Mucho se ha hablado del juego como posible táctica de guerrilla en confrontación con la estrategia de la acumulación del productivismo. Algo menos, aunque no poco, del relativamente reciente proceso de incorporación del juego a la propia estrategia; el mismo juego que, de modo táctico, pretende o ha pretendido desestabilizar la estrategia productivista mediante cortocircuitos procedimentales. O dicho en otras palabras, hace ya un cierto tiempo que se viene cuestionando la capacidad crítica del universo lúdico frente al universo del trabajo, porque mediante la absorción paulatina de lo lúdico en los ámbitos de la producción entendida en términos puramente industriales, como vehículo de acumulación no ya solo material sino inmaterial, dicho universo lúdico ha pasado a ser prácticamente indistinguible del de la producción.

Esta inversión tiene su claro espejo en lo que Rafael Sánchez Ferlosio ha llamado “la persona como valor de cambio”, en uno de sus muchos ensayos dedicados al tema de la “delirante circularidad en que puede abismarse toda relación entre publicidad y consumo”, donde por publicidad debe leerse cualquier forma de producción contemporánea, y más concretamente la de la producción del consumidor propiamente dicho. Ferlosio llega a esta conclusión en su compendio de ensayos Non Olet, de 2003, a partir de los análisis del economista Jeremy Rifkin en su clásico análisis de 1995 The End of Work: The Decline of the Global Labor Force and the Dawn of the Post-Market Era, que describe el proceso histórico de inversión del par producción-consumo hasta retratar a este último como algo esencialmente incorporado al primer término. De ahí que Ferlosio prefiera hablar de “sociedad de la producción” ahí donde otros dicen “sociedad de consumo”.

En este escenario de producción industrial total descrito por Ferlosio, es la moneda precisamente el primer objeto “industrial” al ser “el creador, portador y difusor de la fungibilidad universal, sin otro uso que el medio de circulación del puro valor de cambio”, lo que le hace calificar a la moneda como el perfecto ejemplo de “anti-arte”, en completa oposición al arte imitativo de un modelo, y que insista una y otra vez en la idea de la totalización de la economía invertida, en la que el sujeto se define como un “consumidor producido”. Discutiendo el famoso principio de “la función crea el órgano” en relación al par producción-consumo escribe Ferlosio:

“por regla general, ese principio suele ser usado falsamente, para racionalizar y moralizar una relación causal exactamente inversa (…) desde la invención de la economía en el siglo XVIII, la relación entre el consumo, que habría tenido en principio el papel de función, y la producción, que lo habría tenido de órgano, ha venido invirtiéndose hasta ser exactamente la contraria: en vano tratarán todavía de convencernos los liberales de que el consumo no ha pasado a ser el órgano puesto al servicio de mantener activo lo que se ha convertido en la auténtica función, o sea la producción”.

Siguiendo a Rifkin, Ferlosio cita una publicación crucial llamada The New Economic Gospel of Consumption, de Edward Codwick, publicada en 1927, una fecha muy significativa y premonitoria, en la que se incita a los empresarios estadounidenses a potenciar un profundo cambio de hábitos sociales en relación al hecho del consumo, pasando de la ética protestante del ahorro a una nueva ética, la del crédito o dinero cautivo. Thorstein Veblen, en su importante estudio Theory of the Leisure Class de 1898, acuñó el término “ocio vicario” para definir el hecho de gastar y consumir lo que a uno no pertenece propiamente, sino lo que pertenece bien al esposo, en el caso de la mujer en el matrimonio clásico de la Edad Moderna, bien al amo, en el caso del siervo o el sirviente, al analizar los comportamientos de lo que llamó la “clase ociosa” rica, contrapuesta a la “clase industrial”, dedicada a la producción estricta. Este término establece una atadura no desatable entre el anverso y reverso de lo mismo, producción y consumo, o generación de riqueza y gasto vicario de la misma, de la que se vale Ferlosio para establecer con sus propias palabras un retrato equivalente, asignando al hecho de producir riqueza, en su absoluta desconexión de lo producido, una cualidad de “intransitividad virtual” análoga al salir de compras de las damas de la clase ociosa.

