Olga Mesa trabajó en Bocanada desde su fundación en 1984 hasta su traslado a Nueva York en 1988. Ese año compuso su primera pieza corta, Jersey en lo alto del tejado con la mano en cuarto menguante, con la que obtuvo el 2º premio del Certamen Coreográfico de Madrid y una beca para estudiar en la Merce Cunningham School. En Nueva York residió hasta 1992; además de colaborar como intérprete con Margarita Guegué y John Jasperse, compuso algunas piezas cortas: 26 Times in your arms (1989), con música de Jalalu Kalvert-Nelson, The Second Smile (1990), con música de Lluis Escartín-Lara, La Tête Chaufante (1990), con Bruno Sajous, De quién es este continente (1990), un trío con Margarita Guergué, Alexis Eupierre y Christian Cromar, con esculturas de Michael Kolster, y La Dernier Pomme du Ciel (1991), un solo creado en Bruselas con la colaboración musical de Charo Calvo. Charo Calvo compondría la música de Lugares intermedios, donde también se utilizó un vídeo realizado en colaboración con Lluis Escartín-Lara.
Su primera producción (después de su experiencia en Bocanada y su estancia formativa en Nueva York) fue Lugares intermedios, un espectáculo en que se anunciaba el camino a seguir por Olga Mesa en los años siguientes: la exploración de la interioridad se había situado en un paisaje desértico, trasladado a escena por medio de una instalación de papel continuo y una hilera de piedras volcánicas en primer término y mostrado en un vídeo realizado por la propia coreógrafa con la colaboración de Lluis Escartín-Lara en el desierto de Arizona. Toda la coreografía se desarrollaba en interacción con esa instalación de papel, que la intérprete poco a poco iba desgarrando, arrugando, descomponiendo, enrollando sobre su propio cuerpo… «La bailarina -escribía Roger Salas- anuncia la soledad en su ritual de rabia y despojos» (Salas, 1992).
En paralelo a su labor coreográfica, Olga Mesa realizó algunos trabajos de vídeo-creación: Lugares Intermedios (1993) y Europas (1995). En este último intervinieron como actores La Ribot, Francisco Camacho y Olga Mesa, quien presentaba su trabajo de la siguiente manera: «Memoria de imágenes inmediatas que duermen con la frialdad de un sueño ajeno. La acción como tiempo interno de la realidad y la mirada como tiempo externo del pensamiento que observa. Diálogo de los tres intérpretes con los diferentes espacios, y su presencia en los mismos, a través de acciones que van al encuentro de la imagen que aún no existe.»
En las producciones de los años siguientes, Des/apariçoes (1994) y Solos (1995), prosiguió la búsqueda nocturna y solitaria iniciada con Lugares intermedios, recurriendo al estímulo de lo visual (instalación / vídeo) y de lo poético. Des/apariçoes, realizado en colaboración con Paolo Henrique, estuvo muy marcado por la lectura de Pessoa: «estaba obsesionada por ese hueco perceptivo entre lo que existe y no ves, lo que ves y no comprendes, lo que deseas y no tienes», al que Mesa asociaba la idea de aparición / desaparición, que habría de convertirse en uno de los elementos nucleares de su obra. Se trataba de explorar el espacio a partir de la ausencia, hacer y deshacer el movimiento en un marco de recuerdos, deseos, obsesiones, adheridos a unos cuantos elementos con los que se jugaba, a veces peligrosamente, en escena: papeles, vasos de cristal, vestidos, pelucas… además del propio cuerpo. «[…] primero está el cuerpo, después el movimiento, la palabra, el gesto…» Y mientras Paolo Henrique se travestía o recitaba, Olga Mesa buscaba construir su imagen, ante un páramo de vasos rotos y papeles esparcidos cargados de palabras; frente a otro páramo de ojos distantes que ocultan sus propios deseos y sus propias memorias, ella trataba de componer la pose adecuada, despreciando el ridículo lo intentaba una y otra vez, desnuda si era necesario con el fin de buscar más allá de la superficie de la piel los rastros de una identidad que habita en el cuerpo y sin la afirmación de la cual el encuentro resulta imposible.
