Este texto fue originalmente concebido para la presentación del libro Tenéis la palabra: apuntes sobre teatralidad y justicia. La presentación tuvo lugar en el Museo del Chopo, Ciudad de México, el 20 de mayo de 2023. Propone una reflexión sobre la diferencia entre “lo justo” en cuanto concepto ético y la Justicia en cuanto institución social en paralelo a la diferencia entre “lo teatral” en cuanto dimensión antropológica (vinculada a lo mimético, lo lúdico y lo creativo) y el teatro en cuanto institución social. Este paralelismo sirve para introducir el modo en que estos cuatro conceptos entran en juego en una de las producciones de mayor complejidad y potencia estética del teatro latinoamericano contemporáneo: Contraelviento, de Yuyachkani, que se confrontó al problema ético y político de la representación de la violencia y el dolor generados por conflicto armado. La identificación de las opciones elegidas por cada una de las protagonistas de la obra conduce a una última reflexión sobre la tensión entre justicia y cuidado, que reelabora la primera tensión entre la Justicia y “lo justo”.
Indagación sobre lo justo: más allá de la representación
Sabemos lo que es la justicia. Y sin embargo, qué difícil es hacer justicia. Incluso, que difícil es que la justicia meramente exista.
Sabemos lo que es el teatro, el arte o la poesía. Y sin embargo, qué difícil es hacer arte, teatro o poesía. Incluso que el arte meramente exista.
Tenemos un concepto intuitivo de teatro. Se basa en la noción de representar, de hacer como si, de fingir. Nikolas Evreinov consideró que se trataba de una dimensión antropológica universal (antes que estética) basada en la capacidad mimética (Evreinov, 1956, p. 21). La teatralidad preestética daría satisfacción al “deseo de ser otro, de cumplir algo diferente, de crear un ambiente que se oponga a la atmósfera cotidiana” (p. 36). Cualquier niño o niña hace teatro cotidianamente. Y sin embargo, quien quiera ganarse la vida haciendo teatro, se ve obligado a estudiar una diversidad de materias, cursar infinidad de talleres, formarse, autocultivarse, investigar. Y nada de eso le garantiza hacer teatro.
Tenemos también un concepto intuitivo de justicia. Se basa en la noción de equilibrio y en la noción de proporcionalidad, que remiten a una igualdad de partida.
El equilibrio establece, por ejemplo, que, al mismo trabajo, corresponde un mismo salario, o que quienes cultivan la tierra tienen derecho a la posesión temporal del terreno que les corresponda en función de su trabajo. Esta idea de reparto equilibrado estaría en la base de lo que denominamos justicia distributiva.
Los niños saben distinguir muy bien lo que es justo de lo que no es justo. Rápidamente detectan los agravios en un reparto del tipo que sea y se apresuran a reclamar: “no es justo”. No es justo significa que no es equilibrado. Claro que puede haber factores que condicionen el reparto, los cuales no siempre fáciles de evaluar: el comportamiento previo, el esfuerzo, el buen uso de las cosas, la consideración de desequilibrios anteriores… También puede haber factores que condicionen el reparto del sueldo o de la tierra: en función de la cualificación, de la eficiencia, del riesgo, etc. En sociedades complejas, estos factores de distribución se vuelven cada vez más difícilmente evaluables. Y en ese proceso de complejización, el equilibrio, que es la base de la justicia distributiva, se va cargando de pesos y contrapesos que inevitablemente favorecen siempre a quienes más tienen, hasta producir una disociación entre el concepto de justicia y el concepto de distribución.
Llegados a este punto, la justicia debe ser reinventada como justicia social. Sólo que la justicia social, al igual que la justicia distributiva, difícilmente se sostiene sin un principio de autoridad. Idealmente a la idea de justicia basada en el equilibrio correspondería un principio de autoridad democrático. Pero ese principio de autoridad raramente es democrático, y aun siéndolo formalmente, puede estar corrompido por otros principios de poder económico, militar, religioso o familiar, que lastran el desempeño mismo de la justicia y la posibilidad por tanto de una justicia social.
