Salvador Távora, el creador de La cuadra de Sevilla, ha dicho diversas ocasiones que en el Festival Internacional de Nancy descubrió que podía hacer teatro y también que «Andalucía, mi tierra, mi cultura, estaban llenos de teatro». Y a partir de ese momento comienza su labor como director y autor de teatro –con anterioridad había ejercido como obrero en Hytasa, torero, cantaor y compositor. Había ido Távora a Nancy con Oratorio, de Teatro Estudio Lebrijano, para el que había hecho los cantes que él mismo interpretaba. A continuación comenzó a idear un espectáculo propio, Quejío, estudio dramático sobre cantes y bailes de Andalucía, que se estrenó primero en el local La Cuadra (Sevilla) y después, la madrugada del 15 de febrero de 1972, en la sala Magallanes de Madrid. Fue seleccionada para asistir al Festival de Las Naciones de París, donde obtuvo un enorme éxito, que propició una gira por Francia y a continuación otra por Hispanoamérica. Este primer espectáculo fue fruto de la reflexión sobre el modo en que había sido utilizado hasta el momento el flamenco, alejado de su verdadera realidad, sostenía Salvador Távora que:

nuestra actualidad estaba fuertemente falseada y ocultada por sólidos tópicos: una corriente traumatizadora había hecho de todo lo andaluz, y de los andaluces, de los que cantábamos y de los que no cantaban, instrumento utilizable para poner una careta alegre y colorista a un pueblo triste y sin color […].
Me planteé entonces la necesidad de investigar en el pasado, no de cómo cantaban nuestros bisabuelos, sino «por qué», y llegué a ver muy claro que un ¡ay!, su ¡ay!, antes de ser producto utilizable, era el grito inconcreto, temeroso, resignado y conformista, que, en el límite de lo posible, denunciaba la aplastante situación socio-económica en que vivían. [http://www.teatrolacuadra.com/]

A partir de esta idea concibió un espacio vacío al que accedía desde el patio de butacas un personaje con un candil en la mano y arrastrando cadenas, cuando llegaba a la escena otros candiles se iban encendiendo, dejando a la vista un bidón y una silla en la que se sentaba una mujer enlutada, ante un brasero al que de vez en cuando echaba sahumerio. En los diez ritos por los que está conformado el espectáculo, cada uno de ellos dominado por un palo del flamenco, se presenta la situación de explotación en la que está sumido el pueblo andaluz a través del cante, un cante no de fiesta sino de queja, la expresión vital de una situación. De ahí que también utilizase como subtítulo para Quejío, «protesta visceral de un pueblo marginado».

Los «participantes» –así denomina Távora a los que actúan en sus espectáculos– eran de extracción social popular y carecían de formación teatral, pues lo que interesaba a Távora era que trabajasen a partir de sus experiencias personales, dando entrada en la escena a la cultura popular y vital, ello no restaba calidad al espectáculo, sino que lo dotaba de credibilidad. Lo cual no quiere decir que se tratase de una confesión sino de, como dice Pepe Monleón, «crear un lenguaje artístico preciso –es decir, una alegoría de signos hermosos y expresivos– a través del cual manifestarse, haciendo teatro de la propia vida y no teatro de la imitación o de la aplicación de un oficio.» (1988:12)

De modo que, con la experiencia vivencial de los participantes como obreros y como cantaores, guitarristas o bailaores de flamenco, así como con los aperos propios del mundo jornalero, el del obrero y el flamenco, y un gran bidón con piedras, Távora creó un espectáculo casi en penumbras, en consonancia con su entorno del flamenco, oscurecido y arrinconado por el discurso dominante. Y desde esta realidad tan concreta deviene en representación de la opresión del pueblo andaluz y desde ahí se universaliza para significar un grito por todas las minorías marginadas. En este sentido fue explicado por el propio creador:

[Quejío es] el resultado de unas experiencias o la suma de todo un proceso de vivencias. Es la presentación o recreación de un clima angustioso, en el que se producen el cante, el baile, el lamento o la queja del pueblo andaluz. Se han estudiado o tratado siete cantes y tres bailes, enumerados en diez Ritos o ceremonias, a través de un planteamiento en el cual casi se consigue fundir cante y baile con la posible o casi segura situación de una colectividad oprimida, en la que la queja o el grito trágico de sus individuos sólo ha servido, por una premeditada canalización, para divertir a los responsables. [http://www.teatrolacuadra.com/]