Con los Solos, Olga Mesa continuó un proceso de depuración de sus recursos expresivos y acentuó la obsesiva urgencia de la búsqueda. Enfundada en el mismo abrigo con el que había aparecido en Lugares intermedios, la coreógrafa escenificaba ante el espectador en «Everyday’s blood» los bucles interminables de sus pensamientos, sus angustias, sus sueños, sus miedos internos. Era la soledad la que sobrecogía y obligaba a abrigarse, y era la voluntad de superar esa soledad, de la que había sido incapaz de escapar en Lugares intermedios, la que forzaba a un vestuario frágil e inestable en los siguientes solos, a una especie de descuido que se incorporaba al movimiento coreográfico. Éste aparecía dominado por los giros y retrocesos, los arrebatos, las miradas atónitas, los choques contra la pared, las convulsiones, las inmovilizaciones, las posturas imposibles… E inesperadamente, como arrastrada por una visión de su propio cuerpo, Olga Mesa se dejaba llevar en la dirección marcada por su dedo índice extendido, o bien se resistía con las manos en tensión a abandonar aquello que su cuerpo había descubierto, pero al parecer no su mirada…
Además de la referencia a Pessoa («una calle desierta no es una calle por la que no pasa nadie, sino una calle donde los que pasan, pasan por ella como si estuviera desierta»), Mesa recuperaba los vasos de cristal (con uno de los cuales en «Qué es lo que tiene que ser más despacio» pergeñaba sobre el suelo un dibujo-texto que luego trataría de reproducir con su propio cuerpo), el cine (en «Derriere Moi», Mesa bailaba ante la proyección sobre la pared del fondo de una película en súper 8 de Daniel Miracle), las hojas de papel (que son tanto imágenes del vacío, metáforas de la soledad, como soportes de la palabra, de la memoria, de la voz y la vida de los otros), y añadía elementos nuevos con los que parecía probar otras estrategias compositivas. En cierto modo, los Solos fueron el laboratorio de pruebas en el que se gestó probablemente su creación más sólida: «un solo acompañado» (por la presencia de un músico en escena en un momento del espectáculo) de larga duración al que llamó estO NO eS Mi CuerpO (1996).
«Realmente yo tuve un sueño. Tenía una imagen de mí misma durmiendo en constante movimiento, y dentro del propio sueño tenía la obsesión de que había un ritmo en esos constantes cambios y que ese ritmo era una clave importante para lo que yo buscaba en el movimiento. Me desperté y no lograba recuperar la clave. Había sido como una visión. De ahí viene la idea de «El sueño de Danae». Nuestro cuerpo cotidiano no se rige de forma tan clara como pensamos por un pensamiento práctico. Y lo onírico tiene que ver con eso que no podemos comprender, que no sabemos de dónde viene.»
«El sueño de Danae» era la segunda parte de estO NO eS Mi CuerpO. El punto de partida era una proyección de súper ocho sobre el fondo negro del escenario, que mostraba la filmación del sueño de la propia coreógrafa en su cama una noche cualquiera. La película acelerada mostraba las imágenes de un cuerpo que se movía y cambiaba de posición abandonado a los efectos de la reacción inconsciente. Interponiéndose entre el proyector y la imagen proyectada, el cuerpo físico de la bailarina requería la atención del público, se lanzaba al suelo y ahí reelaboraba de forma consciente lo que en el sueño su cuerpo había producido inconscientemente.
