Marta Carrasco inició su carrera como bailarina con Avelina Argüelles y trabajó seis años con Ramón Oller en la compañía Metros. A mediados de los noventa comenzó a producir una serie de espectáculos situados «en la frontera del teatro, la danza, las artes visuales y la música». Aiguardent (1995), Blanc d’ombra (1997) y Mira’m (2000) tienen en común la exteriorización de un universo dramático generado por un personaje central (presente en los dos primeros, evocado en el último) situado en un espacio intermedio: de la memoria o de la muerte. La elección del espacio es coherente con la situación de los personajes recuperados, habitantes de un mundo indefinido generado por el alcohol, la locura o el retorno obsesivo de la infancia perdida. La indagación de los estados intermedios, de los tránsitos rápidos de estado emocional, de la ensoñación o del delirio, va acompañada de una formalización estética de rasgos expresionistas, si bien la expresión aparece en todo momento sujeta a construcciones dramáticas y plásticas muy definidas.

La combinación de danza, teatro y plástica en el planteamiento creativo de Carrasco se concreta en una serie de nombres propios en su trayectoria. Tan importante como su formación como bailarina con Argüelles, Margarit, Oller, Anna Sánchez e Ivan Boermeester, fue su encuentro con Txiki Berraondo y Manuel Carlos Lillo, a cuya escuela acudió en 1994. Berraondo dirigía entonces, junto a Magda Puyo y Graciela Gil, la compañía teatral Metadones, que había estrenado en 1993 un ‘collage’ escénico, basado en textos de García Lorca, Alberti y Pera Carda, con el título La Bernarda es calva. El placer de la mezcla, los enmascaramientos reveladores, la gestualidad grotesca, la agilidad en las asociaciones y la provocación lúdica practicada por Puyo y Berraondo pudieron dejar alguna huella en el trabajo de Carrasco, quien en 1997 colaboraría con ellas en la producción de Medea Mix. Aunque sin duda más importante fue su encuentro con Ariel García Valdés y con Pep Bou, con quienes había trabajado en Sabó, sabó (1994) y que firmaron la dirección teatral de Aiguardent.

Aiguardent convertía en danza plástica la experiencia del alcoholismo. Por medio del movimiento y de la imagen, Marta Carrasco mostraba el ir y venir entre la angustia y el entusiasmo, la cotidianidad gris, los momentos de lucidez y los destellos de irrealidad. El escenario estaba ocupado por un montón de garrafas de aguardiente, un baúl repleto de recuerdos, un traje de novia, una silla y una mesa con ruedas. El hallazgo compositivo de la primera secuencia se produjo de forma espontánea, mientras fumaba en la sala de ensayos sentada sobre un taburete con ruedas escuchando el tercer movimiento de la Cuarta Sinfonía de Mahler: su desplazamiento por la sala sin levantarse del taburete al ritmo de la música dio lugar a una coreografía, que incorporó también el desplazamiento de la mesa, en que las referencias plásticas (a los cafés de Degas, Renoir o Toulouse Lautrec) y la efectividad espectacular no entorpecían la transmisión del contenido dramático. El equilibrio entre la sugerencia de un turbulento desarrollo anímico, que se vehiculaba en una gestualidad fuertemente expresiva, y la definición precisa de las formas visuales y coreográficas constituía una de las claves compositivas de esta pieza. Si los materiales habían ido surgiendo como «vómitos interiores […] de las cosas que he visto o que veo», la resolución final corregía el exceso expresivo, reproduciendo a veces en la propia imagen la tensión entre el impulso y la forma (la sujeción, la atadura) que constituían el tema mismo del espectáculo. Así ocurría por ejemplo en las coreografías del inicio, en que la intérprete se veía limitada en su movimiento, a veces de gran violencia, por la imposibilidad asumida de abandonar su asiento, o bien en sus repetidos saltos contra un muro-colchón blanco al que quedaba adherida (gracia a un potente velcro), fijada en poses que detenían una y otra vez la imaginación física (o la angustia delirante) y que remitían al mismo tiempo a la constante tentación del suicidio.

