Desde su fundación en 1988, María Muñoz y Pep Ramis hicieron explícita su intención de producir espectáculos que fueran más allá de la combinación de elementos habituales en la danza para trabajar con otros que les permitieran la generación de un mundo autónomo. Un mundo autónomo como el que se manifestaba al espectador en los espectáculos de Tadeusz Kantor, dotados de una fuerza o contundencia que no estaba meramente basada en la efectividad de las imágenes, la extrañeza de los objetos, la ambigüedad de los personajes o la reiteración de las melodías, sino en esa energía invisible de la que todos surgían y que podría asociarse a la memoria. Desprovistos, por su juventud, de ese potencial, Pep Ramis y María Muñoz decidieron sustituir la memoria por la fabulación y tratar de encontrar en escena un descendiente indirecto del realismo mágico. La fabulación obligaba a la construcción de espacios imaginarios, y también de personajes que poco a poco (casi en un proceso inverso al seguido por Kantor) se irían confundiendo con las personas.
La construcción del personaje buscaba, paradójicamente, la desnudez del intérprete. Es decir, se trataba de desenmascarar el personaje tipo que espontáneamente interpretan todos los bailarines con un determinado nivel de formación técnica y rigor creativo por medio de la incorporación de un personaje construido que no contaran entre sus atributos la perfección física en el movimiento y en la figura o la capacidad para mostrar serenidad o placer en la tensión o el esfuerzo. Los nuevos personajes inventados permitían descubrir la fragilidad, la vacilación o el deseo escondidos tras el virtuosismo del intérprete, y mostrar por tanto a la persona misma por medio del personaje.
Los personajes llevados a escena por Mal Pelo tienen como rasgo común su pertenencia a un contexto rural. Comparten con los de Chagall ese habitar un mundo intermedio ente la ensoñación infantil, lúdica y mágica, y la pesadilla que nos adelanta la amenaza de la violencia y la ineludible soledad. Y con los descritos por Berger en sus relatos la proximidad a la tierra y a los animales, en absoluto incompatible con la sensibilidad y la imaginación, y una mirada infantil, que puede brillar una y otra vez en los ojos más castigados por el desconsuelo. Lo rural está inscrito en las biografías de Ramis y Muñoz, y acentuado por su decisión de vivir y trabajar en un lugar alejado de la ciudad. No es casualidad que su primer espectáculo, Quarere (1989) se construyera como un encuentro de dos personajes en un páramo.
Quarere era una historia de amor que abría el mundo creativo y biográfico en el que Mal Pelo habitaría los siguientes años. María Muñoz había recorrido un breve camino en el ámbito de la danza contemporánea, que incluía estudios en el Institut del Teatre y con otros coreógrafos, como Ángels Margarit, Shusaku Takeuchi, Lina Kraus y Julyen Hamilton, y una experiencia de compañía junto a María Antonia Oliver en La Dux, compañía con la que habían presentado Corre que fem tard (1986). Pep Ramis, en cambio, carecía de formación como bailarín, y sus intereses estaban más orientados hacia la música y la plástica. Colaboró por primera vez con María Muñoz en un solo presentado por ésta en 1988 titulado Cuarto trastero, una pieza de registro íntimo que subrayaba «la grandeza de las pequeñas cosas» y que anunciaba la línea a seguir por Mal Pelo.
El espacio de Quarere sólo estaba ocupado por un poste y un recipiente con agua que en un momento dado María Muñoz utilizaba para peinarse y después ambos para mojarse repetidamente toda la cabeza en una secuencia lúdico-agónica que en gran parte resumía tanto el tema de la pieza (la búsqueda de un encuentro en que se recurría al público para hacer rebotar la miradas que no llegan a cruzarse) como la relación de los personajes a los elementos.
En los siguientes espectáculos, el trabajo con los personajes se hizo más intenso, al igual que la opción por la fabulación y el recurso a lo animal, mucho más explícito. Aunque el motivo central siguió siendo «el encuentro», de tres en Sur, perros del sur, de siete en La calle del Imaginero, de ocho en Orache… La primera de estas piezas comenzaba precisamente con un texto de Jordi Teixidó pronunciado por María Muñoz, que decía: «Teniendo en cuenta que las posibilidades de que dos personas cualesquiera se miren o se encuentren son infinitamente menores que las posibilidades de que dos personas cualesquiera ni se miren ni se encuentren, un cruce de miradas o un encuentro cualquiera es un hecho absolutamente excepcional, fantástico.»
La exploración de los encuentros conducía inevitablemente a lo dramático. Si en Quarere las situaciones dramáticas eran todas ellas bailadas, en Sur, perros del sur daban lugar en algún caso a la introducción de la palabra. Ésta no era el único factor de teatralización: también la caracterización de los personajes era más explícita (en el vestuario, la voz o el gesto), la escenografía más determinante y la música más incisiva. Si Quarere tenía ya una cierta textura de «cuento», en una secuencia de Sur, perros del sur Pep Ramis interpretaba el papel de un viejo que contaba un cuento. Al año siguiente, María Muñoz interpretaría una pieza, La mirada de Bubal, construida sobre la estructura de un relato infantil que ella misma narraba. Y tanto La calle del Imaginero como Orache incluían secuencias narrativas o fuertemente marcadas por la idea del «cuenta cuentos».