Si el generador de riqueza es indiferente por completo a las cualidades de aquello que produce, enfocando su interés únicamente en la abstracción e intermediación del valor monetario de su actividad, asimismo lo es la práctica ociosa vicaria de la dama adinerada que va de compras como actividad cuyo sentido no es ya la satisfacción de una necesidad material, sino el mero hecho de la adquisición de bienes como por trofeo de cazador en su equivalencia con lo que Veblen denominó comunidad bárbara o preindustrial, basada en la hazaña y la heroicidad, una especie de versión ancestral de la comunidad industrial moderna, basada en el trabajo y el esfuerzo del generador de riqueza denotados en esa forma de ocio vicario y competitivo. Para el generador de riqueza el signo es por tanto el valor de cambio, para su consumidor lo es el bien producido, por lo que ni pueden ni deben ser separados.

La intransitividad de la acumulación, en tanto carente de un análogo gramatical de complemento directo –porque no se acumula para aliviar la posibilidad de contingencia adversa, sino como actividad autotélica, completa en sí misma, sin sentido externo- lleva aparejada, como único posible filón de sentido ulterior, el consumo permanente no ya de lo producido, sino del futuro, de lo aún por producir, como el lapso temporal entre las teorías económicas de 1898 y las actuales ha demostrado claramente. Mediante el dinero cautivo se consume futuro.

Consumir futuro es lo más alejado a ausencia de sentido, es más, se trata de un modelo de generación de sentido puramente circular, impecable en su lógica delirante, donde la causa no antecede al efecto, sino que, al localizarse en el futuro, simplemente desaparece en su desplazamiento como de destino, con lo que el efecto se autoproduce en una lógica de inevitabilidad. Sumado a todo esto Ferlosio destaca que la moderna idea de trabajo implica la existencia de un contrato entre partes, que él denomina “trabajo contractualizado”, de modo que esa separación entre contratante y contratado garantiza una relación de indiferencia hacia el objeto propio del trabajo: “La diferente cualidad del contenido de las obras del trabajo ya no importa absolutamente nada; en adelante será la pura actividad en blanco”. Lo sorprendente de todo este fenómeno es que la acumulación del productivismo acaba adquiriendo una lógica enteramente propia de la actividad más opuesta por definición: el juego.

El juego evoca una actividad sin apremios, pero también sin consecuencias para la vida real. Se opone al trabajo como el tiempo perdido al bien empleado. En efecto, el juego no produce nada: ni bienes ni obras.

Así comienza Roger Caillois su libro Les Jeux et les Hommes. Le masque et le vertige de 1958. Algo parecido ocurre durante el proceso de aprendizaje, porque supuestamente es un medio no productivo en sentido industrial, pero uno en el que no se cesa de intentar construir la ficción de un intercambio entre el que aprende y el que enseña, llegando a incorporar incluso la ficción bancaria: saber hacer equivale a crédito, de modo paralelo a como, en la tradición del pensamiento sobre los juegos, éstos son miniaturizaciones o ficciones de la realidad, como si no formaran parte de esa realidad por ellos mismos y constituyeran, simplemente, un entrenamiento para la realidad de la que estarían excluidos. Y no solo el ámbito del aprendizaje ha visto su terminología afectada por esta máxima, sino que, como juego de entrenamiento para el trabajo, es seguramente esa mutación del proceso de aprendizaje lo que más profundamente ha contribuido a culminar este proceso de inversión del juego, del que se pretende dar cuenta aquí.

Esta manera de considerar el juego como opuesto  ficticio a un contrario real, el trabajo, supone ubicar el juego al margen de la existencia cotidiana. Hacerlo implica dos consecuencias de enorme importancia: la primera es que el juego necesita un espacio específico donde pueda llevarse a cabo, la segunda es que su temporalidad también se suspende con respecto a todo lo que no es juego. Por tanto en el juego se produce inevitablemente una condición espacio-temporal de isla regida por una serie de reglas muy determinadas cuando las hay, ya que existen juegos sin reglas, pero no juegos sin su propio espacio-tiempo insular.

