Tras las fructíferas investigaciones en torno a los lenguajes escénicos populares, caracterizados por la espontaneidad en la comunicación y el tono festivo, el teatro occidental parecía volver a afrontar el difícil reto que dejó planteado la dramaturgia brechtiana durante los primeros años sesenta, agudizado a partir de la crisis marcada por el Congreso de Berlin Brechtdialog en 1968.1 Dramaturgos, directores, escenógrafos y actores disponían ahora de un nuevo aparato teatral que ofrecía múltiples posibilidades de expresión con las que no se contaba unos años antes y que ya habían probado su eficacia comunicativa en la escena.2 Dentro de un panorama de continua experimentación con nuevos códigos teatrales de carácter popular, de ruptura de las tradicionales fronteras escénicas, así como de superación de las jerarquizaciones impuestas por modelos heredados, se evolucionó hacia un nuevo tipo de dramaturgia polifónica, fragmentaria, que nacía desde la investigación sobre nuevas formas de narración teatral que diesen respuesta a los interrogantes planteados por la teoría brechtiana: una escena popular concebida como divertimento de grandes públicos al mismo tiempo que dialéctica, materialista y desalienante.3 Progresivamente, el espacio teatral se había revelado como un medio de extrema versatilidad para abordar la narración de un suceso desde diferentes puntos de vista. La voz de la clase social más deprimida —uno de los elementos que había conducido al auge de los géneros breves de tradición popular— encontraba ahora su modo de expresión en la figura del coro, rasgo que ya se hizo presente en las obras de teatro ritual y que fue desarrollado por los nuevos exponentes de la escena popular. A medida que el personaje del pueblo y las nuevas voces históricas, tradicionalmente excluidas de la gran historia, fueron hallando una forma óptima de expresión, el fenómeno teatral se fue mostrando como un foro social privilegiado para la revisión de la historia oficial creada desde el poder, reto con la que ya se enfrentaron directores como Meyerhold, Piscator o Brecht y que la nueva vanguardia volvía a retomar. En un período de fuerte revisionismo histórico, el teatro más vanguardista se reveló como un medio privilegiado para la presentación de una lectura diferente de la historia.

El movimiento de teatro popular mostró su eficacia en el desarrollo de técnicas narrativas, con una clara dominancia de estructuras narrativas introducidas a través de uno o varios personajes que, en muchos casos, alternaban su condición de tales con la de narrador, aportando así una pluralidad de perspectivas. El fenómeno de la narrativización de los géneros literarios por influencia de la novela y el cine, medios de expresión dominantes en el siglo XX, se extendió también a la escena.4 Esto no hubiese supuesto una gran novedad —dado que algunas obras de Brecht fueron ya construidas sobre este modelo— si no fuese por los nuevos sistemas escénicos desarrollados. A principios de los años setenta el recurso a los modelos del cabaret, la farsa o el circo para la escenificación de una obra dramática de carácter narrativo se convirtió en la panacea de la corriente renovadora. Las semejanzas estructurales que compartían las dramaturgias populares y el teatro épico, a saber, el carácter narrativo, la fragmentariedad o la ágil combinación de distintos planos temporales, favoreció la vuelta de un teatro épico tras las últimas conquistas realizadas por la escena popular. La puesta en escena de la obra de Capmany Vent de garbí i un mica de por, estrenada por la EADAG en 1965 y retomada por Josep Anton Codina dentro de un tono más popular, o el montaje de Salvat Adriá Gual y su tiempo fueron algunas propuestas de marcada epicidad que anunciaban ya la importancia que habrían de alcanzar ciertos códigos y estructuras propias de géneros populares para la creación de un nuevo teatro narrativo.

El éxito que obtuvo por toda España la obra de Juan Antonio de Castro Tiempo del 98, llevada a la escena por muy diversas compañías y ante distintos tipos de público, fue otro interesante exponente de teatro narrativo popular.5 Constituyó uno de los ejemplos más relevantes de adaptación de las nuevas técnicas escénicas a la escritura textual y de introducción de estas en los circuitos comerciales. La obra partía del marco de una clase de historia en un colegio de monjas, estructura en la que se insertaban diferentes planos escénicos en los que las figuras de la Generación del 98, a partir de citas reales, reflexionaban sobre los acontecimientos históricos de la segunda mitad del siglo XIX, al mismo tiempo que un coro, presente constantemente en la escena, ofrecía la perspectiva de la historia vista a través de los ojos del pueblo y su proyección actual. El discurso didáctico se fragmentaba a través de las continuas rupturas que introducían canciones, romances de ciego, bailes populares, cuplés y juegos de época que imprimían un sabor popular a todo el espectáculo. Los diferentes montajes a los que dio lugar reunían las condiciones del nuevo teatro. Por un lado, se trataba de un texto dramático abierto a la libre creación escénica, exigida además por la dificultad de llevar a una escena tradicional la brusca fragmentación de la estructura dramática o la compleja interrelación de planos espaciales y temporales. El altísimo número de personajes que intervenían fugazmente era otro reto que debía superarse desde un concepto flexible y creativa de la interpretación actoral. Por otro lado, se buscaba la recreación de un ambiente festivo a base de refranes, cantares populares y bailes que remitían a otra época. Finalmente, y como rasgo caracterizador del nuevo teatro narrativo popular, se trataba, ante todo, de la reflexión sobre un período concreto de la historia de España, desde la niñez de Isabel II hasta el final de la Regencia de María Cristina, y la proyección contemporánea de este. Lo que distinguía la obra de Castro era la propuesta de un modo diferente de narrar los acontecimientos históricos en escena, que, si bien participaba de cierto tono épico, rechazaba la fábula brechtiana y su desarrollo a través de los diálogos en favor del carácter festivo y popular.6

En un tono menos fragmentario y más brechtiano, se situaba otro de los textos que hicieron historia en estos primeros años setenta, El retaule del flautista, de Jordi Teixidor.7 A pesar de no reflejar un período histórico, ya que, en este caso, el drama sí se sostenía sobre una fábula en el más puro estilo del autor alemán, el intento por narrar a través de recursos escénicos populares un determinado episodio situaba este montaje como antecedente de la posterior corriente de teatro narrativo popular. Teixidor, fiel al libro de cabecera de la teoría brechtiana, Pequeño órganon del teatro, buscó el «teatro épico a la española», partiendo de una concepción espectacular y festiva del fenómeno escénico a la que ya se había aproximado Brecht: «Insisto, hay que aprender a divertir, con farsas o con dramas. Porque si hay “crisis del teatro”, si no hay público, es porque no sabemos divertir a los hombres de nuestro tiempo».8 No obstante, a pesar de la introducción de elementos de la zarzuela y la revista y el carácter fragmentario, el autor priorizó la narración épica de una fábula, dentro de una estudiada técnica brechtiana que diferenciaba este espectáculo del tono marcadamente festivo que le imprimiría Tábano. La finalidad de la narración escénica consistía en poner de manifiesto los mecanismos corruptos del poder enriquecido sobre las desgracias del pueblo. Teixidor, en su adaptación de la teoría épica de Brecht, rechazó cierto tono frío y racional de los diálogos, intensificando la sonoridad y plasticidad de estos en apoyo de una idea más marcada de espectacularidad. Se buscó el efecto de distanciación del actor con respecto a la acción que se mostraba escénicamente. Con esta finalidad, los mismos actores, que subían al escenario a la vista del público, cambiaban el decorado al mismo tiempo que comenzaba la escena siguiente. La escenografía y los figurines estuvieron a cargo de Puigserver, que presentó una esquemática ciudad medieval de inspiración constructivista representando la fachada del ayuntamiento, que presidía toda la obra como símbolo del poder público. Para los figurines, en la más clásica línea brechtiana, se recurrió a una tela gruesa de color gris, similar al de las ratas, que unificaba a todos los personajes, diferenciados únicamente por mínimos detalles. Toda la crítica apuntó la eficacia de la peculiar adaptación de los mecanismos de Brecht, así como el tono popular conseguido a través de los cantables, armonizados por Carles Berga, la coreografía, la parodia de la zarzuela y el cariz grotesco general.

