La creación escénica contemporánea no ha sido ajena a la renovada necesidad de confrontación con lo real que se ha manifestado en todos los ámbitos de la cultura durante la última década. Esa necesidad ha dado lugar a producciones cuyo objetivo es la representación de la realidad en relatos verbales o visuales que, no por acotar lo representable o asumir conscientemente un determinado punto de vista, renuncian a la comprensión de la complejidad. Pero también a iniciativas de intervención sobre lo real, bien en forma de actuaciones que intentan convertir al espectador en participante de una construcción formal colectiva, bien en forma de acciones directas sobre el espacio no acotado por las instituciones artísticas.
El auge del documentalismo ha sido uno de los signos más claros de esa necesidad cultural por devolver la realidad a los centros de representación privilegiados (incluida la televisión). Que desde el año 2000 largometrajes documentales hayan podido competir con películas de ficción en salas comerciales indica hasta qué punto los excesos de la cultura simulacral habían producido una urgencia por recuperar una distinción nítida entre ficción y realidad, sin que ello implicara la renuncia a jugar con ambos elementos. El auge del documentalismo, sin embargo, no es más que una de las caras de un fenómeno que tiene su otra cara en los televisivos “espectáculos de realidad” que prolongan y democratizan un fenómeno más antiguo: la prensa del corazón y la prensa sensacionalista. La confusión de realidad y ficción se mantiene en ese tipo de programas mediante la inducción de realidades artificiales, sólo concebidas para su conversión en espectáculo, y mediante la espectacularización de lo privado que perpetúa la suplantación de la realidad histórica (colectiva) por lo real (individual) casi siempre insignificante.
La representación de la realidad es, en efecto, un problema muy distinto al de la irrupción de lo real. En algunos casos ambas acciones pueden coincidir y la presencia de lo real puede servir para garantizar la efectividad de una representación. Sin embargo, en muchos casos, la presentación de lo real no es más que una excusa, incluso una trampa, cuando de lo que se trata es precisamente de renunciar a una construcción de los hechos con sentido, es decir, de una realidad compartida o susceptible de ser compartida. Si la “televisión-realidad” es la cara fea del documentalismo, la proliferación de lo trivial es una de las dimensiones de la preocupación por lo real que puede acompañar el esfuerzo por construir la realidad.
El documentalismo no es el único signo de interés por la realidad en la producción cultural contemporánea. Podríamos referirnos al resurgir del activismo, que en ocasiones adopta formas teatrales o performativas (las acciones de Greenpeace o los escraches argentinos), en paralelo a un activismo artístico, reconocible incluso en formatos teatrales (Leo Bassi) o cinematográficos (Michel Moore). En el ámbito de la escritura habría que referirse al éxito de la literatura periodística o la crónica política, con su contrapartida en los textos literarios que utilizan las claves de estos géneros para poner ficciones con un anclaje más o menos puntual o remoto en la realidad, además de las múltiples narraciones de la memoria, sea en formato literario o cinematográfico.
En el ámbito de las artes visuales, la preeminencia de la realidad y el interés por los procesos ha dado lugar al desarrollo de las artes de archivo, un tipo de producción artística que parte de lo documental o que se produce ya no como composición sino como acumulación de materiales en interacción con los otros. El desarrollo de las llamadas prácticas relacionales ha contribuido notablemente a la necesidad de recurrir al archivo como medio de exhibición de los resultados, que, para mantener la coherencia con la idea de participación, nunca pueden dar lugar a una obra cerrada.
También las prácticas de relación y las artes de archivo tienen derivaciones no deseadas: la construcción del archivo puede degenerar en acumulación obsesiva de lo insignificante, del mismo modo que el interés documental puede transformarse en obsesión reproductora o voyeurismo acrítico, la literatura periodística en una aceleración de la escritura contraria al pensamiento y la profundidad artística y las narraciones de la memoria en una atomización y canalización del relato histórico, una vez más regalado al poder.
