Proponemos un acercamiento a la creación es­cénica contemporánea en Argentina y España a partir de un estudio de la afectividad como matriz de construcción de subjetividad, ya sea a través de la complicidad reproductiva de códigos sociales, de su ruptura, cuestionamiento o rechazo. En este sentido, dado que los modos de afectar y ser afectado están marcados por regulaciones gené­ricas, nos ocuparemos del trabajo realizado por dos creadoras como exponentes de una cultura regida por patrones entre los cuales la materializa­ción del cuerpo sexuado es el efecto más producti­vo del poder.

Las obras de Marta Galán (Barcelona, 1973) y Lola Arias (Buenos Aires, 1976) comparten una serie de elementos que nos impulsan a situarlas en el centro de las presentes reflexiones. En ambos casos, cierto juego con las emociones, con lo sen­timental y lo visceral —tradicionalmente ligados a lo femenino— se despliegan en el límite entre una asunción de las convenciones aparentemen­te acrítica o ingenua, y una aguda ironía crítica, produciendo modos de afectación en sintonía con un tipo de subjetividad contemporánea, conducida por una especie de ética difuminada entre el apa­rente consentimiento y la implicación crítica.

La obra de Marta Galán, impregnada de la estética de la última creación escénica española[1], despliega una pragmática de la inmediatez en la que la realidad escénica se construye a partir de la presencia física del cuerpo que se ofrece o se exhibe en acciones cargadas de verismo.

El teatro de Arias, por su parte, se gesta en el contexto del teatro de Buenos Aires de los 2000, donde la escenificación de “lo real” no constitu­ye un conflicto ni de índole estética ni política. En el panorama teatral porteño, a pesar de la multi­plicidad de propuestas que abarcan las estéticas y estilos más diversos, la reflexión sobre la pro­ducción del acontecimiento escénico a partir de la exhibición de la intimidad del actor/performer en un teatro de acción, no se ubica en el centro de la escena. Esta constituye, sin embargo, la tendencia que domina las prácticas escénicas españolas des­de los años noventa. Orientada hacia una comu­nicación inmediata, que intenta borrar el artificio produciendo sentidos a partir de la presentación del actor/performer y la exposición de su mundo privado a través de acciones, la creación escénica española se revela en los límites del teatro, las ar­tes de acción y las artes del cuerpo, con el apoyo de las llamadas “nuevas tecnologías” (no hay pie­za que no emplee herramientas que se extienden desde el micrófono hasta complejas instalaciones, pasando por las proyecciones y los circuitos cerra­dos de vídeo). La escena española se nutre, así, de bailarines, performers y actores, para la investiga­ción autorreferencial en el encuentro con el otro, que es otro actor, que es el público, pero que en cualquier caso es un otro, espejo y alteridad, po­tencia de comunicación en un espacio de búsqueda de un efecto de autenticidad.

La obra de Arias, por su parte, se inicia en un universo ficcional con La escuálida familia (2001), que —aunque en la creación de un mundo diferen­te— permanece en su segunda obra, Poses para dormir (2004). Más adelante, Arias recorre un camino hacia esta actuación en primera persona, que se concreta en la presencia física casi despro­vista de representación de la última pieza (El amor es un francotirador, 2007, que co-dirige con Alejo Moguillansky y forma parte de una trilogía), lue­go de haber pasado por la creación de atmósferas en el límite de lo real a partir de personajes y si­tuaciones cargados de referencialidad en las dos primeras piezas de su trilogía (Striptease y Sueño con revólver, ambas estrenadas en 2007). En este camino que ha desembocado en un trabajo en pri­mera persona, Arias llevó a cabo en 2007, junto con Stefan Kaegi, el proyecto Chácara Paraíso, en San Pablo y Munich, que se trata de una instala­ción biográfica en el mundo de los policías (con ellos, sus familiares y otros ex-policías) brasileños y alemanes, respectivamente.

La obra de Marta Galán y Lola Arias, sin em­bargo, comparten un rasgo que forma parte de la especificidad de su teatro: los códigos ligados a la expresión de los sentimientos se ubican en el centro de la escena, como punto de partida para la bús­queda de mostración de emociones auténticas, que sin embargo constantemente dejan filtrar elementos que denuncian su falsedad o su falsificación.

Desarrollaremos, entonces, un análisis de los modos de afectación que proponen estas creado­ras, como expresión y construcción de subjetivi­dades en tensión, modeladas a partir de la actua­lización de un cuerpo concebido como espacio de inscripción de identidades. 

La cultura emocional: estrategias para su puesta en escena

 

Vamos a sentir, joder.

¡Claro que sí!

A sentir de sensación

de sentimiento.

A dejarnos llevar por la sensación.

¡Feeling, joder, feeling!

Marta Galán, Melodrama/2007, inédito.

La honestidad de la expresión de emociones auténticas aparece como un objetivo de este tea­tro, aun en las piezas en que los relatos describen situaciones de ficción (tal es el caso de Sueño con revólver, donde una atmósfera extraña, ame­nazante, una zona peligrosa de una ciudad del futuro, tal vez postnuclear, es el espacio para el encuentro entre dos personajes cargados de au­tenticidad).