La recuperación de la obra teórica de Meyerhold en los primeros años setenta resulta igualmente significativa de los nuevos derroteros por los que discurría la renovación escénica en España. Con motivo de su publicación, 9 Hormigón subrayaba el valor fundamental de la teoría del director ruso aludiendo tanto a la dialéctica materialista como a la concepción espectacular y lúdica del teatro: «primer paso hacia la génesis de una dramaturgia racional, demostrativa y materialista en que el juego, la convención y el placer del trabajo marchan unidos».10 El materialismo meyerholdiano se presentaba como una corrección, no solo de las tendencias sicologistas del teatro realista, sino, especialmente, de la corriente artaudiana o ritualizante encabezada por Grotowski y cuyo transfondo reaccionario parecía evidente para los defensores de un teatro social. Frente al actor-santo que proponía el director polaco, Meyerhold defendía el actor-tribuno, aquel que, a partir de unas excelentes condiciones físicas y mentales, era capaz de narrar cualquier realidad a través de su gestualización, tono de voz, mirada o movimiento. No se trataba de representar la acción, sino de mostrarla por medio de su propio cuerpo. De esta suerte, el actor se presentaba ante el espectador con la intención de contarle una historia, encarnando unos y otros personajes a través de los más diversos modos de interpretación, frecuentemente de extracción popular: el mimo, el clown, los zanni o el lenguaje circense. La utilización de los burdos códigos del teatro popular primitivo al servicio de la revelación de los mecanismos de evolución de la historia se convirtieron en una alternativa para un teatro realista más eficaz.

Las nuevas técnicas de teatro narrativo popular ofreció también a la puesta en escena del teatro clásico la oportunidad de presentarse bajo una renovadora vestidura escénica. La construcción de planos distintos permitía insertar el teatro clásico, incluso respetando su escritura textual, dentro de una estructura que quedaba abierta a la labor creadora de directores, escenógrafos y actores para que estos introdujesen sus propios puntos de vista críticos sobre la historia. El montaje realizado por Alberto González Vergel al frente del Teatro Español, después de una personalísima puesta en escena de La estrella de Sevilla,11 constituye un valioso exponente de este intento por utilizar las ilimitadas posibilidades de la nueva escena para la revisión de hechos históricos a la luz de diferentes voces críticas, de tono colectivo, diferentes de aquellas que habían escrito la historia oficial. El director murciano partió de la versión de Miguel de Unamuno de la Medea de Séneca para situar el mito clásico en el contexto de la colonización española de América vista desde la perspectiva crítica de la Generación del 98 y proyectada sobre el momento actual. La propuesta implicaba una ambiciosa estructura de planos entrelazados que tenían como finalidad colocar en perspectiva, a través del mito clásico, un acontecimiento fundamental en la historia de España y su reflejo, a través de la crisis de finales del siglo XIX, en la situación contemporánea. Desde un cuidadoso respeto hacia la versión unamuniana, se presentaba a Medea como una indígena inca que Jason y los Argonautas traían a una Corinto fácilmente identificable con la Castilla del siglo XVI. La escenografía y los figurines, diseñados por Manuel Mampaso, buscaron, por un lado, la creación de un tono mágico a través de unos fondos en varios planos de azules teñidos de nubes, por otro, el acercamiento de la obra al público a través de una escalinata que ocupaba todo el ancho del escenario y que unía este con el patio de butacas. La constante presencia de las cuadernas de un navío naufragado —símbolo del enlace entre la cultura precolombina y la civilización occidental— y las máscaras y vestidos de inspiración primitiva acentuaban el tono misterioso. La música estuvo al cuidado de Luis de Pablo. González Vergel concedió una importancia esencial a un doble coro: mientras uno subrayaba las diferentes reacciones de los héroes clásicos por medio de una interpretación hierática, solemne y pausada; otro, compuesto de personajes populares de la España de finales de siglo, entre los que se encontraban mendigos y repatriados de ultramar, hacía de espectador de la obra, comentando los acontecimientos desde la perspectiva crítica noventaiochista, con un tono espontáneo y una interpretación más ágil. Al final de la primera parte, el coro popular, ya en la platea, desaparecía, quedando relevado por el verdadero público, al que, integrado así en la obra, se le transfería la labor crítica frente a la historia. El reparto estuvo encabezado por Nati Mistral, en una solemne interpretación de Medea, acompañada por Cándida Losada, Carlos Ballesteros y Roberto Martín. El estreno tuvo lugar el 23 de enero de 1971. El montaje llamó la atención de toda la crítica por su audaz intento de dotar a los clásicos de una renovada actualidad y una audaz expresión formal, aunque algunas voces denunciaron un excesivo nivel intelectual que arrojaba cierto hermetismo en los resultados.

Estos montajes constituyeron valiosos eslabones en la búsqueda de un nuevo modo de entrelazar de manera eficaz —teniendo siempre al público como centro del espectáculo— diversos planos y espacios escénicos que permitían la narración de la historia desde una nueva perspectiva. No obstante, el teatro narrativo polifónico esperaba todavía un modelo de construcción teatral que le proporcionase los medios escénicos idóneos para lograr una comunicación directa, alegre y vitalista. A lo largo de estos mismos años, tuvieron lugar investigaciones llegaba a finales de los sesenta, tras el proceso de aprendizaje que supuso el montaje de Les clowns, de 1969, a una de las propuestas más afortunadas de un teatro narrativo expresado mediante lenguajes populares fuertemente codificados por la tradición. El estreno un año más tarde de 1789, subtitulado «La révolution doit s´arrêter à la perfection du bonheur», modelo que conoció posteriores desarrollos en sus montajes siguientes 1793, dos años más tarde, y L´Age d´Or, ya en 1975, supuso la consecución de un nuevo teatro narrativo apoyado en lenguajes escénicos radicalmente populares cuyos códigos habían sido fijados a lo largo de la historia: paralelas en el resto de Europa. Entre ellas, cabe destacar el grupo francés Théâtre du Soleil que, bajo la batuta de Ariane Mnouchkine,12

Le principe essentiel consiste à retrouver dans ce que nous connaissons des théâtres popularies traditionnels, des éléments de théâtralisation du gestus social de notre époque. […] Seuls des théâtres très codés peuvent apporter une aide pour rendre signifiant ce que l´on ne voit plus. Seule une transposition permanente peut rendre clair ce qui est brouillé.13

El método de la creación colectiva, así como el rechazo del texto dramático como punto de partida y el trabajo sistemático con los lenguajes del teatro popular —payasos, juglares, comediantes de feria o personajes de la Commedia dell´Arte— fueron los ejes para el nacimiento de un nuevo modo de comunicación entre la escena y el público. El concepto meyerholdiano de «juego» se situaba en la base del nuevo tipo de sistema teatral. El juego se presentaba como un medio de expresión privilegiado que hacía surgir una corriente continua de complicidad, vitalismo y alegría entre escena y sala. La técnica de la creación a través de la improvisación tenía que conservar siempre algo del tono lúdico del juego a través del cual se iban a descubrir las potencialidades expresivas que un Pierrot, una Colombina, un malabarista, un feriante o un muñeco de guiñol podían tener como medios de volver narrar, de forma distanciada y crítica, la historia oficial.