El interés por la plástica de finales del XIX, implícita en algunas propuestas visuales de Aiguardent, se hizo explícita en su siguiente producción, Blanc d’ombra («Recordant Camille Claudel»), no sólo por la presencia como protagonista de la escultora que fue compañera de Rodin, sino por el cruce de las referencias visuales asociadas a ambos con otras de corte más expresionista, que habría que localizar en la pintura de Egon Schiele o Edward Munch. El espectáculo comenzaba con un despertar. El escenario ocupado por lienzos blancos que cubrían, cabía suponer, los muebles de una casa abandonada. Bajo uno de esos lienzos esperaba Carrasco-Claudel esperaba el momento de hacer su aparición. Como surgiendo de un letargo de décadas, la cara polvorienta, la actriz se iba desprendiendo lentamente de las sucesivas capas de ropa que envolvían su cuerpo al tiempo que se reapropiaba con esfuerzo de éste. Sus manos se movían con los dedos tensos, recordando los de tantos personajes de la pintura de Schiele, pero también la gestualidad del buto. Era el patetismo, la necesidad de hablar de un cuerpo privado de la palabra y sometido a una fuerte presión emotiva, lo que establecía el vínculo entre manifestaciones artísticas tan alejadas cultural y temporalmente y lo que reaparecía en la danza de Carrasco. Ella trataba de articular, pero ningún sonido salía de su boca. De ahí la expresividad de los ojos, la tensión de las manos. Y al tiempo que el personaje comenzaba a triunfar sobre la muerte, el piano de Ravel era seguido por una orquesta de cuerda que se mezclaba con una banda sonora de ruidos, risas, cancioncillas… Había escapado al sueño vacío e ingresado en el espacio de la memoria.

La escena, como en los espectáculos de Kantor o en los dramas de Müller, se convertía entonces en una máquina para el recuerdo (desde el punto de vista del personaje) y en un marco imaginario y emocional (desde el punto de vista del espectador). Los lienzos arrojados al suelo iban dejando a la vista muebles, objetos, esculturas… que remitían a fragmentos de la biografía de la protagonista, gozosa ahora por reencontrarse con su materialidad, por su carnalidad. La ambigüedad circundaba esa vida reencontrada: el espectador no acertaba a adivinar si Carrasco prestaba su cuerpo a la escultora o a una escultura, y es que bailaba «como si una escultura de Rodin hubiera tomado vida propia», convirtiendo «los volúmenes tridimensionales en figuras danzantes, llenas de expresión, intensidad y efervescencia» (Lecumberri, 99)

El espectáculo, descrito por un crítico como «un viaje a través del laberinto del alma» (Klug, 2000), no abandonaba, sin embargo, el soporte plástico. El tratamiento escultórico del cuerpo alcanzaba momentos de gran eficacia en su interacción con un telón transparente que servía de falso fondo a la escena. Tras él, Carrasco danzaba a contraluz proyectando sombras deformadas, que aumentaban el volumen de su silueta y creaban desproporciones tales como las que se pueden apreciar en ciertas figuras de Rodin y, sobre todo, de sus sucesores en la primera mitad del veinte. Contra él, apenas cubierta por una braga color carne, la coreógrafa se arrojaba provocando ondulaciones que convertían el plástico, iluminado en tonos azules y dorados, en agua, en reflejo celeste, pero también en placebo. A él se aferraba con los dientes, tratando de escapar del ahogo, del mismo modo que Claudel recurría a la absenta tal vez para escapar a esa opresión de los hombres protectores y enajenadores que la rodeaban. La angustia reaparecería en la escena en que, mientras pelaba patatas, era asaltada por una música inquietante que la llevaba a tragar lo que tenía en las manos y después a una coreografía de espasmos corporales que se prolongaría en una danza espectral, con el torso desnudo y la cabeza cubierta.

Rodin aparecía en escena en forma de maniquí fantoche recubierto de paño blanco, en torno al cual Claudel-Carrasco ejecutaba una danza de seducción. A continuación, se introducía en el fantoche y desde el interior componía una secuencia erótica, haciendo aparecer sucesivamente manos, pies, cabeza, torso, hasta manipular directamente el brazo del gigante para provocar el último y reconfortante abrazo. El escultor (Pigmalión) se convertía entonces en figura modelada y manipulada por aquella a la que había silenciado. En la escena final, y después de haber atravesado una fase de enajenación, traducida en encogimientos y contorsiones físicas, Carrasco regalaba al personaje de Camille precisamente aquello que le había sido negado: el reconocimiento público. Vestida con un traje rojo, con el que siempre había soñado, introducía en escena sus esculturas, su última exposición, al tiempo que saludaba emocionada en respuesta al aplauso mantenido de un público imaginario. Pero la locura (o la lucidez) precipitaban el fin: ella misma destruía sus creaciones antes de que la voz de Blancanieves, en la versión doblada de la película de Disney, introdujera un contrapunto grotesco: «Siento haber hecho tal escándalo. ¿Qué hacen ustedes parar olvidar las penas? ¿Una canción?» El trino de los pájaros se confundía con «Les Flamandes» de Jacques Brel, mientras la bailarina se dejaba caer sobre las cuerdas de un trapecio-camisa de fuerza, que al mismo tiempo que le permitían un limitado vuelo hacia el público, la sujetaban y la devolvían una y otra vez a su realidad.