La acción de llorar, como expresión fisiológi­ca del sufrimiento, pero también como gesto de marcadas posibilidades escénicas, es explotada en varias ocasiones por estas creadoras con significa­ciones diversas. Un acercamiento a esta acción nos permitirá extraer algunas hipótesis y esclarecer lí­neas de abordaje teórico.

Observamos, entonces, que en El amor es un francotirador, pieza que juega con la indefini­ción entre la presentificación de la intimidad de los actores y la construcción de personajes, “El Don Juan”, interpretado por Alfredo Martín, pide como deseo antes de morir que lloren por él, “que lloren de verdad”, porque —confiesa— “Hace años que intento llorar pero no puedo. Estoy seco” (Arias, 2007: 72). Se genera un mo­mento de profundo silencio y, luego, los demás actores se paran uno al lado del otro, en prosce­nio, de cara al público y lloran. Lloran de verdad. La niña de once años que dirige la ruleta rusa, a la que jugarán luego, se para frente a cada uno, de espaldas al público, y saca de la fila a quien está actuando el llanto.

En el extremo opuesto, Melodrama/2007, de Galán, se abre con Santiago Maravilla desple­gando un llanto desgarrado, revolcándose por el piso, reproduciendo todos los estereotipos del llanto y colocándose colirio en los ojos para terminar de subrayar el artificio. De repente, se repone y se yergue diciendo: “¿Qué me pasa? Me pasa, pues, que me emociono con cualquier cosa”, para continuar con un monólogo en el que pasa revista a una serie de situaciones emociona­les estereotipadas.

En este sentido, Eva Illouz (2006: 15) esclarece que “la emoción no es una acción per se, sino que es la energía interna que nos impulsa a un acto, lo que da cierto ‘carácter’ o ‘colorido’ a un acto”; es el “aspecto cargado de energía de la acción, en el que se entiende que implica al mismo tiempo cog­nición, afecto, evaluación, motivación y el cuer­po”. En la emoción, los significados culturales y las relaciones sociales se fusionan, y esa amal­gama es generadora de la energía que mueve a la acción —moviliza al sujeto a actuar y define los sentidos del acto—. La energía emocional es muy fuerte porque implica al yo en su relación con un otro. Y es en el exceso de esta energía cargada de significaciones culturales y de una representa­ción de la relación con ese otro, que la emoción se vuelve pre-reflexiva. Es decir, en el exceso de imágenes culturales fusionadas, se produce una energía que, al ser expresada por el sujeto en for­ma de acto, resulta instintiva, no-reflexiva o semi­consciente.

El hecho de llevar a escena la expresión de emociones codificadas culturalmente implica una toma de distancia que es en sí misma reve­ladora de algún nivel reflexivo. Ahora bien, si consideramos que la puesta en escena de códigos expresivos supone la asunción de su funcionali­dad social, es preciso analizar en qué medida la reconstrucción de los códigos expresivos resulta una acción (política) cuestionadora de las dispo­siciones sociales que estructuran las relaciones (de poder).

Illouz sostiene que la cultura emocional en la que estamos insertos tiene su origen en la instau­ración del capitalismo que introdujo no solo un modo de producción económico, sino también emocional. En el “capitalismo emocional” (2007: 19-20) “las prácticas y los discursos emocionales y económicos se configuran mutuamente y pro­ducen un amplio movimiento en el que el afecto se convierte en un aspecto esencial del comporta­miento económico y en el que la vida emocional —sobre todo de la clase media— sigue la lógica del intercambio y las relaciones económicas”.

Según la autora, el “estilo emocional” del si­glo XX se termina de configurar de acuerdo a las coordenadas del psicoanálisis, que instauró un nuevo modo de pensar el yo. A partir de Freud, los símbolos de la identidad se reformulan y, con­secuentemente, se reorganiza la imaginación in­terpersonal. Así, tanto el psicoanálisis freudiano como la gran variedad de teorías disidentes, cola­boraron en la reconfiguración de la vida emocio­nal a través de la formulación de un “lenguaje te­rapéutico” que busca descubrir al yo, que perma­nece oculto tras el velo de los deseos reprimidos, los temores no elaborados y los tabúes culturales. El yo, que hasta entonces era conocido, se redefi­ne como un campo a explorar y esto reorganiza las relaciones de poder. El estilo emocional (capi­talista y, ahora, terapéutico) determina los lími­tes de la normalidad y la patología, y coloca en el epicentro la búsqueda de autenticidad (29). Para ello, la “competencia comunicativa” (48) resulta una herramienta insoslayable.

