T. S. Eliot se refirió a Coriolano como “el éxito artístico más seguro de Shakespeare”, contrastándolo con el “fracaso artístico” de Hamlet. Lo que Eliot quería decir es que la primera evidencia el control absoluto del autor sobre el material de su obra, lo que resulta en un perfecto diseño artístico, y la segunda su desconcierto frente a materiales y emociones que lo superan. Este orden clásico de Coriolano resulta evidente hasta en un breve resumen. El protagonista, Cayo Marcio, es una máquina de guerra, un Terminator de los comienzos de la república romana, cuyo heroísmo guerrero sólo es conmensurable con su desprecio por la plebe, recientemente beneficiada –tras una serie de revueltas– con inéditos derechos políticos que incluyen el nombramiento de sus defensores, los tribunos. Tras destacarse en la toma de la ciudad volsca de Corioles, que debe capturar él solo cuando sus soldados (plebeyos, qué duda cabe) retroceden aterrados, Cayo Marcio se agrega el apodo de Coriolano y vuelve a Roma para recibir la recompensa que todo militar triunfante merece: un cargo político. Pero Coriolano tiene un adversario mucho más formidable que la nación volsca o la plebe romana: su propia madre, Volumnia, “la mujer más desagradable en todo Shakespeare, sin exceptuar a [las hijas de Lear] Regan y Goneril”, al decir de Harold Bloom.
Volumnia es la matrona romana de nuestras peores pesadillas, cuya segunda frase (“Si mi hijo fuera mi marido me alegraría mucho más una ausencia que le diera honor que los deleites de la cama con su más ardiente amor”) pondría a prueba el aguante del más analizado de los varones y que, al regreso del nene de cada guerra, cuenta sus nuevas heridas con pasión de coleccionista (“En la derrota de Tarquino se llevó siete heridas en el cuerpo… antes de esta expedición ya llevaba veinticinco”, enuncia relamiéndose). Son las mismas heridas que Volumnia lo insta a exhibir ante los ciudadanos para solicitar su voto para cónsul, como fija la costumbre. Decidida a convertir en político al niño que alguna vez convirtió en soldado (“Anda, hijo, preséntate a ellos con el sombrero en la mano… dales gusto, con la rodilla besando las piedras… humillando tu pecho orgulloso, más blando que una mora madura que se deshace al tocarla”), Volumnia lo manda al frente, pero a pesar de su inicial determinación, Coriolano es incapaz de ocultar su infinito desprecio por el aluvión zoológico, se burla de ellos (“Aquí vienen más votos… Por vuestros votos velé; por vuestros votos sufrí crueles heridas sin fin… Por vuestros votos se explican mis proezas, ¡Vuestros votos! Quiero ser cónsul”) y luego los insulta, a tal punto que en lugar de ser nombrado cónsul termina condenado a muerte, sentencia conmutada por la del destierro tras la amenaza de nuevo round en la contienda entre patricios y plebeyos.
Dispuesto a vengarse, Coriolano se pasa a los volscos y, uniendo sus fuerzas a las de su archienemigo Aufidio (al que siempre derrotaba en el terreno militar), marcha sobre Roma. Las legiones romanas son pan comido para él, pero Roma guarda en la manga la más terrible de las armas secretas: su madre. La mujer que en algún momento llegó a decir con vanagloria que “tu valor es mío, de mí lo mamaste”, ahora usa artillería aún más pesada: “Te juro que no podrás lanzarte al asalto de tu patria sin pisar el vientre que te ha dado el ser… Nunca has tenido cortesías con tu madre, tu pobre gallina que, feliz con su única cría, a las guerras cloqueando te mandaba, y te traía a salvo y cargado de honores… Vámonos. Este hombre tiene por madre una volsca”. Coriolano, rindiéndose con malos presentimientos ante lo inevitable (“Ah, madre, regresas a Roma con una gozosa victoria, pero… a tu hijo le dejas vencido con una herida mortal”), hace las paces entre romanos y volscos, sirviéndole a Aufidio en bandeja la anhelada venganza: una vez regresados a Corioles lo acusa de traidor. Incapaz de soportar la menor crítica, en un arrebato suicida quepoco tiene de inconsciente, el acusado se ufana de haberse ganado el nombre Coriolano matando volscos como moscas, no dejándoles a los parientes y amigos de los muertos más remedio que achurarlo in situ. Aufidio, que ha demostrado mejor talento que su viejo enemigo en el arte clausewitziano de prolongar la guerra en la política, pronuncia su oración fúnebre con la requerida compunción.
