Mientras parte de la escena contemporánea intenta recuperar esencias de sus orígenes rituales, en busca de una posibilidad de supervivencia frente a la saturación del arte de masas, homogeneizante y anulador de la especificidad, algunas experiencias desplazan la comunicación verbal hacia los símbolos visuales o las pautas de una sonoridad inarticulada, mientras que otras rescatan la riqueza de la palabra. Por otro lado, la ya antigua discusión entre la postura logocéntrica, que sitúa a la dramaturgia textual como punto de partida, y la autonomía del discurso espectacular, quizás haya favorecido un espacio para expresiones híbridas, para poéticas de la representación que refuerzan el papel de una palabra otra.

El contacto con experiencias recientes del Caribe hispano que subrayan la individualidad del performero –como respuesta estética a las dificultades para la sobrevivencia de los grupos de teatro experimental en la región–, y potencian tanto la pluralidad de funciones en la creación escénica como la incursión en formas teatrales, danzarias e híbridas –abiertos a nuevas tendencias–, y el sentido de entender el cuerpo del artista como instrumento a explotar en todas sus potencialidades, me hacer repensar la escena cubana y distinguir una experiencia en la cual, desde la propia génesis formal, opera una acentuada voluntad de transgresión de paradigmas y un intento de fusión entre movimiento y palabra que desconoce fronteras.

Danza Abierta es el grupo que Marianela Boán comienza a perfilar en 1988, a partir de su desprendimiento de Danza Nacional de Cuba, para continuar una línea de vanguardia iniciada dentro de la gran compañía donde se formara, trabajar conceptos de movimiento más cercanos a la danza minimalista, de fuerte carga conceptual, y explorar el gesto natural y cotidiano, complejizado en difíciles combinaciones, con el empleo de la voz –y a través de ella de la palabra articulada– como recurso generador del movimiento. Para ello crea un tipo de entrenamiento, basado en las técnicas de soltura y contacto, que permitan sobrevivir bajo el virtuosismo a la naturalidad, hacer coexistir lo extraordinario con lo cotidiano para rescatar al ser humano, al personaje, a la acción dramática, a la fábula, a la emoción y al argumento antes que al bailarín formalizado.

A estas alturas, cuesta definir en el trabajo de Marianela Boán hasta dónde llega la danza y desde dónde comienza el teatro o viceversa. Omar Valiño ha hablado de «decididas incursiones en el teatro desde la danza»,[1] y últimamente sus puestas generan cada vez más expectativas e interés entre la crítica teatral. Y no es gratuito. Ella confiesa como el contacto con las teorías de Stanislavki, Brecht, Grotowski y Barba le llegaron primero que incluso la existencia de una corriente llamada danza-teatro, a través de su estrecha colaboración con Roberto Blanco, Vicente Revuelta, Tomás González, Raúl Martín o Víctor Varela.[2] Precisamente en el último año la bailarina y coreógrafa montó dos versiones de Un tranvía llamado Deseo, una homónima para Danza Contemporánea de Cuba, un espectáculo total en el que la participación en vivo de la música, ejecutada al piano por Roberto Carcassés –como una suerte de voyeurista que al final toma partido–, contrapunteaba con la ejecución de los cuatro bailarines, y Blanche Dubois, un solo ejecutado por ella misma. Y es oportuno recordar como Marianela agradece la independencia que le da no haber visto jamás un espectáculo completo de Pina Bausch ni haber vivido cerca de ella, mientras reconoce la perspectiva particular de su mirada enfocada desde el Caribe. Porque cada vez más urgida de actuar, se siente a sí misma como una actriz que baila y califica su trabajo como danza contaminada,[3] de teatro, de música, de poesía, de otra visualidad que llega más allá del movimiento.

Paradójicamente, cuando trabaja a partir de textos dramáticos, como El cruce sobre el Niágara o Antígona explota el movimiento puro de un modo que parece rehuir lo teatral, porque es evidente que le interesa explorar lo que pasa con el cuerpo del ejecutante en movimiento, pero al mismo tiempo, creo que, consciente de que un enfoque demasiado atado al cuerpo físico correría el riesgo de dejar de lado la persona, sus creaciones definen claramente una dramaturgia, abierta, no lineal, pero cargada de acción, contradicción, lucha de voluntades, tensión, esbozos de caracteres, diferencia.