Sin embargo, las perversiones de un medio o de un género no pueden ser suficientes para descalificar todo lo se produce en él, del mismo modo que los epígonos no pueden justificar el rechazo de la obra o del artista que les sirvió de modelo. Argumentos de este tipo sirvieron también para descalificar muchas de las obras que se produjeron en el período posmoderno, sin atender suficientemente a la diferencia entre los planteamientos críticos de los complacientes, los originales y arriesgados de los seguidores ciegos de una moda.
Por otra parte, muchos de los procedimientos arriba señalados no son nuevos: no se trata de una ruptura tajante con el período anterior ni de un retorno a la modernidad. En efecto, muchas de las prácticas artísticas actuales heredan formas y procedimientos ensayados o madurados durante el período posmoderno, si bien con una intencionalidad distinta. La incorporación, por ejemplo, de fragmentos crudos de lo real, en forma de documentos, rupturas o provocaciones fue un recurso habitual en la década de los ochenta, si bien entonces esos fragmentos servían para apoyar composiciones y narraciones de intencionalidad no realista. Del mismo modo que la politización del cuerpo y del espacio privado son conquistas del arte de los setenta sin los cuales resultaría difícil comprender muchas de las nuevas formas de intervención en la esfera pública. La posibilidad de documentales que se presentan con la calidad de ficciones sería difícilmente comprensible sin la existencia previa de todo esa serie de falsos documentales que animaron la literatura, el teatro o el cine de los ochenta.
Que no exista ruptura ni regresión no significa que la inflexión no resulte evidente. En las producciones escénicas del período anterior se mostraba una relación con la realidad que cabría calificar como tímida. Esa relación se mantenía aún, debilitada por la memoria, en la obra tardía de quienes biográficamente vivieron un espacio de transición entre lo moderno y lo postmoderno: Heiner Müller y Tadeusz Kantor. Pero resultaba ya mucho menos visible en los espectáculos de Robert Wilson, Pina Bausch, Robert Lepage, Jan Fabre o Carles Santos, por citar sólo algunos nombres emblemáticos de este período, así como en los de Wooster Group, Els Joglars o Dumb Type, que convirtieron esa distancia en tema o núcleo instrumental de sus obras.
No es casual que dos de las piezas fundadoras del teatro postmoderno, Hamletmaschine (1977), de Heiner Müller, y La clase muerta (1975), de Tadeusz Kantor, propusieran espacios de representación secundarios. La acción de Hamletmaschine ocurría en el espacio teatral, o en el espacio teatral habilitado en el interior del cerebro-máquina del autor, dentro del cual retorna, atravesado por múltiples mediaciones, lo real. En tanto la de La clase muerta transcurría en otro espacio mediado: la máquina de la memoria que Kantor identifica con los bancos de la antigua escuela. Este desplazamiento de la realidad a un segundo o tercer nivel de referencia anunciaba los planteamientos de gran parte de las producciones del teatro de creación de los ochenta y primeros noventa.
Fueron muchos los factores de tipo ideológico, tecnológico y económico que abocaron a esa conciencia de pérdida de la realidad que afectó a la creación con especial intensidad en la década de los ochenta. La crítica postmoderna se encargó de analizarla y poner de relieve las razones del falso entusiasmo tanto como las de la melancolía. En Simulacro y Simulación (1981), Jean Baudrillard describía la cultura contemporánea como una fábrica de imágenes con las que ya no se pretende representar la realidad, una industria que habría provocado, por reacción al desvanecimiento de lo real, una especie de artesanía de lo inmediato, de la experiencia vivida, de la realidad cruda. El término “transparencia”, usado por Baudrillard, aparecía también en la reflexión de otro de los críticos más influyentes de la posmodernidad, Gianni Vattimo, quien, tras reflexionar sobre los efectos de los media en la vida social, certificaba el cumplimiento de la profecía de Nietzche: la conversión del mundo en fábula. “Realidad –escribía Vattimo en 1989-, para nosotros, es más bien el resultado del entrecruzase, del “contaminarse” (en el sentido latino) de las múltiples imágenes, interpretaciones y reconstrucciones que compiten entre sí, o que, de cualquier manera, sin coodinación “central” alguna, distribuyen los media”.[1]
Retrospectivamente, podemos contemplar todo el período como el triunfo y la magnificación de lo que Guy Debord ya en 1967 había definido como “sociedad del espectáculo”: la transformación de la vida social en “una inmensa acumulación de espectáculos” y de “todo lo directamente experimentado en representación”.[2] De hecho, Baudrillard reconocía su deuda con los situacionistas y la lucidez de Debord al pronosticar que, en la segunda mitad del siglo XX, la imagen reemplazaría al tren y al automóvil como fuerza conductora de la economía.
