados de los pájaros que, trasladados al cuerpo humano, adquieren la apariencia de movimientos propios de paralíticos cerebrales. A partir de la consciencia de la animalidad (el animal que se carga a la espalda)xxiv y la limitación, es nuevamente posible el vuelo, siempre en forma de salto y siempre, por tanto, con regreso a la tierra. Ese salto, por otra parte, no es una huida más allá de la carne, sino un viaje cargado de memoria.xxv Y la memoria se inscribe en la carne, en la piel y en las entrañas.

Notas

i “Un hermosísimo espectáculo que nos llegaba demasiado tarde, cuando la época de los hippies había caído en el olvido y los musicales de rock sinfónico no estaban ya de moda aunque nunca los hubiéramos tenido.” (Ragué, 1996: 152)

ii Anna Maleras (Barcelona, 1940) emprendió su labor pedagógica en Barcelona a los 17 años. Diez años después, en 1967, creó el Estudi de Dansa Anna Maleras, del que surgiría el Grup Estudi Anna Maleras (1972-1989). “En el inicio del curso 68-69 -recuerda Anna Maleras-, estaba en la secretaria de mi escuela de danza cuando apareció un chico muy joven que se escapaba de los esquemas tradicionales. Llevaba unos pantalones de pana que le venían cortos, unas alpargatas de payés, unos tirantes anchos y una bola de pelo rizado negro. Tenia la estética que andaba buscando y le pregunté si quería bailar jazz. ¿Qué es esto de danza jazz? Me dijo. Le respondí que entrara en clase y lo sabría. Poco después no paraba de moverse y de levantaré de la silla, siguiendo el ritmo, hasta que se puso tras los otros. Desde entonces no se ha separado de la danza.”

iii Frederic Amat (Barcelona, 1952), estudió escenografía y arquitectura en Barcelona entre 1970 y 1974. Desde 1976 alternó su dedicación a la escenografía con su dedicación a la pintura. Ha colaborado en numerosos espectáculos con Cesc Gelabert y con Lluís Pasqual.

iv Lydia Azzopardi fue alumna oficial del London Contemporary Dance School entre 1971 y 1975, donde recibió una sólida formación en danza clásica y contemporánea. Trabajó con los coreógrafos Anna Sokolow, Robert Cohan, Robert North y Jane Dudley. Después impartió clases en la Ópera de Zurich y en la escuela Mudra, de Maurice Béjart. En paralelo, colaboró con Jerôme Savary en el Théâtre Panique y, en 1979, con Lindsay Kemp en A Midsummernight Dream. “Lydia -dice Gelabert- ha tenido todo lo que a mí me ha faltado en lo que respecta a nuestro oficio; en este sentido su colaboración es fundamental y ha contribuido a desarrollar con coherencia nuestra compañía a pesar de las dificultades. Ella ha introducido un espíritu de trabajo y ha impuesto unas exigencias de profesionalidad imprescindibles. Sin embargo, para ella ha sido durísimo continuar hacia adelante en el contexto del país, porque Cataluña, en general, no la ha sabido entender. Hay países más oportunistas que aprovechan las cualidades forasteras; desgraciadamente, aquí, vivimos la típica reacción de las culturas pequeñas que necesitan defenderse, pero creo que llegará su momento y que se reconocerá su trabajo”.

v Juan Belmonte, uno de los más célebres toreros del siglo XX, nació en Sevilla en 1882. En 1913 tomó la alternativa en Madrid, actuando como padrino a Rafael González “Machaquito”, quien el mismo día se retiró de la profesión y como testigo a Rafael Gómez “el gallo”. El toro de la alternativa se llamaba “Larguito” y era de Olea. En 1961 se suicidó en su cortijo de Gómez Cardeña.

vi En los enfrentamientos de Gelabert (torero) con los cuatro bailarines (toros) resuenan los procedimientos del teatro Kabuki y de la ópera china para la escenificación de las peleas entre el héroe y los ejércitos enemigos: la ausencia de contacto, la estilización de los golpes, el recurso a la acrobacia o a la pirueta, etc.