Sin embargo, podría argumentarse que, cada vez más, con la ya prácticamente culminada transición desde un régimen industrial, termodinámico y material a otro postindustrial, cibernético o en red, e inmaterial, no resulta tan sencillo separar el juego del no-juego, es decir del trabajo, y esto tanto desde el punto de vista espacial como temporal.

El clásico sobre el espíritu lúdico del holandés Johan Huinzinga Homo Ludens, publicado en 1938, que sirvió junto a muchos otros materiales de base teórica para la New Babylon de Constant Nieuwenhuys, comienza estableciendo la genealogía del sujeto del que trata como una especie de evolución desde el homo sapiens, al homo faber, que no es otro que el artesano reconvertido en obrero, hasta el homo ludens o sujeto postindustrial beneficiario del estado del bienestar, un modelo socioeconómico actualmente, al parecer, en crisis definitiva.

Por su parte, Constant culmina en sus distópicas visiones urbanas ciertos principios enunciados por el llamado “Urbanismo Unitario” de Ivan Chtcheglov, publicados en el primer número del órgano editorial del Situacionismo, donde se definen cuatro principios para el homo ludens que, con el tiempo y a su propio pesar, han pasado a convertirse en retratos perfectos de un tipo de ambiente artificial y de una subjetividad asociada que bien podrían figurar en la agenda de un cazatalentos empresarial o de un avispado comisario de arte contemporáneo: primero la situación construida, un momento de la vida concreta y deliberadamente construido por la organización colectiva de un ambiente unitario y un juego de eventos; segundo la psicogeografía, el estudio de los efectos específicos del entorno geográfico, conscientemente organizados o no, sobre el comportamiento y las emociones del individuo; tercero la deriva, un modo de comportamiento experimental urbano, una técnica de pasaje de transición a través de diversos ambientes; y cuarto el urbanismo unitario, la teoría del uso combinado del arte y las técnicas para la construcción integral de un medio en relación dinámica con experimentos comportamentales.

Que sean estos principios de puesta en valor de lo lúdico como crítica radical hacia los modos de organización del capital lo que ha experimentado una deriva hasta llegar a la completa inversión es un hecho que, más que conducir al lamento gregario de la mera denuncia, debe conducir a la revisión de tales principios, para restablecer, en lo posible, sus capacidades instituyentes. Por tanto, partiendo de la premisa de que la defunción del homo ludens (y por consiguiente del estado de bienestar como modelo de soberanía) no está exenta de intereses ideológicos bastante obvios, consideraremos hipótesis de trabajo que defienden al homo ludens de esa defunción a la que esta inversión le quiere someter a cualquier precio.

Volviendo al párrafo inicial del estudio de Caillois, si el juego no produce ni bienes ni obras, es decir nada desde este punto de vista puramente industrial, cabe preguntarse si su supuesto contrario el trabajo, en un modelo de pensamiento típicamente occidental, el dialéctico, produce automáticamente tales bienes u obras que bajo esta lógica impecable debería producir. El trabajo, como es bien sabido, puede y de hecho es en muchas ocasiones actuado, por lo que no sería descabellado afirmar que un porcentaje muy relevante del tiempo de trabajo conduce a la producción de más tiempo de trabajo exclusivamente, ni de bienes ni de obras, de modo estrictamente paralelo a como el incremento de consumo conduce a una mayor producción, por lo que en estas condiciones ambos estarían subsumidos en ella.

En un análogo perfecto al fenómeno descrito por Ferlosio respecto al par producción-consumo, cabe afirmar que el par trabajo-juego ha desembocado en otra totalización, al considerar y medir el trabajo según parámetros que son, por definición, propios del juego, tales como la intransitividad, la ausencia de sentido teleológico, la circularidad, la absoluta indiferencia por lo externo a él o la condición autotélica de la suspensión temporal.

