Supongo que esta tarde hemos venido aquí, también, sobre todo, para hablar de los cuerpos, esos cuerpos escurridizos que se escapan cuanto más los queremos atrapar.
En principio, yo había pensado tratar de un tema que personalmente me fascina: las hibridaciones en el arte, el modo sutil en el que las fronteras se diluyen precisamente a través de los cuerpos que, caprichosos como son, van reescribiendo los géneros. Supongo que con el siglo XX a punto de acabar las antiguas categorías -artes visuales, danza, etc…- tienen ya muy poco sentido. Su propia puesta en cuestión ha difuminado las fronteras, los bordes. Se han trastocado.
Quería hablar de cómo las artes visuales tienen una curiosa tendencia progresiva a perder el cuerpo, mientras eso que llamamos performance, ‘live art’, etc. lo gana, se apropia de él, lo hace hasta cierto punto. Sería el cuerpo como ausencia y el cuerpo como presencia. Pero me he dado cuenta de que mi propio planteamiento era muy anticuado.
A la hora de buscar ejemplos, me he dado cuenta de que las cosas no eran tan fáciles como podían parecer a primera vista. He intuido que, a su modo, todos pierden el cuerpo o, mejor aún, todos pierden el uso tradicional del cuerpo como presencia…
Incluso en esas performances más radicales, por ejemplo, las cirugías estéticas de Orlan, nos interese o no lo que hace la artista francés, en las que el cuerpo está presente de un modo casi trágico, el cuerpo, la corporalidad última, se acaba por perder en su esencia. La idea de la construcción de un cuerpo ideal a partir del canon… el cuerpo a cuerpo.
Así que me ha parecido que, quizás, ese podría ser el tema recurrente -quedarse sin el cuerpo, perderlo- y he intentado dar otra lectura a esos dos términos que hipotéticamente se manejarían: bordes y cuerpos. Nunca como ahora se desbordan los cuerpos -la misma hibridación de los géneros los desborda- y nunca se ponen de manifiesto tan claramente los propios bordes. Así que he decidido contar dos relatos -pues personalmente veo la Historia como relato- que tratan de dos obras concretas, ambiguas en el uso del cuerpo. Dos relatos que hablan en las metáforas del cuerpo. Las obras son casi paradójicas -o no tanto, como veremos, pues en el fondo ambas subvierten el uso mismo del objeto de la reflexión, el cuerpo.
Las dos son algo que podríamos llamar itinerarios del cuerpo, aunque partan de ‘géneros’, de ‘categorías’ contrapuestas. La primera obra es la última exposición de Boltansky en el Palais Tokio de París y la segunda una pieza de La Ribot: Socorro Gloria. Así que, ahí va el primer relato, que empieza una mañana de septiembre viendo la exposición retrospectiva de Boltansky. El propio artista explica que no hay nada nuevo y, no obstante, el modo de plantear el relato es novedoso, porque es radical. A la entrada de la muestra una vigilante recoge las entradas. Hasta ahí nada anormal.
Se entra luego en una habitación grande en cuyas paredes hay expuestas fotos de mediano tamaño, personas sin nombre que cubren las paredes y causan un curioso efecto de claustrofobia, pese a la amplitud del cuarto y la altura de las paredes. Es la presencia terrible de las fotos y la presencia de fotos de diferentes épocas, sobre todo, lo que da esa sensación de angustia. Es un álbum de fotos de difuntos. Pero el cuerpo, su recuerdo a través de los ojos que miran, de las acciones que se muestran, está ahí, en alguna parte. Inventa en cada foto, reproduce, una historia de vida de la cual somos al mismo tiempo excluidos e incluidos. Son y no son nuestros muertos, nos reconducen al cuerpo familiar de nuestros muertos.
Pero lo peor está aún por llegar. Un pasillo estrecho, construido con cartapacios de metal con números y fechas, algunos con fotos, otros no colocados sin orden alfabético, nos conduce hacia un cuarto iluminado por neón en el cual hay camas metálicas, frías como las de la morgue, tapadas con plásticos, higiénicas, como es siempre el cuerpo muerto. La perversión es terrible, pues debajo del plástico hay mantas, lo cálido, lo cotidiano. Lo cálido del cuerpo que, pase lo que pase, preserva la muerte. La fisicidad tiene en ese momento su última oportunidad.
De allí pasamos a otra habitación apenas iluminada en la cual aparecen en la pared marcos negros de pequeño tamaño en los cuales se refleja nuestro rostro. Paseando en pantallas de luz vuelven ellos a través de fotos, luminosos, pero perdida irremediablemente la fisicidad como la entendemos sobre la tierra: son los espectros, los atravesamos. Boltansky ha descrito, al fin, el ciclo de la existencia. Se trata sin duda de una metáfora del cuerpo, de las pérdidas del cuerpo. La sorpresa sigue más abajo, en el sótano. El artista ha instalado dos zonas. En una, hay ropa amontonada, ropa vieja; en otra, hay objetos perdidos -ositos, paraguas-, cada uno con su etiqueta, como si, de algún modo, fueran cuerpos en la morgue, con la identificación fría de un cuerpo perdido. Esa es quizás la metáfora más fuerte del cuerpo, de su ausencia. Ya no quedan nada más que vestigios, huellas, imposibilidades. Para hablar del cuerpo, para hacernos vivir el cuerpo, el artista suizo nos ha enfrentado con su pérdida sucesiva, con su disolución a través de la muerte. Pero hay algo que llama la atención allí: el olor tremendo de esa ropa vieja, de segunda mano, de almacén.