Michel Foucault (1973, 1980), en sus estudios sobre el funcionamiento de los mecanismos de control y vigilancia, ha descrito cómo las prácti­cas y sentidos psicológicos se disciplinan bajo el sistema capitalista, cómo se someten los cuerpos (con ellos sus emociones y el modo de expresión de los sentimientos) y cómo éstas relaciones de poder operan en micro-espacios. En términos del antropólogo Anthony Giddens (1991), podríamos explicarlo de la siguiente manera: en la prime­ra etapa del proceso de socialización (que, para Freud se construye sobre la represión de los im­pulsos inconscientes), todo individuo incorpora pautas de comportamiento de acuerdo a los pa­trones de su ambiente[2]. Así, la interpretación del llanto de un bebé difiere de una cultura a otra, de manera que la expresión de las necesidades (sea alimento, incomodidad, dolor, atención, etc.) apa­rece ya condicionada por el contexto, por lo inter-relacional, y esto opera como control del cuerpo (en términos de Foucault) y de las emociones (en términos de Illouz), convirtiéndose en las actuales sociedades de control en un auto-control[3].

El escenario, entonces, aparece como un es­pacio que define sus propias reglas de expresión, pero lo hace necesariamente en diálogo con el afuera, con las normas que señalan cuándo, dónde y por qué llorar, así como también, con las con­venciones teatrales, en cuyo seno el llanto ha sido más que explotado a lo largo de la historia. Tanto Galán, en la hiperbolización kitsch de la acción de llorar, como Arias, en la búsqueda de auten­ticidad, se apartan de los códigos de la actuación más canónica (stanislavskiana-strasbergiana, por ejemplo), cuestionándola. Y, por otro lado, respec­to de las reglas de expresión de la emoción en la cultura occidental y (post)moderna, subrayan su artificialidad: no solo el llanto de Maravilla es una construcción, sino también el de los actores de El amor es un francotirador. Y lo que estas escenas advierten es el alto nivel de funcionalidad social del artificio.

Ahora bien, efectuando un desplazamiento den­tro de la misma línea de pensamiento de Foucault, Illouz se pregunta “qué hace realmente la gen­te con ese conocimiento, cómo produce sentidos que ‘funcionan’ en diferentes contextos” (49). Trasladando su interrogación a nuestro objeto de estudio, a nuestra pregunta sobre en qué medida estas creaciones escénicas cuestionan las relacio­nes de poder a través de la mostración de códigos emocionales, podríamos agregar cómo producen sentidos, por qué funcionan (o no) en los espacios de recepción para los que se han producido.

En la suerte de prólogo a Melodrama/2007 que hemos descrito, se establecen los códigos de representación con los que trabajará la obra: la reflexión crítica sobre las convenciones emociona­les y su auto-referencialidad, la parodia y la iro­nía, pero también, aunque no es un objetivo que persigue la pieza, con todo esto se deja traslucir la secreta asunción de la necesaria participación de los códigos para la pertenencia social. Es en la reproducción de las convenciones, y más aún en su tratamiento reflexivo, que la obra participa de la estructura de sentimientos de la época. La pro­pia Galán demuestra el consciente estado reflexivo de la construcción de este melodrama, expresión exagerada del funcionamiento de la cultura emo­cional:

Melodrama (1ª fase) muestra, llevándolo al lí­mite, utilizando la hipérbole, un tipo de dolor, el nuestro (el mío), ombliguista y auto-reflexi­vo. Una especie de espejo deformado del melo­drama contemporáneo de la frustración y de la queja. Todo lo que se plantea en el texto nos pasa, lo sufrimos, es cierto, pero la pregunta es: ante la violencia global y estructural, ante la constatación de que el dolor existe, daña, ¿tie­ne sentido nuestro melodrama de la queja y la frustración, el regodeo en un tipo de dolor sen­timental, auto-reflexivo? (Nota introductoria al texto Melodrama/2007, inédito).

En un sentido similar, ya en Poses para dormir (2004), Arias desplegaba una reflexión crítica so­bre los gestos, poses, con que esta economía de las emociones despliega un repertorio codificado de modos de interrelaciones que definen las identida­des sociales:

En la formalización de todas las expresiones y movimientos ordinarios aparece la coreografía de la vida cotidiana: poses para dormir, para amar, para comer, para mentir. (Arias, gaceti­lla de prensa de Poses para dormir, 2005)[4].

En este país de la violencia las formas de ha­blar, amar, padecer, morir, son otras y necesi­tan otros códigos de representación. Los acto­res deconstruyen la forma del gesto naturalis­ta creando un aparato expresivo en el cual la emoción no se explica a sí misma, sino que se dedica a existir en su desmesura y perplejidad. (Arias, gacetilla de prensa de Poses para dor­mir, 2004)[5].

La construcción del hecho artístico resultaría un grado más de intelectualización de la expresión emocional que el que ocurre en la vida cotidiana. La “escritura emocional”, el tomar conciencia de la emoción y nominarla —según explica Illouz (2006: 80)— implica un alejamiento de la reali­dad pre-reflexiva de la experiencia emocional, en el que el flujo y el carácter irreflexivo se transfor­man en elementos “observables y manipulables” (verbales, gestuales, etc.). Así, entonces, el hecho artístico parte de esta escritura emocional para seguir alejándose de la experiencia emocional ínti­ma, objetivándola en un proceso de intelectualiza­ción que finalmente pondrá en escena la represen­tación de aquella experiencia primera, pero que ya tiene poco que ver con ella.

