Lo que más se oye es el silencio. En Arrojad mis cenizas en Eurodisney, obra de  Rodrigo García estrenada en el 2006 en el Teatro Nacional de Bretaña, este silencio  es interrumpido al comienzo por unas voces deformadas electrónicamente, luego  hay un ruido como de un motor en marcha, se oye también una canción lenta con  acento latinoamericano A veces digo a mi sombra…, algunas intervenciones más de  los actores, una música lejana de resonancias ceremoniales hacia el final y sobre  todo proyecciones de textos en grandes caracteres, que no se oyen, pero llenan el  escenario con el eco sordo de sus palabras. Antes y después de cada uno de estos  momentos lo que queda es el silencio en el que se oyen los ruidos no amplificados  que hacen los cuerpos al moverse. Se trata de un silencio escénico, naturalmente  escénico, el silencio que queda cuando no se oye ninguna otra cosa. Son tiempos  lentos, que parecen imitar en su transcurrir la pesadez de los mismos materiales  que se utilizan, como la miel o el barro; son tiempos oscuros y detenidos, y en  estos tiempos el silencio se hace cada vez más denso, a medida que se va cargando  con las resonancias que dejan las acciones y los materiales, el fuego que se acerca  a los actores hieráticos, con la mirada perdida, los cuerpos mudos, la miel y el  bam) sobre la piel, la violencia física, el sexo, la familia a modo de grupo  escultórico, mirando también al infinito, junto al flamante jeep 4×4, que acabará  cubierto de bam), o los objetos adheridos a la piel, como el pan blanco de molde  sobre el cuerpo cubierto de miel de Jorge Horno, el pelo de la cabeza, cortado al  cero en directo en la representación anterior, pegado por todo el cuerpo de Núria  Lloansi o los espejitos en el cuerpo de Juan Loriente. Hay también unos hámsters  arrojados a una pecera con agua, que nadan desesperadamente para no ahogarse  y unas ranas atadas con unos hilos al cuerpo exhausto de Jorge Horno, un detalle  minúsculo, con una tranquila melodía de fondo, después de la violencia del barro.   Escenas viscosas y posiciones físicas le dan al cuerpo una forma inquietante,  fantasmal en apariencia, pero cercano en su desnudez fatigada.  Al final, una proyección de Núria Lloansi saltando en paracaídas, antes de abrirlo. El  cielo azul de fondo, la tierra debajo, diminuta, y su cuerpo suspendido en el aire.  Las imágenes han sido grabadas por alguien que está delante, acompañándola en  la caída. Son imágenes también mudas, a medida que esa leve melodía se va  apagando. Aunque una parte de ellas están acompañadas por un texto de Rodrigo  García dicho por Núria Lloansi. En un momento dice así:

«Vi un enjambre de vida, vi un éxtasis aquí y allá, pensé en cada alma y en su  trajinar cotidiano. / Prometo que me di cuenta de todo y, sin embargo, todo, todo,  me supo a poco» (García, 2007: 31). La obra acaba con un texto proyectado: «La  astucia ocupa el lugar de la sabiduría. Y ya no hay vuelta atrás».