En esta misma línea se inscribe su segundo espectáculo, Los palos (1975-1976), «manifestación de una naciente conciencia histórica», estrenado en el Festival Mundial de Teatro-Nancy. En un principio parten de una selección de textos propuestos por José Monleón sobre los últimos días de la vida de Federico García Lorca, aunque poco a poco van quedando relegados hasta que terminan por ser sólo cuatro los fragmentos: la declaración de una niñera de la familia, el certificado de defunción, la declaración del enterrador y, por último, la voz de García Lorca en una de sus últimas entrevistas. Pronunciado a modo de salmodia, en una suerte de cuatro estaciones, por la única mujer en escena.

Continúa con el mismo juego de sombras, la oscuridad, las penumbras del sufrimiento humano, al que se ha introducido la muerte, como motivo recurrente, que estará presente a partir de ahora. En cuanto a la concepción escénica, ahora ha introducido un enorme entramado de vigas de madera entrecruzadas, que deviene en reja, cruz, red, etc. movido, con gran esfuerzo por los participantes; del mismo modo que dificulta el baile y a veces parece aplastar mientras se canta bajo su peso. El punto de partida fueron los últimos días de Federico García Lorca, que, finalmente, trascendió para convertirse en una nueva imagen de la opresión del pueblo andaluz.

Mientras que con Herramientas (1977-1978), «un intento de elevar a valores culturales de comunicación los instrumentos del trabajo manual y cotidiano», se produce ya un cambio, en el sentido de que desparece el mundo rural y hace su entrada el obrero de la fábrica, y con él todas las máquinas que usan a diario. Salvador Távora pretendía crear un «teatro de trabajadores», para lo cual, entendía que debían ser los propios obreros con sus máquinas los que estuvieran en escena.

De este modo, el espacio escénico se llenó de poleas, andamio, soldadora, fresadora, etc. dominados por una hormigonera en el centro de la escena, elementos que tienen una función estructuradora y que participan como personajes con identidad propia, citados en la lista de dramatis personae.

La hormigonera es el emblema del poder, que a veces ejerce de testigo impasible y otras de actor que impone un ritmo opresivo con el monótono sonido de su funcionamiento lleno de piedras; ritmo que cede en otras ocasiones a la taladradora o al diferencial, cuyos sonidos imponen el compás del cante y el zapateo.

Aunque sigue presente la gama de negros y grises, ahora se introduce un poco de color, el naranja de la omnipresente hormigonera, los amarillentos y azulados de la soldadora y de las chispas de la fresadora. El resto es negrura y grises, sólo salpicados por las chispas que introduce el manejo de las máquinas.

De manera que Salvador Távora generó la acción dramática a través de la presentación en escena de elementos cotidianos al trabajador, logrando armonizar artísticamente el esfuerzo humano, los ritmos del cante y el baile con el ruido de las máquinas en funcionamiento. Logrando transmitir una rica imagen visual en la que las sombras del obligado esfuerzo y los brillos del sudor se mezclan con los destellos de algunas máquinas.

Algunos de los logros de Herramientas serían desarrollados en Andalucía amarga (1979-1982), «un poema físico y sonoro sobre la emigración». De nuevo es el mundo del trabajo, ahora intensificado por la dureza de la emigración.
Andalucía amarga es una suerte de ritual del sacrificio, la emigración del hambre que obligó a miles de andaluces a dejar sus casas para buscar fortuna lejos. Dijo Távora en su momento «trato de no dar a entender ni explicar, sino de hacer sentir el problema de la emigración tal y como lo sienten en su propia carne y en su propia sangre los emigrados andaluces» (ABC, 5-10-1979). Por ese motivo algunos de los participantes son emigrantes que viven en Bélgica, donde realizó el montaje.

Como novedades, hay que mencionar que es la primera ocasión en la que participan actores profesionales y se introducen algunos parlamentos. Asimismo, además del flamenco se utiliza música de órgano y una marcha de Semana Santa.

