Buenas tardes y gracias por la invitación. Esta tarde quería plantear un tema relacionado con lo indisciplinar en el ámbito de las artes escénicas, aunque también podemos establecer relaciones con las artes visuales en general. Lo indisciplinar o la indisciplina parece consubstancial a la práctica artística en la medida en que ésta no está asociada precisamente a lo normativo. De hecho, si uno tiene en cuenta al Romanticismo, observaremos que en ese momento se exacerbó esa idea de lo singular asociándola a la figura del genio, que es la figura de comportamiento indisciplinar por excelencia. Obviamente, podemos cuestionar actualmente la vigencia de las ideas estéticas a propósito de la consideración social que los románticos otorgaban al arte, y así también la posibilidad de seguir distinguiendo entre artistas y artesanos, o entre artistas y diseñadores, o incluso entre artistas y no artistas. De modo que, si vamos considerando todas esas diferenciaciones que apuntaban y corrían por la línea trazada por el sendero de la singularidad, el concepto de indisciplina podría parecer ya obsoleto. De todos modos, muchas veces el desprecio de lo indisciplinar aparece asociado a una forma de soberbia distinta a la soberbia del artista. Es decir, uno puede pensar que se es indisciplinado por el solo hecho de que se es artista. Pero también existe la soberbia contraria, y es la soberbia colectiva que anima a someter la producción de los artistas y de los actores culturales a la homogeneidad, al canon, y a la utilidad supuestamente pública. Si pensamos en la idea de indisciplina, podemos entender al menos tres acepciones que no se diferencian de una forma nítida, sino que se pueden superponer. Tenemos la idea de indisciplina como negación de una disciplina que tendría que ver con el sometimiento a una autoridad. Está también la indisciplina en relación con la disciplina como sujeción a la norma o disciplina como materia artística, humanística, etc. La indisciplina del tercer tipo es la que probablemente sea más la más asumible y la más común cuando hablamos de la experiencia artística. Ella consiste en la rebelión contra la academia y la atención a las formas, normas y usos de la disciplina propia. Para un artista parece casi necesario practicar en mayor o menor medida este tipo de indisciplina.

Joan Brossa -el famoso poeta, artista visual y autor dramático- puede ser considerado un autor indisciplinar por excelencia. Brossa decía: «Mi obra ha tenido siempre el tono experimental que acompaña a la evolución del arte. Me he movido y me muevo en una línea alternativa al arte social que nos quiere comparsas en todo, porque en definitiva es bien cierto que los que hacen la historia son los que van en contra de la historia»

No estoy seguro de la última afirmación de Brossa en lo que hace a la historia, pero en todo caso es seguro el compromiso de este artista con lo indisciplinar, que se entendió en el desarrollo de distintas manifestaciones, transitando por la poesía visual, el teatro, acciones que adelantaban lo luego serían los happenings, etc. Pero también es importante esa relación con el arte social que mantiene el artista, que está sometido a las prescripciones de una época marcada por la dictadura franquista. Ésa fue la época en que Brossa actuó y mantuvo una actitud lúdica y subversiva de gran intensidad.

Hay indisciplinas que tienen que ver con el carácter de una época. Probablemente, ninguna sea tan indisciplinar como aquella que en el siglo XX comenzó al final de los ´50, en la que desarrollaron su obra artistas como John Cage, Susan Sontag, Tadeusz Kantor, el grupo Fluxus, Jean Luc Godard, John Cassavettes, Umberto Eco o Julio Cortázar. A propósito de Cortázar quisiera rescatar la novela Rayuela, novela indisciplinar por excelencia que atentaba contra la noción del tiempo, la escritura y la estructura de la narración, y que, además, presenta a un grupo de personajes indisciplinados reunidos en torno al Club de la Serpiente, que viven en la noche y que deambulan por la ciudad. Rayuela es una novela escrita desde el cuerpo. Pocas novelas como ésta pueden transmitir al lector esa sensación de lo corporal de una manera tan intensa.