Ferlosio habla en consecuencia de dos tipos de tiempo en God and Gun. Apuntes de Polemología,  de 2008: el tiempo adquisitivo, que define como el que “corre por un todavía no y se cumple y corona en un ya”, y el tiempo constitutivo, aquel que “se desliza por un todavía y cesa en un ya no”. El primero ligado al Sentido y la Historia, propio de los juegos deportivos, en su día perfectamente caracterizados por Huizinga como juegos agonales o de competición en los que el resultado depende directamente de la inversión de esfuerzo; el segundo a los juegos anagónicos, del que pone el ejemplo del patinaje, donde la inversión de energía y esfuerzo es inversamente proporcional al efecto cinético producido. El juego anagónico “se continúa a sí mismo, quiere precisamente continuar, no cesar y, sobre todo, no cambiar, seguir como en un ahora que se mantuviese girando sobre sí mismo.” Así visto, el llamado “trabajo inmaterial” de la contemporaneidad,  en igual medida en ámbitos financieros como en ámbitos artísticos, no dista mucho de este retrato del patinaje, se practica en un tiempo constitutivo pleno (si es descrito desde el punto de vista del trabajador evidentemente), y habría reconfigurado completamente la altísima rentabilidad energética que caracteriza el juego anagónico del patinaje: si con poca inversión energética se da un alto cinetismo, ¿qué impide elevar la inversión para lograr un máximo agonal? El tiempo constitutivo es puesto a trabajar, en un claro proceso de apropiación.

Pero no solo los niños juegan a trabajar, sino que una parte del tiempo de trabajo, cada vez más, se emplea precisamente en cuatro funciones primordiales que constituyen la subjetividad del trabajador: crear la ficción de la ocupación, mantenerse ocupado bajo condiciones agonales, generar productividad incluso desde el azar mediante la improvisación y originar sensaciones vertiginosas. Mimicry o ficción, del latín in-lusio: entrar en juego, creer una ilusión a sabiendas, se relaciona con el creer, con el desempeño de roles, con el disfraz y lo teatral. Agon o competición, del griego para contienda o disputa, se relaciona con la competitividad y la igualdad de oportunidades creada artificialmente, como regla, como condición de enfrentamiento alrededor de una única cualidad: rapidez, resistencia, vigor, memoria, habilidad o ingenio ejercida sin ayuda exterior alguna. Alea o azar, del griego para juego de dados, implica la puesta en juego del azar en oposición conceptual al agon, que implica un cierto know how donde las decisiones no dependen del jugador, sino de factores externos al juego mismo y a su reglamentación, y que en términos agonales implica retarse a uno mismo ante el azar como rival. Ilinx o vértigo, del griego remolino de agua, implica el vértigo fisiológico en paralelo a un vértigo de orden moral, el riesgo, el espasmo, el trance, el pánico, el aturdimiento y cierta capacidad destructiva, sin objetivo por tanto salvo la subversión y el placer voluptuoso de la experiencia del límite. Estas son las cuatro categorías con que Caillois presentó su taxonomía de los juegos. Y todas ellas, no solo la condición agonal, que claramente establecería una relación clara y directa entre juego y trabajo, pasan a ser objeto de trabajo en la lógica intransitiva de la productividad.

Si el trabajo guarda una cierta relación de identidad parcial con el instinto agonal de los juegos, y emplea la competitividad para el objetivo finalista de la acumulación, no es menos cierto que con la inversión detectada por Ferlosio se explica la mutación del impulso agonal del ámbito industrial y empresarial en impulso de mimicry, de modo que se actúa cada vez más tiempo y cada vez más verosímilmente el hecho mismo del trabajo, incluso si éste “no produce ni bienes ni obras”, sino simplemente el mantenimiento de un dispositivo, sea cual sea. En el ámbito artístico también puede identificarse una mutación análoga entre impulsos, pero se trataría de la mutación inversa: del impulso imitativo y generador de ilusión propio del arte preocupado por la generación de obras al impulso agonal, una vez que el arte abandona sus tradicionales funciones imitativas, capaces de generar ficciones y mundos paralelos, para erigirse en el taquígrafo de la sociedad y en el agente privilegiado de crítica y de comentario, rechazando cualquier forma de obra por considerarla producto del trabajo.