El carácter físicamente extremo de algunas de estas acciones parecería pedir, en el  imaginario espectacular al que estamos habituados y como ocurría en obras  anteriores del autor, un sonido cargado de decibelios, sin embargo, están rodeadas  de un silencio que las potencia. Cuando hay un ruido o una voz, incluso la de los  textos proyectados —la voz que más se escucha entre todo lo que ocurre en  escena— , no tarda en imponerse nuevamente el silencio. De él participa el público  con su actitud de espectador que mira, también en silencio; uno y otro silencio se  funden en el espacio de la sala.  Este silencio escénico es también el silencio que acompaña a un acto de reflexión,  igualmente escénico, realizado con los cuerpos y las palabras; un acto de creación  ligado a una reflexión sobre ese mismo momento, en el que también se comentan  muchas otras cosas. La densidad de este silencio remite al tono personal,  autorreflexivo, que tiene todo el trabajo.  En la escena no hay personajes, sino cuerpos que actúan. Cuando dicen un texto  tampoco tratan de darle una verosimilitud sicológica, lo cual no quiere decir que no  estén actuados. Los textos se actúan, se convierten en acciones (verbales)  tratando de conservar su condición de textos. Los actores no tienen una identidad  social o sicológica, pero sí una identidad física, que despliegan a lo largo de la obra,  unos cuerpos con los que trabajan, que llevan al límite de sus fuerzas, unos  cuerpos que se muestran y que dicen, embadurnados de miel, cubiertos con  objetos extraños u oprimidos por el peso de las ropas embadurnadas con el barro  que hay en un pequeño contenedor, en el que se sumergen para salir de nuevo a  saltar, rodar y golpearse por todo el escenario con el pesado fardo que llevan  encima. A diferencia de estos, la familia Atahualpa, que entra en escena a mitad de  la obra, cuando Juan Loriente y Núria Lloansi están llegando al orgasmo después de  una extraña sesión sexual, sí posee una clara identidad. Como una especie de  ready-made social, el público no tarda en identificar a este grupo humano con una  familia tipo, compuesta de padre, madre, abuela, dos hijas y perrito. Pero en este  universo físico de cuerpos opacos la transparencia referencial de la familia  Atahualpa es más bien la excepción. autorreferencial de los cuerpos y las  acciones se extiende también a los textos, que no esconden su textualidad, sino al  contrario, están presentados como tales.  Pero en la obra hay una identidad más, que carece de cuerpo, pero tiene una gran  presencia: la de la subjetividad que se expresa a través de los textos. Es una  identidad construida gramaticalmente que comienza con la primera persona del  singular con la que se abre el universo textual de la obra —Creí… — y se combina  con una segunda persona del singular, construyendo un diálogo consigo mismo,  excepto en pasajes más descriptivos o teóricos, donde se emplea la tercera  persona.  Esta primera persona proyecta una identidad que se recorta frente a un horizonte  social. Esta identidad se construye tanto a un nivel público, como en un ámbito  personal. El cruce entre lo social y lo personal lo convierte en una voz con una  decidida vocación moral. El medio textual de la obra está cargado de referencias  directas a la sociedad expuestas con una voluntad critica. Las franquicias,  los comportamientos de la sociedad de consumo, las estrategias de venta, las  manipulaciones mediáticas, las fisuras de los sistemas democráticos, la influencia  de todo ello en las relaciones personales, se despliegan frente a un mundo de lo  natural que parece cada vez más inaccesible. Este último aparece contrapuesto al  primero, como dos universos extremos. La obra apuesta por este lado natural, pero  sin embargo no puede deshacerse de esta conciencia social. «Y llega el nuevo día  dice el texto— y queremos olvidar el día anterior, transitado a trompicones y  manotazos. / Pero no olvidamos el día de ayer. / Y el recuerdo se confunde hasta  tal punto con la moral, que nos hace gente triste y con la capacidad de equivocarnos siempre” (23). Por detrás de los juicios sarcásticos, y caricaturas sociales, se deja ver una mirada melancólica que lo va barriendo todo  hasta dejar sólo el silencio, su silencio.  