Ya en su primer espectáculo, O cumpreanos da infanta (1986), basado en un cuento de Oscar Wilde, se ponen de manifiesto algunas de las características que han acompañado toda la trayectoria de Matarile Teatro, como un medido trabajo plástico, de iluminación y sonoro, firmado por Baltasar Patiño, sobre el que se levanta una atmósfera llena de sugerencias. Otra característica ha sido la emancipación de cada uno de los lenguajes escénicos, como el movimiento, los sonidos, los objetos o la propia palabra de un texto previo que pudiera hacer de guía o base dramática, sin por ello renunciar a la utilización de textos. En el caso de O cumpreanos, el texto de Wilde era recitado por un muñeco que hacía de trovador; eran muñecos grandes manipulados a la vista del público, de modo que esa extraña relación entre el muñeco y el manipulador, entre el objeto muerto y quien le da vida, se sitúa en primer plano. En medio de un universo espacial, plástico y sonoro, que trata de poner a la luz lo que el hecho de la representación tiene de más enigmático, las palabras corrían en paralelo al resto de los planos escénicos, lo que algún crítico, pensando en modelos más clásicos, no tardó en denunciar como un fallo de teatralidad, sin apercibirse que ahora la teatralidad ya no se apoyaba en el conflicto planteado por una trama ficcional, sino en el contraste material y físico entre los diferentes niveles escénicos, entre los movimientos y las palabras, entre los objetos y los cuerpos vivos. Igualmente, ya en esta obra inicial, que llamó la atención de la crítica por lo novedoso de un teatro de marionetas para adultos con una elevada cualidad estética, se respiraba una atmósfera poblada por objetos traídos de otros espacios, un mundo decadente despertado del sueño del tiempo y atravesado por la melancolía. Estos son algunos rasgos que van a estar presente en casi todas sus obras, como el protagonismo de los objetos, subrayando su cualidad plástica, la idea del muñeco, el autómata, de lo que carece de vida, aunque posteriormente vaya a estar interpretado en muchos casos por los mismos actores, objeto de la manipulación a su vez de otros actores. Del teatro de títeres le queda a Patiño y Vallés el gusto por lo explícitamente escénico y la representación de la realidad como algo abierto a la manipulación y la diversidad de interpretaciones. En el centro late un profundo sentimiento de extrañeza, también de melancolía, por lo raro de todo aquello que inevitablemente se está continuamente escapando a los intentos por aprehenderlo, sujetarlo, inmovilizarlo, como la impresión de vida que se escapa de los muñecos, fluyendo desde sus miradas fijas, detenidas en el tiempo.

Pero fue con su siguiente montaje, Hamletmaschine (un proyecto ambicioso calificado por Patiño como el mejor error que hayan podido cometer), el que marca con claridad un salto hacia los nuevos espacios por los que habían de seguir desarrollando estos planteamientos escénicos. La elección del texto de Heiner Müller, como las citas del autor alemán incluidas en el programa de mano, muestran una voluntad decidida de concebir la creación escénica como riesgo y apertura a lo no conocido, un viaje hacia un espacio oscuro que no apunta a una lectura única, ni se cierra sobre una sola interpretación, sino que apela a una necesaria actitud de libertad frente al sentido de las cosas y la vida; es en este punto donde el público es invitado (quizá también molestado) a crear su propia historia a partir de lo que ve en el escenario, de lo que siente y le sugieren esos movimientos, luces, palabras, objetos y ruidos, que antes de avanzar por un solo camino prefieren dispersarse en direcciones distintas e incluso opuestas, abrirse a lo desconocido, crear interrogantes, especialmente hacia su propio sentido.