Este rechazo a la obra como producto del trabajo en el artista contemporáneo tiene una clara explicación y entraña un cierto contenido paradójico. Ferlosio ha distinguido entre bienes y valores discutiendo la Filosofía de la Historia de Georg Wilhelm Friedrich Hegel en God and Gun. En su crítica, enfocada a la idea de “destino” histórico, es decir a la inevitabilidad de lo acaecido e incluso de lo aún por acaecer en aras de un Sentido histórico, Ferlosio asigna al Sentido defendido por Hegel una cualidad de “cumplimiento de algo interno”, es decir, un funcionamiento que excluye la contingencia, como algo externo, encarnada en los principios del azar y la necesidad. La idea de valor cae, en este esquema, del lado del Sentido, mientras que la de bien lo hace del lado de la contingencia. La belleza física es el máximo exponente de un bien, es algo que viene dado, que no se gana, y la riqueza producto del trabajo lo es del valor. Una tierra fértil es un bien, una bien planificada cosecha un valor. A este respecto escribe Ferlosio:

“La moneda idelológica del Sentido perpetra el fraude de querer resarcir con valores de sentido a los que sufren la carencia de unos bienes de los que por la propia violencia depredadora del Sentido han sido despojados. En esto está la diferencia entre bienes y valores: el Sentido, la marcha de la historia, que avanza depredando y destruyendo los bienes de la vida temporal, lanza a la vez, por así decirlo, emisiones de valores, destinados a resarcir la pérdida de sus bienes al despojado, convirtiéndolo en inversor y en accionista de su propia Empresa”.

De ahí pues el rechazo de las vanguardias al arte como producto, a la obra, al arte-valor. Pero si el rechazo y la negativa no distingue entre valor y bien, produce una nueva totalización, porque incorpora la belleza al mercado de valores en su crítica global. La cuestión es si la forma artística es considerada por el artista como bien o como valor, y el hecho de que la anti-forma, como voluntad artística, implica una crítica hacia la forma entendida como valor exclusivamente, llevando implícita una negación de la idea de bien en relación al arte.

Una vez más, que estos vectores críticos hayan experimentado una inversión no deberá llevar a la inmediata y lógica consecuencia de invalidarlos por completo. El propio Caillois determina, junto a esa clasificación de cuatro impulsos, dos tendencias que, combinadas con esos cuatro impulsos o vectores antes mencionados, proporcionan, en clave casi estructuralista, un cuadro combinatorio total: la paidia o tendencia al caos, la entropía y la turbulencia; y el ludus o tendencia a un orden finalista o teleológico de equilibrio no necesariamente duradero ni estable. Si Huizinga se centró claramente en determinar una definición del juego desde el ludus, al presentar el juego como proto-cultura, Caillois completó el cuadro desde su afiliación vanguardista al surrealismo, al compensarlo introduciendo el impulso de azar subrepticiamente evitado por Huizinga, y la tendencia a la paidia, veladamente criticada en las conclusiones finales del gran estudio de Huizinga, que cierra en clave admonitoria señalando los peligros de infantilización y trivialidad a que veía abocada la sociedad contemporánea con sus excesos lúdicos.

La ausencia de fronteras entre trabajo y juego, esencial en la defensa liberal de la flexibilidad laboral pero también característica de la crítica negativa de la vanguardia histórica, presenta por tanto un lado oscuro que a estas alturas resulta evidente. La promesa de liberación del yugo laboral anunciada por el homo ludens de New Babylon, donde sus habitantes deambulaban eternamente por unos espacios donde no existía producción ni consumo en permanente deriva psicogeográfica, se ha encarnado en el motto de “pásatelo bien trabajando en lo que te gusta”, es decir, diluye por completo la frontera entre trabajo y no-trabajo, llegándose a incorporar la lógica del juego dentro de la del trabajo y con ello eliminando la más genuina de las características del juego, su acotación espacio-temporal, la delimitación clara y rotunda de su campo. En resumen, el juego ha sido absorbido completamente por el trabajo, haciendo del trabajo una totalización en la que el juego queda paradójicamente inscrito.

Ante esta situación, digna de los modelos de laboratorio de ingeniería social y su genealogía, que nos lleva desde el falansterio de Charles Fourier o las utopías urbanas del Socialismo utópico reformista hasta la oficina de Google, pasando por los contenedores sociales rusos y la futurista oficina corporativa norteamericana como apéndice de la casa suburbana electrificada y segura ante la amenaza nuclear, no cabe vuelta atrás. Sólo desde la asimilación de este fenómeno sin nostalgia puede ser posible intentar ofrecer alguna respuesta.