Olga Mesa concibió Esto no es mi cuerpo como primera parte de una trilogía titulada Res, non verba (las cosas, no las palabras). Surgía de una preocupación: «Desconozco lo que piensa el cuerpo y lo que siente el pensamiento». Para avanzar en la búsqueda, Mesa recurrió al extrañamiento. «Me confronté con la danza a partir de la consideración del cuerpo como objeto: querer el cuerpo y al mismo tiempo odiarlo, sentirlo muy mío y al mismo tiempo como algo mecánico. La violencia generada por el extrañamiento se traducía en posiciones forzadas, bruscos desequilibrios, carreras en fuga de sí, presiones de las manos sobre distintas partes del tronco y la cara…
Bajo una banda sonora resultante del montaje de fragmentos musicales de muy diversa procedencia (textos de Raoul Haussman, interferencias y ruidos cotidianos), en la primera parte, «Mundus Sensibilis», Mesa componía un coreografía basada en movimientos violentos, apoyados por miradas tensas y momentos de inmovilidad, que truncaban y al mismo tiempo daban continuidad a las secuencias. En un momento dado, se lanzaba de costado contra el suelo, retorcía su cuerpo hasta llegar a una posición forzada, como de muñeco de trapo, se levantaba con una mano en el culo, en un gesto provocativo que no llegaba a ser obsceno…. O bien se presionaba una y otra vez el cuerpo, o lo estiraba, o simplemente lo golpeaba contra la pared, nuevamente contra el suelo, y lo mostraba entonces al público, como quien muestra sus heridas, asegurando: «esto no es mi cuerpo: ésta soy yo» o también: «esto no es mi cuerpo: es tu cuerpo». («Mi cuerpo vive una historia común a todos los cuerpos»).
La aparición del cellista, que seguía al desarrollo de la coreografía onírica en «El sueño de Danae», podría ser una exteriorización del contenido de ese sueño sólo físicamente explorado y, en cualquier caso, constituía una ruptura de la soledad y de la seriedad obsesivas que habían dominado hasta entonces la pieza. Junto al cellista, Mesa trataba en vano de seguir con el movimiento de su cuerpo las notas cada vez más rápidamente enlazadas del violoncelo. Y cuando el intérprete se desnudaba y continuaba así su interpretación, ella no parecía reaccionar a la nueva imagen y prolongaba la violencia sobre su cuerpo, una y otra vez oprimiendo con las manos sus caderas, su culo, sus pechos, sus sobacos…
La tercera parte, «Umbra Mundis» comenzaba con la proyección de un texto fragmentado de Rodrigo García, a la que seguía una imagen luminosa, irreconocible, ante la cual y contra la pared se desarrollaba una secuencia coreográfica que se expandía durante minutos, demorando un final que Olga Mesa hurtaba repetidamente al público, después de haberse paseado por el escenario con un metrónomo en la cabeza. Su primer saludo, ficticio, seguía siendo parte de la coreografía, y el público había de aceptar que su aplauso fuera interrumpido para escuchar un poema que la coreógrafa especialmente le dedicaba.
La segunda entrega de la trilogía Res non verba fue Desórdenes para un cuarteto (1998), un espectáculo extraño en el que Olga Mesa intentó trasladar la experiencia del extrañamiento al interior del colectivo. Nuevamente, la búsqueda se centraba en «aquellas pequeñas cosas que hacemos sin pensar, sueños, deseos ocultos; aquellas cosas que pensamos y no decimos descripciones de miedo y paisajes de infancia olvidados; aquellas cosas que hacemos a solas, geografías íntimas del cuerpo». Para hacerlas aflorar en sus intérpretes, Olga Mesa recurrió al juego («base de todo el trabajo de interpretación»), y mediante el juego se abordó la percepción y el intercambio de experiencias, como juegos se grabaron en vídeo momentos de la vida privada, se registraron sueños, risas provocadas por las cosquillas, y el juego favoreció un ambiente de desinhibición que hizo posible la manifestación del intérprete como «persona-cuerpo». «No quiero cuerpos tranquilos -reclamaba Mesa- quiero cuerpos cansados, desorientados, incómodos, carnales, cuerpos que piensen intranquilamente, quiero lucidez y desorden».
