En el contexto del teatro mexicano (1), de marcada tradición sicológico-realista, apegado al principio de organización jerárquica de la puesta en escena, se han ido distinguiendo algunos creadores que proponen una escritura ‘en negatividad’, optando por caminos menos trillados. Particularmente deseo referirme a aquellos creadores en los cuales se hace perceptible la voluntad de ‘borrar’, poniendo en crisis las convenciones tradicionales y marcando cambios en la teatralidad. La ‘borradura’ como procedimiento fue planteada por Derrida en sus reflexiones sobre el lenguaje2, al problematizar el tradicional confinamiento de la escritura a una función secundaria e instrumental, como traductora y portavoz de un habla (13). En lugar de sumarse a la aceptación de esta historia, Derrida plantea el advenimiento de la escritura como el advenimiento del juego, en el sentido de que “el juego va hacia sí mismo borrando el límite”, “arrastrando consigo todos los significados tranquilizadores, reduciendo todas las fortalezas, todos los refugios”, destruyendo “el concepto de ‘signo’ y toda su lógica”, situación que analoga al momento en que la “extensión del concepto de lenguaje borra todos sus límites”(12). Esta problemática del lenguaje y la escritura la considero muy ilustrativa de la situación en la cual se ha sumido y parcialmente debatido el teatro mexicano. La defensa del texto dramatúrgico como material a ser representado ha querido tener la representatividad del ‘signo’: el texto dramático como portavoz de las verdades de un autor a través de la tribuna instaurada por un director que también aspira a comunicar verdades absolutas. Ante esta concepción ‘teológica’ de la teatralidad -la misma contra la cual profirió su grito Artaud en la década del treinta del pasado siglo-, se ha ido configurando otra escritura que intenta borrar o al menos poner en crisis las estructuras del padre-autor y las convenciones que históricamente se establecieron en la escena, y que desde los impulsos transgresores de la vanguardia del siglo XX comenzaron a destronarse, sin que por ello desaparecieran del teatro actual. Específicamente estoy pensando en las alternativas planteadas por las escrituras escénicas de Ricardo Díaz y Héctor Bourges, nombres que al menos en algunos de sus trabajos –Salomé y …”, de Bourges; El veneno que duerme, El vuelo sobre el océano y No ser Hamlet, de Díaz- se han distanciado de la comprensión tradicional del director teatral. Varios criterios hacen esta diferencia: la creación interesa más como proceso que como producto escénico, poniendo en crisis la idea de obra terminada; importa más una disposición y exploración no tradicional del espacio, antes que su configuración escenográfica y ‘a al italiana’; el punto de partida no es precisamente un texto dramatúrgico y cuando lo es funciona como pretexto, en una relación polémica, como material que se desmonta; más que el personaje y su interpretación, se trabaja en la borradura de éste, en la zona de encuentro donde se establece un juego deconstructivo y no precisamente interpretativo. A manera de procedimiento metafórico voy a introducir un ejemplo con el cual intento aproximarme a estas ‘borraduras’ de la escena mexicana, estableciendo las distancias necesarias: En 1953 Robert Rauschenberg realiza una acción sobre la obra de otro connotado artista. La acción consistía en borrar un dibujo de Willem de Kooning: Erased de Kooning Drawing, se tituló la nueva obra. Vale decir que tal acción fue realizada por Rauschenberg con el consentimiento de De Kooning, quien era considerado un fuerte representante del Expresionismo Abstracto. Este gesto desmarcaba a Rauschenberg de la poética abstracta, quien ya se enfilaba hacia las propuestas del Pop Art, más involucrado con fragmentos de lo real y con su entorno. Precisamente, en consideración a la diferencia señalizo estas circunstancias que definieron la acción de Rauschenberg: la borradura en el caso de la escena mexicana actual no se dirige al cuestionamiento de una forma artística –como el Expresionismo Abstracto- que hubiera puesto en crisis al estilo realista; porque de lo que aquí aún se