El abigarrado panorama de críticas de costumbre, reflexiones personales y  consideraciones políticas, llega hasta el espectador con la fuerza muda de las  palabras proyectadas o dichas siempre con una cierta distancia. Ello contrasta con  lo inmediato de lo que está ocurriendo en escena, con la fuerza de las acciones y lo  crudo de los materiales empleados. Lo concreto de la acción escénica choca con lo  difuso de esa voz gramatical, cargada de juicios y valores, de idealismo y necesidad  de belleza. ¿Cómo seguir haciendo creíble un juicio moral entre tanta moralidad de  diseño? ¿Cómo seguir hablando de la belleza entre tanta imagen prefabricada?  Desde sus primeras creaciones en los primeros años noventa Rodrigo García ha  defendido el escenario como el lugar de un conflicto que nace en primer lugar de  las contradicciones de uno mismo, aunque esas contradicciones terminen  encerradas en museos y teatros, en «galerías de arte y salas de conciertos que  convierten una idea subversiva en un pasatiempo para la tarde del sábado. En esos  contenedores —continúa el texto— nada es extraordinario, todo está en su sitio,  acallado y quieto» (22). Caricatura cómica de ese mundo en permanente  contradicción es la escena en que Juan Lnriente y Núria Lloansi tratan de copular  con la cabeza. Primero Juan trata de penetrarla por la cabeza y luego Núria intenta  meter la cabeza de Juan en su sexo. Están desnudos de cintura para abajo, y en la  parte de arriba llevan unas camisetas; sobre una de las camisetas aparece el  nombre de Rousseau y en la otra el de Montaigne.  Puede resultar llamativo en mitad de este mundo escénico, lleno de referencias a la  globalización, atravesado por los cuerpos y las acciones en estado bruto, los  nombres de estos ilustrados de otro tiempo. En Infancia e historia, Agamben  (1978) presenta Los ensayos, de Montaigne, como la última obra de la cultura  europea fundada íntegramente en la experiencia. Agamben discute la dificultad de  la experiencia desde el momento en que el sujeto de la experiencia y el sujeto de la  ciencia se fundieron en una única instancia difícil de definir. Para comenzar dándole  consistencia a este nueva identidad Descartes apeló a una categoría gramatical, la  del sujeto, en el que se enunciaba el principio y fin de la acción de conocer y con  ella del momento de la experiencia: pienso, luego existo. Antes de esto,  experimentar y conocer, en un sentido científico del término, es decir, conocer  empíricamente con una ambición de universalidad y un criterio de autoridad, eran  procesos que remitían a sujetos distintos y que se planteaban en espacios diversos.  La prehistoria de esta fusión entre lo abstracto de la ciencia y el cuerpo de la  experiencia, entre lo universal y lo personal, no se encuentra, sin embargo, en el  terreno de las ciencias experimentales, sino en un difuso espacio cercano a la  mística y la magia, como la alquimia o la astrología, del que nacieron las ciencias.  Hubo un tiempo, por tanto, en el que la experiencia no iba de la mano de un  criterio de autoridad ni tenía que estar avalada por el régimen de la certeza.

Tras  esta suerte de enlace histórico el problema de la experiencia ha sido cada vez más  el problema de la relación entre lo individual y lo universal, entre lo humano e  inmediato, por un lado, y lo divino y abstracto, por otro, o entre lo que se piensa y  lo que se siente. La experiencia, como explica Agamben en relación a Montaigne,  queda como la experiencia de un límite, el límite entre lo sensible y lo inteligible. El  fenómeno de la poesía moderna, y del arte en general, se presenta como una  reacción ante esa expropiación de la experiencia en mano de otros ámbitos que la  conforman previamente.  No es casual que a esta necesidad de lo incierto como condición de la belleza se  refiera Rodrigo García en la defensa de un medio natural que se ha ido negando a  medida que las sociedades se han hecho más seguras económicamente. «La belleza  aparecía —dice Núria Lloansi en el texto final, mientras se proyectan las imágenes  de ella misma cayendo en el aire—  siempre, exclusivamente, en lo incierto» (30). El movimiento, como la experiencia, participa de lo desconocido, de algo que no está  previsto, exige la apertura y la posibilidad del desconcierto. A mayor seguridad  menos belleza, también menos experiencia. Europa, a la que según el texto  empieza a parecerse cada vez más España, se transforma en un cementerio de  vidas programadas. Lo que queda es adoptar como guía el modelo de la naturaleza,  ocuparse en «sudar, humedecerme, segregar fluidos, para afirmarme como algo  real y relacionado con las ciencias naturales» (22).  