vii Esto es algo habitual en la obra de Santos. Josep Ruvira comenta así una de sus más conocidas obras de piano, Codi o estigma: “Formalmente se trata de una obra extensa en la que se yuxtaponen muchas secuencias de diferentes naturaleza; dilatadas melodías minimalistas, desarrollos contrapuntísticos, fragmentos de pasodobles anteriormente compuestos por él mismo, se suceden sin solución de continuidad pero con transiciones bruscas, que no intentan difuminar la naturaleza de cada una de las secuencias sino, al contrario, poner de manifiesto sus constantes hasta el punto de parecer que cualquiera de ellas quiera ser exprimida hasta su agotamiento y llegándose a ejecutar algunos ostinatos que exceden los parámetros de lo musicalmente previsible. Tal variedad exige otra tanta de materiales musicales, de manera que la obra viaja de igual manera por la técnica contrapuntistíca barroca, por el tonalismo, la armonía atonal o los esquemas rítmicos y armónicos del folklore español.” (Ruvira 1999: 53)

viii La primera coreografía de Margarit fue Laia (1979). Con Heura compuso Potes (1980), Temps al Baix (1982), Duna (1983), que recibió el premio Tórtola Valencia, y Friso (1984). Según Margarit, Temps al Baix “va ser el primer espectacle sencer que es feia a Espanya i jo desconeixia si es feia fora. Vaig treure aquest concepte de la música. Sentia els Pink Floid o els Who que feien aquest discos sencers que eren tot un món i jo em deia que aixè és el que

havíem de fer en dansa. Sempre portava al cap la idea de fer un espetacle sencer.” (Margarit en Pasamón, 1999: 47).

ix En Nueva York, Margarit estudió en las escuelas de Merce Cunningham y Martha Graham y pudo conocer directamente el trabajo de Simone Forti, Steve Paxton, Lisa Nelson y Laurie Anderson, entre otros.

x “Kolbebasar” está formado por dos palabras: Kolbe y Basar (bazar). La primera remite al escultor alemán George Kolbe, escultor alemán, una de cuyas obras puede verse en el Pabellón Mies Van der Rohe de Barcelona. “La coreografía es la unión de distintas piezas, en una especie de exposición móvil donde cada una se convierte en un objeto singular. Un solo, un dúo, un cuarteto y un sexteto que a partir de un mismo motivo desenvuelven distintas construcciones, son la estructura sobre la cual se articula el espectáculo. Tejidos de movimientos que viajan o se instalan en el espacio, reflejos y simetrías, una imagen, una forma (quieta) que se mueve, la continuidad de la interrupción.” (Margarit, 2000: 4).

xi “El proceso fue muy curioso. Ahí empezaron a unirse muchas cosas: un hotel, que formaba parte de mis imágenes preferidas. Me dejaron ese hotel, que estaba cerrado, y yo iba los sábados, me ponía una cámara para grabar y ahí surgió todo, que podía ser una secuencia finita, circular, la idea del rodaje de una película… Ahí salía El estado de las cosas de Wim Wenders… y no salía porque yo pensara en ellos, pero yo recuerdo que esta cámara, cuando yo llegaba ahí, había visto cosas que yo no había visto, las ventanas, el mar, los ruidos…. y ahí me empezó esta idea, como una secuencia de película, la gente allí dentro, la ficción y la realidad, un solo para ver a solas, entras en la intimidad de una persona, tú ves al espectador pero el espectador te ve a ti, vamos a jugar a la convención, como en el rodaje de una película, la danza ya no es el movimiento lejano, son los objetos, de algún modo podía volverme realizadora cinematográfica. Luego ha evolucionado, porque he introducido el vídeo, lo que yo veo: en cada lugar grabo imágenes de los exteriores, de lo que veo por las ventanas, lo que veo mientras me muevo en la habitación. Y hay un juego entre ficción y realidad que ha ido evolucionando, cada vez es menos formal.” (Margarit en conversación con el autor)

xii “Esta planta áspera, de hojas hirientes y agresivas, enraizada en barrancos y márgenes secos, me atrae. Sus formas retorcidas son para mí la expresión de una queja. Lo que me apasiona del ágave es que se puede tardar hasta diez años en florecer y muere en este tránsito / El ágave, pues, es el pretexto poético y visual del espectáculo.” (Margarit, 2000: 7)

xiii “Corol.la es un solo, un solo es un círculo, un círculo es una espiral, una espiral es un espejo de imágenes que se alejan y se acercan, una repetición infinita de uno mismo, de sus fragmentos. Revolcarse, romperse, centrifugarse. Corol-la es un trabajo de materia, de instrumento que se revuelve y se accidenta a sí mismo. Corol-la es un espacio poético donde cada objeto guarda una relación secreta y al mismo tiempo evidente con la danza. Corol-la es un impulso que ordena y desordena la memoria de mi cuerpo.” (Margarit, 2000: 10)