El espacio escénico está dividido en tres, primero el de la partida, Andalucía, con una imaginería similar a la que se hallaba en Quejío o Los palos; una gran pasarela central, que es la que recorren los emigrantes hacia el exilio del hambre; y por último, dos plataformas metálicas que simbolizan el país de llegada, al que son transportados por la pala de una inalterable retroexcavadora, simbolizando ese mundo industrial, mecánico y frío al que acceden. Junto a este elemento mecánico, otros muchos se añaden, un taladro, una soldadora, un diferencial, un martillo, etc. todos ellos como personajes, con personalidad propia y absolutamente estructuradores de la obra, impregnando el espectáculo de un ritmo peculiar a través de sus sonidos, colores y chispas, tal como había ensayado en el anterior espectáculo.

Sigue presente la oscuridad, los grises, las sombras, sólo alterados por el rojo intenso del que una silenciosa mujer ha ido impregnando un panel blanco, y que será destacado al final mientras que el resto de la escena queda absolutamente negra. El rojo símbolo de la sangre de los emigrantes.

Tras estas obras, en las que Salvador Távora parte de ideas, que materializa a través de acciones, en su siguiente espectáculo parte de un texto teatral, un texto gramático, como él los denomina. Será Bodas de sangre, de García Lorca, el texto que le sirve de pretexto para afrontar Nana de Espinas (1982-1985), «un encuentro con García Lorca, en un ritual de sentimientos trágicos». Es, asimismo, la primera vez que crea personajes con caracteres individuales y no de clase, y también la mujer se incorpora con voz, pues hasta el momento había permanecido silente. La palabra toma mayor significación, aunque siempre prevalece la imagen y el sonido.

El rito trágico de Nanas de espinas se desarrolla bajo un enorme incensario que desde el centro y techo de la escena es manipulado para generar un gran número de escenas performativas en las que deviene paso procesional, refugio o cárcel, dar carácter íntimo a la escena o convertirse en un elemento amenazador y agresivo.

La gama del negro y el blanco sigue dominando la escena, sólo matizado por el morado, el ambiente que predomina es el tenebroso, incentivado además de por la iluminación por la presencia continua de la muerte sahumada por el gigantesco incensario.
Aparece el amor, pero ligado a la tragedia y con ella a la muerte. El fatum es asumido plenamente, representado por una segadora que desde el fondo de la escena, manipulada por tres encapuchados, atraviesa el espacio escénico devorando sin piedad todo lo que encuentra a su paso.

Si bien Nanas de espinas significa un cambio notable, será el siguiente espectáculo el que marque un nuevo camino de experimentación en La cuadra. Piel de toro (1985-1987), «espectáculo asentado en la sensibilidad generada por ciertos ritos ibéricos». De nuevo vamos a encontrar actores, se introduce a una bailarina de danza contemporánea y, desde luego, hay un nuevo cromatismo. El color inundará todo el montaje, desde el amarillo intenso del albero hasta el brillo de los trajes de luces y el multicolor de los bordados de los mantones de las majas. Távora mencionaba que ésta era una «tragedia sonora con imágenes amarilla».

Es, curiosamente, cuando aparece el mundo del toro cuando se inunde la escena de toda la gama cromática, aunque siempre bien matizada por la intensidad de la luz. Dijo Julio Martínez Velasco que en Piel de toro «Távora logra el color bordado sobre la luz» (1988:51). Salvador Távora, preguntado por el colorido de su nuevo espectáculo menciona: «Quizá aparece el color en este momento, porque la sociedad en la que estamos viviendo hay también más color, más libertad.» (Gómez, 1988:32)
Se trata ahora de representar el rito que es la corrida de toros, para el que crea un espacio escénico similar al ruedo, albero, tablas, burladeros, etc. y los personajes conforman la escala completa de los participantes en una corrida: alguaciles, toreros, banderilleros, majas, etc., que se moverán al ritmo del pasodoble – todos son anteriores a 1936, en un intento de devolver a esta música su verdadera identidad, alejada del folklorismo del que se había impregnado–, con todo el dramatismo y sentido trágico que aporta esta música, impregnado de marcha fúnebre en tanto que aproximación a la muerte, en consonancia con el rito que se desarrolla en el círculo mágico de la vida y la muerte. Dice Távora al respecto:

Entro en un mundo de relaciones con la muerte que son distintas a las que aparecían en los anteriores espectáculos y que tenían un sentido de incertidumbre social, de vida que se arriesga en el trabajo o en la lucha, pero que son sensaciones de juego real con la muerte, como las que se suceden en la lidia del toro. (Pérez Coterillo, 1985:8)