La recurrencia a la naturaleza como contrapunto para pensar lo social ha ido  ganando terreno en la obra de Rodrigo García, de modo especialmente claro en sus  últimas obras. Sin embargo, la recuperación de la experiencia ha de pasar,  paradójicamente, también por el otro lado, por el lado de la palabra, un aspecto  sobre el que viene reflexionando su obra cada vez más. A la vuelta de este último  giro del camino, desde Aproximación a la idea de desconfianza, estrenada también  en Francia a comienzos del 2006, se vuelve hacia el lenguaje, hacia los textos, que  se tratan de presentar tal cual, como textos, construcciones gramaticales sobre las  que se levanta una sociedad y una política. «Nos toca con urgencia repensar el  lenguaje, por el uso que de la lengua ha hecho la política» (25). En este contraste  entre mundos aparentemente distantes se insiste también en Cruda, vuelta y  vuelta, hecha y chamuscada, estrenada en el 2007 en Salamanca. Sobre un  escenario ocupado por un impresionante despliegue de vitalidad, movimiento y  ritmo de un grupo de murga de Buenos Aires, se reflexiona sobre la historia, la idea  de progreso y el lenguaje.  Las últimas obras de Rodrigo García dejan ver la distancia, habitada por el silencio,  que se abre entre el cuerpo y el pensamiento, entre la naturaleza y la sociedad, o  entre lo que Agamben denomina infancia e historia. La infancia y la educación han  sido temas constantes en la obra de Rodrigo García, sin embargo, esta infancia de  Agamben no representa un estadio previo en un sentido biológico, sino un magma  del que la historia está continuamente naciendo y con ella la posibilidad de la  experiencia. Tiene que ver con lo que el filósofo italiano en otros estudios (Homo  sacer) denomina la vida nuda, relacionado con la diferencia que hacían los griegos  entre zoé, el mero hecho de vivir, común a todos los seres, y bios, la vida en  sentido de individuo o grupo, la vida como construcción de una subjetividad o  imaginario social. La infancia apunta a una experiencia pura, previa al lenguaje,  una experiencia muda, sin palabras, aunque sólo puede ser pensada desde el  lenguaje, con el que nos hacemos presentes, como se dice en Esparcid mis cenizas  por Eurodisney. «La constitución del sujeto en el lenguaje y a través del lenguaje  argumenta Agamben (1978: 64)— es precisamente la expropiación de esa  experiencia «muda». El lenguaje, como la historia, es el límite de la experiencia,  pero también su posibilidad; y viceversa, la infancia muda del hombre constituye la  posibilidad de la historia y la experiencia. Porque existe este espacio previo de  silencio el lenguaje es algo más que un juego gramatical, se construye frente a la  posibilidad de una verdad, que es la verdad de la experiencia. Es desde esta  infancia que el lenguaje puede ser pensado como acción ética. Sin infancia quedaría  reducido a un mero mecanismo gramatical y la historia a un juego de intereses.  Una teoría de la experiencia implica, por tanto, una teoría de la infancia, cuya  pregunta central sería: «¿existe algo que sea una in-fancia del hombre? ¿Cómo es  posible la in-fancia en tanto que hecho humano? Y si es posible, ¿cuál es su lugar?»  (64).   El lenguaje y la historia son, por tanto, un problema de la infancia, acontecimientos  que tienen que ver con ese estadio previo a la palabra, relacionados con el misterio  de la belleza, la experiencia en bruto y el mundo sensible. En Esparcid mis cenizas  en Eurodisney se apunta la conexión entre un mundo y otro, la repercusión entre el  sitio mudo desde el que nace el lenguaje, por un lado, y el uso de las palabras y la  política, por otro, es decir, entre la experiencia de la belleza y la moral, o en otros  términos, entre la infancia y la democracia. «Si hemos perdido la capacidad poética  —dice Rodrigo García después de analizar los comportamientos lingüísticos que se  generan en los espacios comerciales—, ¿cómo vamos a elegir representantes o  empleados públicos?» (24). Y poco antes se había dicho que si nos hubiéramos  ocupado realmente en hacer democracia, nos gobernarían políticos con formación  filosófica. De alguna manera, poesía y filosofía, en un sentido amplio de ambos  términos, establecen una estrecha sintonía. Agamben trata de salvar esta idea de  infancia, a la que miran tanto la poesía como la filosofía, de lo inefable para  vincularla al espacio de la historia y el lenguaje. La experiencia remite a un  mysterion que el hombre posee por el hecho de tener una infancia —explica el  filósofo— pero este misterio va más allá del espacio de silencio en el que se crea,  de la mística o lo inefable, constituye la base de la actuación ética, «es el voto que  compromete al hombre con la palabra y con la verdad» (Agamben, 1978: 71).