Los estereotipos de la tradición popular constituían eficaces máscaras para que el actor —sin perder su identidad de individuo comprometido con la sociedad a la que pertenecía— fuese capaz de interpretar el personaje de un farandulero de finales del siglo XVIII —representante del pueblo anónimo— que contaba a los espectadores de dos siglos después cómo vio la Revolución Francesa. De esta suerte, el público dejaba de ser un espectador para integrarse en la obra como el oyente al que se le iba a referir una historia. La distancia entre el cómico de la calle y los personajes que encarnaba para ir relatando la historia al público de la sala era aprovechada por el actor del siglo XX para introducir su visión crítica a través de la elección de un determinado lenguaje escénico, tipo de interpretación y concepción del espacio:

Le comédien doit approcher de très près son personnage, se laisser guider par lui par moments au cours du travail, mais il doit éviter au maximum de perdre de vue qu´il est un comédien qui raconte quelque chose par l´intermédiaire d´un personnage. Mis dans des situations quotidiennes, le personnage, lui, ne doit pas être quoitidien. Il doit être théâtralisé, avoir une certaine «dimension».14

Así, la realeza, por ejemplo, irrumpía en medio de los espectadores como enormes monigotes llevados por los feriantes-narradores, detrás de los cuales el público formaba una alegre procesión hacia el patíbulo. Tanto el riguroso dominio de los códigos expresivos que se iban a emplear, como el conocimiento profundo de la época que se narraba eran elementos imprescindibles para este teatro. En consecuencia, el proceso de creación colectiva debía estar forzosamente precedido por un período de documentación y estudio de esa realidad, de modo que el actor alcanzase una clara visión crítica —apoyada también por debates y discusiones llevados a cabo entre los propios actores— sobre los diferentes personajes y hechos que debían relatar a través de su interpretación: «Une telle conception du récit dramatique, où toute reconstitution est bannie, exige des comédiens qu´ils soient sans cesse conscients de jouer et qu´ils maîtrisent la réalité présentée afin d´en rendre possible la critique par le spectateur».15 Las voces y perspectivas escénicas que contribuían a hacer avanzar una narración se multiplicaban ofreciendo una visión más compleja y caleidoscópica de la historia. En unos casos se trataba de la voz del feriante del siglo XVIII, en otros casos de la voz del personaje que encarnaba —noble, cura, revolucionario o campesino—, que aprovechaba para contar aquello de que había sido testigo, además de la perspectiva del actor, hecha explícita por la distancia creada mediante la utilización consciente de la convención. Esta imbricación de diferentes planos, en los que alternaba el tiempo de la narración con el tiempo narrado se convirtió en un rasgo paradigmático del nuevo tipo de teatro narrativo popular.

Por otro lado, la ruptura total del espacio a la italiana exigió nuevos espacios en los que desarrollar otros diseños escenográficos más adecuados para la nueva fórmula de narración teatral. Se recurrió a garajes, almacenes, grandes locales abandonados o cualquier tipo de espacio amplio carente de la tradicional división frontal entre escenario y sala donde poder levantar plataformas que, dispuestas alrededor del público, sirviesen de tribunas donde se situasen los actores-personajes para contar su visión de los hechos al público. Cada plataforma podía albergar un determinado plano de la narración o alternarse el uso de unas y otras dependiendo de las necesidades del relato. En cualquier caso, el resultado siempre debía ser la comunicación directa y espontánea con el espectador, convertido en personaje-«oyente» de un relato teatral contado por los actores-feriantes. De este modo, los diferentes puntos de vista se concretaban en planos escénicos diversos; cada uno de los cuales exigía a su vez un determinado tratamiento escénico, concepción espacial y tipo de interpretación.

El resultado final era producto de un ensamblaje tectónico de planos dramáticos y plataformas escénicas, como si de una estructura arquitectónica se tratase, que llegaban a convertir al espectador en punto central, no solo teórico, sino también físico del hecho escénico. De esta suerte, el fenómeno de la representación alcanzaba a configurar una realidad dinámica, compleja y plural, compuesta, al mismo tiempo, de realidades, puntos de vista y voces diversas. Este sistema de comunicación escénica es al que llegaron también algunos grupos españoles que optaron por un proceso de creación que partía de la documentación sobre un período histórico, seguía con el desarrollo de las improvisaciones a partir de diversos códigos escénicos y sobre diferentes tipos de espacios, al tiempo que comenzaban a escribirse los diálogos, para terminar con la selección de los momentos que se ensamblarían en el resultado final. El Fernando, montado por el

T.U. de Murcia, La Setmana Tràgica, llevada a escena por el grupo de l´Escola de Teatre de l´Orfeó de Sants, y Àlias Serrallonga, de Els Joglars, fueron algunos de los exponentes más relevantes de esta corriente de teatro narrativo popular.

T.U. de Murcia: El Fernando (1972)

El Fernando marcó el comienzo de una nueva etapa en el Teatro Universitario de Murcia. A pesar de que se comenzó planteando como un paso más en la investigación formal en torno al esperpento y el teatro de farsa, el proceso de creación condujo a un nueva metodología de tipo colectivo, en la que el punto de partida no fuese ya un texto dramático. La creación de El Fernando descubrió al grupo otro modo de afrontar la construcción teatral en la que cada miembro asumía una tarea creadora que, en otros modelos teatrales, correspondía en exclusividad al autor dramático o al director. De este modo, el propio equipo se presentaba como el autor directo de una obra en la que los textos dramáticos solo se insertaron posteriormente una vez iniciado el proyecto dramatúrgico. Según explicaba el director, César Oliva: «el grupo estaba ya en condiciones de buscar una personalidad que llegara al nivel de creación completa del espectáculo».16

Se recurrió a una temática histórica que, bajo un renovador planteamiento teatral, se hiciese asequible, interesante y aprovechable para un público mayoritario. Se escogió un hecho significativo que tuviese una proyección actual y sirviese de modelo para entender el momento contemporáneo. En este sentido, la vuelta de Fernando, el Deseado, y la frustración de las esperanzas liberales se presentó como un episodio clave para reflejar la eterna división entre la España tradicionalista y conservadora y la España liberal.17 Agustín Bermúdez y Juan Guirao fueron los encargados de aportar al grupo toda la documentación necesaria sobre el período, desde las sesiones de las Cortes de Cádiz a letrillas populares de la época. Un tono popular, desenfadado y hasta vulgar, subrayado por canciones y coplas, no excluyeron cierto aire sarcástico, en clave de humor, pero con fondo amargo.