En cada una de sus obras se va a levantar un mundo poético, habitado por penumbras y obsesiones, movimientos recurrentes, espacios cerrados donde evolucionan unos intérpretes que pasan con facilidad del trabajo actoral a la danza moderna, de la expresión corporal a la palabra, aunque inicialmente con un contenido más abstracto. A pesar de que Vallés no tuviera formación de bailarina, ella misma se incorpora a sus obras como intérprete, desarrollando un plano físico y emocional a través del trabajo con el cuerpo. Nombres como Gena Baamonde, Eugenia Iglesias o la alemana Metchbild Barth, la acompañarán durante esta etapa de Matarile desarrollada a lo largo de los años noventa, que ha girado a menudo en torno al universo de la mujer. En este contexto se enmarcan también las colaboraciones de Ana Vallés con Carmen Werner, de Provisional Danza Madrid. Los paralelismos con otros referentes del teatro de danza contemporáneo, como Pina Bausch, grupo que ya en 1992 iba a poder descubrir de forma directa el conjunto gallego, son manifiestos.

A este mundo abstracto, aunque físicamente muy concreto, cargado de sonoridades poéticas, se le une el trabajo con los objetos, cargados de tiempo y memoria. De aquellos muñecos que parecían tomar vida se pasó luego a los actores convertidos en autómatas de mirada fija, perdida en el vacío. Se trata de cruzar lo vivo con lo estático, de mirar la vida desde la orilla de lo inmóvil, de lo que está muerto, para expresarla con mayor intensidad, como diría Tadeusz Kantor, con quien Matarile también guarda una secreta admiración. A menudo sus mundos escénicos se asemejan a esos espacios situados en un más allá, pero al mismo tiempo muy cercano, un más allá próximo que atraviesa nuestra realidad cotidiana; lo onírico y lo real, los recuerdos y el presenten, se mezclan en una extraña confusión que puebla el escenario inmediato (de la vida) de ausencias. A ese mundo de los muertos aludía el título inicial de A brazo partido, Tir Na Nog, referencia a una región de donde los muertos podían salir para visitar a los vivos, según la leyenda artúrica.

En ocasiones sus escenarios se oscurecen, sus figuras se detienen, quedan apoyadas en los bancos del fondo, arrumbadas por las esquinas de las habitaciones oscuras de la memoria, hasta que la luz de una linterna viene a descubrir ese paisaje durmiente, así ocurre en The Queen is dead o más recientemente en Illa reunión; aunque desde O cumpreanos y Hamletmaschine, pasando por 31, recreación poética de la desolación que se respira en un paisaje urbano de posguerra, hasta sus últimos espectáculos, como Historia natural (eloxio do entusiasmo), la reflexión sobre la muerte es un tema constante. En esta última, Sergio Zearreta, obsesionado con este tema, le recuerda a los espectadores que inevitablemente todos ellos van a morir, pero que no se preocupen, que solo será una vez, mientras sigue reflexionando sobre la posibilidad de comunicarse con los ausentes, de sentirlos próximos, de convivir con los que ya se han ido, sin perder el sentido del humor.

El tema de la muerte no es un elemento aislado, sino una pieza más de una poética que remite a un pensamiento de la realidad como algo que vemos y no vemos, que se deja representar y que al mismo tiempo escapa a la representación, una mezcla de presencias y ausencias, de cosas pasadas y otras por venir, de recuerdos, miedos y deseos, de espacios habitados por lo invisible. Se trata, por tanto, de poner la escena al servicio de una visión del mundo que por su naturaleza adquiere un carácter profundamente escénico, es decir, expresar a través de los medios teatrales aquello que es más propio o específico de la escena, la reflexión sobre lo que hay y no hay, lo que está ahí delante del espectador, en ese preciso instante, y lo que en ese mismo momento deja de estar, el juego entre lo que se presenta y lo que se representa, el conflicto entre realidad y deseo, entre el personaje que se construye y el verdadero yo. En el teatro de Matarile la escena se revela como un medio idóneo para llegar a sentir, más que comprender, lo que la vida tiene de todo esto, resultado de un continuo estar-pasando, que va dejando rastros, presencias que no vemos de aquellos que ya se fueron, de nosotros mismos yéndonos a cada instante. Y como resultado de todo esto una ganas intensas de vivir, de vivirlo todo en el misterio de la fugacidad, y al mismo tiempo un profundo sentimiento de melancolía por todo lo que a cada momento se está perdiendo, de nosotros mismos y del mundo. La belleza de lo fugaz, que late en el centro de la vida, y la tristeza con la que uno mismo va muriendo al tiempo que todo rebosa vitalidad; por eso también la idea central de juego como medio de construcción teatral e imagen de ese viaje incesante que es la vida y el teatro en un continúo estar-haciéndose.