La disolución entre trabajo y juego es por tanto, y hasta cierto punto, un doble juego. De una parte un proceso de absorción de la estrategia del productivismo, de otra un residuo del leitmotive de la vanguardia histórica y la neo-vanguardia arte=vida. Las vanguardias históricas y las neovanguardias fueron formas de crítica negativa del productivismo capitalista cuya genealogía podría remontarse al Romanticismo alemán. Jordi Claramonte, en La República de los Fines. Contribución a una crítica de la autonomía del arte y la sensibilidad, de 2010, lo analiza muy cuidadosamente. En su análisis, entre otras cosas, se recorren dos modelos históricos de autonomía estética, que él denomina, respectivamente, autonomía ilustrada y autonomía moderna. En la primera, y con el objetivo de una emancipación del pensamiento teológico ligado a las formas de gobierno absolutistas, se produce la “traslación” del “principio dinamizador por el que se postula que las criaturas naturales son capaces de crecer y desarrollarse según patrones internos específicos” a la esfera social, de modo que el hombre social emancipado en paralelo a la criatura natural, adquiere la capacidad de producir “una esfera pública de discusión y goce estético, capaz de existir, como una pequeña sociedad civil hetautónoma, frente al poderoso aglomerado absolutista formado por la unidad Naturaleza, Razón y Estado”. Por su parte, la autonomía moderna “se basará en la búsqueda y explotación de filones de negatividad y que identificara lo artístico con el reverso de la moneda de normalidad acuñada por la sociedad burguesa instituida”, obviamente, por la autonomía ilustrada.

Durante la Ilustración y la modernidad la cultura occidental desarrolló formas de procedimiento autónomas al ser una especie de esfera separada del mercado de la vida cotidiana, pero en algún momento, que algunos autores ubican tras la segunda guerra mundial, la cultura se reorganizó para ser subsumida en lo real, y se la consideró un agente poderoso para la producción en sentido literal, y no ya como la mera reproducción o la mímesis idealizada de tal cosa llamada lo real. Como tal, la cultura se convierte en otro proceso de producción de relaciones de mercado, tal y como señalaron Theodor Adorno y Max Horkheimer en su Dialéctica de la Ilustración en 1944 tratando el mismo problema en el contexto del capitalismo corporativo en relación con formas totalitarias de gobierno en ocasiones, como la norteamericana, democráticas.

Fredric Jameson nombró cabalmente la absorción de estos filones negativos en el nuevo orden mundial contemporáneo del posmodernismo: capitalismo cultural, caracterizado por, entre otras cosas, una serie de mediaciones entre la economía y la estética. Bajo el régimen posmoderno del capitalismo cultural toda forma de crítica negativa fracasa, ya que la producción negativa y la superproducción de otredad y diferencia es inmediatamente transformada en otra forma de totalización. Uno de los ejemplos más clamorosos, entre muchos, se circunscribe al proceso mediante el cual la arquitectura se transformó en una nueva totalización: el diseño como gesamtkunstwerk  posmoderno. Este fenómeno de absorción hace que todo sea realmente diseñado en nuestro entorno cotidiano, de modo que, cono ha señalado Bruno Latour en una conferencia de diseño celebrada en 2008:

“el diseño se ha expandido continuamente hasta que exponencialmente implica a la propia sustancia de la producción. Lo que es más, el diseño se ha extendido desde los detalles de los objetos cotidianos hasta las ciudades, los paisajes, las naciones, las culturas, los cuerpos, los genes y la propia naturaleza”.

No se trata de que en tanto que prácticas artísticas, el diseño y la arquitectura sean un reflejo del orden cultural del capitalismo tardío, sino que en tanto prácticas artísticas pertenecen a dicho orden y ayudan a configurarlo, dificultando la identificación de qué es cultura y qué es capital. Por tanto si la cultura es el nuevo trabajo, la arquitectura, el diseño y el arte, como cualquier otra forma de práctica cultural, no pueden ser excluidos de este fenómeno. Análogamente el juego ha sido absorbido en las prácticas laborales perdiendo su condición de isla, dado que la lógica cultural del capitalismo flexible ha puesto el impulso lúdico a trabajar después del declive del capitalismo corporativo localizado, mediante la coalescencia del artista y el hombre-red, el consumidor y el productor, el jugador y el trabajador, en entornos deslocalizados y organizados en red, que es la forma organizativa hegemónica hoy de igual manera en ámbitos empresariales y artísticos o culturales.