La ruptura de una estructura cronológica lineal llevó a una desorganización de los tiempos que facilitase la exposición de la evolución dialéctica de la historia a la luz de otra perspectiva. El montaje comenzaba con la llegada del rey a España en 1814 y las reacciones de los diferentes sectores sociales, continuaba con el futuro (ruina de los ideales y esperanzas de los liberales) y, finalmente, el pasado (las Cortes de Cádiz y el idealismo político). De esta suerte, se introducía una triple perspectiva que ilustraba el proceso de desarrollo de la historia. Se hizo coincidir cada fase temporal con el predominio de un determinado sector social, de modo que las diferentes voces se mezclasen a lo largo de una estructura de collage: el pueblo esperando al Rey en el tiempo presente, el poder absoluto, las camarillas y corrupciones cortesanas en el futuro y la clase liberal para el pasado. Los personajes fueron presentados en su faceta social, en detrimento del plano humano o sicologista. No se buscó la construcción de un argumento o trama, sino la presentación de una serie de hechos cuya forma y estructura implicaba una manera diferente de narrar la historia como un juego que reivindicaba su condición teatral: «Queremos jugar el juego / que la historia es relatar; / en este juego, señores, / todos debemos entrar».18 Así, la narración de la historia se convertía en problema técnico y formal de la expresión artística. La crónica de los sucesos era comparada con un juego infantil en el que hay un corro girando y una gallina que señalaba a uno, clero, noble, comerciante o campesino, para que este contase su versión: Así se le advertía al espectador desde el comienzo del espectáculo: «Vamos a saltar el tiempo / para “alante” y para atrás, / el que se quede dormido / el cuento no entenderá. / Se mezclarán las historias / aquí, allá y acullá, / no se inquieten, señorías / que alguien les conducirá» [26].

El pluriperspectivismo y la idea de montaje como elemento central de la construcción teatral que permitiese presentar los tres enfoques al mismo tiempo o en rápida sucesión indicó la necesidad de concebir un nuevo espacio capaz de albergar una propuesta dramatúrgica no convencional. El diseño escenográfico inicial comprendía dos escenarios grandes unidos por una corta pasarela y dispuestos en ángulo de noventa grados, a cada extremo se hallaba una pequeña prolongación, frente a estos, otro escenario menor formando unas gradas para el hemiciclo de las corte, y, finalmente, una tarima para el grupo de música. Desde todos los espacios había fácil acceso a la zona central del público por medio de escaleras. El espectador se encontraba, pues, rodeado por diversos dispositivos e inmerso, de este modo, en la representación. Los actores se movían de un espacio a otro de acuerdo a las necesidades del espectáculo, en unas ocasiones, atravesaban por medio del público o se dirigía a él, integrándole en la obra como feligreses o campesinos, en otras, interrumpían una acción para continuar más tarde. El hecho de que varias escenas tuviesen lugar al mismo tiempo obligaba al espectador a intervenir de forma activa construyendo su propia lectura de la trama según las escenas a las que atendiese.

A medida que se construía el montaje, se encargaron textos a una veintena de autores, de los que, después de un largo proceso de ensayos, terminaron siendo seleccionados ocho, escritos por José Arias, Ángel García Pintado, Jerónimo López Mozo, Manuel Martínez Mediero, Luis Matilla, Manuel Pérez Casaux, Luis Riaza y Germán Ubillos. Estos textos, a su vez, sufrieron un proceso de fragmentación, adaptación y ordenación en los diferentes momentos de su preparación. Además, se añadieron citas históricas y documentos de la época, como fragmentos de las Cortes de Cádiz. Los cantables fueron compuestos e interpretados por el grupo musical universitario Rincón de Folk, especializados en melodías populares españolas. Las letras de las canciones se escribieron posteriormente a modo de breves cuñas que comentasen el espectáculo, introduciendo una distancia crítica. A estas letras, se añadieron otras de tradiciones populares o atribuidas a poetas, como Martínez de la Rosa. Las composiciones musicales contribuyeron a una impresión voluntaria de caos y anarquía.

Tanto los decorados como los figurines se caracterizaron por la economía de medios, la sencillez y la eficacia expresiva. Se partió de una concepción del espacio vacío al servicio del trabajo del actor. Los escenarios se presentaron desnudos, a excepción de un telón de fondo pintado en la primera escena y una reproducción intencionada de La corte de Carlos IV como ambientación palaciega a tono con el carácter histórico de la obra. Se recurrió a objetos y detalles mínimos que contribuyesen a la interpretación y al cambio rápido de vestuario y que aportasen un máximo de expresividad. Entre los numerosos objetos que se sacaban a escena, cabe destacar varios muñecos representando a diferentes personajes. Los actores se cambiaban de vestuario a la vista del público, intentando que no llegase a decaer el vertiginoso ritmo de todo el espectáculo. Los colores intentaron definir igualmente los diferentes sectores sociales por medio de la creación de manchas características para cada grupo. Mientras que en el pueblo predominaron los ocres y colores pardos, para la camarilla real el color se tornaba brillante, distribución cromática comparable a la que utilizara Els Joglars en Àlias Serrallonga. En lo referido a iluminación se mantuvo la misma línea de austeridad, claridad y rechazo de recursos efectistas. Por consiguiente, predominó la luz blanca, a excepción de los ambientes inquisitoriales en que se transformaba en ámbar.

La interpretación se caracterizó por el mismo tono popular, directo y espontáneo dentro de un ritmo ágil que buscaba la impresión de caos y anarquía: «Esta claro que los personajes no son aptos en absoluto para la identificación, y que andábamos en un tono pretendidamente vulgar, lindante con lo fácil».19 Para intensificar la distanciación, cada actor interpretó personajes de diferentes medios sociales, de modo que, por encima de estos, siempre dominase la imagen del intérprete narrando unos acontecimientos mediante el recurso a la crónica, el movimiento o la gestualización. Actores y actrices, más de treinta en total, consiguieron crear un bullicioso ambiente de fiesta que comenzaba ya con la entrada del público en la sala, donde era esperado por un abigarrado gentío de gañanes, mozas, curas, monjas, inquisidores, cortesanos y músicos. Las invitaciones al público para participar en los bailes contribuyó también al tono espontáneo de teatro popular. El espectáculo se estrenó en el VII Festival de Sitges el 13 de octubre de 1972, donde obtuvo el premio al mejor grupo. El fenomenal éxito de público, jóvenes universitarios en su mayoría, no correspondió, sin embargo, a una recepción pareja por parte de la crítica. Si bien esta última expresó su entusiasmo por el desenfadado tono verbenero, no dejó de señalar la desigual realización del numeroso reparto. Esto no impidió que el espectador se dejase contagiar por el vivo ritmo de un texto escénico plagado de continuos guiños y claves a la realidad social, recibidas con gran regocijo.20 Desgraciadamente, la obra fue autorizada exclusivamente para festivales o representaciones universitarias —Sitges, Badajoz, Salamanca (2 repr.), Tarragona y Murcia (2 repr.)—, por lo que tan solo conoció siete representaciones y la mayoría de ellas en teatros a la italiana que no permitieron llevar a cabo la disposición escénica diseñada.