Por estos mismos años, Joan Brossa animaba a Carles Santos a realizar una serie de acciones musicales absolutamente indisciplinares que junto con los integrantes de Fluxus introducían en España aquella experimentación que conocemos como happening en los años ´60. Carles Santos era un pianista muy disciplinado, puesto que era un auténtico virtuoso del piano. Era él uno de los intérpretes de los años ´60 de las obras musicales de vanguardia más dificultosas. Sin embargo, de su encuentro con Brossa inició una serie de producciones, primero musicales y después visuales y escénicas. Esas producciones entrarían dentro de esta categoría de lo indisciplinar. Lo interesante es sobre todo la obra pianística desarrollada por Carles Santos. Él sostenía que mantenía la disciplina del conservatorio e inclusive la técnica utilizada por él era clásica en muchos sentidos. Santos se levantaba por la mañana, tocaba a Bach dos o tres horas, lo cual le despertaba el apetito y muchas otras cosas. Ésa era su forma de trabajar. Eso era lo que él sabía y ése era el lenguaje que él había aprendido y que practicaba. Sin embargo, Santos era un pianista sumamente disciplinado. Es impresionante escuchar la ejecución de Santos al piano, ya que es de una intensidad y de un virtuosismo sorprendente. Lo mismo ocurre con sus espectáculos escénicos, en donde se entrega a una serie de acciones claramente indisciplinares. Por ejemplo, Santos toca el piano con la cabeza, sometido a torturas físicas que le infringen sus colaboradores, hace que los cantantes del coro interpreten sus partes colgados, o bien hace que los intérpretes canten uno en la boca del otro en un larguísimo beso, o bien bajo el agua, o bien él mismo se somete a ese tipo de torturas que de algún modo recuerdan a las torturas del aprendizaje en la disciplina musical. Santos recuerda que en su época se ponía arena en contrapesos y todo el día se hacía posición fija con un libro en la cabeza sentado frente al piano. Ésa era una manera de adquirir cierta técnica y de lograr un buen sonido, si bien es cierto que se trataba de una barbaridad. Pero Santos insiste en que no se trataba de una tontería, y que no eran cosas que se hacían porque sí. Lo que ocurre es que era algo un poco medieval y raro, y al mismo tiempo resulta algo muy bonito de ver. Esa tortura, asociada a la consecución del virtuosismo artístico en el desarrollo del arte pianístico, tiene según Santos una doble productividad. Por un lado, se trataba de algo que tendía a convertir al intérprete en un pianista de gran calidad que sabe colocar bien su columna. Por otro lado, eso le daba materiales para desarrollar sus acciones escénicas musicales.

Obviamente, hay un componente masoquista en todo esto, especialmente si pensamos en la obra de Carles Santos. En una práctica disciplinada, el dolor del bailarín, del músico y del actor -y no sé si podríamos hablar aquí del dolor del pintor- es, en esos casos, algo que está siendo asociado a la consecución del virtuosismo o de la perfección formal. En una práctica indisciplinar el dolor puede aparecer como gratuito, innecesario o caprichoso, y ahí surge una asociación entre esa tensión indisciplinar y la peculiar estética sado-maso que aparece en los conciertos y en los espectáculos de Carles Santos. Así es como podemos ver a Carles Santos sometido a los golpes que le da una cantante con una especie de falo de cuero en la cabeza mientras ejecuta una obra al piano.

Muchos artistas indisciplinares trabajan sobre esta misma tensión, con un particular interés en esa estética sado-maso. Es lo que podemos ver en la obra de Jodorowski, otro artista netamente indisciplinar. Esta fascinación por este tipo de estética también planteaba en este caso esa tensión problemática con su propia disciplina o con las disciplinas abordadas en cada caso.

En los años ´80, esa tensión aparece asociada más al sadismo que al masoquismo en la obra de Jan Fabre, cuando sometía a las bailarinas de ballet clásico a un tipo de estructura de movimiento absolutamente rígido que nada tenía que ver con la preparación a la que ellas se sometían en la preparación y de desarrollo de su técnica. Es decir, después de haber sido sometidas durante años a la preparación que exigía una disciplina como el ballet, Jan Fabre hacía que las bailarinas dieran simplemente una serie de pasitos hacia delante y hacia atrás, o bien agacharse y luego levantarse sucesivamente. Con lo cual, todo aquello acumulado durante largos años de aprendizaje parecía volverse en cierto modo innecesario. Sin embargo, podemos decir que eso no era tan innecesario. Aquellos cuerpos tan formados en la disciplina mostraban una postura que un cuerpo no disciplinado nunca hubiera podido mostrar. Esa tensión con la propia disciplina aparece en las piezas de Jan Fabre de una manera muy evidente. Otro tipo de acciones a las cuales debían someterse las bailarinas son aquellas en las cuales éstas aparecían con las manos atadas con los cordones de las zapatillas de ballet, o bien aquellas otras en las cuales los actores aparecían con las bocas o los ojos tapados.