Boltansky parece decirnos: aquí sí que se ha perdido el cuerpo definitivamente. Ya no queda nada, ni su ausencia. Este es el primer relato. El segundo, el que cuenta la pieza de La Ribot. La Ribot va a bailar. Sale vestida a escena y la ropa le está atrapando el cuerpo. Para bailar, en la danza tradicional al menos, uno tiene que tener un poco de espectro, si no que se lo digan a los escritores que hablaban de Nijinksy cuando comentaban cómo aquellas piernas de centauro podían volar en el aire.
Así que La Ribot empieza a quitarse la ropa, para poder bailar. Se la quita y cada vez se sorprende de que debajo de la prenda haya otra prenda: infinitos jerseys, camisetas, medias, bragas… Lo va haciendo pausadamente, perpleja de la dificultad de no acabar de encontrarse la piel, el cuerpo sin tapujos, sin tapados. Cae la última prenda, se la quita. Encuentra la piel, la fisicidad de la piel. Ha recuperado el cuerpo, al fin. Y entonces, cuando debería ponerse a bailar, se acaba la pieza frente a la imagen de una mujer sentada, perpleja, que posee aquello a lo que aspiraba y que, sin embargo, no puede bailar. La ropa, por el suelo, recuerda de algún modo al almacén de Boltansky. Sólo recuerda. La Ribot la mira perpleja. Claro que hay un guiño a la imposibilidad misma del baile. Pero yo lo leo como mucho más.
Porque el cuerpo, la piel, también es ropa, porque nunca está uno, de verdad, completamente desnudo, pues hay sobre la piel cosas escritas; La Ribot se detiene pensando, quizás, en ese cuerpo de la mujer tatuada que pinta Dix, tan popular en los 20, Suleika, la maravillosa tatuada. Suleika se exhibe, bella estatua de cuerpo libro, cuerpo escrito, cuerpo diario de bitácora. Del circo pasa al cabaret y, como un marinero, otra vez jugando a ser hombre, se tatúa la piel por cada amor desdichado. No queda ni un centímetro libre: una mujer con historia. La Ribot sabe, además, que, frente a la apariencia de haber ganado el cuerpo, lo ha perdido. Lo ha perdido porque ese objeto de la danza ya no sirve para bailar. Y yo creo que sabe que lo ha perdido, no sólo por la imposibilidad de estar desnudo, sino porque luego, en obras posteriores, trata de nombrarlo, de despiezarlo nombrando cada parte.
Así que Boltansky y La Ribot en sus relaciones con el cuerpo parecían paradójicos, pero no lo eran en el fondo. Si el primero notaba el modo en que se pierde el cuerpo, como sucede a menudo en las artes visuales, La Ribot jugaba a ganarlo, pero también se enfrentaba a la corporeidad del cuerpo, en el fondo. No obstante, y ya con esto termino, la paradoja viene por otro lado. Se puede hacer el recorrido inverso de la exposición de Boltansky. Pasar de la ropa (la pérdida más radical del cuerpo) a los espectros, las camas, los archivos y las fotos (la supuesta presencia). Y ahí se encuentran los dos, Boltansky y La Ribot: en el recorrido inverso vemos que las fotos, la supuesta presencia, eran en el fondo lo menos físico, el vestigio más terrible, la pura huella y los restos de vida, los objetos, lo más físico. Yo antes decía que se olía. Boltansky gana cuerpo cuando aparenta perderlo. La Ribot pierde cuerpo cuando aparenta ganarlo.
Esos son los bordes que, lejos de separar, reúnen. Lo excitante del ‘live art’ y de ese otro ‘art’ que no es tan ‘live’ es que están atrapados en una imposibilidad compartida: el uso que hoy tiene el cuerpo, siempre recuerdo del cuerpo mismo en el mundo que sabe, que ha aprendido, cómo debajo de una máscara sólo hay otra máscara y otra y así hasta el fin de los tiempos, pues cuerpo y espectros terminan, de verdad, por parecerse mucho. Aunque, un momento, quizás sí que haya, al fin, una diferencia. En el caso del suizo alguien ha llegado para recogerla y ordenarla, y La Ribot está sólo atónita, rodeada por los vestigios del cuerpo también, incapaz de ponerse a bailar. Eso es, tal vez, lo que distingue al ‘live art’ del arte que no es tan ‘live’. En el primero nadie ordena el mundo, sólo lo reorganiza. Y no poco.