Así, si acordamos con Chantal Mouffe (2005) que todas las prácticas artísticas poseen una di­mensión política, “puesto que desempeñan un pa­pel en la constitución y el mantenimiento de un or­den simbólico dado o en su impugnación” (67), el proceso de intelectualización de las emociones que rige estas piezas puede estar guiado por un posi­cionamiento más o menos crítico de su referente social, pero siempre es político.

La puesta en juego de esta “razón emocional”, entonces, expone la estructura de sentimientos contemporánea, conducida por la conciencia de los modos de funcionamiento del sistema capi­talista cristalizado que opera en una red de in­tercambios. Estos intercambios, ya sea en forma de bienes o servicios por capital, o en forma de dones o afectividad, requieren una competencia emocional que, no solo regula las relaciones ínti­mas, sino que representa un capital simbólico pa­sible de transformarse en un recurso para el pro­greso social (afectivo) y económico. El concepto de competencia emocional, elaborado por Daniel Goleman (1995) en los años noventa a partir de la teoría de Howard Gardner de las inteligencias múltiples, se aplica a las relaciones personales y también laborales como estrategia de éxito perso­nal y profesional; y tiene que ver con un tipo de inteligencia social que implica una serie de habi­lidades: el autoconocimiento (conciencia emocio­nal, es decir, el reconocimiento de las emociones propias) y la capacidad de controlarlas, la moti­vación personal, el manejo de las relaciones y la empatía (captación de los deseos, necesidades e intereses ajenos y la destreza de manejarlos). La relación entre el desarrollo de los intercam­bios económicos y afectivos es —según Illouz (2006)— dialéctica: “El capitalismo emocional reorganizó las culturas emocionales e hizo que el individuo económico se volviera emocional y que las emociones se vincularan de manera más estre­cha con la acción instrumental” (60).

Esta dialéctica se expresa en la obra de Galán en escenas como “Tristísimo bacanal”, de Machos/2005, en la que se juega con el naciona­lismo expuesto a través de las costumbres gastro­nómicas españolas y el éxito laboral, es decir, se combinan el capital cultural expresado a través del gusto y la competencia emocional que provee al personaje un plus de beneficio social y éxito pro­fesional. El sentido crítico se expresa en el senti­miento de vacío provocado por el discurso circular del performer y se subraya en su contraste con las imágenes proyectadas al final del monólogo en las que diversos restaurantes desechan cantidades de comida. El exceso discursivo, el exceso de comida y el exceso de basura vehiculizan una objetivación crítica del éxito social conseguido gracias a la com­petencia emocional. En la misma pieza, la escena “Ícaro”, en la que se enumeran los consecutivos éxitos (en el nivel de lo fantástico) del personaje, genera humor a través de la exageración y esto opera también como crítica al desarrollo cultural basado en la competencia emocional.

En el sentido opuesto, Striptease y Sueño con revólver de Arias, ponen en escena personajes en conflicto, cuyos vínculos están fracturados y que no demuestran una alta competencia emocional. La pareja de Striptease, en su inagotable conversa­ción telefónica, evidencia la incapacidad de identi­ficar sus sentimientos, de controlar sus emociones y de empatizar con el otro. Son personajes que no saben lo que quieren, que explicitan sus temores, sus frustraciones y, junto a ellas, sus fantasías —que a veces toman la forma retórica de sueños—. Sus miedos infantiles —a la oscuridad, a dormir solos, al verano asfixiante—, sus deseos irrepri­mibles de llorar, sus reflexiones sobre el amor, el sufrimiento o la muerte, los revelan inestables emocionalmente y en un orden interno caótico, donde la comunicación solo es posible a nivel de las emociones pre-reflexivas. De la misma manera, Sueño con revólver, en la atmósfera extraña que construye, crea personajes desprovistos de habi­lidades emocionales competentes. Son persona­jes fracasados socialmente, que se mueven en los márgenes: él, profesor de secundaria, vendedor de drogas, separado, que vive en los suburbios; ella, una adolescente que explora los límites —de la no­che, de la ciudad, de su cuerpo, de la realidad, de la muerte— como único modo de relacionarse con el mundo. Si bien estas obras no persiguen con­cretar una crítica social, su matriz de politicidad radica en la mostración de situaciones motivadas por personajes con una baja competencia emocio­nal y, en su marginalidad o frustración, se pone de manifiesto la relación directamente proporcional entre competencia emocional y éxito tanto en las relaciones afectivas como profesionales.

La exposición de la hipertrofia de la afecta­ción en la obra de Galán se concreta a través de un registro de actuación no realista, que hiper­boliza los estados emocionales, de manera que se logra una toma de distancia irónica, probatoria de la conciencia de esta cultura emocional en la que la lógica capitalista y la afectiva se desarro­llan dialécticamente. Tal es el caso de la escena “Un padrazo”, de Machos/2005, en la que se ex­pone (a través de la exageración irónica, y hasta cínica) la dominación patriarcal en una familia actual, vinculando la esfera de lo privado con la cultura de consumo y las estrategias de poder.

