Los proyectos revisados hasta aquí  delimitan un espacio de actuación como lugar de representación de una multitud anónima más o menos mezclada con el público. En Clean room los intérpretes abandonan definitivamente la escena para dejar a los espectadores confrontados con un imaginario de grupo sustentado ya por ellos mismos. Juan Domínguez, quien formó parte del aquel elenco histórico del primer The show must go on y con una evolución paralela en cierto modo a la de Jérôme Bel, prescinde de actores para dejar que un público que ya son todos de manera indistinta, artistas y no artistas, se encuentre consigo mismo a lo largo de una serie de situaciones donde lo colectivo y lo individual se entrelazan constantemente.

La obra, realizada por primera vez en el 2013, está planteada como la primera temporada de La Serie, compuesta por seis episodios a lo largo de una semana en días alternos al ritmo de dos por día. El interés por las series proviene del tipo de relación prolongada en el tiempo que establecen con el público y la implicación que generan. La narrativa en la que se apoya esta serie escénica no es, sin embargo, una narrativa lineal, previamente construida, sino la que el propio público crea por medio de sus actitudes, fidelidad, emociones y rechazos. La distancia de representación se plantea ahora entre el público y ellos mismos haciendo de espectadores que no tienen nada que presenciar más que sus propias reacciones y el relato que se forma a través de ellas. Las fronteras entre mirar y ser mirado, hacer y no hacer, están continuamente moviéndose. El objetivo del proyecto consiste justamente en cambiar las reglas de un juego que sitúa al artista y al espectador en lados claramente distintos. Como explica el director, se trata de cambiar la relación con el espectador, la implicación de este, acceder al efecto y a la repercusión que el propio trabajo tiene en el espectador, implicarme en la realidad de esos efectos, en las esferas de quienes finalmente los experimentan, y dejar de relacionarme únicamente con la esfera del que decide qué es lo adecuado para el espectador. [1]

La actitud del espectador deja de ser resultado de un dispositivo que fija las distintas funciones, para ser parte de un fenómeno colectivo determinado por la cualidad difusa y azarosa del propio grupo, sobre el que recae el peso de la obra. El efecto de responsabilidad se traduce también en una demanda de fidelidad. En el caso de Madrid, donde se realizó en el 2014 en La Casa Encendida, el aforo era de ochenta personas y no se permitía sacar entradas para un capítulo por separado. La entrada era para toda la serie y se pedía a los asistentes el compromiso de acudir a todos los capítulos, de modo que fueran las mismas personas las que se encontrasen en cada episodio; un aspecto fundamental puesto que es a partir de las expectativas creadas, de la experiencia compartida y el hecho de irse viendo de forma continuada, que se produciría algo comparable a ese fenómeno social al que dan lugar las series. Se genera así una narrativa viva provocada desde la ficción de una obra que los participantes van haciendo a lo largo de la semana.

Cada capítulo se construye sobre la situación real en la que se encuentra el público. El primero se desarrolla en la entrada a la sala. Durante toda la hora, que dura aproximadamente cada episodio, la situación que se teatraliza es la de estar esperando para entrar. En ese espacio se suceden intervenciones de extras que están entre el público, primero de responsables del centro cultural y luego, de forma aparentemente espontánea, de otros extras, hasta que en último lugar interviene Juan Domínguez dando por finalizado el primer capítulo e invitando al público a entrar al siguiente. Las intervenciones, que en principio darían la impresión de no ser parte de la obra o tratarse de un elemento incidental, se hacen cada vez más delirantes, sucediéndose a un ritmo acelerado. El público toma conciencia de la situación: se ve a sí mismo como público esperando el comienzo de una obra que en realidad ha empezado ya. La obra son ellos mismos esperando para entrar y los extras son el modo de hacer visible esa situación. El segundo capítulo cambia radicalmente de tono. Es una sala a oscuras donde se oye una música tenue. Una voz cálida evoca lugares lejanos, aromas y sensaciones, invitando a seguirla en su viaje, “jugamos todos a la vez, pero es un juego individual”.[2] Un viaje interior que se rompe a la salida con un concierto de rock.