trata es de dinamitar los tradicionales principios del realismo históricamente asentados y legitimados en la escena mexicana. Tampoco las prácticas de Bourges y Díaz se han manifestado interesadas en abordar directamente el entorno ni en establecer cierto compromiso con su realidad. Las zonas críticas de sus creaciones han estado dirigidas a problemáticas más estéticas, a cuestiones de lenguaje y representación, lo cual sí entraña connotaciones políticas en un contexto escénico tan apegado a las convenciones tradicionales. Sin embargo, retomando la acción de Rauschenberg, si el Erase de Kooning Drawing me interesa como un gesto que metafóricamente puede ayudar a identificar otra situación, es precisamente porque en aquella ‘nueva obra’ podían apreciarse los restos y las manchas de las antiguas siluetas, dejando intuir ese fondo sobre el cual se instauraba la borradura. Después de asistir a las creaciones de Héctor Bourges y Ricardo Díaz no es difícil percibir la configuración de teatralidades que marcan la diferencia con su entorno escénico, explicitando de cierto modo una ‘escritura parricida’ que se deslinda de esa ‘escritura teológica’ que legitima la puesta en escena como representación de un texto dramatúrgico previo, el procedimiento realista, la construcción racional y sicológica del personaje, el sistema jerárquico de producción, la disposición tradicional del espacio, con su tribuna de verdades y constructos escenográficos. La idea de una ‘escritura parricida’ no alude a un parricidio temático ni anecdótico, es una metáfora teórica que quiere dar cuenta de una dislocación de la sintaxis, de una horadación textual. Las roturas que ella refiere implican una ordenación diferente de los sistemas escénicos y otra relación con los referentes dramatúrgicos, en franco proceso deconstructivo del corpus dramático, en problematizadores desmontajes de textos clásicos. En deuda con los parricidios vanguardistas y de la llamada postvanguardia, las actuales ‘tachaduras’ al padre por lo general intentan desarrollar un acento lúdico, aunque no siempre se pueden salir de la tradición solemne, y si en ocasiones las ha animado el afán de incomodar, de epatar, no por ello habría que reducirlas a la repetición de tácticas, que por lo demás siguen cumpliendo sus antiguas funciones allí donde imperan los viejos sistemas. Lo que he observado como ‘escritura parricida’ en la teatralidad de Díaz es un sentimiento de transgresión hacia aquello que más le fascina, una disposición al juego de las roturas / borraduras, una reflexión inmersiva respecto a los medios con los cuales se produce la artesanía escénica, produciendo un discurso doble: jugar a parodiar al padre-canon teatral es también jugar a parodiar un deber ser, en el que sin embargo no se incluye la autoconciencia paródica que problematizaría los vestigios del padre en el cuerpo propio. 5 Cuestionando el modelo teatral y el estado de las relaciones actor-espectador Díaz no elige los espacios jerárquicos de las cómodas salas para representar3. Tampoco ha estado interesado en “un público pasivo, sentado, un público de espectadores, de consumidores, de disfrutadores”(Derrida, 322)4. El veneno que duerme (1999) como No ser Hamlet (2002), son escrituras difíciles de desligar de los lugares donde sucedieron, en ambos casos se trataba de galerías de museos de la ciudad de Mexico. El trabajo intermedio, El vuelo sobre el océano (2001), nacido como ejercicio a partir de tres piezas de Brecht – posteriormente invitado a presentarse en el austero espacio escénico del Foro Teatro Contemporáneo5- contradecía toda expectativa de espectáculo para alguna típica sala con sillas para sentarse y escenario para iluminarse. En los tres casos transgredir la disposición convencional implicaba mover esa frontera a la que históricamente se le ha llamado ‘cuarta pared’. Si desde esa frontera semiótica se genera ‘el como si de la ficción’, la alteración radical de la misma, su borradura, es un procedimiento de desestabilización teatral que contradice las jerárquicas relaciones escena/espectador. En una radicalización de las indagaciones en torno a la relación con