La apelación a una comunicación basada en narrativas reconocidas socialmente constituye el instrumento a través del cual todas estas piezas consiguen generar sentidos productivos. La narra­tiva de la autorrealización, la narrativa de género y la narrativa de organización social cimentada en la institución familia, son algunos relatos compar­tidos a los que recurren estas creadoras.

 Narrativas de reconocimiento: encuentro, género y poder

Voz femenina: Esperá. Me sangra la nariz… Ahora me acuerdo de lo que soñaba cuando me despertaron los chinos. Soñaba con mi boda. Yo avanzaba por el centro de una iglesia con una lar­guísima cola sostenida por niños ciegos. Mientras caminaba mi nariz empezaba a sangrar desafo­radamente manchando el vestido de novia. En el altar había un hombre de espaldas y cuando me sacaba el velo para besarlo, me daba cuenta de que su cara era como la piel de las rodillas, arru­gada, sin ojos ni boca ni nariz. Entonces yo saca­ba un revólver de mi traje de novia. Un revólver calibre treinta y dos…

Lola Arias, Sueño con revólver (2007: 49)

El cuerpo femenino abyecto, el mandato so­cial de la institución familiar, el tópico del amor burgués, un arma de mujer, un hombre sin rostro, lo extraño, lo onírico… Este fragmento, último parlamento de Sueño con revólver, condensa una serie de narrativas recurrentes en la obra de estas creadoras.

La mirada (crítica) sobre la economía emocional que subyace a estas obras es funcional en tanto apela a una identificación colectiva. Como sostiene a este tú desconocido y desnuda sus sentimientos extremadamente codificados en frases cristalizadas y gestos convencionalizados. Este juego entre la Mouffe (2005: 56-57), el pensamiento liberal no puede entender realmente “lo político” porque en su lógica el individuo es concebido como terminus a quo y terminus ad quem a la vez, de manera que si todo comienza y termina en el individuo, es imposible pensar “lo político”, que siempre supone una identificación colectiva. Luego, lo que mueve al sujeto a actuar políticamente no es —aclara Mouffe (2005: 57)— lo racional, sino las pasiones —el deseo, las fantasías—. De esta manera, el hecho escénico, colectivo por definición —y, por tanto, político—, puede potenciar una narrativa del yo o del encuentro. Y lo que resulta paradigmático en la creación escénica contemporánea es la acentuación de ambas dimensiones al mismo tiempo. Cornago (2008) examina la relación que entablan el mundo de lo privado y la esfera social en la creación escénica española desde los años noventa. Retomando la idea de ágora de Zygmunt Bauman (1999: 11), ese “espacio que no es ni público ni privado, sino más exactamente, público y privado a la vez”, Cornago (2008: 19) describe el “ágora escénica” que integra la vocación social del hecho teatral y el pensamiento de lo privado. La actuación en primera persona, la creación escénica a partir de materiales autobiográficos, conecta con el otro a partir de una comunicación inmediata, donde lo público y lo privado se difuminan. Para Galán, la coincidencia de espacio y tiempo entre los actores/performers y el público “convierte el teatro en un modo de expresión capaz de movilizar el imaginario social de una manera muy directa, muy inmediata” (en Cornago, 2008: 199). En su obra, la presencia performativa, directa, de Maravilla (que trabaja con ella desde 2003) propone una (re)presentación basada en la efectividad de una pragmática comunicacional. Así, por ejemplo, en Melodrama/2007 comparte champagne y ofrece sus sentimientos a una persona del público. Se crea un espacio de intimidad, un encuentro privado en el que el performer le declara su amor realidad y el engaño atraviesa la obra de Marta Galán. El costado escénico de las emociones, la mostración de la afectación, por momentos se exhibe a través de la exageración barroca y, en otros, se oculta tras el velo de la naturalización.

El primero de los casos es claramente observable en el epílogo de Melodrama/2007, hipérbole del llanto que prologaba la obra, que construye una estampa kitsch del desconsuelo, con colirio y sangre artificial en el pecho del performer, un enorme collar de perlas, y flores que guardaba en la parte trasera del pantalón que pasan a ser un colchón blanco debajo del almohadón de piel que absorbe las lágrimas falsas.

Y el ocultamiento de la escenificación de las emociones se manifiesta especialmente en las es­cenas improvisadas, como por ejemplo, en el ini­cio de Lola/2003, donde Maravilla, vestido con una camiseta de fútbol, relata los acontecimientos recientes (actualizándose en cada función) de ese deporte en España. La pasión con que el perfor­mer articula su discurso pertenece al ámbito de lo personal, sin embargo, la construcción escénica no difiere de aquellas en las que la situación roza la frontera de lo ficcional. En la escena “Epílogo” de Machos/2005 los actores/performers, de cara al público, enumeran aspectos íntimos de sus vi­das, creando una frontera indistinguible entre la escena y la realidad, construyendo un espacio de encuentro con el público.

