«No intento copiar la realidad;
intento producir verdad en sus innumerables formas.
Intento encontrar verdad porque ella es siempre revolucionaria».
Daniel Veronese
(en Pacheco, 2004, p. 6)
Esta obra se encuadra dentro del ciclo dirigido por Viviana Tellas, directora del Teatro Sarmiento, bajo el título de «Biodrama. Sobre la vida de las personas». Veronese se propuso dar la vuelta al ciclo para preguntarse por la posibilidad de expresar una verdad humana desde un espacio de fingimiento como es la escena. La forma que se despliega consiste, por tanto, en una reflexión acerca de la naturaleza del teatro y los límites de la escena, es decir, de la vida del teatro, pero proyectada también más allá de la escena, al teatro de la vida, para llegar a pensar la naturaleza del dolor y las trampas de su expresión. Lo que Veronese va a colocar como motor del biodrama no va a ser una persona real, sino un miedo convertido casi en obsesión, el dolor ante la pérdida de un hijo; desde esta perspectiva, se podría pensar que se trata del biodrama del propio director. La obra, con Luis Cano como dramaturgista, se estrenó el 17 de octubre de 2003 en el Teatro Sarmiento y se repuso meses después con algunas modificaciones en El Camarín de las Musas. El texto fue publicado por la revista Funámbulos. Los viudos de la certeza, 21 (abril 2004), pp. 39-47, de donde se extraen las citas.
Siguiendo los planteamientos estéticos expuestos por el autor en los Automandamientos, que están también en la base del trabajo de El Periférico de Objetos, el drama plantea una situación única que va a ser llevada hasta un límite, hacia un espacio de inestabilidad emocional, de desequilibrio de la propia maquinaria de la representación, pero con ella, de la misma realidad vital a la que alude; un teatro centrífugo, como explica el autor, que se implosiona desde dentro a partir de la propia realidad escénica como proceso hasta llegar a la creación de «sectores de emoción indisciplinada que se velen y se develen en un furioso oleaje» (310). Una pareja, convocada por un extraño personaje que maneja un piano de juguete del que extrae algunas notas, habla en tono testimonial acerca de sus vidas hasta llegar al centro desde el que emana toda la obra y que no se citará de modo explícito, la ausencia del hijo. En la segunda versión, el extraño personaje, al que se alude como «el artista», será acompañado por una mujer, con lo cual se acentúa la relación de oposición entre una pareja y la otra: unos son los que hablan, se explican, se enredan en discusiones de pareja, cruzando sin pudor el territorio de lo cotidiano y hasta trivial, exteriorizan sus sentimientos hasta llegar al centro de la desesperación en el que ahora se encuentran; la otra, salvo escasas intervenciones, observa la situación desde la distancia, sumidos en una especie de doloroso vacío, entre interesados e indiferentes, siempre un poco ausentes. La escenografía construye un espacio minimalista, de angustiosa proximidad, en el que se disponen una pareja de sillones para cada una de las parejas formando ángulo recto. Cerrando el cuadrado se encuentran los asientos del público, en una incómoda cercanía a la escena, observándolo todo desde una distancia que le obliga a adoptar una posición de voyeurista, como un invitado mudo a una extraña ceremonia que no acierta a comprender, una mirada transversal, que podríamos definir como táctil, característica del trabajo de Veronese. En la representación del Sarmiento, el público, situado en la misma escena con los actores, podía ver el patio de butacas vacío, lo que enfatizaba esa sensación de soledad y desubicación al mismo tiempo. De esta suerte, el espectador se convierte en la tercera punta de este perverso triángulo, los jueces últimos del conflicto que se despliega, a ellos se dirigen en diversas ocasiones unos y otros, tratando de buscar un signo de asentimiento que justifique sus vidas, sin dejar nunca claro cuál es el sentido allí de unos y otros, de qué se trata todo aquello, dónde estamos, ¿en una sala de estar, en un ejercicio de terapia colectiva, en un teatro? Una luz blanca y homogénea sumerge a actores y espectadores en un mismo ámbito. En el centro de esa reducida sala hay una mesita pequeña, en la que se deja de vez en cuando el diminuto piano. En la versión inicial había también un piano real envuelto en plástico en una esquina de la escena, una cita del mundo exterior dentro del ámbito de la ficción, que desaparecerá en la reposición. A la proximidad física se le añade el rígido estatismo en el que se desarrolla la mayor parte de la representación, solo interrumpido por las escasas ocasiones en que se levanta alguno de los intervinientes. Esa sensación de estatismo se refuerza a lo largo de la representación, enfatizando la tensión que atraviesa toda la escena.
Este estado de incómoda oposición entre una pareja y la otra se plantea desde el comienzo, cuando «los artistas» rompen el silencio inicial refiriéndose a los otros: «Estos niños que ahora están de moda, creen que este piano es fácil de tocar. Fácil. Como mentir» (40), y continúan: «En realidad estos niños están aquí para tocarme a mí. Quieren oír mi nota más grave. Y creen que yo también soy fácil de tocar. Como este piano. Pero a mí nadie puede hacerme hablar» (40). La tensión explotará cuando los padres, que han ocupado la mayor parte del tiempo con las confesiones acerca de su historia personal, le reprocha al «artista» su aire de superioridad, su búsqueda de una sublimidad por encima del mundo cotidiano y las tragedias reales, su deseo de embellecer la vida con el arte, revestir la realidad con formas bellas, con la musiquita de ese «instrumento ridículo», de crear una forma que se despliegue capaz de envolverlo todo y que no sea perecedera: «¿Esa es su música? Quiero decir, ¿en eso cree usted? […] ¿Quiere producir notas que suenen eternamente? […] ¿sus notas son sus hijos?». Como la misma maquinaria teatral que se despliega ante el público, las notas o la propia vida de un hijo, constituyen otras tantas formas que se despliegan en una temporalidad poética (escénica) o vital. Este juego de oposiciones se convierte en un complejo mecanismo de teatralidad construido sobre una dinámica de miradas cruzadas, incluyendo la del propio público. La situación se articula sobre este triángulo que potencia el efecto de teatralidad, manteniéndolo en un constante dinamismo de energías que chocan entre unos y otros lados. La madre que dice haber perdido su hijo anima a su marido para que vaya hablando de distintos temas, en ocasiones de asuntos triviales, alejados de esa sublimidad de la que se acusa al artista, tocándole las teclas adecuadas que irán dejando oír unas y otras melodías escénicas.