Algo similar cabe decir respecto de la proporcionalidad, que opera en el ámbito de las compensaciones y los castigos. “No es justo” puede ser el reclamo de un niño o una niña ante un reproche o castigo improcedente, pero también porque lo considera desproporcionado respecto a otros reproches o castigos recibidos por otras niñas o niños en la misma ocasión o en ocasiones anteriores. La correspondencia entre una falta o un delito y las reprensiones, multas o castigos no es de naturaleza necesaria, de ahí que sólo la salven de la arbitrariedad la costumbre o el acuerdo. El acuerdo permite que la consideración subjetiva se vuelva objetiva, bien mediante la deliberación específica ante un caso concreto, bien por su formalización en protocolos, normas y leyes.
La dificultad para establecer la proporcionalidad entre la falta o el crimen y el castigo o la pena se hace tanto mayor cuando mayor son los crímenes. No hay una relación directa entre el daño causado por el criminal y el daño que se aplica al criminal, ni siquiera cuando ese daño es la tortura o la muerte. Este es el gran problema de la justicia retributiva: que no puede volver a la situación de origen y que por tanto cualquier daño que se inflija a un culpable debe vigilar los daños colaterales, tanto a personas inocentes como a la propia víctima o a la sociedad en su conjunto. El establecimiento de la proporcionalidad es uno de los grandes problemas del derecho, Y su complejidad puede llevar en ocasiones a una apariencia de arbitrariedad, y sobre todo, a una ventaja de quienes están más próximos al poder y su hegemonía (por razones económicas, políticas, raciales, familiares o religiosas) que quienes están más alejados de ese poder o su hegemonía.
La justicia se basa en el reparto equitativo: el reparto de bienes y derechos (justicia distributiva), el reparto de penas (justicia retributiva), el reparto de compensaciones simbólicas o morales (justicia restaurativa). Los niños son más sensibles a la justicia porque tienen una relación más clara de la jerarquía: los adultos siempre están por encima y, por más que haya desequilibrio de fuerza o dominio entre niñas y niños, el poder reside sobre todo en los adultos. Los pobres y los subalternos son más sensibles y dependientes de la justicia, porque no tienen el poder. Precisamente porque no tienen poder, las pobres y a las subalternas necesitan la justicia, la justicia, en cuanto aplicación de la ley, les protege de los abusos de quienes tienen poder. Debería protegerles también de los poderosos.
Cuanto más refinado el poder, más refinada es la justicia. No es difícil hacer justicia cuando un crimen es claro, público y sin mediaciones. Es más difícil juzgar la violencia económica, la violencia de Estado, la corrupción, la violencia machista o los abusos laborales.
A mayor complejidad de la violencia, mayor complejidad de la justicia; más nos alejamos también en su aplicación de satisfacer la idea intuitiva de lo justo. A mayor complejidad de la sociedad, mayor complejidad también la del teatro, más nos alejamos de la mímesis lúdica. Sin embargo, de nada nos sirve un teatro que haya extirpado de sí las ideas de lo lúdico o de lo poético. De nada nos sirve tampoco una justicia que ha extirpado de sí la idea de lo justo, como horizonte.
¿Qué es lo justo?
En su ensayo “Hamlet, o la modernidad fuera de quicio”, el pensador argentino Eduardo Grüner (2005) escribió: “Cuando se retiran los cadáveres, empieza la política: así es (así parece ser) tanto en Hamlet como en Antígona. Fortinbras o Creonte vienen a restaurar el orden justo de la polis, amenazado por el ‘estado de naturaleza’ y la guerra de todos contra todos” (p. 115). La política (como actividad de los políticos) comienza donde acaba lo político (el conflicto, el desacuerdo, lo trágico).
Podríamos pensar entonces que la Justicia (en cuanto actividad de los profesionales de la judicatura y el derecho) comienza donde acaba lo justo. Pero ¿qué es “lo justo”?