el público, el cual anteriormente recibía mínimas instrucciones para ubicarse en el espacio, en No ser Hamlet se eliminó toda referencia para el espectador. Fue la llegada a un lugar donde la navegación era a riesgo personal. Algo así como instalar la dinámica de la plaza pública en medio de un establecido museo donde tanta blancura, tanto silencio, tanto congelamiento cultural eran atravesados, profanados, por actores que jugaban con un canónico texto al que no buscaban representar, entre pasos de bicicletas, escaleras metálicas, martilleos, y cuerpos que se dejaban colgar. No había tarimas escénicas ni la menor referencia escenográfica, nunca lo ha habido en las creaciones de Díaz. Los espectadores tendrían que decidir dónde ubicarse y cómo acompañar una sesión escénica que se iba desplazando a lo largo y ancho de la galería, entre instalaciones, esculturas, lienzos y dibujos que allí se exponían. En aquellos quiebres de la jerarquía espacial se dinamitaba el edificio de una convención y de un sistema de relación teatral. El desplazamiento de los sitios seguros donde habitualmente se resguarda el espectador producía una borradura de las convenciones espaciales. Si la borradura fue dinamitando la frontera actor/público, en realidad esta idea fue progesando de una a otra creación: las borraduras actor/personaje como las del propio texto escénico sucedieron in increscendo. Y aquí la acción de borrar -como en el Erased de Kooning Drawing donde las antiguas siluetas apenas se pueden intuir, pero se hacen visibles las manchas- es una degradación de la escritura, una disminución que no deshace el tejido. Cada borrado deja el trazo, adelgaza y complica la posible densidad referencial del tejido. “Escribir borrando” ha dicho Ricardo. Como en el trazo derrideano, se borra y algo queda extrañamente legible, manchado, ilegible también para muchos: Cabe decir que los propios textos deconstruccionistas pueden provocar cierta resistencia por parte del lector, precisamente a causa del estatuto paradójico de una escritura que muestra su propia desaparición (Derrida, 52)6. La posibilidad de un texto que se borra a sí mismo es la de estar en movimiento, en proceso, siempre inacabado, haciéndose, sobrepasándose. Una escritura que se borra se deconstruye a sí misma. Y hay que decir que este tipo de textualidad que busca borrarse, degradarse, es molesta. Es una escritura rota, desgarrada que también produce roturas o desgarramientos de la mirada, parricidios del canon. La última temporada de No ser Hamlet, subtitulada “Los enterradores” (Foro de las Artes, México D.F, mayo 2004), se planteó como un ámbito escénico a ser intervenido por diversos participantes, en un gesto que parecía aspirar a una realización radical de la borradura. Partiendo de una situación de no representación, cada noche creadores diferentes (bailarines, performeros, músicos, actores, directores, investigadores, poetas…) fueron accionando en la caja negra del Foro sin ningún arreglo escenográfico, sin ninguna preparación y sin acuerdo previo sobre lo que allí sucedería. Sin Hamlet, ni fantasma, ni Ofelia, ni teatro –en el sentido tradicional del término–, allí se cruzaron imágenes, escrituras, actos, y el suceso escénico sólo fue posible desde la más caótica y provocadora hibridez. Las intervenciones que allí sucedieron -de manera general, porque alguna que otra intentaba dialogar con el proceso de No ser Hamlet- sí operaban como una especie de borradura definitiva del texto escénico anterior. Sin embargo, una parte de la escritura, aquella que era producida por el equipo mínimo de trabajo, el director y sus dos colaboradores, obsesionados por la pregunta filosa, viciosa, sobre el ‘ser’ de la teatralidad, accionaban a partir de fragmentos, evocaciones, reflexiones, en las que era posible reconocer vestigios de la creación anterior, en una especie de deconstrucción de lo ya deconstruido. Como Ricardo Díaz, Héctor Bourges se inclina hacia la búsqueda de escrituras escénicas más efímeras, anti-ilusionistas, ‘presentacionales’, pero también conceptualistas. Ya en estudios anteriores he observado la posible configuración de una