Els Joglars y Fabià Puigserver: Àlias Serrallonga (1974)

Àlias Serrallonga supuso el primer enfrentamiento de Els Joglars con el desarrollo de un argumento unitario. Además, no se partía ya de una idea o estructura musical como punto inicial de la creación escénica, sino que se recurría a un suceso histórico con el objetivo de presentar, a través del teatro, una nueva lectura de este. Els Joglars, que se había trasladado recientemente a la campiña catalana en la región de Pruit, utilizó una arraigada leyenda popular de la región para contarla desde la escena: el mito de Joan Sala, alias Serrallonga.21 Como en otros casos de teatro histórico narrativo que no tomaba como base un texto dramático fijado a priori, se comenzó con un período de documentación sobre la época, la figura del famoso bandolero, su detención, juicio y ejecución. Boadella inició el trabajo con el estudio de las actas del proceso y el conocimiento de la región a través del contacto con sus gentes. Sin embargo, a diferencia de los montajes de Mnouchkine o La Setmana Tràgica del Orfeó de Sants, el grupo no centró sus objetivos en la búsqueda de la precisión histórica ni de la exacta explicación de un período o personaje, sino que priorizó una comunicación escénica eficaz que transmitiese un mensaje actual, de ahí la eliminación de elementos arqueológicos y la introducción de anacronismos. Junto al intento de mostrar un momento histórico, latía un deseo radical de aniquilar cualquier tipo de mito o leyenda, así como el de seguir siendo fieles a una concepción burlesca, cáustica y primitiva del viejo arte de los juglares, máxime después del experimentalismo elitista que había significado su anterior obra, Mary d´Ous, de cuya refinada estética ahora se alejaban. La comunicación sensorial volvió a imperar por encima de los códigos más racionales, como explicaba Boadella: «Nos interesa mucho más dar unas vivencias al espectador que informarlo intelectualmente de las condiciones que rodean fenómenos de este tipo. Es importante que vivan un ambiente, un espectáculo…».22 La utilización de la Patum, una especie de monstruo similar a un dragón que se exhibe en Berga durante las fiestas de Corpus y que lanza fuego y petardos a los asistentes, o de gigantes, acababan de distorsionar todo el espectáculo en beneficio del tono festivo.

El comienzo de la obra ya en el vestíbulo con un juglar, realizado por Albert Boadella desde una tarima,23 mimando con expresivos gestos exagerados, al hilo de las viñetas de un pliego de aleluyas, la historia del bandido que iba a ser referida escénicamente a continuación enmarcaba ya la propuesta dramatúrgica dentro del problema del teatro como narración, el perspectivismo, la distanciación a través de los códigos utilizados y los diferentes puntos de vista escénicos desde los que se podía relatar un suceso. La presencia de un cómico de la calle apoyándose en una estructura narrativa popular —como es el caso de la aleluya— para interpretar a través de sus gestos y movimientos los diferentes personajes que intervenían en la leyenda anticipaba la técnica narrativa que iba a ser empleada —distanciada, pero a la vez emocional y apasionada— y el heterogéneo tono popular que se quería imprimir al espectáculo, sin que esto excluyese la crueldad y la amarga crítica al poder absoluto. La ágil alternancia e incluso la simultaneidad de diferentes voces, expresadas a través de diversos códigos escénicos y espacios teatrales, confirieron a este complejo montaje un ritmo rápido y una naturaleza multiforme caracterizada por el continuo contraste entre unos y otros modos de narrar en escena. Además, revelando la trama a los espectadores ya en el mismo vestíbulo, se intentaba facilitar al público el seguimiento de la historia, con el fin de que este pudiese centrar su atención en la expresión del espectáculo y su crítica a la sociedad actual, en lugar de en la fábula.

Como en los montajes analizados anteriormente, el diseño espacial, realizado por Puigserver, fue el punto de partida decisivo para la propuesta dramatúrgica polifónica que se iba a adoptar. De nuevo, se hacía necesaria la ruptura con el espacio a la italiana para construir diversos escenarios que proporcionasen tipos de espacio diferentes a los dos mundos que iban a polarizar la obra: una aristocracia ajena a la realidad y un pueblo víctima de la peste, la miseria y la injusticia. El escenario tradicional se convirtió en un teatrito a la italiana en el que se situó la corte de Felipe IV venida de Castilla, y frente a este, un dispositivo constructivista polifuncional en forma de torre de mecanotubo, situado a la derecha de la sala, señalaba el lugar del pueblo. Entre ambos, desplazado hacia la izquierda, se colocó un retablo desnudo. Estos tres espacios apuntaban a las experiencias escénicas desarrolladas por el grupo hasta este momento. Por un lado, se retomaba el teatrito de farsa y parodia de Cruel Ubris para caracterizar a la aristocracia, por otro, se integró una estructura abstracta, funcional y polivalente de metal en la línea formal experimentada ya con el poliedro de Mary d´Ous y, finalmente, se añadió una tarima elevada vacía que remitía al tipo de espacio escénico empleado por las últimas corrientes que partían de la pobreza material y entroncaban con un hiperrealismo violento y descarnado.

El público volvía a quedar inmerso en la acción, rodeado por los tres lugares escénicos en los que se actuaba simultáneamente, ofreciendo así una visión compleja compleja y pluriperspectivista de la realidad. Los diferentes espacios no solo establecían relaciones de yuxtaposición contrastadas, sino que, por exigencias de la narración, se comunicaban unos con otros a través de los personajes, con lo cual, la sala en la que se situaba el público devenía igualmente en espacio escénico. La corte, por ejemplo, llegaba por la zona central para subir al ridículo teatrito de feria, al que se accedía por delante. Asimismo, entre la tarima desnuda donde se desarrollaban las escenas de caza y tortura y la torre metálica o el teatro a la italiana tenían lugar continuos movimientos. Frente a la rigidez del pequeño escenario, símbolo de la corte, donde los amplios figurines de los personajes apenas tenían espacio para desplazarse sin tropezar ridículamente unos con otros, la torre se presentaba como un lugar en continua transformación, tan pronto era casa donde se agolpaban tristemente los segadores,24 como cama, cocina o vereda que conducía al cementerio. El anquilosamiento de un espacio contrastaba con la riqueza semántica del otro, relación semiótica que al mismo tiempo se proyectaba sobre las diversas clases sociales que en ellos se encontraban.

Cada concepción escénica venía a determinar, de este modo, toda una dramaturgia que había de caracterizar cada grupo social. Cada uno de los espacios

quedaba definido por una determinada interpretación, movimiento, vestuario, colores y música. Si al retablillo «Real», le correspondía una interpretación farsesca, casi de guiñol, un gesto rígido y ridículo, un tono de voz engolado o chillón, unos figurines de colores brillantes, aunque con un acompañamiento instrumental elegante y sereno de música barroca que decorase el ambiente de la corte, al espacio del pueblo, le tocaría una interpretación realista y hasta orgánica, unos gestos y movimientos flexibles, pausados y tranquilos, unos figurines sencillos, pero funcionales, en tonos más discretos, acompañados, no obstante, en algunos momentos, por una alegre música popular que describiese el carácter festivo y espontáneo de las clases bajas. El vestuario, al cuidado también de Puigserver, descubrió para la aristocracia un mundo de colores fuertes desacostumbrado en la producción del grupo catalán. La estética de los personajes del teatrito estuvo inspirada en los retratos de corte de Velázquez, especialmente de Las meninas, cuyo autor llegaba a aparecer retratando la pareja real en presencia de las damas de compañía y estampando sobre sí mismo la cruz de Santiago. No faltaron, sin embargo, los anacronismos, como las mafiosas gafas oscuras del Conde-Duque, el tricornio utilizado por los soldados o el cadencioso tono discursivo de Felipe IV, ya desmemoriado y ajeno, al que el valido tenía que ir recordando las palabras, elementos que remitían todos ellos a realidades cercanas al espectador. La música, de inspiración barroca y popular catalana, fue preparada por Pau Casares. En algunos momentos, se interpretaba en escena ya sea por medio de una tenora, un clarinete, dos flautas, un cuerno o un saxo.

Los diferenes idiomas utilizados, castellano para la corte y catalán dialectal para los payeses, ahondaba en el contraste entre ambos espacios, haciendo aún más clara la simbología acerca del entendimiento de ambos sectores. A pesar del desarrollo de los códigos verbales, los escasos diálogos seguían sin adquirir una función informativa relevante. Los textos consistían en unos versos de Joan Maragall, de Góngora y latinajos tomados de las mismas actas del juicio, ya que, junto al castellano y el catalán, también se utilizaron textos en latín, así como en inglés, italiano, alemán y francés. La narración no evolucionaba, pues, a través de un texto literario, ya que las palabras mantenían una función más emocional que referencial, sino a través de un texto espectacular construido por medio de movimientos entre los diferentes lugares escénicos, gestos, interpretación, mimo, figurines y música que hacían avanzar la fábula.