En este sentido, Arias (2007: 81-82) sostiene con respecto a El amor es un francotirador: “Me puse a escribir para determinados actores, cons­truyendo una ficción a partir de sus biografías, convirtiendo a cada uno de ellos y sus relatos amo­rosos en un grupo de heart broken que juegan a la ruleta rusa. Durante el proceso de la escritura fui incorporando material documental porque quería que cada performer estuviera en escena con sus marcas de nacimiento, sus tatuajes, sus cicatrices”. Este modo de trabajo, al que —como dijimos en la introducción— Arias se acerca desde esta obra, se encuentra en el centro de la creación escénica española. En las notas introductorias a la publi­cación de sus textos (en Cornago, 2008), Galán explica que solo transcribe aquellos fragmentos que pueden ser considerados de su autoría. Y para el caso de El perro/2005, obra en la que Galán in­cursiona en la creación con no-actores, aclara: “El resto de los textos que se pusieron en juego prove­nían de un trabajo docu-biográfico realizado con las personas que estaban en escena. El resultado: fragmentos narrativos y confesiones que se estruc­turaban y disponían en un marco ficcional”.

La comida, la bebida, los fluidos que entran y salen del cuerpo forman parte de la matriz de politicidad de la obra de Galán. El cuerpo de los actores, las acciones que lo transforman, que lo in­vaden y lo transgreden, materializan la dimensión biológica del yo que se presenta en primer plano. Así, estas obras se proponen como una reflexión escénica sobre el cuerpo, donde este aparece como espacio de inscripción de códigos sociales, conven­ciones esterotipadas que se enuncian, se transgre­den y se cuestionan. Lola/2003, por ejemplo, se abre con Maravilla comiendo yogurt con cereales groseramente y cantando una ópera con la boca bien abierta y llena de comida; la puesta en escena de la masturbación o la violencia en Machos/2005, opera en el mismo sentido. En muchas ocasiones se subraya lo abyecto de la materialidad corporal, pero un tono de belleza plástica atraviesa todas estas obras. Aún lo desagradable o lo sucio está definido a partir de lo poético.

El encuentro, entonces, se produce motivado por estrategias escénicas, entre las que en la obra de Galán resaltan los rituales populares como el concierto de rock o el partido de fútbol, además de la fiesta (varias de sus obras terminan en un “fin de fiesta” con música en vivo o bebida com­partida con el público).

El concierto de rock, la música en escena, constituye un elemento fundamental en ambas creadoras. El tratamiento de la música remite a una emotividad codificada pero puesta en suspenso por una toma de distancia irónica que vehiculiza una lectura de la escena en términos de apariencia, como sucede en El amor es un francotirador, con la canción romántica y la banda de rock que toca en vivo (aunque está en otro espacio y su imagen es proyectada en una pantalla), o con la combinación de baladas de amor y música hardcore en las performances musicales de Maravilla en las obras de Galán.

Como ocurre con los códigos sociales de emo­tividad antes mencionados, la puesta en escena del ritual del concierto o la recurrencia a citas de música popular apelan a diversos grados de apro­bación o cuestionamiento. En este gesto, la cita produce nuevas identificaciones colectivas que, en última instancia, constituyen el elemento pri­mordial en el proceso de construcción identitaria (cfr. Mouffe, 2005: 67). En Lola/2003, la can­ción de Rita Pavone que sirve de banda sonora para la transformación del performer de hombre en mujer se inserta desempeñando una función paródica no solo del género musical, sino tam­bién del estereotipo que describe: el hombre que los domingos abandona a su mujer por el fútbol y esta, que reclama que la lleve con él a ver el partido.

En ambas creadoras, la música suele conectar­se con la reflexión sobre cuestiones de género o de poder, porque como sostiene Galán —en algunas respuestas al cuestionario para la mesa redonda “¿Transgrede el canon masculino la escritura con­temporánea de las dramaturgas españolas?”, del Festival MIRA!, Toulouse, 2006 (inédito)—:

La violencia y la dominación no tienen géne­ro, lo que pasa es que siempre han sido iden­tificados como modelos masculinos… Por eso yo juego a los tópicos, los utilizo premeditada­mente, pero para tratar de trascenderlos. Para ir más allá de una simple crítica de género. Los hombres, afortunadamente, no son solo un “tópico”. ¿Tienen la culpa los hombres (géne­ro masculino) de que el mundo esté como esté? Más bien diría que no. ¿Cómo sería un mun­do dominado por las mujeres? No lo sé, quizá sería peor. No puedo afirmar lo contrario. De momento, no hemos tenido ocasión de verlo.

Para mí [Machos/2005] es un espectáculo donde se muestran ciertas actitudes violentas, cínicas, excesivas y de dominación que defi­nen, independientemente del género, lo peor de cualquier sociedad (aunque se haga referencia, sobre todo, a la nuestra, a la occidental, que es la que nos toca vivir y de la que tenemos más datos) […].