Desde luego, Piel de toro no sólo significa la muestra ritualizada de una corrida de toros y una nueva forma de afrontar el tema de la muerte, sino que a través de él reflexiona su creador sobre España, sobre su pasado y presente, y dijo en los momentos de su estreno: «Yo no he querido olvidar que una España lidió a la otra en el ruedo». Además, de presentar esa manifestación con rigor, libre de todas las manipulaciones que sobre ella recayeron, en un intento similar al ya realizado sobre en flamenco en Quejío.
Y con Las Bacantes (1987-1990) vuelve Távora a partir de un texto como pretexto, ahora no será por iniciativa propia, sino que le fue realizado el encargo por Miguel Narros y el Teatro Español. Y la otra novedad es que por primera vez Salvador Távora no estará en el escenario.

La versión del texto de Eurípides es muy libre, sólo ha conservado de él algunos fragmentos indispensables, a la vez que coloca parlamentos en boca de personajes en los que no estaban originariamente, ha presentado escenas que en Eurípides tienen lugar fuera de escena, y, desde luego, ha trasladado buena parte del texto a las letras de los cantes.

Para la equiparación con la fiesta dionisiaca ha recurrido Távora a la romería del Rocío, de manera que las bacantes son romeras y Ágave la Virgen. También recurre a la imaginería de la Semana Santa; así, Penteo o Dioniso devienen en dos crucificados mientras que el Ciego Tiresias y Cadmo son la cruz de guía y un nazareno, respectivamente.

En el espacio escénico se crea tomando como referente una enorme noria que gira incesantemente en el fondo de la escena, bien portando a las bacantes, bien creando imágenes sacras cuando Ágave se sube en ella, a lo que da mayor intensidad el hecho de que la noria esté sobre una peana recubierta de claveles rojos. La noria pasará pues a ser, como dice Pérez Coterillo, «Monte de orgía, calvario, trono procesional donde se exalta la figura de una mujer convertida en fuerza telúrica, trampa mortal…, la noria se convierte en una metáfora escénica que hace oscilar sus sentidos en función del movimiento que se le imprima, de la luz o del sonido que la acompañe.» (1987:9)

Y del encuentro entre la tragedia griega y las fiestas paganas y sagradas andaluzas, vuelve ahora La Cuadra a presentar un espectáculo en el que se estudia Andalucía a través de las diversas culturas que la conforman. Alhucema (1988-1989), «cuadro poético y épico de Andalucía a través de las culturas que dejaron allí sus huellas». Es quizá uno de los espectáculos más exquisitos en la creación de imágenes, sonidos y olores; es una llamada a los sentidos; Távora lo denominó «pintura sonora en movimiento».

La máquina escénica, al igual que en Las bacantes, será también creación de Távora, ahora se trata de un mástil de cinco metros movido por un motor hidráulico, con una base en la que se hallan cuatro fuentes, tanto el motor hidráulico como las fuentes serán dos elementos sonoros bien significativos para marcar el ritmo.

Y tras el reencuentro con la historia de la cultura andaluza salta el atlántico y toma como referencia el texto de García Márquez, Crónica de una muerte anunciada, para crear un espectáculo en el que ha tratado de poner de manifiesto las afinidades entre Andalucía y América Latina, éste es uno de los principales pilares sobre los que se asienta el trabajo, según explica (cfr. Távora, 1991:44-45), a ello suma como unidad dramática el pasado y el intento de adecuar el lenguaje escénico con el realismo mágico.