Tal y como argumentó en 2001 Brian Holmes en The Flexible Personality, gracias a la apropiación de la caja de herramientas típica de la personalidad de la neovanguardia y transmutados sus valores críticos en valores de consumo se forja esa “personalidad flexible” caracterizada por la movilidad extensiva, el borrado de fronteras entre el espacio-tiempo del trabajo, la horizontalidad acarreada por la eliminación de la jerarquía empresarial, la fluidez relacional y la creatividad, la novedad y el carácter único. Características todas ellas que recuerdan con mucho las de aquel homo ludens  de New Babylon al que, sin embargo, se le impone un sentido económico del que antes esta actividad humana quedaba, por definición, excluida, siendo entonces esos valores característicos y llenos de potencia los del nomadismo, ausencia de especialización, jerarquización clara, estanqueidad de las relaciones sociales, repetitividad del modelo y carácter típico. De tal manera que, según Holmes:

“Una manera de resumir todas estas ventajas sería decir que la organización reticular devuelve al empleado o empleada –o, mejor dicho, al prosumidor (productor-consumidor) la propiedad de sí mismo o de sí misma que la empresa tradicional buscaba comprar en forma de fuerza de trabajo mercantilizada. La estricta división entre producción y consumo tiende a desaparecer y la alienación parece superarse, dado que los individuos aspiran a mezclar su trabajo con su ocio”.

Conviene insistir sin embargo en que, como apunta Ferlosio al describir la inversión del ocio en negocio: “Que el ocio resulte, de hecho, ser la parte de los privilegiados podrá en todo caso ser un argumento contra el privilegio, nunca contra el ocio”, añadiendo aquí: que el juego haya sido invertido hasta mutar en generador de valor, en vehículo homeostático de hiperpoducción, debe ser un argumento contra la homeostasis de la acumulación, nunca contra el propio juego.

Para ello, puede resultar de interés volver a la raíz del juego, retomando las primeras frases de Huizinga al comenzar su Homo Ludens. En la primera página del texto Huizinga establece dos principios de una importancia capital. El primero es que el juego es siempre acción o performance, lo que nos lleva a afirmar que siempre precede al discurso como práctica. El segundo, derivado de esto, es que, al preceder el juego al discurso, su forma cultural asociada, el rito, precede al mito, la forma asociada al discurso, y no al contrario como había sido convenido en muchas ocasiones en la antropología. Esto implica que la acción y la performance tienen la capacidad instituyente de re-escribir la cultura en todo momento como demostró Arnold van Gennep en 1909. Huizinga no estaba solo en sus afirmaciones, de hecho se vale de una cierta tradición en los estudios antropológicos de los primeros años del siglo XX, que marcaron esta inversión (no debe considerarse la inversión como privilegio de unos sino de todos), una inversión que privilegió el ritual sobre el mito, incluso negando la idea de que el mito es la construcción cultural original y el rito su mera representación artística, su puesta en escena o su replicación. Con esta inversión, el ritual se postuló como el evento originario, con todos los peligros –y las ventajas- que conlleva  el proponer un origen, mientras que el mito se postuló como la semiotización del rito, como su fijación en el texto, lo cual minimizaba claramente la eficacia de la palabra escrita y privilegiaba el cuerpo en acción como el principal motor cultural.

Es así como Huizinga puede presentar el juego como el origen de la cultura, y es así como, simétricamente, dicho protocolo de semiotización –la cultura- puede dar lugar a la absorción del juego en sí. El problema planteado entonces es repensar el proceso de semiotización sin considerar que automáticamente implique una disminución de la performance lúdica en la producción cultural. Desde este punto de vista, el juego y lo lúdico deben considerarse, para poder garantizar su supervivencia, como prácticas incorporadas, no como formas absolutas de práctica.