teatralidad conceptual/performativa en la escena mexicana7 -tendencia que particularmente está relacionada con el trabajo de Díaz y Bourges- que retoma el teatro como espacio auto-reflexivo, que se interesa en dialogar con los discursos teóricos y desarrolla escrituras procesuales e inconclusas que no se configuran a partir de los tradicionales procesos de puesta en escena. En el arte conceptual de los sesenta, la ejecución o materialización performativa era una de las posibilidades de un arte que también podía existir en la idea, en su formulación teórica o conceptual. Si lo conceptual ha implicado el desplazamiento de la obra como objeto, su desmaterialización -en atención a la idea o teoría- priorizando el proceso sobre los resultados y planteando el arte como una reflexión sobre su propia naturaleza (Marchan, 299), ello no significaba estrictamente una eliminación del objeto, sino más bien una crisis y un replanteamiento del mismo8. En las creaciones de estos creadores mexicanos, la dimensión autorreflexiva se explicita desde el discurso verbal. En Salomé o el pretérito imperfecto de Héctor Bourges (Foro López Mancera, del Centro Nacional de las Artes, diciembre 2003), se planteaba tratar el texto como un “dispositivo pensante”, proponiéndolo como una especie de intelecto altamente desarrollado con el cual debían tratar los espectadores. Expuesta en el contexto de un teatro de los espejos, esta idea era una metáfora teórica que invitaba a pensar en las posibles articulaciones de un texto que se abría en una especie de mise en abyme. Salomé, en su hipertextualidad instalaba una teatralidad doblemente en fuga, óptica y conceptualmente, donde el espacio de la visión podía desplazarse horizontal: sobre las plataformas, a espaldas del espectador, o verticalmente : sobre los espejos, frente a los espectadores. El texto de Oscar Wilde era desmontado sobre una pasarela donde el personaje se desdoblaba en múltiples Salomé que también se refractaban a través de los espejos. El público era seducido por una presencia que se transparentaba tras las superficies lisas, en cierta evocación del placer voyeurista. Una teatralidad re-erotizada que parecía acoger la propuesta de Susan Sontag: “En lugar de una hermeneútica necesitamos una erótica del arte”. Desde una formación plástica y cinematográfica, Bourges se aproxima a lo teatral como un soporte para el tejido de sus lenguajes artísticos. El despliegue de una mise en espejos sugiere una velada ‘realidad especular’, sumergiéndonos en una reflexión conceptual. En el entorno de dibujos dispuestos sobre las paredes del espacio que acogía la estructura de espejos se simulaba la objetivación sígnica de la experiencia, como si a través de ellos pudiéramos acceder al conocimiento del proceso. El registro visual que insistía en la dimensión lingüística, en una escritura de signos poéticos que simulaban operaciones de razonamiento, las observo como vestigios, reminiscencias de un arte conceptual que no puede renunciar a la errancia poética. En el trabajo presentado en La Gruta del Centro Cultural Helénico (octubre 2005)9 el conceptualismo parece ganarle la batalla a la poesía y a la vida. Esta acción no titulada, es apenas señalizada con una combinación de signos mudos ( …” ). Inspirada en el Farabeauf de Salvador Elizondo (primera edición de 1965) fue concebida como una “grafografía escénica-fotográfica” (¿una escritura que examina la escritura buscando los rasgos de un complejo pathos?). El espacio escénico era también el espacio transitable para la expectación, una gran instalación que se iba transformando durante aproximadamente sesenta minutos y en la cual se activaba como soporte escénico la dinámica del cuarto oscuro: actrices que no actúan y sin embargo despliegan un juego de imágenes poéticas desprendidas de Farabeauf. Gran parte de los elementos utilizados pertenecen al universo ficcional creado por Elizondo, particularmente una de aquellas fotografías que iconizaron el suplicio chino practicado en abril de 1905, la cual incluye también Bataille en su ‘historia’ del erotismo. La fotografía como forma estática de la inmortalidad (Elizondo, 