La vocación de abrir la danza definió desde el inicio el nombre del grupo ya casi once años atrás: Danza Abierta, más tarde fundido en un vocablo único, que el diseño de logotipo concebido por Reinaldo López enlaza las dos palabras con una suerte de prisma ilustrador de la multiplicidad de aristas que signan la experiencia.

El pez de la torre nada en el asfalto: poesía visual animada

Oscar, el poeta de veinticinco años, personaje central de Aire frío, el texto paradigmático de Virgilio Piñera, en la primera escena de la pieza enuncia un texto que contrapone al lenguaje cotidiano de su hermana Luz Marina, para empeñarse en defender su espacio, y develar en un instante de nivel profundo el eje de contradicciones de la pieza. Ese mismo verso sirve de título y motivación fundamental a una de las puestas sobre las que quiero compartir mis reflexiones.

De mis notas sobre El pez de la torre nada en el asfalto, una suerte de guión del espectador en el que he tratado de leer a mi modo, para atrapar y traducir a palabras, sensaciones y sentido la poesía visual de la escena, extraigo algunos fragmentos que se entremezclan con reflexiones posteriores:

Seis seres sentados en proscenio, como mendigos, vestidos con ropas viejas y sucias y bolsas plásticas en las manos, en postura de espera, de ocio… indiferentes miran al público. ¿Homenaje a Godot, un personaje de presencia recurrente en muchas experiencias contemporáneas de la escena de América Latina, la cita de un rol cercano a Marianela en la primera etapa de Danza Abierta? ¿Inacción, desaliento, alusión metafórica a la situación «a la deriva» de un movimiento teatral, que otro grupo recreó como motivo temático central? Todo eso y a la vez nada, la nada. Una especie de trueno los sacude. Música. El acto de pararse es un esfuerzo agónico después de varias tentativas, reptan, se yerguen y se caen, dan vueltas. Hay que hacer. Los cuerpos contactan unos con los otros. Se pierden bajo las cortinas. Oscuro y silencio.

El telón se abre y descubre un espacio de caverna, sepia, lúgubre. Los cuerpos inertes se levantan, algunos arrastran maletas [vuelve la referencia al viaje, entrar y salir de la Isla, la diáspora, la nostalgia, cierta violencia]. Los cuerpos danzan como si rompieran resistencias, como si sobrepasaran los límites de lo posible y lo imaginado. Se unen y configuran una especie de composición grupal de resonancias épicas, afirmación del grupo e ironía, a un tiempo.

Un actor bailarín se separa. Por debajo de la música grabada empieza a entonar y a bailar un guaguancó que es pregón de venta callejera. El resto de le une en un coro, con percusión y palmadas. Es la calle y ha estallado el choteo, la fiesta cotidiana de los cuerpos, con golpes de cintura, pasos de rumba y de conga colectiva.

Ralentización, agrupamiento, relajación, inmovilidad. Los bailarines son un montón en el espacio. Quietud. Reviven lentamente y buscan el equilibrio. Se yerguen y caen otra vez (con nuevas posturas). El caos aparente no empaña la precisión en el gesto y el dibujo del movimiento. Unos se apoyan en los otros y quedan de pie.

Caídas, levantadas una y otra vez ¿El duro empeño de resistir y avanzar? El imperativo de actuar a toda costa. Las imágenes me recuerdan Gaviota, un montaje de 1993 en el que Marianela Boán, sola en escena, protagonizaba un forcejeo similar, entonces entre emprender el vuelo o comer, entre pensar o comer –ese obsesivo tema de la escena cubana contemporánea–, entre someterse a la norma aceptada por la mayoría o asumir la trayectoria propia, privilegiar el fin o los medios, para concluir validando el proceso de lucha del ser humano por ser fiel a sí mismo.

Una actriz se levanta de la nueva hilera de cuerpos sentados en proscenio y avanza tímidamente hacia los otros, mira con sigilo a todos lados, y al fin se atreve: «Vaya, malanga, malanga por un vestido». El pregón pintoresco se ha transformado en la urgencia de la calle, en el trueque de la más elemental materialidad.