El espectador recibía Desórdenes a partir de la delimitación de un espacio, una geometría marcada con tiza por los cuatro cuerpos-persona y que habría de ser transgredida durante el espectáculo mediante la violencia, el sentimiento, la presencia no-conforme. El desorden no derivaba de un alegre anarquismo, sino que surgía de una necesidad, o de una imposibilidad: la de acomodar la materia (el cuerpo físico) a las formas que pretendía autoimponerse; y la exhibición de tal imposibilidad no podía manifestarse más que como el reconocimiento doloroso de una negación.
Se partía de la soledad, de los ojos cerrados, de una mirada a la intimidad insondable. Pero quien cierra los ojos se arriesga a la burla, a la traición, a la agresión despiadada. Con los ojos abiertos, los cuatro intérpretes se observaban, se rozaban, se agredían, se consolaban, mutuamente estudiaban sus angustias, sus limitaciones física, exploraban sus puntos de placer, sus risas, su resto incontrolable. Espontáneamente surgían interrelaciones marcadas por la sospecha, por el abandono al azar o a lo inesperado, asumiendo la imposibilidad de una comunicación verdadera, reconociendo lo indescifrable de los lenguajes que cada uno pretendía emplear como propios. «Había una escena con texto, que interpretaba Juan Domínguez, con un texto escrito en una lengua inventada, pero lo que yo quería es que ese texto funcionara como movimiento, que fuera paralelo al movimiento corporal».
La experiencia de la privacidad compartida llegaba al espectador por medio de una proyección que recogía momentos de su convivencia en una isla durante la preparación del espectáculo y por medio de una banda sonora, en la que entre canciones populares, música clásica y ruidos se incluían los relatos de los sueños registrados por los intérpretes. A pesar de las huellas de ese mundo compartido, las interrelaciones en escena seguían pareciendo extrañas y daban lugar a desequilibrios, contorsionismos, negaciones de los sentidos. Extrañamientos del propio cuerpo que conducían en algún momento a la obscenidad (¿qué es la obscenidad sino el extrañamiento de la sensualidad?): Juan Domínguez pelaba una naranja, la chupaba, la exprimía sobe su propio cuerpo, embadurnaba después a Olga Mesa y los dos se entregaban a una secuencia lúdico-erótica, en tanto las otras dos intérpretes ejecutaban una danza de caídas.
El final del espectáculo parecía una más de las múltiples interrupciones y descansos insertos a lo largo del mismo. Después de una larga pausa, sentada en el proscenio, Olga Mesa se dirigía a los espectadores y les decía «Señoras y señores, con su permiso, yo les aseguro…» El amago de discurso se repetía varias veces hasta en que inesperadamente la coreógrafa se levantaba y gritaba: «Levántense, levántense, levántense». Ante el fracaso de su exigencia, ella y otros dos intérpretes se entretenían mirando al público e imitando las posturas de unos y otros, mientras Beatriz Fernández corría de un extremo a otro de la escena con el visible propósito de agotarse. Alcanzado el objetivo, se ponía sobre el pecho un micrófono y dejaba que el sonido acelerado de su corazón invadiera el teatro y penetrara en el cuerpo de los espectadores. Sólo la recuperación del ritmo normal del corazón permitía dar por concluida la pieza.
«Tengo la imagen de una danza imperfecta», había escrito Olga Mesa durante la concepción del proyecto, «aspiro a una danza que sea como el movimiento del pensamiento, con la necesidad que el pensamiento tiene». Tal vez por ello recurriera tanto al dibujo y la escritura en el interior de sus propuestas: y es que la acción física de escribir puede ser entendida como una de las expresiones más inmediatas, y también físicamente más imperfectas, del dinamismo del pensamiento. «El trazo para mí tiene que ver con el pulso inmediato del pensamiento corporal, es decir, con la emoción y por tanto con lo efímero.» La imagen de la coreógrafa escribiendo con tiza blanca sobre el suelo negro mientras entra el público, o bien delimitando el campo de acción antes de comenzar el espectáculo era mucho más que una introducción o una espera, era un manifiesto, una definición de la danza que se iba a desarrollar a continuación: una danza del trazo, un movimiento como generador de huellas, un hacer cargado de memoria.