25), como ‘medusización’ (Bourges), nos regresa a la muerte, pero asociada a la imagen estática de un cuerpo mutilado por descuartizamiento establece un vínculo sacrificial tejido entre eros y tánatos. Esta imagen-cliché (así le llama Bataille) que alienta el relato de Elizondo, es también la acción vinculante de la ‘grafografía’ propuesta por Bourges. A través de las fugaces proyecciones que iluminan la imagen se instala un efímero enigma que inyecta vida a lo que allí sucede, por lo demás demasiado conceptualizado en trazos y formas de la inteligencia y menos involucrado con la esfera de lo sensible. Sin embargo, como escritura de borrados, de manchas que sugieren dificultuosamente el fondo, de renuncia a las convenciones dramatúrgicas y a los dispositivos escénicos ficcionales, esta instalación despliega una radicalidad conceptual. Y en ese camino de radicalidades entiendo sus indagaciones en torno a la idea de una ‘teatralidad larvaria’ ensayada por Bourges en el ejercicio performativo Las bondades del ajolote (Cuenca, octubre de 2005). Construida con elementos que funcionan como simbologías de lo mexicano, esta performance deviene un agudo desmontaje político de la propia cultura, de sus formas y relaciones piramidales, de su institucionalidad representacional. El discurso dictado por el propio Bourges simulando una conferencia, despliega una serie de reflexiones en torno a la naturaleza del axolotl, a través del cual se apoya la propuesta de una teatralidad larvaria y en franca extinción. Como el gesto de Rauschenberg al borrar el dibujo de De Kooning, las creaciones de Bourges y Díaz podrían ser también gestos que operan como borraduras de escrituras y estructuras anteriores. En un entorno tan oficialista y jerárquico, las propuestas experimentales parecen ser escrituras ilegibles y ante ellas suele instalarse el desinterés, la desvaloración o la marginación. Por sí solas ellas no constituyen el teatro mexicano, son fragmentos evidenciadores de una teatralidad en movimiento que señalizan el camino de la diferencia, el cual también hace a la escena mexicana actual. México, DF, diciembre 2005-febrero 2006.

Notas

  1. Esta reflexión que inicié hace al menos dos años la he retomado en noviembre de 2005 desde una mirada diferente, marcando puntos de vista disímiles a los elaborados en algunos de mis trabajos anteriores.
  2. Ver De la Gramatología, México: Siglo XXI, 1998 (quinta edición).
  3. Y cuado ha trabajado en salas como la del ex Foro de Teatro Contemporáneo, ésta no era precisamente una cómoda y tradicional sala, donde además se diversificaba la ubicación de los espectadores.
  4. “El teatro de la crueldad y la clausura de la representación”. La escritura y la diferencia. Barcelona: Anthropos, 1989.
  5. Al retomar estas reflexiones, noviembre 2005, este espacio ya no existe.
  6. “Lo ilegible”. No escribo sin luz artificial. Valladolid: Cuatro, 1999. (Las itálicas son del original).
  7. “Otras teatralidades: del teatro del cuerpo al teatro conceptual/performativo (Articulaciones para un boceto de teoría liminal)”. Ponencia presentada en el XI Congreso de la Asociación Mexicana de Investigación Teatral, Mérida, México, marzo 2004. Publicado en la revista virtual Arteamérica, No. 8, 2005.
  8. Al menos Marchan distingue el conceptual puro de Kosuth, “el arte como idea como idea”, de lo que él considera una segunda acepción del concepto que no elimina la materialización sino que se concibe como project art. Ver en el capítulo II: Del arte del concepto a los aspectos conceptuales, en Del arte objetual al arte de concepto. Las artes plásticas desde 1960. Madrid: Alberto Corazón, 1974, pp. 299-329.
  9. Una segunda temporada radicalmente distinta tuvo lugar en los primeros meses del 2006 en el Foro López Mancera de la Escuela de Artes Teatrales, CNA. En esta ocasión el equipo de creación exploró relaciones de simulación a partir del dispositivo cinematográfico y los espectadores quedábamos atrapados entre el juego de imágenes que sugerían las lecturas, comentarios y cuerpos de las actrices y la proyección real del filme L’ année dernière à Marienbad (Alain Resnais, 1961).