Se abre el diálogo. «Su vestido aquí. Vamos que se acaba, caballero…», «vestido por aspirina», «aspirina por detergente» y otra vez «malanga por un vestido» que se vuelve clamor . El afán de Luz Marina Romaguera –la protagonista de Aire frío– por un ventilador, se recontextualiza en una aspiración tan pueril, tan aparentemente frívola pero tan elemental que se torna patética. El objeto aparece como un juguete de descubrimiento para la gestualidad.

La cita de Piñera se deconstruye y se recompone una y otra vez. «El pez de la torre nada en el asfalto». El comentario absurdo: «¿nada en el asfalto?» inquiere sobre el significado de la nulidad, no sobre la acción del verbo: «nada en el asfalto» es la respuesta concluyente. Contra la nada, el espíritu que renace, la cultura que salva, y otra vez la ironía. Se escucha «Perla marina» en la voz de Barbarito Diez, y «La bayamesa», interpretada por las Hermanas Martí, desata un juego entre lirismo y mascarada, poesía y despelote, sentimiento y parodia.

La capacidad de reír que no perdona dolor alguno explota en el carnaval. En el cabaret salsero los actores bailarines revelan el goce real de su ejecución aquí y ahora. De la asepsia transitamos a la explosión de luces coloridas sobre el oropel de medio pelo que cubre los cuerpos. La música escogida, Murakami’s Mambo, de José Luis Cortés y NG La Banda es un prodigio de fusión intercultural que despierta asociaciones diversas. Lo representado se hace acción presente. A pesar de todo, aquí estamos, aunque la mueca congelada del saludo final subraye la mascarada de una diversión que se ha tornado distante para el público cubano. Es curiosa la recurrencia epocal en ámbitos como el cabaret, el prostíbulo –pienso en el interés compartido hacia Requiem por Yarini, por el teatro Buendía y el Rita Montaner, un texto que tiene como ámbito de acción el burdel, o el cabaret que entre chinerías y evocaciones de sus actores construye Nelda Castillo para homenajear a Sarduy en De dónde son los cantantes, y otra vez el prostíbulo en La negra Ester , que vino de mucho más al sur para hablarnos desde pérdidas y abandonos de la esencia de lo chileno. Será que esos ámbitos de legitimidad ambigua resultan los más propensos para la carnavalización, para la fiesta transgresora de palabras y movimientos.

Los bailarines blanden hacia el público platos escachados y las típicas bandejas de aluminio del comedor obrero o el campamento agrícola. El frenesí los hace caer y comen desesperados de los platos. Ahora recuerdo Fast Food, otro montaje del 93 en que Marianela, como un personaje femenino ascético y mudo, ejecutaba el doloroso ritual de pincharse los dedos con un tenedor y comérselos, para inmediatamente, estoica e impasible, blandir el muñón en gesto heroico y retirarse humildemente. Ahora son estos rumberos los que avergonzados por haber sido descubiertos por el público, disimulan, se levantan y congelan una sonrisa.

La torre y el asfalto, el vuelo en lo alto y la mirada rasante. ¿Cómo conciliar la grandeza de una idea y la consecuencia con la sacudida que implica llevarla a la práctica?

Los actores lanzan al público todos los objetos: los platos maltrechos, el vestido elastizado de Luz Marina Romaguera, los trajes de oropel y hasta el libro del poeta. Se desnudan y se van al fondo. Hay que recomenzar para seguir haciendo, para hacerlo mejor.

  1. El árbol y el camino. Mirar a los otros

El árbol y el camino toma como impulso argumental una función de teatro que no puede comenzar, porque todos no están a tiempo. Un trozo de la vida real del grupo se expone en proscenio en todo su desaliño. La danza dentro de la danza habla del agobio cotidiano y con las palabras más simples se reflexiona otra vez sobre el teatro y la sociedad, sobre la metáfora y la vida.

El orden se impone y se descorre el telón. Aparece un amplio espacio verde con un árbol totémico como centro y referencia obligada para cualquier camino. Otra vez la dicotomía esencial, otra vez el hombre que cae y se levanta insistentemente en la búsqueda del rumbo, o tal vez de la felicidad.

La inercia que arrastra el impulso de lo real los hace detenerse. Un bailarín pide ayuda a un santo impreciso allá en lo alto y poseído entona un canto arará que se vuelve exorcismo. Reafirmación y evasión están presentes en una extraña mezcla. El rito concluye con un desnudo colectivo. Y es como si solo ahora realmente pudieran comenzar la danza, entre los seis árboles como perchas alineados al centro del espacio. Los cuerpos se enlazan a las ramas, hacen girar su árbol, contactan entre sí y ejecutan dúos. Las estructuras corporales combinan su diversidad de complexiones, sexos y colores, en un juego que recuerda imágenes bucólicas.