Tal como sostiene Galán, la reflexión crítica so­bre las identidades de género, puestas en primer plano tanto en esta obra como en Lola/2003 y Melodrama/2007, sirven de motor para el análisis de los mecanismos de control de la sociedad con­temporánea en términos amplios. En Lola/2003, por ejemplo, la acción de chupar el micrófono, en el límite entre lo sensual y lo desagradable, pro­loga un monólogo en el que se subraya la indife­renciación genérica o, más bien, la androginia, desplazando el eje de interpretación de las cues­tiones de género a problemáticas de orden social. Asimismo, hacia el final de la obra, Lola es un perro. Maravilla se transforma de mujer a perro, con vestido de novia, y reflexiona en italiano. Lo lúdico está en el centro de esta acción, pero se di­suelve en reflexiones sociales y existenciales (sobre la locura, la soledad), y en acciones abyectas o violentas, que terminan con el juego, que traen el mundo a la escena.

Tiempo antes, en la tercera parte de la escena “La novia” (en Cornago, 2008: 220-221), la voz de Maravilla, con su cuerpo en la oscuridad, de espaldas al público y en cuclillas, subraya el con­tenido político-social de un monólogo que narra la actitud femenina activa, en este caso en ven­ganza por haber sido maltratada. El tono del tex­to roza el límite del humor como efecto del cinis­mo con el que se narra el asesinato del golpeador por parte de su víctima, ya ataviada (muy “feme­ninamente”) para tomar un vuelo directo a las Bahamas. El monólogo remite a la problemática de violencia de género aludida constantemente en los medios de la España actual. Al final de la es­cena, solo basta con la música instrumental de “Chiquitita, dime por qué” para acentuar el dis­curso crítico.

El relato anterior recorre el mismo imaginario que la canción que cantan Arias, como “La chica del campo” en El amor es un francotirador, y el “Hombre” en Striptease, ambos acompañándose con una guitarra. Esta misma canción, ejecutada por una banda de rock, cierra Sueño con revól­ver[6]. En cada una de estas tres versiones, la se­mántica de la inserción musical es diferente. La actitud cínica que se desprende de la letra de la canción se evidencia especialmente en el caso de “La chica del campo”, que combina su aspecto de niña inocente, de largas trenzas, con la pulsión de matar. El contexto en que la canción aparece en Striptease (Arias, 2007: 16-17) y la voz mascu­lina diluyen el tono cínico en expresión melancó­lica. Y la misma canción tocada por una banda de rock resulta referencial en Sueño con revólver —podría tratarse de una canción existente escogida para el epílogo de la obra—[7]. Esta última versión remarca la búsqueda de verismo en una escena en la que se cuestionan los límites entre lo real y lo onírico, y en una pieza donde el lenguaje comuni­cativo no se da en primera persona; es decir, la in­serción de esta interpretación de la canción opera como (falsa) búsqueda de autenticidad.

Así, las pulsiones de amor y de muerte aparecen como vectores que rigen las afectaciones en estas piezas. De un lado, la melancolía, el sufrimiento o el dolor (en su doble tratamiento, tanto a nivel ín­timo como social) son tematizados en reflexiones sobre la (im)posibilidad del suicidio, la explota­ción o la guerra; y la pasión o el goce, como ener­gías que conducen al cuerpo hacia el polo opuesto, aparecen en escena en forma de satisfacción del deseo o ejercicio de la resistencia.

El vector Tánatos construye una semánti­ca específica al interior de la obra de Arias. Así, Striptease gira en torno a la pregunta: ¿Un bebé se puede suicidar? (Arias, 2007: 80). De la mis­ma manera, el anciano “Don Juan” de El amor es un francotirador no puede jugar a la ruleta rusa porque “los viejos no se suicidan” (77). Junto al suicidio, las reflexiones sobre la muerte, la recu­rrencia a los revólveres, las referencias a la policía, a mundos peligrosos, a la destrucción, a los acci­dentes o a la noche amenazante de los suburbios, la mostración del dolor, y la exposición de senti­mientos como el miedo, la soledad o el insomnio, dan forma a la pulsión de muerte. Esta, sin em­bargo, está constantemente en tensión con las re­flexiones sobre el amor, el enamoramiento, las eta­pas fecundas del proceso vital (los bebés, la ado­lescencia) y la sexualidad. Un caso paradigmático de este vector Eros es la figura de Tao (en Poses para dormir), adolescente, guerrillera y escritora de literatura pornográfica, que lleva en sí misma la combinación de materia y pensamiento como ejercicio de resistencia frente a un poder patriarcal — razón — sustrato represor del exceso (exceso de carne, exceso de lenguaje). La mujer-soldado y la mujer-poeta aparecen como representaciones del cuerpo para la guerra de resistencia y de la razón estética al servicio de la explosión sexual.