Aunque la idea de imperfección y la asociación danza-escritura se mantuvo en los siguientes trabajos, a partir de Desórdenes se produjo una inflexión, un ligero cambio de signo: como si la escritura con tiza sobre el suelo o la pared negras (practicada en Esto no es mi cuerpo y Desórdenes) cediera su lugar a la escritura con lápiz sobre papel blanco, abriendo un espacio nuevo, una mirada más serena, menos cruel, más volcada sobre la escucha que sobre la expresión. Tal inflexión se apreció en la última entrega de la trilogía, 1999, L-Imitaciones, mon amour y en un solo titulado Daisy Planet En ambos, la renuncia a la crueldad parecía asociada a una presencia distinta de lo femenino como idea y como actitud. Daisy Planet remitía a la teoría Gaia, que recibía su nombre de la antigua diosa Gaia, la madre Tierra, asociada por tanto a un discurso ecológico y multicéntrico, que se contagió al tratamiento del cuerpo y del movimiento. Y la preparación de 1999-L’imitaciones, un cuarteto para cuatro mujeres, permitió a la coreógrafa explorar un espacio de intimidad compartida muy distinto al de Desórdenes.En ambos casos, contó con la colaboración de Daniel Miracle, que adaptó su ingenioso Neokinok (una especie de emisora de televisión portátil) al espacio escénico requerido por la danza, haciendo posible una multiplicación de las perspectivas y la utilización del «plano íntimo» en directo (primerísimos planos de las actrices que sucesivamente abandonaban la escena, buscaban la cámara y se colocaban ante ella para hablar o simplemente mirar). El Neokinok permitía, como ocurría en Daisy Planet mostrar al público una imagen inversa de la representación (en la que se incluía el propio público) o bien aproximarse a la cámara para ofrecer un primer plano, deformado, del rostro: los espectadores podían ver el cuerpo de la coreógrafa, los gestos de sus manos en directo, y ver su rostro o escuchar su palabra en el monitor. Esta disociación resulta indicativa de esa conciencia de la necesidad de la mirada del público para completar la imagen compleja del cuerpo, la multidimensionalidad de la imagen del cuerpo, que ya no es meramente imagen estática, sino imagen con voz, con rostro (mirada), con edad (pasado) y con acción.
La observación, como la escucha, se veían de este modo reforzadas. La voluntad impulsiva de comunicación con el otro desde la consciencia de un cuerpo que no se reconoce como únicamente mío se veía desplazada por una voluntad de comunicación serena, donde el amor y la observación se alternaban como motores de la acción.
En L’imitaciones ésta se desplegaba como una serie de juegos coreográficos y dramáticos, completados con discursos y acciones puntuales. Comenzaba con una exhibición de la fragilidad (una sucesión de lentos desmoronamientos sucesivamente interpretados por las cuatro bailarinas), a la que seguía un juego de mutaciones, reconocimientos e intercambio de posiciones utilizando cuatro sillas situadas en los cuatro extremos de la escena. A continuación cada una de las intérpretes proponía un discurso: la primera, recurriendo al infantil «¿quién me quiere a mí?», convertía al público en interlocutor de una declaración de amor; la segunda desplegaba el contenido de su bolso a modo de biografía; la tercera se apropiaba de algunos elementos abandonados por la anterior y trataba de identificarse por medio del extrañamiento; la cuarta recurría directamente a la palabra para relatar un fragmento biográfico. Entre uno y otro discurso se intercalaban acciones, nuevos juegos a dúo, abandonos de la escena recogidos por una cámara que transmitía la imagen en directo a la pantalla de fondo, breves coreografías, ‘collages’ textuales (Yourcenar, Artaud, material propio…). Al final, una coreografía de brazos al ritmo de una música caribeña que exhibía nuevamente la fragilidad, en este caso por medio del grotesco, poniendo al descubierto la animalidad a la que nadie puede renunciar.