El panorama histórico que presenta Rodrigo García está tejido de relaciones, a nivel  personal, profesional o político, relaciones de amistad, relaciones de trabajo o  relaciones construidas por los sistemas políticos. Este es el punto de mira de una  buena parte de su obra. Frente a este tejido social, que es también un tejido moral,  se deja oír una voz en primera persona que mira desde la distancia. Se oyen sus  palabras mudas, por un lado, y se sienten los cuerpos en escena y las acciones  física, por otro. La sociedad de consumo convierte el espacio de las relaciones  personales en objeto de compra-venta, a medida que el espacio del que queda  por detrás se ve arrinconado. Bauman (2006) explica el paso de la sociedad de  productores a la sociedad de consumidores mediante esta «anexión o colonización,  por parte del mercado de consumo, de ese espacio que separa a los individuos, ese  espacio donde se anudan los lazos que reúnen a los seres humanos y donde se  alzan las barreras que los separan» (24). El primer texto de la obra, dicho por Juan  Loriente, con la mirada perdida en el infinito y dos cuerdas sujetas a su cuerpo por  las que se aproxima una llama, da cuenta de esta colonización de la vida personal  por los espacios de consumo. «No entraremos ya a una tienda a algo tan bajo y rastrero como comprar algo que necesitemos. Entraremos a una tienda a EXISTIR»  (18).  Cuando este tejido personal queda revestido por un sistema económico, el espacio  mudo de la infancia da un paso atrás para reconsiderar su situación frente a la  historia, frente al lenguaje y la posibilidad de la experiencia. Ese paso atrás es el  que se hace visible en la obra de Rodrigo García, dejando al descubierto un ámbito  (escénico) de actuación y reflexión que se construye desde el silencio de una  mirada. Se trata de un espacio de transición, donde lo histórico, el lenguaje y la  política irrumpen como construcciones sobre el magma informe de la infancia muda  del hombre.  En una conversación con Hugues Le Tanneur, incluida junto al texto de la obra en la  edición de Antonio Fernández Lera, Rodrigo García afirma que «nunca pisaría un  teatro para ofrecer un discurso derrotista. Y menos empleando dinero público» (34).  Como apunta el entrevistador, en comparación con su obra anterior los últimos  trabajos han acentuado lo irrevocable de un sistema económico y social, al sustituir  el estruendo de la protesta por el silencio de la mirada. El resultado puede ser leído  como un signo de resignación, como se sugiere en la conversación. A esta lectura  responde el autor con su rechazo de un discurso derrotista. Su obra sigue  dialogando, ciertamente, con los materiales —escénicos— desde los que siempre se  ha pensado, aunque se haya cambiado su formulación. La acción, enunciada como  posibilidad, ha estado siempre en el centro de este universo poético. No se trata de  una acción en sí misma política o social, sino fundamentalmente escénica. Este  paisaje físico, sin embargo, ha adquirido diferentes matices a la luz de un horizonte  que se ha ido transformando. A la vista de ese entramado de consideraciones  sociales la presencia del cuerpo, desde la profundidad de su silencio, se resignifica  como una postura política. La posibilidad de la acción, afirmada en la obra desde el  propio proceso físico de creación, se proyecta, ante ese telón de fondo de palabras,  pensamientos y discursos, como una posibilidad también social, una invitación a la  acción que es también una postura potencialmente política.   