Por supuesto, no todo lo que se produjo en ese período estuvo condicionado por la misma distancia respecto a la realidad: en esos mismos años se produjeron otros espectáculos, se escribieron otros libros y se filmaron otras películas que no compartían esa dificultad para mantener los perfiles de lo efectivo, ni tampoco jugaban irónicamente con ella. O incluso obras que, utilizando algunos de los recursos puestos en juego por los creadores anteriores, seguían manteniendo una conciencia directa de sus referentes materiales. Sin embargo, esas producciones singulares deben entenderse en un contexto cultural claramente marcado por una percepción de la realidad huidiza y distante.
Un caso paradigmático puede ser el teatro histórico de Arianne Mnouchkine, y especialmente Norodon Sihanouk, rey de Camboya, en colaboración con la escritora feminista Helène Cixous, estrenado cuando el rey estaba aún exiliado en Francia. A pesar de que el objeto era real y la preocupación histórico-política, la acumulación de teatralidades (preocupación por la imagen, incorporación de técnicas orientales, reutilización de procedimientos ya utilizados en las puestas shakespereanas), la introducción de lo poético-fantástico (el fantasma del padre) y la centralidad del individuo reforzaban más la historia en cuanto relato que la realidad de la historia y la referencia al presente concreto, además de situarse en ese resbaladizo territorio denominado “multiculturalismo”, que convirtió muchos eventos culturales serios y bien intencionados en instalaciones peligrosamente similares a las ferias internacionales o los parques temáticos.
Ejemplos más claros de resistencia a la espectacularización de la realidad podemos encontrar en el ámbito del pequeño formato, en los teatros de cabaret, en el arte de acción y en otros modos de prácticas alternativas, algunas de ellas de carácter participativo. La inmediatez y la relación directa favorecían la ruptura del marco representacional y la aparición inmediata de lo real. Sin embargo, es frecuente que, en gran parte por las peculiaridades del propio medio, lo real apareciera siempre asociado al individuo, al cuerpo individual o a la perspectiva del individuo que contempla, que interpreta, que traduce.
El solipsismo fue uno de los rasgos más destacados de la cultura postmoderna, un solipsismo que llegó a ser representado en las formas extremas de una vida virtual propuestas en películas como Abre los ojos de Alejandro Amenábar. En las prácticas de resistencia, anteriormente citadas, se hacía evidente la necesidad de recuperar una intersubjetividad perdida. La pérdida de la realidad estaba íntimamente ligada a la pérdida de la intersubjetividad. De ahí los esfuerzos por reconstruir un “nosotros” cada vez más disgregado, con éxitos sólo parciales y transitorios.