Abajo la chusma
Coriolano es, junto con Julio César y Antonio y Cleopatra, una de las tragedias romanas de Shakespeare, y lo primero que salta a la vista es la casi inquietante comprensión que un hombre nacido y criado en el horizonte de la intriga palaciega y la monarquía absoluta llegó a adquirir, con la sola lectura de Plutarco y otros textos sobre historia antigua, del funcionamiento de la política de masas, en sus variantes democrática y fascista. El desprecio de Coriolano por la plebe es casi infinito, y es asombroso que nuestras elites no le hayan prestado a esta obra mayor atención, pues no hay en todo Shakespeare personaje más gorila que éste que, a la súplica de su Menenio, su mentor político –”Por lo que más quieras, ponles buena cara”–, es capaz de contestar: “Que se laven ellos la suya y se limpien los dientes”.
Pocas expresiones más absolutas de la convicción del derecho de una elite a gobernar sobre la masa hay que la respuesta de Coriolano a su sentencia de destierro: “Jauría de perros plebeyos, cuyo aliento me repugna como miasma de ciénagas malsanas… ¡Yo os destierro a vosotros!” (No es casual que en ambas citas aparezca la figura del mal aliento: como todas las obras maduras de Shakespeare, Coriolano tiene, además de una estructura dramática, una textura poética hecha de imágenes que se suceden a lo largo de la obra; en este caso, la que vincula el voto plebeyo con la voz, la lengua y el mal aliento: otra oportunidad histórica perdida para la retórica gorila local.) Algunos han querido ver en la actitud de Coriolano un reflejo de los sentimientos del propio Shakespeare, evidenciada también en Julio César y en la segunda parte de Enrique VI. Pero si los plebeyos de Julio César se dejan manipular por la oratoria del dictatorial y demagogo Marco Antonio en contra de los republicanos Bruto y Casio, y los campesinos que toman Londres y ejecutan a todo aquel que sepa leer y escribir se vuelven contra su líder a la primera oportunidad, los plebeyos de Coriolano demuestran una comprensión política más refinada y sólo apoyan –y con muchas reservas– las aspiraciones políticas de Coriolano cuando quedan atrapados en el inmemorial conflicto entre lucha de clases y guerra exterior. Los tribunos de la plebe son hábiles manipuladores que la usan para imponerse a sus adversarios políticos, pero también es cierto que son consecuentes en su defensa de los intereses de sus protegidos y que su señalamiento de Coriolano como enemigo del pueblo es simplemente cierto.
Y sin embargo Shakespeare escribió Coriolano como tragedia. Esto quiere decir que hay algo, una falla en el héroe, que no es posible solucionar en el terreno de la acción y en este mundo. Los caminos de una solución política están siempre abiertos, y en la escena final, Volumnia, que encarna el espíritu de la política, lejos de exigirle a su hijo que se vuelva contra sus aliados y luche por Roma, lo insta a hacer las paces entre ambas naciones. Coriolano, sin embargo, sabe que esa “solución política” precipitará su tragedia personal. Coriolano es un anacronismo, un Aquiles suelto en la polis; para él el valor guerrero es un absoluto, y toda negociación una agachada y un menoscabo de su honor. Que la misma persona que le inculcó esos valores quiera ahora convencerlo de abandonarlos es intolerable para su poco flexible psiquismo, y precipita sus malos presentimientos primero y su virtual suicidio después. Los héroes trágicos de Shakespeare mueren derrotados, pero alcanzan en la derrota un nivel de comprensión casi suprahumano, que abarca no sólo lapropia tragedia personal sino la general e inherente a la condición humana, y hablan un lenguaje nuevo. Coriolano es el primer héroe trágico de Shakespeare que no alcanza este nivel de conciencia: muere sin entender determinaciones que lo exceden, sin haber aprendido nada, repitiendo al final las palabras del principio.
La rebelión de las masas
El siglo XX, poco dado a la veneración de lo trágico-heroico (nuestra idea de lo trágico debe más a Kafka que a Sófocles o Shakespeare), tendió a devolver a Coriolano a lo político. Alemania fue por razones obvias el terreno más fértil, y dio lugar a producciones de signo opuesto: durante el período nazi se destacaron justamente los valores militares, el heroísmo y el liderazgo del romano, igualados en los libros escolares a los de Hitler. Como contraparte, Brecht escribiría una versión inconclusa, producida por el Berliner Ensemble en 1963, que minimizaba la cuestión del heroísmo y resaltaba el valor negativo de Coriolano como ejemplo de la estrategia dictatorial, o fascista, de utilizar el fervor guerrero del propio pueblo para liquidar sus aspiraciones políticas. Los plebeyos y los tribunos son los héroes del Coriolano de Brecht, como el protagonista lo era en las versiones nazis.