Manteniendo la correlación entre lo político y la guerra, cabría aventurar que lo justo sería la venganza. Y, de hecho, la Justicia se crea entre otras cosas para interrumpir la cadena de venganzas. Pero difícilmente esta respuesta nos parecería satisfactoria.
Y es que “lo justo” es aquí pensado sólo en su dimensión reactiva, como reacción a un mal. Pero “lo justo” puede ser también pensado en su dimensión proactiva, como aquello que evitará el mal. Ser justo o justa equivaldría a tener un comportamiento equilibrado y equitativo. En inglés corresponde al adjetivo righteouness, rectitud, que se aplica a las personas que siguen las reglas morales por voluntad propia. Ahora bien, esto sólo se sostendría si asumiéramos que las reglas morales aceptadas son en sí mismas buenas y no resultado de una imposición. Por otra parte, la misma idea de “rectitud” nos puede resultar antipática. Quizá podríamos sustituirla por “honestidad”. O incluso por “bondad”. Pero entonces, ¿cómo distinguir lo justo de lo bueno? ¿Será que lo justo, en efecto, sólo puede ser definido en su dimensión reactiva?
Entendiéndolo así, lo justo podría ser, una vez cometido un crimen, la restitución a un estado previo a la comisión de ese crimen. Pero esto es imposible. Cuando se reclama justicia, lo que se reclama más bien es la verdad sobre los hechos acontecidos, la no impunidad de los criminales y la restitución de los bienes robados o dañados en la medida de lo posible, sea física o simbólicamente.
Agnes Heller (1994) se aproximó a una definición de “lo justo” mediante lo que denominó el “concepto ético-político de justicia”: “la idea de que los buenos deberían ser felices porque son dignos de felicidad y que los malos deberían ser desgraciados porque no son dignos de la felicidad” (p. 67). Como tal idea no se corresponde con la realidad, es preciso que las sociedades se doten de reglas y normas de obligado cumplimiento con el fin de corregir lo injusto. La justicia formal consistiría en “la aplicación consistente y continuada de las mismas normas y reglas a todos y cada uno de los miembros del grupo social al que se aplican las normas y reglas” (p. 16).
Se trata, como Heller subraya, de una máxima mediante la que se pretende trasladar con la mínima pérdida el deseo de lo justo a la administración social de la misma. Dado que la administración de justicia raramente puede devolver la felicidad a quienes han sido agredidos o violentados, o al menos no en la forma del bienestar previo al daño, existe una cierta incompatibilidad entre esa idea de justicia y lo que socialmente entendemos como tal.
El “concepto ético-político de justicia” es un ideal, postula un modelo de sociedad en que la bondad hace innecesaria la administración de justicia, pues en la vida cotidiana se da lo justo en cuanto acto. Sabemos que la bondad, la honestidad o la perseverancia en la acción ética no nos aleja del sufrimiento; más bien, en muchos casos nos pone en riesgo de sufrir agresiones o violencia. Por ello es necesario “el concepto sociopolítico de justicia”, el de una justicia que ya no es acto, sino representación, reconsideración de lo sucedido y toma de decisiones jurídicas (políticas) que tratan de corregir los efectos de decisiones previas (éticas) que dieron lugar a actos censurables.
La vida de acuerdo con la justicia se da en el modo del acto. La justicia, en cuanto práctica sociopolítica, se produce como representación y adquiere, durante su desarrollo, dimensiones teatrales: en la reconstrucción de los hechos, en el despliegue de argumentación y poder propio de las vistas orales y en la publicación o exhibición de las compensaciones y castigos. Su teatralidad no es un defecto, no constituye síntoma alguno de degradación, es más bien manifestación de su naturaleza social.
La acción de la justicia no es inmediata, porque es social: requiere de leyes que determinan qué es y qué no es un crimen, cuál es su gravedad y cuáles sus consecuencias, y de reglas que rigen el ejercicio del derecho.
Las leyes y las reglas hacen posible la Justicia, pero la acción de ésta no borra el mal causado, raramente repone lo perdido y en ningún caso puede devolver la integridad física o psíquica, y muchos menos la vida.