En la obra de Arias, por momentos, la inme­diatez de la materialización de lo íntimo —ya sea en el orden de lo ficcional o de lo autobiográfico— vehiculiza reflexiones sobre la condición humana (en el orden de Eros, pero también de Tánatos, en referencia a lo corroído, a lo abyecto); mientras que en Galán, las connotaciones entre lo privado y lo público, lo íntimo como metonimia de lo co­lectivo, remiten a un orden socio-político (como Eros, origen-receptáculo, o como Tánatos, final-exclusión).

A modo de conclusión

[…] hay otros sitios en que se forma la verdad, allí donde se definen un cierto número de reglas de juego a partir del los cuales vemos nacer ciertas formas de subjetividad, dominios de objeto y tipos de saber.

Michel Foucault (1973: 15)

La obra de estas creadoras, entonces, refleja modos de posicionamiento político con respecto al devenir de lo que hemos denominado con Illouz (2006) cultura emocional, donde la expresión codificada de los sentimientos opera en relación dialéctica con la configuración de una economía en red, y donde la necesidad de hacer presente lo íntimo, ese yo que, construido a partir del imagi­nario psicoanalítico, se esconde tras las múltiples dimensiones de lo social. En los juegos (escénicos) de develación de las convenciones a partir de una narrativa en primera persona se expone la necesi­dad de fractura de las capas que limitan una expre­sión auténtica. En este sentido, la creación escénica revela su contenido político, su sentido crítico.

 Bibliografía

ARIAS, Lola (2001), La escuálida familia, Buenos Aires, Libros del Rojas.

  • (2007), Striptease. Sueño con revólver. El amor es un francotirador, Buenos Aires, Entropía.

BAUMAN, Zigmunt (1999), En busca de la políti­ca, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2007.

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— (2008), Éticas del cuerpo. Juan Domínguez, Marta Galán, Fernando Renjifo, Madrid, Fundamentos.

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SÁNCHEZ, José Antonio (dir., 2006), Artes de la escena y de la acción en España: 1978-2002. Cuenca, Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha.

— (2007), Prácticas de lo real en la escena contemporánea, Madrid, Visor.

Web sites:

Archivo Virtual de Artes Escénicas: www.artescenicas.org

Alternativa Teatral: www.alternativateatral.com

 

Notas

[1] Cfr. Cornago, 2005, 2008; Sánchez (dir.), 2006.

[2] Para ejemplificar la determinación cultural de expresiones emocionales para las cuales el ser humano cuenta con una capacidad innata, Giddens (1991: 54-55) afirma: “Las diferen­cias culturales también se manifiestan en la interpretación que se da a la risa. Todos los bebés normales sonríen, en determinadas cir­cunstancias, un mes o seis semanas después de nacer. La risa parece ser una respuesta innata, no aprendida, ni siquiera provocada, al ver una cara sonriente. Una de las razones por las que podemos estar seguros de ello es que los niños que nacen ciegos empiezan a sonreír a la mis­ma edad que los que ven, aunque no han tenido oportunidad de copiar a otros. Sin embargo, las situaciones en las que la risa se considera apro­piada varían de una cultura a otra y esto está relacionado con las primeras reacciones que la respuesta sonriente de los bebés suscita en los adultos. Los bebés no tienen que aprender a reírse, pero sí han de aprender cuándo y dónde se considera oportuno hacerlo. Así, por ejem­plo, los chinos sonríen en ‘público’ con menos frecuencia que los occidentales, por ejemplo, al recibir a un desconocido”.

[3] Cfr. Deleuze, 1991.

[4] Disponible en: http://www.simkin-franco.com.ar/secciones/mostrar_gacetilla.asp?Id=322.

[5] Disponible en: http://www.simkin-franco.com.ar/secciones/mostrar_gacetilla.asp?Id=209.

[6] La letra de la canción dice: “Voy a entrar en tu casa con un bidón de nafta. / Cuidado, voy a prenderte fuego. / Fumando un cigarrillo con mi peinado nuevo. / Estoy lista para ver el in­cendio. / Voy a quemar tus libros. / Voy a que­mar tu ropa interior, tus cosas. / Voy a entrar en tu cama con un viejo revólver. / No temas, no voy a despertarte. / Tengo una sola bala con tu nombre tatuado. / Como un cowboy atravieso la noche. / Dispararé en tu pecho, dispararé en tu corazón. / Toda la sangre al pecho, / toda la sangre sobre el colchón de flores. / El amor es un francotirador. / El amor es un francotirador.” (Arias, 2007: 59-60. Disponible en: http://pro­file.myspace.com/index.cfm?fuseaction=user.viewprofile&friendID=301314524 (Fecha de consulta: 1-2-08).

[7] En la escena final, en penumbras —como toda la obra—, la adolescente le apunta al hombre con un revólver “de mujer”, mientras le dice: “Tengo una idea: voy a dispararte. Si es un sueño, me voy a despertar, te voy a contar el sueño y nos vamos a reír. Si no me despierto, me voy a meter el revólver en la boca y voy a disparar otra vez”. Luego de este parlamento, las luces siguen haciendo juegos entre sombras, los personajes se quedan congelados y se escu­cha la canción en su versión “rockeada” (Arias, 2007: 50).