El tercer episodio se demora 15 minutos en empezar. El público se reconoce de la vez anterior y comienza a sospechar que el siguiente capítulo ya empezó. Estar esperando, alimentando las expectativas, es ya parte de la trama. Las dos entregas siguientes proponen situaciones más próximas, primero cara a cara, sentados frente a frente, y con la guía de la misma voz en off ahora con un tono más intimidante que de intimidad haciendo preguntas sobre uno mismo y sobre el que está delante. Luego se pasa a un espacio con mesas para varias personas donde se les sirve no solo vino y pequeños canapés, sino constantes tarjetas en las que vuelven las preguntas acerca de lo que están viviendo. La conversación entre los ocupantes sobre lo que está pasando es inevitable. De final de fiesta nuevamente música, baile y un intercambio de regalos que en el capítulo anterior se les animó a traer. En la foto de familia con la que se cierra la temporada aparecerá cada uno con su regalo. Los dos últimos episodios se hacen a medio día, con la claridad de la luz, una nueva situación para un público que ya se había acostumbrado a la noche, la oscuridad de la sala y los ambientes cerrados. Tras una sucesión interminable de brindis por todo lo imaginable, guiada por la misma voz, que ahora toma cuerpo, de María Jerez, el grupo hace un recorrido por la ciudad, primero andando, luego en autocar y finalmente en teleférico. La ciudad se convierte en un escenario improvisado en el que podría reconocerse cualquiera de ellos. Todos son actores, y todos podrían ser también ese público que va por la calle. Los lugares son intercambiables y los límites se confunden.

Si en los años sesenta Peter Brook propuso el “espacio vacío” para transformar el arte del actor, a comienzos del siglo XXI, tras una expansión económica que terminó convirtiendo todo en espectáculo, Clean room propone este “espacio limpio” como una forma de sacar el difícil arte de ser público de un medio donde todo se presenta como ya hecho, acabado, y listo para su consumo. La historia no tiene marcha atrás, es inútil no reconocer la condición compartida de actores y de público, a lo que apuntaba también el concepto de teatro posespectacular de Eiermann. Ser espectador no sirve de excusa para esquivar las responsabilidades, ni tampoco los placeres, del juego social de la escena, o al revés, el juego escénico de lo social. “Ser tan solo espectadores es una presunción intolerable”, concluye el cronista de La Serie, Guri Petre.[3] Nadie es solamente espectador, ni tampoco solamente consumidor, pero tampoco nadie es solo actor, lo que podría ser calificado de otra presunción quizás aún más intolerable. Lo mismo que ha ocurrido con otros roles artísticos, como el del personaje, autor dramático, bailarín, director o coreógrafo, la identidad del espectador, a imagen de la del ciudadano, desborda sus límites para abrirse a otras formas de ser parte del público y habitar el espacio público.

Notas

[1] Juan Domínguez, “Es fundamental hacernos sensibles, hacernos porosos, implicarnos”, en Manual de emergencia para artes escénicas. Comunidad y economías de la precariedad, coord. Óscar Cornago, Madrid, Con tinta me tienes, 2013. p. 106.

[2] En el blog de Perro Paco se encuentra un detallado relato de cada capítulo, firmada por Guri Petre, de la que tomo las referencias. http://www.tea-tron.com/perropaco/blog/2014/11/10/clean-room-temporada-1-episodios-1-y-2/ Consultado el 12 de junio de 2015.

[3] Guri Petre (2014): “Clean Room. Temporada 1”. Blog Perro Paco. http://www.tea-tron.com/perropaco/blog/2014/11/15/clean-room-temporada-1-episodios-5-y-6/ Consultado el 22 de febrero de 2014.