xiv“Corol.la […] macht sehr deutlich, wie ihr Tanz eine sehr formale un zugleich eine sehr unkontrollierte expressive Form erreichen kann. Dabei wird ein anfánglich leerer, geordneter Raum, de allein durch die krafvollen Blumen bestimmt wird, su einem chatosichen Ort voller Gegenstände. Immer in Auseinandersetzunng mit den Objekten entwickelt sich eine Dynamik der Selbstentschlüsselung, die zwischen Sehnsucht, Aggression und Transformation einen subtilen Weg der Selbstinzenierung findet.” (Odenthal, 1996b: 61)

xv La segunda ley de la termodinámica establece que todo sistema físico tiene una tendencia al desorden, hacia una creciente entropía. Este principio contradice el proceso de evolución de los seres vivos, que contemplamos como una creación de orden, como un perfeccionamiento del orden. Prigogine se preguntaba qué significado tenía la evolución de los seres vivos en un mundo descrito por la termodinámica, un mundo en desorden creciente. Y después de numerosos experimentos y reflexiones concluyó que “la producción de entropía contiene siempre dos elementos ‘dialécticos’: un elemento creador de desorden, pero también un elemento creador de orden. Y los dos están siempre ligados”. Ilya Prigogine, El nacimiento del tiempo (1988), Tusquets, Barcelona, 1991, p. 48

xvi “Tres mujeres y un hombre, sombras de un sueño: una profunda selva de sueños. Despiertos, naturalmente. Si alguien dijo que la selva no tiene forma, que se abra los ojos otra vez o no tiene corazón y carece de cabeza parra pensar y de ojos para ver. La forma de la noche: la forma de los hermosos objetos metálicos de la noche. La forma de las voces de un hombre y unas mujeres: un sonido, suspiro, grito, latigazo de puro placer sobre un

escenario. Sobre unos ojos. O dormir. O no dormir. El impacto de los hermosos cuerpos de la noche: que chocan unos con otros: que pueden ser golpeados, acariciados, deformados. Y la forma de la risa nocturna. “Por qué tanto mirar al mar. Bla, bla, dijiste”. La emoción del teatro: sin las palabras dichas y requetedichas. Con las palabras justas. Esas: las palabras de la noche: dominadas en el tiempo justo: las palabras de los cuerpos: imparables: intactos: puros. Como en Extrarradios.” (Fernández Lera, 1991: 41)

xvii Una de las escenas más recordadas de todo el trabajo de Arena es sin duda aquella en la que Enrique Martínez, Pepa Robles y Elena Octavia, sentados en tres taburetes altos, de frente al público, escenifican una discusión a partir de la frase: “¿Cómo lo voy a llevar a su casa si no se dónde vive?”, contestada por las actrices con “¿No sabes dónde vive?”, “Si no sabes dónde vive, ¿cómo lo vas a llevar a su casa?”, “Pues llévalo”, “Oye, llévalo”, etc. En realidad, esta secuencia había surgido de una improvisación verbal de Enrique Martínez, con un contenido en parte autobiográfico, del que Graset prescindió.

xviii La imagen del mar fue una de las obsesiones de Esteve Graset. Aunque sólo apareció explícitamente en Fenómenos atmosféricos, la repetición natural del oleaje fue uno de los modelos que funcionaron constructivamente en sus espectáculos, dando origen a la fórmula “dramaturgia del mar”, con la que Fernández Lera tituló sus breves ensayos sobre el trabajo de Arena Teatro.