La radicalización de las prácticas solipsistas era coherente también con la pérdida del sentido histórico. La pérdida de legitimidad de las metanarraciones, de los grandes relatos, expuesta por Lyotard, había puesto en cuestión la posibilidad de la historia, una disciplina también muy cuestionada por los estudios “arqueológicos” de Foucault. Sin embargo, la apuesta posmoderna por el microrrelato y la heterotopía fue pervertida interesadamente por quienes se empeñaron en propagar la creencia en el mito del fin de la historia. Los acontecimientos posteriores a 1989 mostraron que ese mito nunca había funcionado, que la historia continuaba su curso y que la supervivencia (del arte, de la cultura, de la civilización) dependía de la adaptación a una realidad cambiante, que había que seguir redefiniendo para adaptarla a las inesperadas irrupciones de lo real. Si el fracaso previsible del sesenta y ocho fue el detonante para el inicio de la época del desencanto y la desrealización, la caída del muro de Berlín en 1989 fue el detonante para el inicio de un nuevo período, cuyos rasgos comenzaron a definirse algunos años después. La primera guerra de Irak y, sobre todo, la guerra de los Balcanes constituyeron la dramática constatación del cambio de paradigma geopolítico y de una nueva concepción de la realidad, que se hizo también visible en otras dimensiones de la experiencia, y que se vio confirmado por los brutales atentados del 11 de septiembre en Nueva York y el 11 de marzo en Madrid. Cuando nuevamente se descubrió que ni la calma ideológica ni los avances tecnológicos ni la bonanza financiera la garantizaban, el reencuentro con la realidad volvió a aparecer como un proyecto urgente.
La experiencia de la pérdida de la realidad que se manifestó durante el período postmoderno no era un fenómeno nuevo. Había ocurrido con anterioridad, de forma visible en los primeros años del siglo veinte, cuando los escritores sintieron la impotencia de las palabras para representar una realidad que no se dejaba conceptualizar y que les asaltaba (Hofmannsthal) o se retrayeron a una construcción visionaria de lo real que obligaba a la destrucción de la sintaxis y de los esquemas de representación; el expresionismo hizo entonces del solipsismo un programa artístico (“ya no hay nada exterior: sólo yo soy real”, proclamaba Hatvani), ante la imposibilidad del sujeto de ordenar el caos de la realidad externa de otro modo que desde su propia visión. El retorno de lo real se produjo en los años treinta, de forma traumática, precedido por las llamadas de atención de la nueva objetividad y del teatro épico.
La búsqueda de lo real más allá de la imagen presenta ciertos paralelismos con la búsqueda de la realidad más allá de la palabra propuesta por los escritores vieneses y después por los expresionistas. Desde ese punto de vista, cabría considerar muchos de los juegos postmodernos de deconstrucción de la imagen y los media como paralelos a la destrucción sintáctica practicada, desde distintas ideologías por expresionistas, dadaístas y surrealistas. La sospecha hacia la palabra habría sido sustituida por la sospecha hacia la imagen compleja de los medios espectaculares de comunicación y entretenimiento. El convencimiento de que esos medios no restituían la realidad quedaba neutralizado por la fascinación que sus construcciones de realidad producían.
La reacción se produjo a mediados de los noventa. “El retorno de lo real” fue el título de un influyente ensayo publicado por Hal Foster en 1996: partiendo de una descalificación de la lectura “simulacral” de Warhol realizada por Barthes, Foucault, Deleuze y Baudrillard, abordó el estudio de la obra de éste desde la idea de lo traumático formulada por Lacan, para plantear una nueva interpretación del hiperrealismo, del apropiacionismo y del arte de lo obsceno y de lo abyecto. Dos años más tarde, Maryvone Saison expondría en Los teatros de lo real (1998), la preocupación manifestada durante la década de los noventa por dramaturgos y directores, especialmente franceses, por recuperar la capacidad de relación con lo real, una preocupación ambivalente, ya que muchos de los ejemplos citados por Saison parecen más bien responder al efecto de reacción descrito por Baudrillard, la búsqueda de la experiencia inmediata, que al esfuerzo de construcción de realidades que incluyan nuevamente lo real oculto.