La colaboración de Marta Carrasco como coreógrafa o directora de movimiento en puestas en escena de textos dramáticos, como Pesombra (1997), basado en la obra de Salvat Papasseït, dirigida por Magda Puyo, A la jugla de las ciutats (1998), de Brecht, dirigida por Salvat (más adelante colaboraría de nuevo con Salvat en la versión de Ronda de mort a Sinera estrenada en 2002) y espectáculos como A little Night Music, de Mario Gas, o su intervención como actriz en espectáculos y películas, como Viaje a la luna, de Frederic Amat, sobre guión de García Lorca, le permitió en esos años un conocimiento más profundo de las claves del discurso teatral. Esto la llevó a buscar una mayor integración de movimiento y palabra en su siguiente espectáculo, Mira’m, para el que contó con tres actores y dos bailarines, pero al mismo tiempo le sirvió para alcanzar una mayor madurez en la articulación dramatúrgica. En contraste con el tratamiento dramático de la locura y de la obsesión, en Mira’m, Carrasco propuso una visualización del mundo interior, sin una hilación explícita de las imágenes y sin una relación concreta de los intérpretes (entre los que no se encontraba ella) con un personaje. El paralelismo con los procedimientos del teatro-danza de Kresnick, ya apreciable en Blanc d’ombra, se hacía más visible, aunque la coreógrafa descubría sus referencias visuales más bien en la obra de Tadeusz Kantor, William Blake y Edward Munch.

La «máquina de la memoria» kantoriana adquiría esta vez la forma de un trastero repleto de muebles y objetos. Y en determinados gestos de los actores, en sus silabeos, en sus manos alzadas, en sus elevaciones estimuladas por destellos de recuerdo, reaparecían, reconducidos a la estética y al lenguaje propio de Carrasco, momentos de La clase muerta. William Blake estaba presente desde el inicio por medio de esas velas-linternas que provocaban las primeras visiones de los intérpretes. Y de Edward Munch Carrasco recuperaba las imágenes de las mujeres de pelo largo y cuerpo desnudo: niñas en tránsito a la madurez (al pecado), «madonnas» amenazantes para la mirada masculina, mujeres que se ponían y se quitaban la inquietante peluca roja.

Este nuevo viaje a las zonas oscuras de la interioridad (del cuerpo) construido por Marta Carrasco encontraba su apoyo en un «collage» musical, en el que tenían cabida Mozart y Schubert, tanto como Tom Waits y Ennio Morricone. A la alternancia y la mezcla de las músicas correspondía a la alternancia y la mezcla de las imágenes, que a veces se ofrecían directametne en forma de galería de personajes deformes, travestidos y estrafalarios que a simplemente cruzaban la escena, adoptaban poses o componían cuadros estáticos. El protagonismo de las muñecas (otro resto kantoriano) introducía de forma siniestra la referencia a la infancia, a la que una y otra vez apuntaban los intérpretes con sus acciones y sus textos, en tanto las sucesivas imágenes de la novia recuperaban de forma obsesiva la cuestión del tránsito y la maternidad. Las máscaras de niño sobre intérpretes desnudos producían monstruos de resonancias esperpénticas, en tanto las máscaras sobre la parte posterior de la cabeza generaban personajes grotescos, con quienes los intérpretes se divertían prestándoles sus brazos y sus espaldas para componer la parte frontal de su torso. Lo dramático se alternaba con lo cómico, la referencia culta con la popular (ese personaje con una jaula de pájaro cubriendo su cabeza que hacía un playback del aria de Papageno), lo lúdico con lo violento (esa escena que comienza con una tortura lúdica y acaba con un parto violento sobre el columpio-portapalés), lo obsesivo (las danzas patéticas, los llantos infantiles) con lo ligero (los disfraces y las recetas de cocina), lo abstracto con lo cotidiano, lo íntimo con lo espectacular. Al final, los cinco intérpretes, vestidos con sacos-camisas de fuerza, en una nueva composición de resonancias kantorianas, resolvían el espectáculo comiendo sandía y rociándose con agua mientras ejecutaban una danza desenfrenada que poco a poco se iba bloqueando para componer el mismo cuadro familiar con el que se había iniciado la pieza.

Disponible en:

https://play.google.com