El motivo del viaje, de ese estar-en-tránsito, en camino de un sitio a otro, que articula Illa reunion, es una de las claves de una poética actoral que define el escenario como lugar de cruces y encuentros, de choques y conflictos entre presencias diversas. La propia figura del actor, escindido entre su ser auténtico y su necesidad profesional de interpretar a otro, se manifiesta como un lugar por excelencia de cruces, metáfora del hombre en tanto que espacio de conflicto. El interés por juntar en el escenario actores de procedencia y formación distinta se ha ido acentuando en el trabajo de Vallés como una fuente de enriquecimiento humano y escénico de las obras, pero también de los propios procesos de trabajo que conducen a ellas.

Esta voluntad de encuentro e intercambio de experiencias es también la que animó el proyecto del Teatro Galán, abierto en 1993, que se convirtió pronto en uno de los puntos de referencia en la creación escénica española. A finales de 2005 deciden cerrar la sala, aduciendo que después de más de una década de programación ininterrumpida, privilegiando aquellos espacios fronterizos que fomentaran el diálogo entre lenguajes distintos, no se había conseguido obtener el respaldo institucional suficiente para crecer de manera natural. Este cierre supone implícitamente una actitud de abierto rechazo al paternalismo que sostiene el discurso sobre el «teatro alternativo» de los años noventa, que ha confinado la creación escénica española en una constante marginalidad. Diferente han sido los resultados obtenidos, aunque no las motivaciones, del festival internacional de danza para paseantes En Pé de Pedra, que ha ido creciendo en popularidad hasta convertirse en una de las citas culturales obligadas de la ciudad, sin renunciar a los criterios de renovación y riesgo que sostienen la programación. Estas iniciativas, así como la del festival alternativo de teatro, música y danza, impulsado por el Teatro Galán y la Nasa, otro de los espacios de investigación escénica que impulsan el teatro en Galicia, son un signo patente de este trabajo continuado, abierto en frentes distintos al mismo tiempo, por hacer posible desde el mundo de la escena, entendido en su sentido más amplio, un diálogo con la sociedad de hoy.

Si las obsesiones y esta voluntad de búsqueda y diálogo con lo otro que han movido el trabajo de Matarile son constantes, el modo de acercarse a ellas, de construirlas y comunicarlas, han ido variando. Ese mundo poético, en ocasiones cerrado hasta lo claustrofóbico, como en 31, se ha ido aproximando al presente cotidiano del espectador, aunque esto no haya impedido seguir creando universos escénicos bien diferenciados. Historia natural, por ejemplo, comienza con Roberto Leal descendiendo por el patio de butacas hasta el escenario, todavía en penumbras; ya abajo, de cara al público, le explica que vivimos mal, porque creemos que lo podemos controlar todo, pero no es así, y que nosotros, el público, ahí sentados, hemos elegido el peor lado, porque el sol luce aquí, en el escenario. Esta idea de lo de dentro y lo de afuera, del interior del mundo escénico y lo que queda fuera de él, se refuerza por la honda impresión de cohesión que, a pesar de los momentos de dispersión y caos, termina ligando todo el universo escénico, como un átomo compuesto de partículas distintas, cuyos movimientos no están sujetos a una lógica previa, pero que sin embargo terminan dando una profunda impresión de unidad, tejida por las relaciones que se crea entre sus habitantes, los actores, a lo largo de la obra, y de estos con el público, aunque este no deja de estar del otro lado del escenario, donde el sol luce menos.