En Daisy Planet, un espectáculo sobre el amor, funcionaba necesariamente una tentativa de seducción del espectador (siempre presente con mayor o menor intensidad en otros trabajos de Mesa) asociada a la mirada. Era como si constantemente se invitara al espectador a entrar en el juego y al mismo tiempo se le estuviera mostrando la imposibilidad de acceder a él. Mesa buscaba el encuentro con el espectador, pero sabía que sus preguntas, como las que se hacen a la margarita mientras se la deshoja («¿sí?» «¿no?»), no tendrían respuesta, o bien que la respuesta no sería decisiva. Mesa intentaba besar a los espectadores, pero lo hacía aproximando sus labios al objetivo de la cámara, dando la espalda a aquellos a a quienes quería acercarse. «Hay un juego de verdadero / falso en todo esto. Es como cuando estás muy cerca de algo que no puedes tocar. Se establece una relación muy misteriosa, porque no sabes qué mecanismo está funcionando. Yo siempre pienso en el público como en individuos. El trabajo de la mirada está siempre focalizado: se trata de individualizar al espectador. La mirada del público es como un espejo de mi propia mirada, hay una relación especular: como si a través de la mirada del espectador yo pudiera ver mi propia mirada. Mi mirada no termina conmigo, empieza con el otro. Es como si mi cuerpo estuviera aquí, pero mis ojos estuvieran contigo: yo no sé si te pertenezco a ti o tú a mí, o quién se pertenece a quién. Es como si la mirada fuera aquello que hace desaparecer el espacio vacío entre los cuerpos.»
Al inicio de Daisy Planet, el monitor situado en un lateral de la escena mostraba la imagen de los espectadores ocupando su lugar en la grada. A lo largo del espectáculo, la del público mirando la escena reaparecería con mayor o menor importancia. En un momento dado, la coreógrafa adelantaba el monitor hasta el centro, en primer término, y localizaba a un espectador, al que señalaba en la pantalla y en directo, tratando (teatralmente) de establecer una comunicación con él. El mirón se convertía momentáneamente en protagonista de la acción. O más bien, la acción se volcaba sobre el hecho mismo de la mirada.
La primera entrega de la trilogía Más público, más privado (2001) parecía una reflexión sobre la observación y la mirada. La observación del propio cuerpo y del propio movimiento por parte de los intérpretes, que constantemente se apoyaban en la mirada del público. Era como si sintieran la necesidad de hacerle partícipe por medio del cruce de miradas de su extrañeza, de su búsqueda; en la primera parte, una búsqueda que se restringía a lo físico, a los impulsos, los modos de caer, el contacto con el suelo, la presión, la capacidad motora de las manos, los equilibrios, las tensiones…; en la segunda parte, una indagación igualmente fenomenológica, pero que ocurría en el terreno de las impresiones psíquicas, la memoria, la revisión de los actos cotidianos. Era entonces cuando uno de los intérpretes, Juan Domínguez, entregaba un pequeño monitor a una espectadora, se tumbaba al fondo del escenario, frente a una cámara, dando la espalda al público, y elaboraba un discurso íntimo sobre sus fantasías sexuales para acabar regalándole su cuerpo (en la distancia) a esa desconocida con el ofrecimiento de que hiciera con él lo que quisiera.
En ese juego de proximidad y distancia, en que los intépretes ofrecían a la mirada del público su cuerpo y su memoria, el espectador se hacía consciente de la imposibilidad de acceder al otro por medio de la mirada, se hacía por tanto consciente de los límites de la espectacularidad y podía participar, si así lo deseaba, en ese juego de rebotes mediante el que se conformaba un espacio habitado por la soledad compartida, un espacio que no conseguían rasgar ni los cuerpos desnudos de los intérpretes, ni el humor de sus acciones, ni la exhibición de sus recuerdos, ni mucho menos la mirada obsesiva de un espectador constantemente mirado.