En LA PELÍCULA QUE NO SE VE, libro escrito por Jean-Claude Carrière, guionista y colaborador de Luis Buñuel entre otros, el autor se pregunta si la manipulación del tiempo organizada por el cine (las elipsis temporales, el montaje) no es una de sus obsesiones subterráneas: “suprimir el tiempo” escribe “eliminarlo, construir una ilusión tan intensa que los espectadores dejen de envejecer y salgan de la sala rejuvenecidos”.
Sin duda, acceder a los logros del montaje cinematográfico y a la “ilusión” temporal que el cine proporciona, ha sido la finalidad de muchas creaciones escénicas del siglo XX. Y aunque el teatro difícilmente sobrevive a esta comparación, continúa inventando nuevas estrategias que no hacen sino conducir al lenguaje escénico a un delirio cuyas consecuencias empiezan ahora a vislumbrarse. Cuando la sala La Fundición, en Bilbao, programó TLBETME = Todos Los Buenos Espías Tienen Mi Edad (Juan Domínguez 2003), pudimos ver cómo Domínguez, sentado frente a nosotros y en silencio, ordenaba pequeñas tarjetas sobre una mesa. Una a una y con velocidad variable según su contenido, las tarjetas se proyectaban en una pantalla gracias a un circuito cerrado de vídeo. Domínguez , vestido con traje blanco como quien acude a una cita importante, no levantó la vista. Parecía invitarnos a ocupar la silla vacía al otro lado de la mesa; una mesa diseñada por él para dos, en la que a un lado se sentaba el artista, y al otro, el espectador que estuviera dispuesto a adentrarse en sus pensamientos, a apropiárselos. Esa imagen de la mesa sirve como metáfora para lo que estaba a punto de ocurrir en nuestras mentes: una conversación íntima entre su manera de pensar y la nuestra. La invitación no podía ser más sugerente. Allí, en la oscuridad del patio de butacas, mediado por el cuerpo que forman la cámara, el proyector y la pantalla, el proceso creativo de Domínguez, -sus dudas, sus deseos, sus indagaciones y preguntas- escrito en las tarjetas y narrado en primera persona del singular, comenzaba a ser nuestro a medida que leíamos –comenzaban a ser nuestras dudas, nuestros deseos, nuestras indagaciones y preguntas-. Y es que la sencillez del dispositivo elegido (letras mecanografiadas, proyectadas siempre en la pantalla) permitía al espectador/lector ponerse en el lugar del otro de una manera tan cómoda, que resulta incluso perversa.
La voz interna que oímos cuando leemos en voz baja , si bien es una voz que nos pertenece, no se corresponde con la voz que escuchamos al hablar. Esta voz intersticial es, a saber, una voz a medio camino entre nuestros pensamientos y la forma de expresión de estos pensamientos, una pre-materialización de nuestra “visión” personal de las cosas. Cuando esta voz se hace externa, se encuentra con los límites de un lenguaje torpe y a menudo opaco e impermeable.
Y es que para acortar la distancia entre pensamiento y praxis, es necesario recurrir a la invención. Si bien el cine, como dice Carrière, persigue suprimir el tiempo, anularlo, hacerlo desaparecer… podemos decir que la propuesta de Domínguez hace aparecer el tiempo, y el espacio, porque construye otros espacio-tiempos que son los que surgen entre la acción de mostrar las tarjetas, el tiempo de lectura de las mismas, la velocidad entre una frase y la siguiente, y los colores adjudicados a las palabras (azul, verde, rojo, amarillo) según su condición (identidad, espacio, movimiento, tiempo).
Siempre tratado con humor y sentido crítico, el afán seudo-científico de Domínguez por comprender, a través de fórmulas que combinan nociones de espacio, tiempo, movimiento e identidad, el proceso creativo, es comparable a la fascinación de los montadores de cine por enlazar planos inconexos y aún así mantener cierta correlación: lo fascinante no es conseguir la continuidad perfecta de un plano al siguiente, sino estirar al máximo los límites de esa continuidad, hasta que el espacio entre los planos se impone, abriendo la posibilidad a percepciones desconocidas. Pero, a diferencia del cine, en Todos Los Buenos Espías Tienen Mi Edad, el tiempo (y el espacio) no es suprimido, sino inventado. Es construido a partir de la articulación de tres tiempos que suceden simultáneamente: el tiempo escénico (Juan Domínguez sentado en su mesa), el tiempo cinematográfico (las tarjetas pasando sobre la pantalla) y el tiempo, digamos, real, en sus dos vertientes: el tiempo cronológico, que sería considerado como objetivo (la pieza ocurre de ocho a nueve) y el tiempo biológico o subjetivo, que varía, se estira y contrae, según sea la vivencia individual (mental y emocional).
Por eso, cuando, al otro lado de la mesa, Domínguez coloca una nueva tarjeta: ¿CUANTO TIEMPO COMPRAS CON EL TICKET DE ENTRADA? el tiempo, o mejor decir, la duración de la pieza, es indeterminada, porque es inseparable de todos los factores que acompañan la situación, que se ha vuelto plenamente subjetiva e individual a cada uno de los espectadores y espectadoras de la sala. El tiempo se convierte en algo incalculable, porque no podemos separar la forma de expresión en las tarjetas y nuestra “voz interna” al leerlas. Estamos afectados por estos nuevos espacio-tiempos, a veces imaginarios, creados por el recorrido incierto de los pensamientos.