xix “El esfuerzo como resistencia a reducir la presencia real de una obra de arte (de cualquier obra de arte) a un puñado de palabras. Resistencia basada en la conciencia de que, en el mejor de los casos, ese puñado de palabras acaba siendo el pálido reflejo de la experiencia física, emocional e intelectual sentida tiempo atrás, en la butaca, frente a la obra real desarrollada en el tiempo real del teatro; y que en el peor de los casos acaba siendo filtro, justificación, censura, coartada y otras cosas peores, un puñado de palabras bajo el que hasta el comentarista mejor intencionado (no digamos ya los mal intencionados, que los hay) corre el riesgo de sepultar lo verdaderamente importante de todo ese asunto: la presencia real de la obra y nuestra relación con ella. Esa relación es fuente de placer, conocimiento y desarrollo de todos nuestros sentidos. Y su dimensión política no reside en el eructo ni en el oportunismo.” (Fernández Lera, 1992: 81)

xx El libro de Susanne Schlicher, Tanz Theater. Traditionen und Freiheiten (1987) está dedicado al estudio exhaustivo de la obra de estos cinco coreógrafos, al que se añade una mirada a la herencia de Kurt Joos y un intento de sistematización estética de las propuestas de todos ellos.

xxi Una información mínima sobre los diversos colectivos de danza contemporánea surgidos a mediados de los ochenta y activos en 1990 se puede obtener en el monográfico dedicado por El público al “Teatro danza”, que incluye una sección, titulada “Catálogo de existencias”, en la que diversos autores repasan la trayectoria de compañías y creadores como Ananda Dansa, Avelina Argüelles, Bocanada, Carmen Senra, Cesc Gelabert, Danat Dansa, Lanónima Imperial, María Antonia Oliver, Metros, Mudances, Tránsit, Vianants, Vicente Sáez y Yauzkari. (Diago, Nel y otros, 1990).

xxii La acción se centra alrededor de una sencilla e ingeniosa estructura escenográfica. Se trata de una plataforma de madera que sube y baja y que funciona en algunos momentos como pared, limitando el espacio, y, en otros, como la pista central en donde las dos partes enfrentadas ejecutan sus movimientos. Es entonces cuando, como si se tratara de dos luchadores en un ring, dos ayudantes sentados a ambos lados les van ofreciendo agua, toallas para secarse el sudor y los distintos cambios de vestuario. (Meer, 2001)

xxiii “El salto, del mismo modo que el mito de Icaro, la conquista del aire, y en los últimos decenios la conquista del espacio, expresa la aspiración del hombre a triunfar sobre la atracción terrestre” (Jouffroy, 1993, 39). Pero en el salto, el hombre imita necesariamente al animal, cargando de dimensión simbólica lo que en el animal no tiene más que una función locomotriz: “Entre los animales, el salto permanece asociado esencialmente a la función locomotora, sirve bien a acelerar la velocidad, bien a franquear los obstáculos. Y aunque la fase aérea comprende rotaciones, como se verá en los társidos, la finalidad del movimiento es alcanzar un objetivo espacialmente determinado (topocinesis).” (ídem, 41) “En relación con los animales, que franquean de un impulso varias decenas de veces la longitud de su cuerpo, el hombre parece ciertamente como un saltador mediocre. Su sistema locomotor ha escapado a las especializaciones saltatorias que en el curso de la evolución han afectado a

numerosas líneas de animales. En cambio, ha conservado un amplio abanico de potencialidades de movimientos…” (ídem, 49)

xxiv “Imagino el animal / que cargamos sobre nuestras espaldas. / Es un animal desarraigado, / un compañero de viaje invisible y poderoso / que guarda todo aquello que hemos amado… / Ante nuestra mirada se presenta / un mundo lleno de elementos desordenados. / Acompañados por el animal. / elegimos nuestro propio orden, / ejecutamos una fragmentación arbitraria del mundo, / y la llenamos de un valor propio. / ¿Qué cosas elegimos? / Corremos, y al correr, notamos / el peso del animal. / ¿Corremos hacia la vida para recuperar / una ilusión de lo que ya no existe? / ¿Para perseguir la realización / de lo que todavía es posible? / Corremos, y al correr, notamos el peso del animal, el peso de la humanidad, y nos abruma. / Un solo hombre no puede cargar con todo.” (María Muñoz en Muñoz y Ramis, 2000: 19).

xxv “Si lo sabes leer, en un cuerpo descifrarás más o menos una historia humana. Es una tarea, entre comillas, casi antropológica. Porque, de hecho, esto es lo que hacen los antropólogos: leen un cráneo y puede decir “este señor comía hierbas o comía tal cosa y tal otra”. El cuerpo es una hoja en blando donde se escribe tu vida. Estás marcado muscularmente, en cómo son los huesos, en las maneras de hacer y actuar, en los gestos que has recogido durante toda tu vida, y tienes información genética muy contundente” (Ramis, 2000: 99).

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