Sin embargo, las estructuras dramatúrgicas de Mal Pelo no son en absoluto lineales. Todo lo contrario, la fragmentación que afecta al cuerpo afecta igualmente a la estructura. Ésta se compone desde la experiencia de lo corporal, es decir, desde la asociación, desde la intuición. Y se agita con el mismo tipo de movimientos que el cuerpo de los intérpretes: disociación de los miembros, saltos con tensiones contrapuestas, miradas contrarias a la dirección del desplazamiento, vuelos limpios seguidos de encogimientos, casi agarrotamientos, inmovilidades, silencios, juegos mínimos, de manos, de cuello, miradas… En paralelo, la composición del espectáculo puede contener solos a modo de meditacion, imágenes asociativas, secuencias oníricas, ocurrencias visuales o dramáticas, narraciones verbales, diálogos coreográficos, escuchas del eco…
El solo de Pep Ramis, Dol, ejemplifica claramente todos estos procedimientos. Se trataba de una pieza de gran intensidad, que mostraba el proceso de asimilación de la experiencia de la muerte (del padre del propio autor). Todo el espectáculo estaba construido a partir de una idea que en algún momento se formulaba: «Hay gente que cree que al morir el alma del hombre se convierte en pájaro. Y así, cuando miro a los pájaros pienso que quizá, uno de ellos podrías ser tú».
En La calle del Imaginero (1996) aparecía un personaje con una paloma en la cabeza: la había adiestrado para que volviera constantemente a ella. Ese mismo personaje aparecería más tarde con una jaula a la espalda. Pero La calle del imaginero no era una pieza sobre pájaros, ni sobre animales (aunque aparezcan pollos y sardinas), sino «una reflexión sobre el gesto íntimo», «una recopilación de imágenes en la que hechos aparentemente nimios aparecen como símbolos de una imaginería que nos pertenece a todos, hecha de realidad y fantasía». Se partía de la idea de la esquina, un espacio exterior que servía para que cinco personajes se encontraran, o al menos se cruzaran.
Probablemente, de los espectáculos de Mal Pelo La calle del Imaginero fue, junto a L’animal a l’esquena, el que más se parecía a un libro, un libro ilustrado con imágenes que se instalaban en la memoria del espectador, y salpicado de palabras fácilmente legibles, pero difícilmente fijables en el interior de una estructura lineal. Lo importante es la sensación, la percepción de un mundo. Si La calle del Imaginero podía parecer un cuento (sólo en apariencia infantil), L’animal a l’esquena era como un libro de viaje, en que se habían ido anotando pequeños momentos y deseos (incluido ese otro viaje imaginariamente aún no realizado a París que funcionaba como motivo recurrente en el espectáculo). Constituía una réplica, diez años más tarde, a Quarere, y al elementarismo fabulador de éste se superponía ahora un discurso más reflexivo, por ello melancólico, voluntariamente ingenuo y por tanto inevitablemente irónico. Al margen de la mayor o menor efectividad del aparato escenográfico, la eficacia comunicativa del espectáculo residía en los cuerpos de los intérpretes, capaces de transmitir en solitario o interacción esa constante tensión entre la fortaleza y la duda, entre la ilusión y la fragilidad, entre la capacidad voladora y el encogimiento huidizo y tímido, entre la animalidad y la ternura, la composición y la espontaneidad…
Diez años habían sido necesarios para convencer a María Muñoz y Pep Ramis de que el hombre físicamente y por sí mismo no puede volar (tal vez por ello recurrieran a ese primitivo ingenio con alas sobre el que ascendían no gracias a su pedaleo entusiasta, sino a la ayuda de un mecanismo hidráulico que elevaba el suelo del escenario), y que, por tanto, su deseo de ser pájaros no conducía inmediatamente a la victoria sobre la gravedad. En su lucha contra la gravedad, Muñoz y Ramis compartieron el mismo deseo que los inventores del ballet clásico. Pero lo que les alejaba de éstos era la consciencia de que en esa lucha el hombre no se aproximaba a las ninfas ni a los seres espirituales, sino sobre todo a los animales. Y no tanto a los animales que vuelan como a los animales que saltan. Lo que diferencia en definitiva la danza de Mal Pelo de la danza clásica es la consciencia de la animalidad del cuerpo del bailarín, que no puede convertirse en ángel más que con ayuda de cuerdas o mecanismos que lo eleven, y que cuando intenta ser pájaro lo es sólo en la forma y no en la acción.
La consciencia de la precariedad se hace explícita en la última escena de L’animal, cuando los dos intérpretes consiguen incorporarse apoyándose uno en el otro, con unos gestos tomados de los pájaros que, trasladados al cuerpo humano, adquieren la apariencia de movimientos propios de paralíticos cerebrales. A partir de la consciencia de la animalidad (el animal que se carga a la espalda) y la limitación, es nuevamente posible el vuelo, siempre en forma de salto y siempre, por tanto, con regreso a la tierra. Ese salto, por otra parte, no es una huida más allá de la carne, sino un viaje cargado de memoria. Y la memoria se inscribe en la carne, en la piel y en las entrañas.
Imagino el animal / que cargamos sobre nuestras espaldas. / Es un animal desarraigado, / un compañero de viaje invisible y poderoso / que guarda todo aquello que hemos amado… / Ante nuestra mirada se presenta / un mundo lleno de elementos desordenados. / Acompañados por el animal. / elegimos nuestro propio orden, / ejecutamos una fragmentación arbitraria del mundo, / y la llenamos de un valor propio. / ¿Qué cosas elegimos? / Corremos, y al correr, notamos / el peso del animal. / ¿Corremos hacia la vida para recuperar / una ilusión de lo que ya no existe? / ¿Para perseguir la realización / de lo que todavía es posible? / Corremos, y al correr, notamos el peso del animal, el peso de la humanidad, y nos abruma. / Un solo hombre no puede cargar con todo.» (Muñoz y Ramis, p. 19).
Bibliografía
Jowitt, Deborah (1994), «Man Flying», The weekly newspaper of New York, 20 de septiembre.
Muñoz, María y Ramis, Pep, Mal Pelo. L’animal a l’esquena (con fotografias de Jordi Bover), Mal Pelo, Girona, 2000.