Frente a la disociación de lo real (reducido durante la época posmoderna al ámbito de lo privado) y la realidad (concebida como construcción ilusoria, acumulación de imágenes), en la década de los noventa resurgió la necesidad de buscar una conciliación, de encontrar vías para permitir la inclusión de lo real en la construcción llamada realidad y liberar al mismo tiempo a la realidad de su andamiaje virtual para anclarla nuevamente en el terreno de la experiencia concreta y, de ese modo, poder intervenir sobre ella. El “retorno de lo real” implica también, obviamente, la opción por una práctica artística directamente comprometida en lo político y en lo social.[3]
Las prácticas escénicas en esta última década se han hecho eco de ese interés por lo real más allá de su conversión en signo, en elemento narrativo o en imagen demudada. No se trata de mostrar la posibilidad de presentar lo real prescindiendo de cualquier construcción, sino de mostrar que la incorporación de la composición formal o incluso de la ficción al tratamiento visual y narrativo de lo efectivo no tiene por qué acabar ocultándolo. En la misma línea cabría entender la atención renovada hacia la palabra como antídoto a los trucos de la imagen: de ahí el auge del periodismo literario y la imbricación de ficción, autobiografía y documentalismo en la producción literaria contemporánea. Por último, habrá que referirse a la aceptación del cuerpo como medio ineludible de relación con lo real, rescatando una tradición que arrancó en los años sesenta, y a los modelos relacionales, que impiden el solipsismo mediante la necesidad de la respuesta.
El retorno a la realidad no implica la recuperación del realismo, aunque resulta inevitable reconocer ciertos paralelismos en las motivaciones de aquellos escritores y pintores que a mediados del siglo XIX decidieron romper con los modelos de representación que ocultaban lo real y se lanzaron a la construcción de una literatura y un arte comprometidos con la restitución de la realidad a los lectores, una restitución que favoreciera la comprensión y facilitara la acción. Las recurrentes polémicas sobre el realismo que se han sucedido desde finales del siglo XIX dan cuenta de la dificultad para definir el concepto y la necesidad de aceptar diversos tipos de realismo, correspondientes, por otra parte, a diferentes conceptos de realidad y también a diferentes modos de entender la relación entre realidad y verdad.
Para los primeros pintores realistas, la verdad residía en la realidad material, privada de espíritu y de prejuicios: el de Courbet (y el de Antoine) fue un realismo fotográfico aún antes de que la fotografía pudiera desarrollar plenamente su capacidad reproductora. En cambio, para los últimos naturalistas, la verdad residía en el movimiento y en la vida, algo mucho más cercano a los valores propios a la burguesía ya en decadencia: el de Maupassant (y el de Stanislavski) fue por tanto un realismo impresionista, que adelantaba el modo de producción de la ilusión de vida que caracterizaría al cine mayoritario.
Bertolt Brecht fue quien con mayor rotundidad descalificó ese realismo que se conforma con la producción de la apariencia de vida, es decir, con la producción verosímil de la ilusión y optó por una interrupción que pusiera en evidencia lo real ya no entendido como individual o concreto, sino como estructura y superestructura. Fue él quien desligó el realismo de la forma realista al afirmar: “mientras por realismo se entienda un estilo y no una actitud se seguirá siendo formalista y nada más”.[4] El realismo de una obra debe ser más bien medido, según él, por su carácter “combativo”, es resultado de un compromiso ético, el de aquellos que son realistas no solo en el arte, sino también fuera de él.
La herencia del pensamiento brechtiano fue activa durante la segunda mitad del siglo veinte en propuestas tan dispares como los teatros radicales de los sesenta y primeros setenta, el cine de Godard o Marker, el pensamiento y las prácticas situacionistas, la literatura y el teatro poscoloniales o el tercer cine. En parte como resultado de estos ecos, al realismo interrumpido brechtiano se sumó la reflexión sobre las relaciones entre lo real y lo visible que permitió reflexiones creativas tan poderosas como las de Wiliam Kentridge, Abbas Kiarostami o Joaquim Jordà. Los nuevos modos de naturalismo e hiperrealismo, en las propuestas de directores como Platel u Ostermeier son incomprensibles sin la reinterpretación de esta herencia en una época marcada por la mediatización y la vigilancia global.