Contraelviento
Contraelviento (1989) es una obra central en la trayectoria de Yuyachkani, un grupo peruano que en 2021 celebró 50 años de actividad artística y política, y que protagonizó la segunda edición de la Cátedra de Teatralidades Expandidas que tuvo lugar hace un año en el Museo Reina Sofía, con presencia de Teresa Ralli, actriz y cofundadora, con Miguel Rubio Zapata, del grupo.
Contraelviento fue la primera tentativa por parte del grupo de confrontar la violencia desencadenada en Perú en la década de los ochenta, como consecuencia del inicio de la actividad militar del Partido Comunista del Perú – Sendero Luminoso y el MRTA (Movimiento Revolucionario Tupac Amaru) y el contraataque de las fuerzas estatales, que golpeó con especial dureza a las comunidades indígenas campesinas del altiplano. En 1990, el saldo conocido de aquel conflicto sumaba ya veinte mil muertos y dos mil desaparecidos, cifras que seguirían engrosando en los años siguientes. (Comisión de la Verdad y la Reconciliación, 2003).
El horror enmudece. Y los yuyas tardaron casi una década en encontrar cómo llevar a escena el conflicto; el proceso de trabajo duró a su vez tres años, fue muy doloroso y casi produce la desmembración del grupo. El punto de partida fue una masacre real acontecida en Soccos, Ayacucho, en 1986. El primer material fueron documentos en quechua: entrevistas y testimonios de lo ocurrido.
Pero Yuyachkani, que había abandonado los modos más sobrios del teatro documento después de su primera pieza, Puño de cobre (1971), optó por una elaboración mítica. Una de las claves la encontraron en algunos de aquellos testimonios, que hablaban del retorno del pishtaco, un ser de la mitología altiplánica que robaba a niños y a adultos para robarles la grasa:
Investigamos mucho sobre el mito del «pishtaco», que algunos de nosotros oíamos aún de pequeños, y nos asustaban con eso, cuando queríamos salir a la calle solos. El pishtaco era un ser que venía y se robaba a los niños y también adultos, para sacarles la grasa, que era lo que buscaban. (Ralli, 2002)
Los ejércitos en conflicto son transfigurados en vientos devastadores que arrasan el pueblo y destruyen las “semillas de la vida” que un viejo comunero guardaba en su granero. Sus hijas, Coya y Huaco, supervivientes de la tragedia, eligen caminos diversos: Coya peregrina en busca de las semillas, Huaco huye al monte y se prepara para vengar los crímenes. Las fuerzas del mal aparecen representadas por tres figuras tomadas de la “danza de la diablada”, de la Fiesta de la Virgen de la Candelaria en Puno: el Caporal, la China diabla y el Arcángel. En tanto el personaje del Eq’eco, “amuleto de la suerte del imaginario popular altiplánico”, actúa como testigo, presente durante toda la representación, y es quien al fin devuelve las semillas de maíz a los campesinos. Es también este personaje quien da la clave del título de la obra: “el cóndor aprendió a volar contra el viento; ahora tienes que seguirlo”.
El mito se sostiene por medio del ritual y para su elaboración tan importante como los relatos y las figuras, fue la investigación sobre las músicas. Durante el proceso, sacaron a la calle una versión previa, para contrastar las respuestas del público, en la ciudad de Andahuaylas; a esta versión la llamaron vecosina, termino con el que en el siglo XVII se designaba “un relato cantado de la historia mítica”. Antes del estreno, los integrantes del grupo peregrinaron a la explanada de Sillustani en Puno con el fin de pedir permiso a los antepasados “para hablar de nuestros muertos ante esas tumbas” (Rubio Zapata, en Cotter, 1998, minuto 31.08-31.40).