Para los campesinos se desarrolló una cuidada interpretación interiorizada que, en ocasiones, se ralentizaba para intensificar el realismo o la crueldad de las escenas. No obstante, la obra ofreció posibilidad para la utilización del cuerpo en una amplia gama de registro dentro de una trepidante sucesión de estilos y ritmos interpretativos. Frente a otros espectáculos como Mary d´Ous, caracterizados por la contención y la medida formal, en Àlias Serrallonga, comparable en este aspecto a Cruel Ubris, Boadella volvió a introducir con un amplio criterio todo lo que de válido surgía en las improvisaciones, lo cual contribuyó a que el espectáculo ganase en diversidad formal y comunicación directa con el público lo que perdía en misterio y poder de sugerencia.25 Los campesinos saltaban, corrían, luchaban, usaban sus hoces, guadañas y cuchillos, gritaban y amenazaban con mirada de odio la corte bufa de Felipe IV, donde en un ridículo tono farsesco los aristócratas vivían al margen de la realidad. La búsqueda de una comunicación directa con el espectador, a la que contribuyó el movimiento escénico entre el público y la disposición espacial, fue acentuada por el desarrollo de la sensorialidad a través de materiales orgánicos e incluso comestibles. Àlias Serrallonga llegaba incluso a repartir salchichón entre el público. Especialmente afortunados fueron algunos momentos como la subida de los segadores al cementerio avanzando penosamente y con lentos movimientos por la torre de mecanotubo o la tortura y ejecución del bandido extendido en el suelo de la tarima central, atado con unas sogas, al mismo tiempo que el verdugo, vestido de carnicero, cortaba sin piedad la tráquea de una vaca. Los gritos del foragido como respuesta a cada hachazo del carnicero intensificaron, de forma distanciada, pero de gran eficacia emocional, la crueldad de la acción. El miedo a caer en cualquier tipo de mistificaciones llevó al grupo a traicionar de forma decidida toda expectativa que pudiera haber concebido cierto público catalán en su deseo de ver la obra convertida en un canto revolucionario de Cataluña frente al poder central. En un último cuadro, posterior a la muerte de Serrallonga, el grupo eliminaba cualquier posible lectura mítica de la trama, resucitando al supuesto mártir para que este realizase un strip-tease a ritmo de saxo ante los turistas que no acertaban a reprimir su entusiasmo: «Oh! A revolution! So typical!». La venta de hoces a dólares y la exhibición de las barras del escudo de Cataluña en los calzoncillos del impúdico «héroe» terminaron de echar por tierra cualquier viso de romántico triunfalismo.

La obra se estrenó como clausura del III Cicle de Teatre de Granollers el 14 de diciembre de 1974. Dos meses más tarde, el 6 de febrero de 1975, llegó al Teatro Romea de Barcelona. El espectáculo, que no pasó por Madrid, representó a España en los Festivales de Caracas, Sâo Paulo y Venecia, donde tuvieron lugar en julio de 1976 las últimas representaciones, que alcanzaron las 150. Con este montaje el grupo accedió a grandes espacios de representación convencionalmente no escénicos conquistados para el teatro occidental en la década de los setenta. Se iniciaron las representaciones en polideportivos o plazas públicas ante masivas audiencias. Una vez más, los elogios a la realización del espectáculo, a la novedad de los lenguajes escénicos, así como a su propuesta dramatúrgica, fueron prácticamente unánimes por parte de toda la crítica.26

Grup de l´Escola de Teatre de l´Orfeó de Sants, Lluís Pasqual y Fabià Puigserver: La Setmana Tràgica (1975)

En la misma línea de teatro de revisión histórica a partir de nuevas formas de narración escénica, surgió un espectáculo inspirado estrechamente en la producción del Théâtre du Soleil 1793.27 Al igual que la nueva fórmula había servido a Ariane Mnouchkine para contar la historia de la Revolución Francesa a través de las voces de los protagonistas, podía servir para presentar una crónica diferente del episodio de la Semana Trágica de Barcelona. En oposición a la versión de la historiografía oficial, escrita por los vencedores, los diversos hechos históricos serían ahora referidos desde una diversidad de perspectivas que iban desde los obreros, comerciantes o industriales hasta los políticos. Los supuestos causantes de los disturbios, grupos de obreros incontrolados, tomaban ahora la palabra para contar su punto de vista sobre los hechos y exponer los motivos del levantamiento a partir de la situación social que vivían, como sucedía en el montaje de Mnouchkine: «Són els personatges de l´any 1909 qui parlen. Uns personatges que han viscut la història i que malgrat tot, la reviuran sense cap fatalisme, uns personatges que a la vegada jugaran a fer teatre convertits en personatge/actor quan interpretin els grans noms de la història».28 La colectividad de las masas populares, sin perder su anonimato, se individualizaba en destinos personales que expresaban sus problemas sociales, situación económica, miedos y reacciones. Simultáneamente o en rápida sucesión se presentaban las respuestas de los diferentes grupos sociales y personalidades culturales y políticas, así como diálogos que ilustraban los verdaderos intereses que movieron la historia.

Guillem-Jordi Graells fue el encargado de la documentación histórica, punto de partida del montaje, que integraría algunos de textos documentales, como discursos o mítines. 2930 Paralelamente, se comenzó con las improvisaciones en torno a los momentos cruciales de la obra, que fueron dirigidas por Lluís Pasqual al frente de un grupo de alumnos de la Escola de Orfeó de Sants. Posteriormente vendría la selección y montaje de escenas —comparable al proceso de creación cinematográfica— con la fijación de los textos definitivos.

Se priorizó la claridad en la exposición de los hechos, pero intensificando la teatralidad, no de la fábula, que ya contenía una línea de tensión ascendente, sino de los mecanismos que el pueblo protagonista de los sucesos había de emplear para el relato de cada episodio. El tono de crónica teatral que adquiría todo el espectáculo introducía necesariamente una distancia entre los personajes y aquello que iban a narrar: «Si la convenció era tan evident, no hi havia cap problema perquè els actors poguessin “reviure” els personatges. Mai no es perdria el to narratiu».31 De esta suerte, comenzaba una de las mujeres de la obra:

Aquesta és la història. Va ser això, si fa no fa. N´heu vist uns bocins, els que ens han quedat més gravats a tots. Almenys a nosaltres. Vull dir, la gent que vivim molt al carrer, perquè no tenim cases prou amples per a no topar els uns amb els altres. A nosaltres, aquesta gent, sempre ens passa el mateix. A finals de juliol de l´any nou ja no podíem més. Les notícies de la guerra del Marroc cada vegada eren més confuses, i a Barcelona se n´anaven emportant gent.32

Los lenguajes dramáticos y escénicos utilizados para la relación de los sucesos, dentro de un tono realista de fondo, fueron muy diversos, desde escenas cercanas al drama del absurdo o violentas escenificaciones hasta monólogos desnudos en los que la palabra se cargaba con todo su poder evocador, dramático y teatral. Este último fue el caso, por ejemplo, de la narración de la bajada de Las Ramblas el lunes, en la que «adoptàrem únicament la paraula com a element més contundent i suggeridor, per sobre de les possiblitats d´intentar “fer” una acció a escena».33