Pero además, esta pregunta introduce cuestiones más delicadas o incómodas, como es el valor que damos al tiempo, en este caso su valor económico en términos de utilidad y rentabilidad.
A pesar de las diferencias evidentes entre ambos, tanto el cine como el teatro, son oportunidades para repensar nuestra relación con esta “medida” imparable de los acontecimientos, con su economía, con el envejecimiento, que tanto preocupaba a Carrière y quizás también a Domínguez, y, por lo tanto, con la muerte. Son espacios de resistencia, donde es posible experimentar lo aparentemente inútil. Y son espacios para el cambio, puesto que participan de una re-formulación de la percepción y ponen en duda el “valor de uso” del tiempo de ocio.
Buscando en el diccionario la definición de la palabra “hacer”, la artista Amaia Urra encontró esta frase como ejemplo: movemos los muebles para hacer que hacemos. Urra se encontraba entonces en pleno proceso creativo de “El Eclipse de A.” (2001), una pieza cuyo motor partía del siguiente planteamiento: ¿cuál es el movimiento de la espera? ¿qué tipo de actividad tiene lugar en esos momentos que son la antesala de los acontecimientos? ¿cuál es la dirección de nuestros pensamientos y qué espacios recreamos en los momentos de aparente inactividad? La frase movemos los muebles para hacer que hacemos alude por tanto a un aspecto del verbo hacer que, paradójicamente, contradice su propio significado. “Hacer que se hace” puede entenderse como “fingir que se hace”, pero aún así, seguir haciendo, inútilmente, hacer sin hacer o hacer y deshacer, como Penélope tejió y destejió durante más de veinte años el mismo sudario, a la espera de que su marido, rey de Itaca, volviera de la guerra. Penélope destejía de noche lo que había tejido durante el día.
También “El eclipse de A.” se desarrolla entre la luz y la oscuridad, en un ambiente de penumbra, donde la única referencia al espacio exterior es la proyección en el techo de la sala de un cielo azul con nubes que van pasando.
El eclipse, como figura metafórica, hace referencia al cambio de rumbo de los astros, y a una alteración momentánea del curso de las cosas: el día se hace noche, adelantando o atrasando su propio discurrir. “El eclipse” es, además, el título de la película de Michelangelo Antonioni en la que Urra se basó para articular el tiempo de su pieza. Toda la pieza, al igual que Todos Los Buenos Espías Tienen Mi Edad, es un continuo entrelazado de tiempos que se superponen y se cruzan (t. escénico, t. cinematográfico y t. real) generando un “espacio en fases” o “fase espacial” que, según señaló Mårten Spångberg en su conferencia “No te das cuenta” (festival In-Presentable 2006, La Casa Encendida), es un espacio donde uno puede volverse no-humano, porque no produce identidad. Son espacio-tiempos elásticos que, fugando hacia delante, miran hacia atrás, y viceversa, queriendo ser reversibles se precipitan hacia su propio futuro.
En una zona árida de la ciudad, rodeada de impenetrables bloques de cemento, Monica Vitti espera a Alain Delon. Es la escena final de la película de Antonioni.
En la sala, Amaia Urra, sentada frente al televisor, mira a Monica Vitti que espera a Alain Delon. Es el comienzo de la pieza.
Nosotros, sentados en el patio de butacas, miramos a Amaia Urra que mira a Monica Vitti, que espera a Alain Delon.
Con el mando a distancia en la mano, Urra funciona como vector entre nosotros y la película. Ella manipula la velocidad del vídeo y nuestra percepción del tiempo cinematográfico. Monica Vitti espera, mientras Urra, sin dejar por un momento de mirar la escena de la película, bebe un café que en lugar de introducirse en su cuerpo, cae paulatinamente sobre su camiseta blanca. Continúa manipulando la escena de la película, hace rewind-fast forward, rewind-fast forward… Mónica Vitti espera y la mancha de café es cada vez más grande. Nosotros también esperamos.
Pasados diez minutos, llega Alain Delon y comienza el diálogo: “hace mucho que esperas? Pensé que llegaba tarde”, Mónica Vitti y Amaia Urra (dejando caer el café de su boca) responden simultáneamente: “hace diez minutos”. La elipsis temporal es re-construida en la pieza a partir de la acción repetitiva de hacer y deshacer, tejer y destejer, centímetros de celuloide.
Al igual que en la película donde, al morir un corredor de Bolsa compañero del protagonista, Antonioni decide hacer un minuto de silencio (un minuto cronológico, de silencio
cinematográfico), también Amaia Urra decide por una vez unir los diversos tiempos articulados en la pieza, de manera que, mientras en el edificio de La Bolsa, los corredores ficticios (actores/personajes) guardan silencio en señal de duelo, Antonioni dedica un largo fragmento de celuloide a mostrar este acto, en el que no sucede más que la espera, sin recurrir a la elipsis temporal y Urra, cuya imagen es proyectada ahora en la pared del fondo, mira hacia el auditorio como quien mirara una película, esperando su minuto de silencio. Nosotros también esperamos y también miramos. El espacio se invierte y el valor del tiempo se cuestiona, se suspende y se estira. De la misma manera, el espacio escénico no es el lugar fijo, inmóvil, sobre el que las cosas suceden, sino que es el suceso mismo.