El estreno de la pieza generó un amplio debate, en cuyo núcleo figuraba la acusación de “pacifismo”. No hay nada más intolerable para los actores en conflicto que quienes deciden comprender las razones complejas de la realidad con la intención de evitar el sufrimiento y la muerte de aquellos en cuyo nombre se lucha. Ya durante el proceso de trabajo había espías apostados en la puerta de la casa de Yuyachkani, donde tenían lugar los ensayos. Y tras el estreno, arreciaron las críticas. Desde el semanario Cambio (afín al MRTA), se les recomendaba “una reconsideración del punto de vista predominante de la obra” (citado en Rubio Zapata, 2006, p. 83), en tanto desde El Diario (vocero de Sendero Luminoso), se condenaba la actitud fatalista del grupo y se afirmaba: “La obra de Yuyachkani muestra la decadencia de un arte que ya se agotó, que no es capaz de reflejar la fuerza de los tiempos nuevos, tiempos de guerra; un arte que se ensimisma en sus viejos contenidos y que por tanto está llamado a perecer” (p. 84).
Yuyachkani no aceptó la sugerencia de Tupac Amaru, ni se dejó amedrentar por las amenazas de Sendero, y afirmó su autonomía, reivindicando su “derecho a la invención”, a la creación de “un lenguaje teatral que pueda incluso parecer un mito” (p. 84).
La invención se inscribe en el imaginario con formas reconocibles para construir un teatro político popular donde lo mítico, a diferencia de lo que puede ocurrir en su repetición festiva, no tiene la función de persistir en lo existente, sino de hablar del presente para exigir respuestas. Para hablar, hay que recuperar la voz. Pero también hay que hacerse escuchar.
Una de las escenas más bellas de Contraelviento es ésa en la que Coya acude al tribunal para reclamar justicia; los jueces son dos fantoches en las figuras de Machutusuq.
Estas presencias se rastrean desde antes de la colonia. Eran personajes que representaban la sabiduría de los ancianos, aunque irónicamente llevaban un bastón hecho de una rama añosa y torcida, que de alguna manera denotaba la pérdida de virilidad. Pero más pesaba su sabiduría. Las máscaras eran y han sido siempre, elaboradas con piel de carnero seca, adornadas con pelos. Cuando llega la dominación española, los machutusuq vuelven a aparecer, pero con una representación diferente: representan al español (como tantas presencias danzarias, de una manera satírica) y se remarca este detalle del bastón. También sus pasos de danza se asemejaban un tanto discretamente a las danzas provenientes de la metrópoli colonial. Nosotros las encontramos en las fiestas tradicionales de Puno y en general en toda la cultura del altiplano. Nuestro mascarero Edmundo Torres, también de Puno, conocía muy bien esta danza y nos la enseñó así como el diseño del vestuario. La primera vez que sacamos a las calles estos personajes fue en el contexto político de la Constituyente, no recuerdo si setentas u ochentas. Nuestros Machutusuq danzaban y vestían como tales, pero sus máscaras eran las de los políticos de la derecha de entonces que querían regresar al poder. (Ralli, 2022).
Pero Coya no habla la lengua de los magistrados, por lo que sustituye las palabras por el sonido de su flauta, que es traducido por otro actor, primero al quechua, y después al castellano.
Esa dificultad de enunciación, representada alegóricamente, constituye en sí uno de los núcleos de reflexión del grupo en su voluntad de intervenir en el presente. El presente con el que en ese momento lidiaban, era un presente de muerte. Empezaban a llegar a las ciudades noticias de las fosas comunes y de las verdaderas dimensiones de la destrucción en el campo. Los personajes míticos no están vivos ni muertos, viven sólo en el cuerpo de los danzantes y las figuras carnavalescas, o en el de las actrices y actores. Habitan un tiempo suspendido, que es el tiempo de la representación. Por eso el personaje de Coya, según relata la actriz Teresa Ralli, puede hablar con los muertos, que durante un tiempo la persiguieron (en Cotter, 1998, min. 31.54-32.00). Y por eso la escena construida en registro mítico se muestra, en palabras de Miguel Rubio (2001), “como la condensación del sueño” (p. 99).