La polifonía dramatúrgica debía encontrar su paralelismo en una polifonía escénica, reflejada en una multiplicidad de espacios, desde los cuales los personajes narrasen los trágicos sucesos. Fabià Puigserver estuvo al frente del diseño de un espacio que, a imagen del utilizado por la creadora francesa, constaba de una pasarela de unos dos metros y medio de ancho por un metro y medio de altura que rodeaba los cuatro muros de una sala rectangular, en cuyo centro se situaba el público. Una pared de lona cerraba los bajos. Esta estructura hizo posible la rápida alternancia e incluso simultaneidad de diferentes acciones o narraciones. Los numerosos actores permanecían en escena durante toda la representación, listos para intervenir en el momento adecuado, eliminando la interrupción que podía suponer las entradas y salidas de los personajes y transmitiendo al mismo tiempo un tono festivo y popular: «uns personatges que seran sempre a escena, sempre “al carrer”, donant la dimensió de feina col.lectiva que va ser la Setmana Tràgica, i que es també (i això molt veladament, sense cap pretensió testimonial) un muntatge de teatre».34 Un rápido giro del espectador le situaba en otra escena.

Desde la interpretación hasta el vestuario persiguió un realismo pobre y distanciado a través de un austero esteticismo, pero cuidadosamente elaborado. Los actores-personajes debían conservar su conciencia de tales y la distancia con aquello que narraban/representaban a través de uno o otro código. La interpretación, acorde con los figurines y el decorado, tendió a la creación del gesto preciso que ofreciese la imagen social característica del grupo, para lo cual, lo personajes a menudo aparecían realizando sus trabajos cotidianos. Puigserver buscó la recreación plástica de unos años ya lejanos. Los cuadros, con predominios del blanco y los tonos claros, tomaban así un aspecto de foto amarillenta envejecida por el paso del tiempo: «Aquesta idea impressionista, fotogràfica, de la realitat, ens portaria a una austeritat molt acusada, per tal d´agafar els trets pertinents de la narració, aquells que donessin la informació justa. / Aquest sentit d´austeritat ens marcaria des del principi, en l´establiment del primer espai, que va anar evolucionant, fins al gest dels actors o l´estructura del diàleg».35 Las paredes de la sala cubiertas con sábanas blancas ofrecían el fondo ideal para el encuadre estético de las escenas. Cada actor encarnaba a diferentes personajes, realizando los cambios por el trueque de vestimentas o de algún significativo detalle del atuendo. La iluminación, al cuidado de un equipo encabezado por Joan Font, se caracterizó por la claridad y, como en 1793, buscó la impresión de luz natural. Josep Maria Arrizabalaga puso música al espectáculo.

El estreno tuvo lugar en el Casino de L´Aliança del Poble Nou el 10 de enero de 1975. El público, que en su mayor parte desconocía los trabajos del Théâtre du Soleil, se volcó ante la novedosa propuesta escénica de revisionismo histórico de la Cataluña contemporánea en unos años en los que una nueva idea de colectividad, de ascendencia entre nacionalista y obrera, constituía la piedra angular de los discursos ideológicos. La crítica, sin dejar de apuntar defectos menores, elogió igualmente la audacia y eficacia demostrados por Pasqual y Puigserver. Fàbregas36 apuntó las nuevas posibilidades dramatúrgicas que descubría este montaje,

* Dada la importancia histórica y el protagonismo que las revistas Primer Acto, Yorick y Pipirijaina tuvieron en la vida teatral del momento, se ha optado por introducir las numerosísimas referencias a ellas en notas a pie de páginas, aligerando así la bibliografía general. Por la misma razón, no se incluyen aquí los artículos o reseñas críticas de publicaciones culturales como Triunfo, Cuadernos para el Diálogo, Serra d´Or, Destino o de la prensa periódica. Para una bibliografía completa de Primer Acto, véase Primer Acto, 30 años. Índices, Madrid, Centro de Documentación Teatral, 1991. Puede consultarse una bibliografía periódica exhaustiva en Óscar Cornago Bernal, Discurso teórico y puesta en escena en el teatro en España (1960-1975). Universidad Autónoma de Madrid, 1997 (tesis doctoral).

calificándolo, junto con Àlias Serrallonga, como el más significativo del teatro catalán de los últimos años.

Notas

1 Para un panorama general de la evolución internacional en la recepción y puesta en escena de Brecht durante los años sesenta: Dort (1971).

2 Salvando las distancias, esta situación con la que se enfrentaba el teatro occidental de los años setenta es comparable con la que debió afrontar Brecht en su andadura hacia el teatro épico después de haber atravesado como espectador y creador el bullicioso mundo de las vanguardias teatrales del Berlín de las primeras décadas de siglo.

3 Este renovado interés por el teatro épico, al que se llegaba ahora a través del tamiz de las nuevas formas escénicas populares, se tradujo, ya rayando el ecuador de los años setenta, en una notable afluencia de montajes de Brecht, cuyos ejemplos más destacados fueron, en 1975, La ópera del bandido, de Tábano —que si bien partía de la obra de John Gay, la adaptación era deudora del autor alemán—, los montajes de Un hombre es un hombre, de Ricard Salvat en 1970 y, cinco años más tarde, de Juan Antonio Hormigón y Fabià Puigserver, La irresistible ascensión de Arturo Ui, dirigida e interpretada por José Luis Gómez (1975), así como algunas reposiciones como las de Terror y miseria del III Reich, por el TEI, o La boda de los pequeños burgueses, por Los Goliardos, ya en régimen comercial.

4 La narrativización de los géneros literarios a lo largo del siglo XX es un proceso que fue analizado ya por Bajtin (1978) aludiendo a la condición dominante de la narrativa. Para un estudio sobre la figura del narrador en teatro: Abuín González (1997).

5 La obra fue estrenada en el Teatro Rosalía de Castro de La Coruña por el grupo de Teatro-70, formado por Adolfo Marsillach para la II Campaña Nacional de Teatro en 1969, bajo dirección de Antonio Malonda, y presentada en el Teatro de la Comedia de Madrid por la compañía de Manuel Collado en la dirección de José Manuel Garrido, escenografía de Gerardo Vera y música de Pedro Luis Domingo, el 20 de mayo de 1971, donde obtuvo un rotundo éxito durante cinco meses. Unos meses más tarde, Cátaro, reciclado en compañía profesional más inclinada hacia una dramaturgia popular, llevó la obra al Teatro Capsa el 21 de setiembre de 1972 con una extraordinaria respuesta por parte de la crítica y el público. Con la escenografía del Institut del Teatre, bajo la batuta de Fabià Puigserver, luces de José María Coll y la misma música de Pedro Luis Domingo, Miralles consiguió un montaje dinámico sobre un espacio vacío, comparable a una plaza mayor de pueblo o ciudad, donde los actores más que personajes iban narrando de forma crítica, distanciada y alegre, los diferentes avatares afines a la Generación del 98.

6 El hecho de que Fernández-Santos («Tiempo de 98, de Juan Antonio de Castro», Ínsula, 296-297 (jul.-ag. 1971), p. 29) rechazase la rápida adscripción que se hizo de este montaje al modelo de Castañuela 70, relacionándola más con la propuesta llevada por Salvat al María Guerrero sobre la figura de Adrià Gual, es sintomático del carácter híbrido de esta obra por su tono épico y su expresión popular.