Al reflexionar sobre la fotografía del cuerpo desnudo, William A. Ewing comenta que «una manera de definir si una imagen es erótica podría ser preguntarse si fue pensada como tal».[4] Tras la hermosura de los pasajes que configuran los cuerpos desnudos de los bailarines, en su libertad de movimientos y relaciones, más que inocencia, se percibe una naturalidad desafiante, de asunción plena, que reta cualquier criterio reductor.

Pero el exorcismo del desnudo, que se prolonga en buena parte del espectáculo no es sino sólo el primero. La deshumanización de la guerra es vista a través de la mecánica preparación del adiestramiento militar; la homogeneización del ser humano pasa por la imitación en cadena que reduce su identidad al vínculo con un número fijo; la palabra identidad es repetida, cuestionada, despojada de sentido. La electrónica y la alta tecnología que llevan al ser humano del goce supremo a la enajenación, el absurdo contenido en una consigna inflamada o en la manipulación de las formas de un concierto de rock o de salsa fusionado con el rap más agresivo son materiales fecundos en el cuerpo de estos ejecutantes, que no temen usar la palabra y lo hacen con la densidad del que valora el riesgo al incursionar en un recurso nuevo para ellos, y del que se han apropiado sin reparo alguno.

La palabra es cita que asume la retórica del lenguaje de la calle, la palabra es subversión que mueve el sentido del viejo lema repetido en la escuela como contraposición de la fragilidad del cristal a la firmeza humana; la palabra es armazón y deconstrucción del ritual del concierto de salsa, con las frases rapeadas dirigidas al público y el rítmico «¡no!» que se repite una y otra vez, para abrir infinitas posibilidades de sentido.

Si Miguel Barnet ha confesado que para él Alicia Alonso encarna la condición aérea y gestual del cubano, y que Nieves Fresneda le recordaba que se danza sobre la tierra; en su afán de integrar, de expresarse sin renunciar a posibilidad alguna, Marianela Boán se sitúa justo en medio, contamina fuentes culturales y técnicas, confunde danza y teatro, mueve la palabra y ritualiza el gesto a la vez que lo verbaliza, sintetiza tradición y transgresión, funde hiperbolización y proximidad, sacudida emocional y reflexión crítica, lo natural y lo fantasmagórico, la burla y el éxtasis.

 

Blanche Dubois: fascinación y pretexto

El espectáculo más reciente estrenado por Danza Abierta –dirigido a cuatro manos por Marianela Boán y Raúl Martín, su colaborador también en Últimos días de una casa–, elige el personaje protagónico de Un tranvía llamado deseo, Blanche Dubois, un rol hacia el que la bailarina-actriz confiesa una vieja fascinación que no se explicaba muy bien. Incluso antes  coreografió Un tranvía… para cuatro bailarines y un músico con Danza Contemporánea de Cuba. Admirada por la fuerza del carácter, oculta tras su precaria fragilidad, descubrió durante el proceso de montaje que su empatía se afirmaba en la voluntad de Blanche para defender su pasado, su utopía, y ciertos valores sutiles de la vida personal perdidos en los avatares con la historia. Marianela encontró tras esos rasgos, referentes cercanos de mucha gente y el personaje le sirvió para armar una fábula, entre esquema de parábola y pieza didáctica.

La dramaturgia de los objetos se ha trabajado con cuidado. El cajón-baúl es matriz, cruz que se arrastra, féretro, tribuna, escondrijo útil para los escasos útiles que irán apareciendo, biombo, caracol de la babosa. La bandera negra de ribetes dorados es rebelión derrotada y aliento épico –no puedo sustraerme al recuerdo de ciertos gestos de Madre Coraje. El diploma raído que enuncia «Otorgado a: Blanche Dubois por su destacada labor», colocado ante nuestros pies en el proscenio, junto a una camisa de miliciana provocan un multívoco diálogo con la vida cotidiana.