El espectáculo tiene el mismo título que la novela, Crónica de una muerte anunciada (1990-1991), «una adaptación de la novela de Gabriel García Márquez, en un intento de mostrar las afinidades que unen a los hombres de la Europa del Sur con los hombres del Sur de América» . La concepción es absolutamente ceremonial, se trata de una suerte de misa por la muerte omnipresente de Santiago Nasar. La iglesia es presentada como un poder aplastante, representada por tres enormes mitras, siempre presentes, y una campana. Recurre a elementos rituales gitanos, como el uso de la sábana blanca que permanece impoluta, sin esa necesaria mancha de sangre, que es lo que motivará la tragedia.El objeto escénico es una gran construcción con dos puertas, que ocultan o muestran los hechos, y escalinatas a los lados por la que deambulan los personajes trágicos, sobre todo los hermanos Vicario, que con sus giros y cabriolas preludian la tragedia, así como la creación de imágenes del crucificado, mientras que Santiago Nasar se mantiene alejado, en su juego con las palomas, sin presentir su final.
El color que predomina es el blanco y la música es trepidante, hasta esa terrible imagen final, el descuartizamiento de los corderos y la piedad que cierra el espectáculo.
En Crónica de una muerte anunciada utiliza Távora todos los elementos de las piezas anteriores, la música, los animales, un complicado y efectista objeto escénico, danza, elementos circenses, etc. ensayo de sus espectáculos posteriores, desde estos momentos dirá: «Yo defiendo un teatro que tenga la emoción del circo, la magnitud de la ópera y la profundidad filosófica y literaria de la tragedia griega.» (Gómez, 1990:13).
A partir de este momento la riqueza de lenguajes artísticos será notoria, la relación con la plástica, que se inicia de forma decidida desde Alhucema va a ser definitoria en Picasso andaluz o la muerte del minotauro (1992-1994), «un intento de situar a Picasso en el entorno cultural de su nacimiento», montaje con el que Salvador Távora vuelve a estar en escena.

Selecciona diversos momentos de la vida del pintor y los representa a través de quince acciones. El juego escénico está notablemente enriquecido con acróbatas, bailarines clásicos, bailarines contemporáneos, bailaores, etc. para dar una visión muy personal de Picasso enfrentado a sus obsesiones, las mujeres, el mundo del toro, el exilio y, sobre todo, el dolor. De ahí que lo someta a los puyazos del picaor y de las banderillas, como símbolo del sufrimiento de la vida.

Vuelve al mundo del trabajo y la máquina con Identidades (1994-1996), «un poema plástico y musical sobre las culturas, las identidades y la solidaridad entre los pueblos». Un espectáculo en el que la emigración y la relación de los emigrados con el lugar de llegada. El espacio escénico es planteado a partir de un enorme objeto escénico dominando el centro de la escena, en una suerte de andamio o torre metálica. A través de las diez acciones ha mezclado símbolos catalanes con andaluces, con una voluntad de mestizaje cultural, intensificado por la muestra de las muertes de Companys y Blas Infante, que unen en el dolor a las dos comunidades.

Y a partir de este momento comienza el encuentro de La Cuadra y Salvador Távora con grandes óperas, comienza por Carmen (1996), «Ópera andaluza de cornetas y tambores, según la leyenda primitiva contada por viejas cigarreras de Triana», en un intento de revindicar la dignidad de un mito andaluz deformado. Este espectáculo se representa tanto en teatros como en plazas de toros, incluyendo la lidia y muerte de un toro, tal y como se ha venido haciendo en numerosas plazas de España, Francia y América Latina.
En este espectáculo están los tres elementos de los que Távora hablaba desde Crónica de una muerte anunciada, a saber: la magnitud de la ópera, la emoción del circo y la profundidad filosófica y popular de la tragedia. El creador sostiene que en este montaje se halla todo su mundo creativo, enriquecido por los años de investigación y creación:

Yo creo que está en Carmen reflejado escénicamente todo el debate cultural de estos treinta años de prehistoria e historia teatral, de mi historia y la de La Cuadra […]. A partir de ahí puedo abordar ya todas las historias teatrales que me apetezca si siento la necesidad de hacerlo. Ya puedo reconsiderar todos los mitos andaluces que tanto daño nos han hecho. Puedo empezar a reconsiderar el mito de Don Juan, que a Andalucía nos va a venir muy bien y creo que también a la ópera, porque la ópera era un modelo que un sector de la sociedad se apropió como suyo; porque la ópera está en todos aquellos elementos que pueden engrandecer las expresiones populares. Por ahí yo creo que Carmen es un paso importante para iniciar una nueva etapa con mayor ambición estética, pero sin apartarnos de aquellos factores sociales y culturales que nos hicieron entrar en el panorama del teatro mundial.» (Iniesta, 1997: 109-110)

Desde luego, tanto en éste como en sus dos montajes posteriores Don Juan en los ruedos (2000) e Imágenes andaluzas para Carmina Burana (2003)– está todo el mundo de Távora y de La Cuadra, llevado a su máxima expresión. El mundo del toro, la imaginería sacra y profana de la cultura andaluza, el sentido del ritmo, el juego con los colores y la creación imágenes de una gran riqueza plástica, la refundición de los mitos, la sacralización de los profano, el mundo del flamenco, músicas diversas ensambladas con gran maestría, la máquina como personaje, etc.