7 El texto dramático obtuvo el Premio Josep Maria de Sagarra, por unanimidad, en 1968, con lo que esto suponía de reconocimiento a una labor de años desarrollada por El Camaleó. Este mismo grupo, junto con el Grup de Teatre Independent, y bajo la dirección del propio autor, estrenó la obra el 31 de enero de 1970 en el Teatro de L´Aliança de Poble Nou. No obstante, la puesta en escena que consagró la obra, proyectándola al resto de España fue la que tuvo lugar el 11 de abril de 1971 como inauguración del Ciclo de Teatro Contemporáneo del Teatro Capsa. El montaje, bajo la batuta de Feliu Formosa, en la misma línea del que tuvo lugar un año antes, pero con mayores aciertos en interpretación, obtuvo un sensacional éxito que mantuvo la obra en cartelera —para sorpresa general—durante todo un año.

8 Jordi Teixidor, «Divertir. Comprender», Primer Acto¸ 133 (jun. 1971), p. 24.

9 La editorial Comunicación de Madrid publicó, anotados y seleccionados por Juan Antonio Hormigón, en 1970 el primer volumen y dos años más tarde el segundo. Asimismo, en noviembre de 1971 tuvo lugar el seminario «Meyerhold y el teatro europeo» en el Instituto Alemán clausurado con la representación del montaje ¡Viva la biomecánica!, estrenado el 18 de noviembre. La obra, publicada por Primer Acto (148 (set. 1972), pp. 51-74) y escrita por Mariano Anós y Antonio Hormigón, bajo dirección de este último y con escenografía de Mariano Cariñena, pretendía servir como ilustración escénica de la teoría y la práctica teatral del director ruso. El montaje presentaba un grupo de actores de un Konsomol, en 1926, que discutían sobre el meyerholdismo y, en particular, sobre la representación de El inspector, de Gogol, que acababan de presenciar. Los personajes, que iban descubriendo su identidad de actores ibéricos, terminaban discutiendo sobre la utilidad de la teoría meyerholdiana en la situación teatral española.

10 Juan Antonio Hormigón, «¿Por qué Meyerhold?», Primer Acto, 148 (set. 1972), p. 8.

11 Propuesta escénica que evolucionaba desde un marcado tono grotesco y cruel, cercano a veces al gran guiñol, hasta la tragedia. La escenografía, realizada por Juan León, consistió en un espacio casi vacío rodeado por láminas que reflejaban a los personajes difuminados y que se convertían en translúcidas por acción de la luz. Los estilizados figurines del siglo XVII fueron diseñados por Víctor María Cortezo. Luis de Pablo compuso una música electrónica matizada por un fondo de vihuela que remitía a la época original. La obra inauguró con éxito la andadura de González Vergel al frente del Teatro Español el 14 de octubre de 1970. La crítica elogió con sorpresa el audaz intento de renovación de un clásico protagonizado por un Teatro Nacional, constante tema de debate de aquellos años.

12 Sobre el Théâtre du Soleil véase, además del conjunto de textos y entrevistas aparecidos como suplemento en Travail Théâtral (fevrier 1976), Seym (1992), Kiernander (1993), Floeck (1988), Neuschäfer (1982), así como el vol.VII de Les voies de la création théâtrale consagrado a la formación francesa.

13 Cit. en Mounier (1977: 200)

14 Mounier (1975: 158)

15 Ibidem, p. 151.

16 Oliva (ed., 1978: 23)

17 Para un estudio del transfondo histórico: Pörtl (1996).

18 El texto de la obra fue publicado por Yorick, 55-56 (dic. 1972), pp. 19-62, de donde se extraen las citas. Posteriormente conoció otra edición acompañada de numerosas notas sobre la puesta en escena, así como abundante material gráfico en Oliva (ed, 1978).

19 Oliva (1975: 198)

20 Salvat, por ejemplo, elogió el inteligente espectáculo: «verdaderamente insólito dentro del panorama del actual teatro español. […] algo insólito, no sólo en España sino también en cualquiera de los países europeos» (Ricard Salvat, «El Fernando, creación colectiva del Seminario de la Universidad de Murcia», Tele-exprés (24.10.1972)), sin embargo, rechazó su tono ligero y asainetado, así como la ausencia de un sentido crítico riguroso. Pérez de Olaguer («VI Festival de Teatro de Sitges», Yorick, 55-56 (dic. 1972), pp. 63-65), sin dejar de aconsejar algunos reajustas en el texto, comparó el montaje con las últimas producciones del Théâtre du Soleil.

21 Joan Salas fue un campesino de la región de Collsacabra y de Les Guilleries convertido en bandolero en la segunda mitad del siglo XVII, cuando el reino de Castilla y León, como única salida a un estado de crisis, acudió a las arcas de Portugal y Cataluña. El 7 de junio de 1640 tuvo lugar el «Corpus de Sangre», el asalto de los segadores catalanes a la ciudad dando muerte al virrey, al mismo tiempo que Portugal se independizaba de Castilla. El legendario foragido fue ajusticiado después de terribles torturas en 1663.

22 Cit. en Bartomeus (1987: 84).

23 Este espectáculo, en el que Boadella se reincorporó una vez más como actor después de su labor únicamente de dirección en Mary d´Ous, significó su despedida como intérprete.

24 Las escenas de interior fueron realizadas los días de lluvia, cuando los actores se tenían que refugiar en la casa, obligados a dejar el habitual medio exterior donde se construyó el montaje.

25 Abellán (1987)

26 En el panorama catalán, Salvat lo consideró el «estreno más importante del año en régimen comercial o de dos funciones diarias» (Álvaro, 1976: 306). Los aforos comenzaron a superar las 1.000 entradas: en Vigo reunieron a 3.000 espectadores y en la Plaza Quintana de Santiago de 3.500 a 4.000 personas. El 24 de enero de 1977 se emitió por televisión en la realización de Mercè Vilaret.

27 Como confesaron los creadores, el sensacional descubrimiento del grupo francés condujo de forma inevitable a la aplicación de la misma dramaturgia a la historia de Cataluña: «La idea nos vino del entusiasmo que creó en nosotros asistir en París al estreno de un montaje sobre 1793. En un hangar vacío había varias tarimas y los actores representaban encima de ellas, bajo una luz que parecía enteramente natural» (Álvaro, 1976: 305).

28 Grup de L´Escola de Teatre de L´Orfeó de Sants (1975: 7). Aunque el texto fue publicado bajo la autoría colectiva del grupo, la redacción final fue realizada por Lluís Pasqual. Dadas las peculiares características del montaje, el texto se presentaba como un material abierto a muy diferentes recreaciones: «l´edició de la part textual de l´espectacle, pot quedar com a possibilitat absolutament oberta per si algú vol, en qualsevol cas, muntar la seva Setmana Tràgica, utilitzant com a punt de partida el nostre text» (ibidem, p. 10).

29 Este lenguaje narrativo de carácter historicista encontraría su continuación en 1978 con el montaje, realizado ya por el Teatre Lliure, Onze de setembre. Para una comparación de ambos: Joan Manuel Gisbert, «De La Setmana Tràgica a Onze de setembre», Pipirijaina, 7 (jun. 1978), pp. 16-18.

30 La Semana Trágica, de Joan Connelly Ullman, publicada por Ariel en 1972, fue el libro utilizado como referencia.

31 Grup de L´Escola de Teatre de L´Orfeó de Sants (1975: 7).

32 Ibidem, p. 18.

33 Ibidem, p. 9.

34 Ibidem, p. 7.

35 Ibidem 

36 Fàbregas (1990: 156-157)

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