Estas relaciones entre el afuera y el adentro se han transformado sustancialmente en paralelo a la modificación de los procesos creativos. Al teatro de danza dominante en la primera etapa, a la construcción de mundos oníricos cerrados sobre sí mismos, le corresponde un proceso de trabajo más sujeto a un esquema previo fijado desde el comienzo. Zeppelin nº 7, como explica la directora, marca un punto de inflexión: este esquema inicial es sustituido por un guión más abierto que permite una dinámica más flexible. Pero el giro fundamental vendrá con su acercamiento a lo que ella misma denomina el «teatro de las personas», anticipado con Teatro para camaleóns y desarrollado plenamente con A brazo partido; entre medias estaban The Queen is dead y Primeiro movemente: para figuras brancas, que participan igualmente de este último modelo que ya no parte de un esquema o guión, sino de ideas, sugerencias, textos, fotografías, músicas, que Vallés va suministrando a los actores, ya sea de forma previa a los ensayos o durante estos. Los actores, como explica Matxalen en Illa reunion, van recibiendo estos materiales a partir de los cuales deben hacer sus propuestas, individuales o en grupo, que serán finalmente entrelazadas en el espectáculo resultante. Esto facilita que en la obra se transparente el tono de espontaneidad, incluso de improvisación, de una verdad no impuesta desde arriba, y sobre todo la impresión de colectividad, la dimensión de convivencia, de recorrido en conjunto que tuvo el proceso para los actores, incluso a nivel personal. El modo de enunciación de estos textos, así como el contenido, algunos de ellos procedentes de las mismas improvisaciones, ha ido evolucionando hacia este tono cotidiano, con frecuente notas de humor. Ya en el programa de mano de Historia natural aparecen los nombres de los propios actores como autores también de los textos. De este modo, la propia directora ha ido redefiniendo su labor ante el grupo, hasta llegar a concebirla, más que como un trabajo de dirección en el sentido tradicional, como una actividad que consiste en generar las condiciones para que algo surja, para que algo ocurra; pero eso que finalmente acontece, el hecho escénico en sí, ya es resultado del propio trabajo de los actores, a veces de carácter individual, pero en la mayoría de los casos, de carácter colectivo, porque aunque sea uno o dos quienes realicen una determinada escena, el resto están ahí, mirando, escuchando, moviéndose, con la atención perdida en muchos casos, y todo ello contribuye igualmente a la impresión final de teatralidad, de vida.

El teatro de Ana Vallés ha querido ir desvistiéndose de mediaciones escénicas para presentar de manera más directa lo que de real y humano hay en los propios actores, convertidos en personajes de sus propias vidas, aunque para ello haya que utilizar inevitablemente convenciones, aunque utilizadas de forma consciente. El teatro, y sobre todo los procesos de trabajo y convivencia que conducen al resultado último, se revela como un espacio de convivencia entre un grupo de personas a las que de alguna manera se invita a estar allí presentes con todo su mundo vital y personal, con sus experiencias, miedos y emociones, porque todo ello va a ser la materia prima para la creación teatral. La sala de ensayos se convierte en una suerte de mesa de operaciones en la que se va a experimentar en torno al ser humano, representado en este caso por los propios actores, como confluencia esencial de eso que se llama vida, cruce de recuerdos y vivencias, de sueños y obsesiones.

Pero estas «personas», para las que Vallés sustituye la idea de interpretación, de connotaciones más alienantes, por la más personal de actuación, no van a dejar por ello de ser lo que son, esencialmente actores, bailarines y músicos. Recorriendo el camino inverso, de la máscara a la persona, se entronca con el sentido etimológico que este término tenía ya en el teatro griego clásico. Lo fundamental es que durante los ensayos se vayan generando choques y cruces, afinidades y divergencias, que permitan expresar en forma de conflicto lo que hay detrás de unas personas y unas vidas, no solo en función de unos textos que alternan la reflexión filosófica con las anécdotas personales, sino sobre todo en función de unas emociones, de algo que, como queda claramente expresado en el programa de mano de Acto seguido, escapa a las palabras, porque si no fuera así, para qué hacer teatro. Se trata de ver todo lo que un grupo de actores son capaces de comunicar y que va más allá del mensaje inmediato de los textos que están diciendo. El propio texto, como base de un acto de comunicación, de declamación o diálogo, contribuye a menudo más a la creación de esa atmósfera difícil de definir que a la transmisión de un mensaje concreto. En esa corriente de vida (escénica) que se está continuamente escapando de las palabras radica el misterio de la actuación, lo específico del cara a cara que diferencia el teatro de otras artes, y el centro de la investigación del trabajo de Matarile.