Justicia y cuidado
La representación mítica de Yuyachkani reelabora la tensión entre la justo como acto y la justicia como representación. En busca de lo justo, Huaco recurre a la acción, pero la elección de la violencia la sitúa en una posición ética contradictoria. Su acción es más justiciera que justa, y en la búsqueda de lo justo puede provocar más dolor que restauración. En busca de la justicia, Coya recurre a la representación, al relato de los hechos ante el tribunal, pero esa representación la aleja de la acción, o más bien la pospone hacia un porvenir remoto, con una dilación que puede poner en riesgo la vida. Entre tanto, lo justo se manifiesta sólo en una acción mítica, la restitución de las semillas de la vida. Porque, ante la irreversibilidad de los hechos criminales, ante lo irreversible de la muerte, la opción por la vida es la única que puede garantizar una justicia compatible con los cuidados.
La Justicia es necesaria para garantizar la paz social y asegurar el cumplimiento de la ley que protege a los débiles de la violencia de los fuertes. Pero la Justicia no puede olvidar que su objetivo es la instauración de lo justo, y que para ello debe ser cómplice de la vida; no basta el castigo, es necesario también el cuidado de quien ha sufrido. El esclarecimiento de la verdad, el reconocimiento del mal y en su caso el castigo proporcional a la culpa es condición necesaria, pero no suficiente para alcanzar lo justo. En el sostenimiento de lo justo es preciso ir más allá de la representación, corporeizar lo justo como acto. Y esto sólo se da en las formas del amor y del cuidado.
El amor, en cuanto acto, es ajeno a la justicia, que se da como representación. El amor representado se convierte en sentimentalismo. En contraste con el amor entendido como sentimiento, el que trabaja en complicidad con lo justo es el amor en cuanto acción. El amor, en cuanto acto, desconoce cualquier diferencia de derechos entre débiles y fuertes, perdedores y vencedores, viejos y jóvenes, negros y blancos, mujeres y hombres. Las diferencias son fuente de riqueza común y no justificación de procesos de disociación y jerarquización. Es esa igualdad de derechos la que niegan el colonialismo, el capitalismo y el patriarcado (Gilligan, 1993, p. 99).
El perdón sólo es tolerable cuando se ha restituido la igualdad de derechos, cuando quien perdona ha sido escuchado, cuando los crímenes han sido expuestos y moralmente condenados (hasta el punto de que los acusados sientan una profunda vergüenza) y cuando se han adoptado todas las medidas legales y económicas que garanticen un nuevo punto de partida equitativo. Sólo entonces, el amor entre iguales es justo y sirve de fundamento a la democracia.
¿Cómo será ese teatro que decide intervenir el pasado más allá de la justicia y más allá de la representación? Un teatro que realiza lo justo, movilizado por la rabia tanto como por el amor, en un presente en que se entrelazan el dolor y el deseo de quienes vivieron y vivirán y hacia quienes somos responsables.
Referencias
Comisión de la verdad y reconciliación (2003), Informe final. Lima: http://www.cverdad.org.pe/pagina01.php.
Cotter, Andrés (1998). Persistencia de la memoria. Vídeo, Perú.
Evreinov, Nicolai (1956). El teatro en la vida. Buenos Aires: Leviatán.
Gilligan, Carol (1993). In a different voice. Psychological Theory and Women’s Development. Cambridge and London: Harvard University Press, 2003.
Grüner, Eduardo (2005). La Cosa Política o el acecho de lo Real: entre la filosofía y el psicoanálisis. Buenos Aires: Paidos.
Heller, Agnes (1994). Más allá de la justicia. Barcelona: Planeta.
Ralli, Teresa (2022). Comunicación personal al autor. 22/09/2022.
Rubio Zapata, Miguel (2006). El cuerpo ausente (performance política). Lima: Grupo Cultural Yuyachkani.
Rubio Zapata, Miguel (2001). Notas sobre teatro. Lima-Minneapolis: Grupo Cultural Yuyachkani.
Sánchez, José A. (2023). Tenéis la palabra: apuntes sobre teatralidad y justicia. Segovia: La uÑa RoTa.