En el último capítulo de Infancia e historia se incluye el prólogo a la reedición de  esta obra en el 2001, con el título de «experimentum linguae». Con este término  Agamben se refiere a una utilización del lenguaje que lo ilumina como posibilidad  de la experiencia, una experiencia a la que mira, pero que no está ahí, una  reflexión, finalmente, sobre el propio hecho del lenguaje. A través de estos  experimentos se apunta a la pregunta fundamental que late detrás de cada  palabra, qué significa hay lenguaje, qué significa hablo. La obra de Rodrigo García  no es un experimento del lenguaje, es un experimento de la actuación. La pregunta  que se levanta sobre ese escenario de cuerpos está hecha desde un más acá del  lenguaje, es un espacio previo que rodea el lenguaje, pero que queda en las  afueras. Siguiendo el dispositivo de sus últimas obras, ese espacio está situado  entre el público y la pantalla donde se proyectan los textos y se construyen las  identidades. La pregunta que se deja sentir en ese espacio no es primeramente  acerca del lenguaje, aunque este se haga presente en sí mismo, sino acerca de la  actuación. Qué significa hay actuación, qué significa actúo. Es desde ese espacio  previo, de cuerpos y emociones, de acciones y materiales en bruto, del que nace  esta reflexión escénica sobre la infancia muda del hombre, y es porque existe esa  infancia que la obra habla de una posibilidad —puesta en escena— de actuación. Es  desde ese lugar físico e inmediato que la obra supera el derrotismo al que llevaría  la sola observación del panorama social que se describe. Ese espacio previo, que  Agamben curiosamente identifica con la voz, la palabra convertida en acción física,  hace posible la ética, como señala el filósofo, y la posibilidad de seguir pensando  actuando— desde un afuera de la representación histórica. Es la posibilidad de esa  voz como acontecimiento físico, de esa actuación, la que hace posible también una  ética, es decir, un sentido de comunidad y de sociedad cuya verdad le viene de  fuera, de una infancia muda, de una experiencia sin palabras. Lo humano es ese  espacio de transición, ese momento de ruptura en el que la historia se deja ver, por  un instante, como una posibilidad de sentido, una posibilidad que se apaga en el  momento siguiente, que dura justo el tiempo que tarda una vaca en olvidar que le  han quitado su ternero —como dice Juan Loriente, en su papel de predicador  visionario, biblia en mano, al final de Cruda, vuelta y vuelta, al punto,  chamuscada—, el tiempo que tarda un sentimiento en apagarse, el tiempo que dura  la voz en el aire o el cuerpo en acción, el tiempo en que la actuación deja de ser  actuación para ser acto o la experiencia se transforma en historia. Ese es el tiempo  escénico, el momento frágil de una ruptura, que permite pensar un acto en función  de una ética que comienza en el cuerpo.

Bibliografía

AGAMBEN, Giorgio (1978), Infancia e historia. Destrucción de la experiencia y origen de la historia, 2 ed., Buenos Aires, Adriana Hidalgo, 2004. (1995), Homo sacer. El poder soberano y la nuda vida, Valencia, Pre-Textos, 1998.

BAUMAN, Zygmunt (2006), Vida de consumo, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2007.

GARCÍA, Rodrigo (2007), Aproximación a la idea desconfianza. Esparcid mis cenizas en Eurodisney. Conversación, Madrid. Aflera, 2007. Colección Pliegos de Teatro y Danza, núm. 20.