Pero la búsqueda de la realidad verdadera más allá de la construcción ilusoria puede conducir también en otra dirección: “la irrupción de lo real” se produce sobre todo a raíz de la consciencia del cuerpo y de las consecuencias que para la creación escénica tuvo la aceptación de su centralidad. La crisis del concepto de representación, ya presente en Artaud, se manifestaría escénicamente en la obra del Living Theatre y en una nueva concepción de la actuación, la del actor que no abandona su realidad, y que daría lugar a un terreno híbrido de creación entre lo teatral y lo performativo. El teatro de la vivencia, inaugurado por el Living Theatre, tendrá continuidad en algunas propuestas de Tabori o Albert Vidal que se alimentan de forma más o menos consciente de las prácticas más radicales del arte corporal y permiten ciertas conexiones con el cine corporal e iconoclasta de Lars von Triers. La iconoclasia, asociada a la búsqueda de lo real como traumático, practicada por el Living en espectáculos como La prisión o Frankenstein, reaparecerá en el teatro de Reza Abdoh, en la escena pretrágica de la Societas Raffaelo Sanzio o en las recientes producciones de colectivos como el paulista Teatro da Vertigem o el madrileño Atra Bilis.
Para el realismo, la representación de la muerte constituyó tradicionalmente un límite insuperable. Los realismos crudos negaron que lo real pudiera instalarse en el tránsito de lo conocido a lo desconocido, y prefirieron identificarlo con lo inerte: la muerte aparecía entonces meramente como detención, como cadáver. La muerte, como criterio de verdad, nos devuelve a la materia. Courbet representó la muerte mediante la instantánea del entierro. Flaubert, la narró en Madame Bovary como un mero proceso fisiológico. Y Brecht en sus primeros textos llegó a presentarla como un juego, como un proceso reversible. En contraste con este materialismo militante, el reconocimiento de la condición psicosomática del ser humano llevó a indagaciones más profundas que supusieron, al mismo tiempo, un nuevo reto a los límites del realismo.
La filmación de los últimos días de Nic (Nicholas Ray) por parte de Wim Wenders en Relámpago sobre el agua daba un paso más en dirección hacia la zona de sombra, arriesgando en ello al moribundo ya no como objeto, sino como sujeto de discurso. La cuestión de la relación entre lo privado y lo público se reveló entonces como un tema inevitable en la reflexión sobre el realismo; la epidemia del SIDA multiplicará las razones para trasladar la experiencia privada de la enfermedad al terreno de la discusión política, tal como planteó Reza Abdoh especialmente en sus piezas neoyorkinas.
Esta interpenetración de lo privado y lo público permitirá otras aproximaciones a ese otro límite de lo representable: el de las masacres y los genocidios: en contraste con el anonimato elegido por Peter Weiss y Erwin Piscator para abordar la cuestión del genocidio judío en La indagación (1965), en sus rememoraciones del genocidio armenio (Ararat, 2002) y del genocidio ruandés (Rwanda 94, 1999), el cineasta Atom Egoyan y el director teatral Jacques Delcuvellerie optaron por una integración de lo privado y lo histórico, de la anécdota y el documento, del testimonio y la dramatización, recurriendo incluso, para mejor aproximarse a la realidad, a la construcción de ficciones narrativas o simbólicas.
