Sin discurso casi. Ni narración. Fragmentado. Híbrido. Actual en el modo y en la tesis, en la fractura y en el ideario. Un proyecto escénico que parece arrancar de una sospecha: la dislocación, profunda, entre identidad y cuerpo. La Trilogía Cínica de Marta Galán transita en el lugar contemporáneo de las identidades, cuando éstas ya no se dejan pensar como aquel viejo vínculo con el cuerpo sino como un espacio, intangible, en el discurso. Y para ello nos remite al mundo clásico, cuando Diógenes el cínico, con su gesto de renuncia a una supuesta humanidad, inauguró esta disociación.

Cinismos

Hay un cinismo difuso que goza hoy de buena salud. La linterna del cínico de hoy, como le llamó Nietzsche, alumbra poco, el punto justo para ver las cosas sin que estas te dañen. Por encima casi, como de lejos, obviando los detalles y la orografía. Son las gafas que uno se pone para ver poco. Pero que nadie se llame a engaño: el de hoy es un cinismo light que tiene muy poco que ver, o casi nada, con el de aquel que, en la Atenas clásica, a pleno día y a la luz de un fanal, andaba buscando a un hombre de verdad.

Diógenes vivía en un tonel. Tomaba el sol mientras, a su lado, la ciudad, industriosa, se estresaba. Frente a los compromisos de la civilidad, había aprendido a vivir con muy poco. Con su voluntad animal, se situó en el lugar incómodo de la disidencia en una humanidad supuestamente privilegiada. Pero su renuncia no le supuso el lujo de una vida ociosa y leve, sino el deber de acertar en la difícil selección de lo superfluo y lo necesario. Un saber que no tiene nada que ver con el cinismo blando que se lleva hoy. Retomando el sentido más clásico de la palabra, Marta Galán resigue la zona de rotura entre identidad y corporalidad en el circo posmoderno. Lola, Machos y El Perro indagan en esta dirección.

Restar

Lola no es un hombre que ejerce de mujer a ratos. No es un actor vestido de blonda y con medias caladas. Lola no es el cuento del príncipe azul hecho añicos. Lola no es la nostalgia de una vida que quedó en proyecto. Lola no es un nombre de mujer. O quizás sí. Quizás es justamente esto, un nombre de mujer o la identidad como promesa, como espera, como deseo. Puro yo deseante. Alguien que se articula como posibilidad o apertura, como línea de fuga hacia lo otro. Un yo poroso que se constituye como defecto. Aunque históricamente adscrito a lo femenino, parece que lo que Lola ha venido a contarnos no versa sobre las mujeres sino sobre todos aquellos que, hombres y mujeres, se construyen como puro resto. Una forma que conduce, inevitablemente, al dolor. Ay Lola… canta la habanera.

Sumar

Machos es plural y al plural se llega sumando. Sumando la suma, sumándolo todo. Pura acumulación. Un solo sumado. Un yo excesivo. En Machos no se habla, se acciona. No se llora, se grita. No hay discurso, sino guturalidad. Y gesto. Y fluidos. Y secreciones. Machos no es el retrato fácil de dos hombres robot. Tampoco es crítica de género. Machos es la identidad como voluntad de acción e imposición. De dominio indiscriminado, de uso y abuso. Es cierto que el pasado acostumbró a adjudicarlo a los hombres, al masculino; más allá de ello, es también (y sobretodo) un uso determinado de la razón: cuando esta se piensa y se quiere como puro instrumento de dominio. ¿El capital? ¿Occidente? ¿Europa? Un yo impermeable y oclusivo grita soy el Rey … y la novena de Beethoven revienta en el aire.

El niño

El perro no es un Robinson contemporáneo que habita su cama. No es el internauta autista del micromundo doméstico. El Perro no es el ruido sordo de la masa sorda. Ni la compra compulsiva de una felicidad facturada. No es tampoco el cínico moderno. Situado en ese otro pliegue del cinismo, el más clásico, el Perro transita por donde el nihilismo fácil ni se atreve a otear.

De Diógenes han pasado muchos años y una vuelta a la naturaleza ya no es posible (a qué naturaleza, deberíamos preguntar). Pero la naturaleza no es tan solo un lugar físico sino lo que hay cuando aún no hay nada, el punto cero de la humanidad o el estado de quien sigue siendo niño. El niño o la ligereza, la vida allá donde se despliega como pura vida. ¿Qué hace un niño en su juego? Ignorar que está jugando, vive. “Celebrar la resistencia de existir”, dice Marta Galán. Contra el desencanto, el encanto. Contra la existencia, la resistencia. Contra la muerte de cada día, la vida como juego o cómo atreverse con la fiesta. La Trilogía Cínica tiene un final festivo, literalmente festivo: es el niño o Diógenes que vuelve. Un proyecto arriesgado, una trilogía singular que pivota alrededor de un actor, Santiago Maravilla, de gesto intenso y presencia contundente, que arranca solo en Lola, se desdobla en Machos y termina con un trabajo coral en El Perro. Intempestivo en el contenido e irreverente en las formas, un espectáculo a la altura del presente.