Hacia el final uno de los artistas desvela la identidad de los padres como actores que están fingiendo sus sentimientos; entonces, se experimenta un extraño giro en la situación vital/teatral: «Si tuviesen los motivos que yo tengo, se volverían locos, confundirían todo. Estos niños mintieron bien. Son actores. Pero a mí ¿nadie me llama mentiroso?» (47). Se introduce un juego metateatral, y lo que para el público había sido tan verosímil, como el dolor de esa pareja, queda descubierto como un trabajo de interpretación, lo que potencia el efecto de realidad de la otra pareja, su dolor ante una tragedia vivida realmente, un dolor expresado desde una interpretación interiorizada, que no deja de ser, sin embargo, otra forma de fingimiento. El drama termina reflexionando acerca de los grandes sufrimientos de la vida, que uno siempre ve desde fuera, creyendo que los conoce porque los contempla y trata de entenderlos, pensando poder compartir ese dolor, pero hablar del dolor —como se dice en la obra— es ya otra cosa que el dolor mismo. «Hasta que un día ceden los cimientos no de los demás, sino de tu propio mundo […] ¿Alguien puede imaginar qué se siente en esa situación?» (46). El marido, que se presenta como actor profesional, confiesa haber percibido bajo un sentido escénico la situación de la muerte de su padre, como si hubiera una cámara fuera de la habitación, pero cuando muere un hijo, ¿cómo se representa? Cuando a alguien se le muere el padre —continúa el actor angustiado—, se le llama huérfano, pero ¿cómo se le llama cuando a alguien se le muere el hijo?, ¿cómo se dice eso?, ¿cómo se expresa?, ¿con qué palabras, con qué gestos, con qué actitud?
A lo largo de su desarrollo, la obra adquiere una profunda intensidad que hace que su reflexión no quede en el simple desvelamiento del teatro —de la vida— como un juego siniestro de sustituciones y falseamientos. Respondiendo al reto lanzado por Tellas, Veronese denuncia la imposibilidad de llevar la vida real al teatro, utilizando un caso límite que pone todo esto de manifiesto. Lo interesante es que, paradójicamente, a pesar de este giro metateatral que hace visible el teatro como una pura ilusión, la obra no deja de contener un enorme grado de verdad, de emoción creada en ese pequeño espacio donde se juntan en extraña cercanía unos actores a los que se denomina «niños», unos personajes que están presentes, pero al mismo tiempo ausentes en su dolor, y un público que siente la extrema tensión generada por todo ello, sin saber finalmente dónde está la verdad y dónde la ficción: ¿a alguien se le murió finalmente un hijo o fue todo un juego? El éxito de la obra no consiste en separar de modo radical ficción y realidad, sino en plantear desde su propia realidad —teatral, como no puede ser de otro modo— las complejas relaciones entre esas dos orillas, entre la escena de la vida y la vida de la escena, iluminando la una con la otra, reflexionando sobre la vida a partir del teatro y sobre el teatro a partir de la vida. Lo paradójico es que la verdad de un biodrama, y en términos más amplios del teatro, no depende en última instancia de la realidad de sus referentes extraescénicos, sino de su verdad como obra teatral, como representación, en la verdad de su fingimiento, de su acontecer frente al público y la emoción que de ello se desprende, de su realidad como misterio teatral, es decir, el extraer de una mentira una verdad, la verdad de un acontecimiento que sucede en ese aquí y ahora de la escena, una verdad ya no imitada del mundo exterior y que es siempre revolucionaria, como afirma el director en la cita que encabeza estas líneas. En este sentido, esta obra, como la mayor parte del arte, no deja de ser un biodrama, un espacio privilegiado de creación que permite al hombre, diferenciándolo de otras especies vivientes, el reflexionar sobre la realidad desde un espacio de no realidad, el espacio del arte, que reivindica ahora su propia realidad artística. Reflexionar sobre el dolor más profundo, la realidad más innegable, desde un espacio de fingimiento, pone de manifiesto las potencias de lo falso, pero también de lo real, dos mundos paralelos que se construyen sobre un permanente ejercicio de diálogo, choque, exclusión o hibridez, siempre desde una perspectiva descentrada del afuera ¿cobarde? a la que alude el artista cerrando la obra: «Yo estoy sin poder decir ni hacer nada, por un hijo, por su vida. Soy un cobarde. Ya estoy afuera. Estoy solo. Esto no es nada, no es música, no tiene ni principio ni final. Y sin embargo…» (47).
Bibliografía
Pacheco, Carlos, «Daniel Veronese, de la mano de Chéjov», La Nación (29 septiembre 2004), pp. 1, 6.