La superposición de historia y memoria, paralela a la superposición de lo público y lo privado fueron un punto de partida recurrente en el trabajo escénico de numerosos colectivos latinoamericanos (TEC, La Candelaria, Escambray, Yuyachkani), para quienes la restitución de lo acontecido constituía en sí mismo un instrumento de intervención social. La voluntad de dar voz a los otros tuvo continuidad en la obra de quienes pretendieron directamente hacer actuar a los otros, por medio de prácticas participativas de carácter revolucionario, o por medio de juegos subversivos, concebidos como ejercicios de afirmación o resistencia, en los años setenta y ochenta. La síntesis propuesta por Nicolás Bourriaud y su definición de la “estética relacional” revitalizó la herencia de aquellas prácticas y abrió una nueva vía de diálogo entre las artes escénicas y las artes visuales. De este diálogo han resultado propuestas muy heterogéneas y con filiaciones muy diversas: en el teatro, la danza, el arte de acción, el vídeo, el cine, la instalación, pero también en la terapia, la intervención política o el trabajo social. Algunos ejemplos muy dispares: las intervenciones y acciones de los integrantes del grupo Yuyachkani en el contexto de las audiencias públicas de la Comisión por la Verdad y la Reconciliación, celebradas en Huamanga en abril de 2002, para acompañar el duelo y la búsqueda de la verdad de cientos de campesino-as víctimas de la guerra sucia entre la guerrilla y el Estado Peruano durante las dos décadas anteriores; la filmación y exhibición de La Commune (Paris, 1871), del veterano documentalista británico Peter Watkins, una película protagonizada por más de doscientas personas entre actores y no actores que, tras varias semanas de preparación, apropiación de la historia y debate sobre el presente, prestaron su voz y su rostro para reconstruir ese momento de resistencia ciudadana en un decorado de efectos brechtianos instalado en la nave en la que habitualmente trabaja el grupo dirigido por el viejo revolucionario Armand Gatti; el proyecto C´undua, desarrollado entre 2001 y 2003 por Mapa Teatro durante el proceso de desalojo y demolición de todo un barrio del centro de la ciudad de Bogotá y que tuvo diversos formatos de presentación (libros, paseos, video-acciones, instal-accciones, actuaciones…); la película de Joaquim Jordà y Nuria Villazán Monos como Becky, en relación con los enfermos de la Comunidad Terapéutica de Malgrat de Mar, que una vez más monta la historia, el documento, la dramatización, la teatralidad e incluso la exhibición propia en uno de los más interesantes (y productivos) juegos de teatro dentro del cine; las diversas colaboraciones de Roger Bernat en una producción que se debe concebir más como un discurso procesual que como una sucesión de piezas autónomas, y que se inscribe plenamente, como el cine de Jordà, en la apuesta por un nuevo modo de ensayismo que, explicitando la perspectiva individual, busca el diálogo permanente como medio privilegiado para la formación del discurso; Los 40 espontáneos, de La Ribot, que prolonga su interés por los extras y que se presenta como un trabajo de difícil clasificación entre el taller, la instalación animada y el espectáculo coreográfico; o el díptico de Tomás Aragay, Sobre la muerte / Sobre belleza, en el que la capacitación profesional de los autores en el ámbito de la coreografía, el guión, la iluminación y la composición musical se ponen al servicio de los intérpretes, concebidos más bien como actores de su propio discurso.
Estas propuestas podrían conducir a la definición de un nuevo concepto de realidad indisociable de la relación intersubjetiva. Si la realidad son los otros, lo real es la relación misma. Lo real es inmaterial, sólo representable como proceso. La imposibilidad de dar forma visible a lo real no anula la posibilidad de conocer la realidad e intervenir en ella: en un momento dado y en un contexto concreto. Las grandes formas no son repetibles, tampoco las acciones puntuales. Unas y otras son eficaces en la medida en que responden a una situación, a un deseo o a un conflicto determinado. Sin embargo, no por ello las disuelve el paso del tiempo; al contrario, quedan fijadas en la historia. Como deben quedar fijados en la historia los pensamientos, los relatos y las experiencias que vehiculan. Esta fijación no es incompatible con la memoria del entusiasmo, del dolor o de la acción intelectual, como no debe ser incompatible con la actualización de experiencias y formas al servicio de nuevas necesidades discursivas forzadas por el presente. La realidad son los otros, pero los otros también habitan la historia, la memoria individual, e indudablemente, el futuro.
(Fragmentos y reelaboración de textos procedentes del libro Prácticas de lo real en la escena contemporánea, editorial Visor)
Notas
[1] Gianni Vattimo, La sociedad transparente (1989), Paidós, Barcelona, 1990, p. 81.
[2] Guy Debord, La sociedad del espectáculo (1967), Pretextos, Valencia, 1999, p. 37
[3] Maryvonne Saison, Les théâtres du réel. Pratiques de la représentation dans le théâtre contemporain, L’Harmattan, París, 1998, 19
[4] Bertolt Brecht, Diario de trabajo III (1944-1955), edición de Werner Hecht, Nueva Visión, Buenos Aires, 1979 (anotación del día 26-11-1948).