La gran marcha, la obra escrita por Eduardo Pavlovsky y dirigida por Norman Briski, continúa de alguna manera la línea trazada por Brecht. Es probable que nuestra época no pueda tolerar la conjunción de la dignidad trágica con el verso libre y, hablando más en general, que hoy en día no se pueda llevar a cabo una representación poderosa de una obra de Shakespeare más que interviniendo sobre ella. En ese sentido, La gran marcha cumple con el requisito fundamental: ofrecer una obra viva en lugar de una pieza de museo. El recurso favorito es despojarla de su aura de solemnidad clásica y destacar sus elementos grotescos: en la Volumnia que compone, con una gran teta en el centro del pecho, Briski logra conjugar la matrona romana con la idishe mame en una figura más aterradora que la madre que vigila a su hijo desde el cielo en Oedipus Wrecks de Woody Allen. Pavlovsky, que interpreta a Coriolano, ofrece un héroe más complejo y obsceno, con rasgos de humor e ironía de los que carece el original: una especie de Coriolano educado por Falstaff.
En lo actoral, lo mejor de la obra son las escenas de Briski y Pavlovsky, jugadas con una complicidad que recuerda los mejores momentos de Olmedo y Porcel (y en esta comparación no hay más que elogio irrestricto). Pero en su apuesta a la eficacia inmediata de la escena en detrimento del diseño global (el mismo que otorga a la pieza de Shakespeare su perfección artística), en su vacilante estrategia crítica y su repetido recurso a la alusión tópica y al chiste fácil (“Me vuelvo al St. George’s de Quilmes”, clama un Pavlovsky despechado), la obra debilita, en lugar de intensificar, las virtudes del original. Es verdad que ver La gran marcha a la luz de Coriolano es, sin duda, sólo una de las lecturas posibles de una obra que pertenece menos a Shakespeare que a Pavlovsky; pero para bien o para mal ésa es la que aquí se ensaya, y en esa perspectiva, uno de los desaciertos de La gran marcha es postular, sobre el final, que Coriolano es en verdad un cobarde. Acusar a un militar de cobarde es tentador, como siempre lo es volver contra el adversario sus propias armas, algo que en nuestro país se hizo profusamente tras la Guerra de Malvinas. El peligro es que se puede terminar defendiendo el código de valor del adversario: la valentía en combate sigue siendo una virtud incuestionable, sólo que este individuo en particular no la tiene.
En La gran marcha se multiplican las ironías y burlas respecto del valor militar (la valentía es vinculada con la arritmia y con los pedos y no se omite la supuesta atracción homoerótica entre guerreros, que, admitamos, está esbozada en la obra original). Shakespeare no cae en la trampa; por eso su Coriolano se convierte en un análisis y una crítica (no en unaparodia, registro que ya había explorado en el Hotspur de Enrique IV) del valor militar considerado como valor absoluto: a Coriolano, en última instancia, le da lo mismo pelear por o contra Roma, con tal de que reconozcan la preeminencia del valor en combate sobre todo otro valor humano posible, y que ese valor le pertenece a él más que a ningún otro hombre efectivamente existente. El coraje, y no la cobardía, hacen de Coriolano un traidor a su patria; así, en la sutil analítica de Shakespeare, las dos virtudes más caras a la mente militar (subordinación y valor) terminan enfrentadas en lugar de unidas. La cobardía del Coriolano de Pavlovsky, en cambio, es madre de alguna risa inmediata y de ninguna reflexión posterior.
A diferencia del cine o la literatura escrita, toda puesta teatral tiene lugar en un ahora absoluto, y por eso puede convertirse (se convierte inevitablemente) en un reflejo móvil y cambiante de su presente. Una puesta de Coriolano hubiera sido, en tiempos de la “Segunda tiranía”, un aliciente para los militares golpistas; en tiempos de la última dictadura militar, una invitación a la quema de teatros; en los del primer alzamiento carapintada, un llamado a la resistencia civil (las palabras del Coriolano de Campo de Mayo –”No es el vericueto de la ley y la chicana jurídica el ámbito natural del soldado; el soldado está formado para mostrar los dientes y morder”– podrían insertarse sin fisura en cualquier discurso del romano); en tiempos del último, un sutil comentario sobre la diferencia entre “héroes de Malvinas” capaces de virar exitosamente a la política (los Rico, los Aufidio) y los constitutivamente incapaces (los Coriolano, los Seineldín). Quizá las marchas y contramarchas de la obra de Pavlovsky y Briski sean, también, un fiel reflejo de las de la época incierta, caótica, intensa, vacilante y tenuemente esperanzada que nos toca vivir.