Si cada una de las frases del espectáculo está entresacada del texto de Tennessee Williams, a veces hasta a nivel de palabras aisladas de aquí y allá, la edición fragmentada las desdibuja de la fuente y las recontextualiza y el personaje conocido se transforma en pretexto, que a pesar del aviso del título, no revela claramente su identidad hasta pasados varios minutos, cuando la mujer que sale del cajón vertical forrado en rojo intenso en el que ha estado aprisionada cabeza abajo –¿útero? ¿espacio social de seguridad?–, después de una ardua batalla de avance a rastras o entre tambaleos, pausas y retrocesos, para incorporarse a lo de afuera, finalmente se define ante el público.

El tema musical Pacific 231 dramatiza como fondo al proceso angustioso de la mujer de tratar de salir de su propio mundo y no poder. A diferencia de El pez… y El árbol… en que la contradicción fundamental se expresaba a nivel proxémico en un constante desplazarse arriba-abajo, en acciones de caerse y levantarse, aquí el movimiento es atrás-alante, dentro-fuera. Porque la mujer que declara luego que no quiere desprenderse de Belle Rêve tampoco puede liberarse fácilmente de viejas ataduras, teme a lo que la vida social le impone, y es doloroso y difícil el proceso de asimilar los cambios. (Otra vez el antiguo tema de lo viejo vs lo nuevo, a través de una mirada diferente pero siempre conflictiva.) Y al final, cuando enarbola con dolor los símbolos de sus valores permanentes, por más que lo son, no le sirven para orientarse en el nuevo contexto. La reflexión dolida, y a la vez irónica y mordaz en el subrayado patetismo burlesco que por momentos le imprime la actriz, apunta a contradicciones esenciales de este momento y a posiciones diversas frente a ellas.

Danza y teatro se funden y alternan en el juego de seducción hacia el público, en el afán de Blanche por agradar a los otros, de insertarse en un medio diferente, en la expresión de su rechazo, como resistencia desafiante, elección, sacrificio, desconcierto. La cita del ballet Avanzada y el empleo del conocido tema musical del corto documental-video clip Now despiertan infinitas asociaciones.

Menos pretenciosa que sus danzas grupales de toda una noche, Blanche Dubois elige un lenguaje de cámara, que sin embargo creo no se consuma del todo. Creada para confrontarse con el público en el noveno piso del Teatro Nacional, me sorprendió la atadura a la frontalidad y la intención de construir un espacio que intenta remedar el de un amplio escenario, en virtual renuncia a una configuración más libre y quizás más íntima que, pienso, podría haber contribuido a acercar la escena al público y acentuar a nivel de la actuación momentos especialmente significativos, o a subrayar elementos puntuales de la escena, como el diploma que descansa casi imperceptible en el borde del proscenio. Cuento con el antecedente de un ensayo, visto en el pequeño salón de la sede del Conjunto Folklórico Nacional –en el cual Marianela habitualmente trabaja— que me dejó impresiones un tanto difuminadas en el traslado al escenario.

Como un paso más de la bailarina-coreógrafa-actriz en esa búsqueda pertinaz de un lenguaje escénico integral en el que su propio cuerpo también participe, la propuesta seduce y moviliza ideas, desafía y arriesga. Y después de una especie de laboratorio en el que exploró con su grupo la naturaleza del movimiento desde el contraste entre destreza e imposibilidad, y se adentró desde los límites del cuerpo en una indagación sobre la diferencia, ahora mismo se empeña en un nuevo proyecto, Chorus perpetuus, en el que hace cantar a los bailarines en una coral sui generis, en la cual disonancias y rebeldías dan la pauta de su propósito abierto, explícito de defender la expresión propia, singular e irrepetible, como el teatro mismo, de cada ser humano.

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[1] Omar Valiño Cedré: «Marianela Boán, su credo es volar», La Gaceta de Cuba n. 6/94, p. 30.

[2] Hay que recordar, aunque probablemente Marianela sólo apareciera en los agradecimientos del programa de La cuarta pared, el suceso más revolucionario y transgresor de los 80, que el estreno tuvo lugar en la minúscula sala de su casa, que entonces compartía con Víctor, y su participación fue mucho más que de apoyo logístico.

[3] Cf. Amado del Pino: «Danza contaminada», Revolución y Cultura n.4/95, pp. 45-47.

[4] William a. Ewing: «Eros», El cuerpo, Madrid, Ediciones Siruela, S.A., p. 206.