El teatro de La Cuadra y Salvador Távora significa una de las estéticas más singulares de la escena española contemporánea, ello porque partió de una reflexión personal y social, tratando de encontrar un nuevo lenguaje escénico. Para ello renunció al texto literario –o gramático, como suele decir Távora–, que ha tomado en ocasiones, pero sólo como pretexto, para, a partir de ellos proponer su propia visión del mundo, partiendo siempre de su entorno cultural, enriquecido con las aportaciones de otras culturas que se han ido sumando en su devenir vital, puesto que la producción creativa de Távora nunca puede separarse de su propia vida, algo que él mismo ha mencionado en reiteradas ocasiones, además de sostener que éste fue el único motivo que le llevo a hacer teatro, el poder dar su visión de la realidad que le circundaba:

me estimuló, al aventurarme en un empeño dramático, el ser un hombre de taller, de los toros, del espectáculo, del arte y la cultura vivencial mediterránea del medio popular andaluz que arrastraba, desde pasados ya mis veinticinco años, una carga de sensaciones inexpresables, de amarguras, de relaciones naturales con el mundo de los aplastados por diez horas de taller, o por le juego con la muerte en las plazas de toros, o por madrugadas de fiestas flamencas donde el cante que nacía de la rabia y el dolor sólo servía para divertir a los responsables de esos dolores. Todo un bagaje de experiencias vitales que me proporcionaban una perspectiva del arte de la comunicación, con posibilidades de introducir en el hecho del teatro, totalmente asentado en una cultura con claros signos de identidad, asumida por mi vivir y pensar cotidiano, apartada, muy apartada, de esa otra cultura que nace de los libros del saber aprendido, del modelo de vida pequeño-burguesa, de aquella otra cultura académica que imperaba como única en el medio teatral a la cual ni tuve acceso ni me refiero a ella en ningún caso en tono peyorativo.» (Távora, 1997:28)

Parte de la crítica ha venido sosteniendo que Salvador Távora quiere ser lo andaluz, quiere mostrar una Andalucía distinta; considero que no es del todo cierta esta afirmación, pues Távora crea desde su compromiso personal con el arte y con la sociedad que le ha tocado vivir, hay mucho de autobiográfico en sus espectáculos, tanto suyo como de los componentes del grupo, que Távora utiliza. Es un creador andaluz, de manera que el imaginario que está presente es ése; es aficionado a los toros y fue torero, de modo que ese mundo le pertenece, forma parte de su acervo; cantaor y compositor de canciones, así que no puede eludir esa faceta; es sevillano, y pocos habrá que no estén marcados, aunque sea, por la imaginería plástica de la Semana Santa; y así podríamos continuar. De manera que no hay pretensiones por ser representante de lo andaluz, simplemente no puede ser de otro modo. Lo andaluz está en La Cuadra y en Salvador Távora porque hacen un teatro personal y acorde con su identidad, sin más pretensiones que ser fieles y consecuentes con su entorno y experiencias, y desde esa identidad propia han logrado trascender a lo universal, pues, al fin y al cabo, la lucha del hombre es similar, sólo cambia las manera de explicárselo, es decir el discurso estético, algo que el propio creador explica en los siguientes términos:

El punto fundamental de mi debate estético-teatral [es], que esos elementos o símbolos elegidos para la manifestación de la mente: ritmos, colores, bailes, palabras, objetos, etc., para que sean identificables, reconocibles, y el exponente, como unidad emocional, de un impulso, ennoblecido por su pureza, han de surgir, como surgieron en la mente de los padres naturales del teatro, no de un quehacer dramático profesional sin más, no de una elaboración estética convencional, sino enraizados en el entorno cultural del exponente, de su propia actitud ante la vida y ante la muerte, de sus creencias religiosas o de su agnosticismo, de la complacencia o del sufrimiento que le produce su condición social, de su discordancia con la realidad, de sus desencantos e insatisfacciones, de su inadaptación a la civilización en que vive, en resumen, más que de sus conocimientos académicos, literarios o estéticos, de su cultura vivencial (Távora, 1991:16)

Bibliografía

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TÁVORA, Salvador (1991), «Crónica de una Muerte Anunciada». Primer Acto, nº 237, Enero-Febrero 1991, pp. 47-73.

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