Diez años después, Jan Fabre volvió a confrontarse con este tema de la indisciplina de una forma más literal y temática. En este caso, se trató de un espectáculo que consistía en un solo interpretado por René Kopraj, que se llamaba The very seat of honour (1997). Esto hacía referencia a otra disciplina (la disciplina tradicional inglesa), pero también a los golpes que se daba en el culo de los niños cuando se portaban mal. Había allí todo un juego coreográfico a partir de esa idea, que giraba en torno al exhibicionismo del culo de la bailarina. Al mismo tiempo, esto se unía a una coreografía muy rígida que incorporaba movimientos bastante extraños provenientes de la estética zen. Todo eso se mezclaba con las imágenes de una suerte de odalisca que aparecía cascando nueces.

También es muy clara la tensión indisciplinar en al trabajo de otra coreógrafa llamada La Ribot, en este caso con un componente más lúdico y humorístico. Ella siempre ha jugado con esa idea de la negación del movimiento, trabajando desde la coreografía y desde la danza en tensión y casi en oposición con aquello que prescribe la danza misma. Ella hizo tres series de lo que llamó Piezas distinguidas, que se desenvuelven en un ámbito que está entre la danza, las artes visuales, lo escénico y hasta lo literario. Estas piezas comenzaban por una serie de ejercicios similar al de las manos atadas por los cordones de las zapatillas de Fabre. Las Piezas de La Ribot comenzaban por un strip-tease en donde ella se despojaba de un montón de capas de ropa que tenía puesta al principio, a la vez que caían al suelo un montón de zapatillas de ballet. A partir de ahí, ella trabaja básicamente con el desnudo y con situaciones de inmovilidad o cuasi inmovilidad, que llegan a su límite en Still Distinguished, que es una serie que casi consiste en la composición de esculturas, que se componen y se quedan inmóviles, para que el espectador pueda rodearlas, y luego se descomponen. La Ribot utilizaba una serie de tablillas para inmovilizarse y quedar convertida en una suerte de estatua ante el espectador.

Lo interesante en todo esto es que en muchas de estas piezas aparece una referencia a la danza o, mejor dicho, al ballet clásico. Hay de hecho una referencia directa al ballet y a sus ejercicios coreográficos. El ejercicio con que comienza Still Distinguished signa el espacio transitado por las distintas esculturas compuestas por esta coreógrafa y es característico de toda la serie. Antes de empezar, hay cuatro monitores colocados en distintos lugares del espacio escénico. La acción inicial consiste en que ella se unte con pan y tomate, siguiendo una tradicional receta catalana. En esta peculiarísima acción, el cuerpo de la coreógrafa se transforma en pan. Además, en una de sus manos tiene una cámara de video portátil. Con la otra mano va manipulando el ajo, el tomate y el aceite, y se va preparando a sí misma, al tiempo que filma esta preparación de su propio cuerpo con la cámara que lleva en la otra mano. Ella reconoció haberse quedado muy sorprendida, al descubrir que al ejecutar esa acción absolutamente cotidiana -si fuera hecha con pan- ella iba siguiendo un ritmo que la remitía a una partitura que se estaba imaginando. En esta misma pieza aparece de pronto una referencia al movimiento de los pies, que también va marcando el ritmo de una partitura originaria. De modo que incluso en las piezas que más pueden estar aludiendo a la composición coreográfica, hay pequeñas referencias que muestran esa tensión constante del artista o de la bailarina con la disciplina propia, en un ejercicio muy similar al que habíamos visto en Carles Santos con la composición pianística.

Este juego que a veces aparece planteado con una estética sado-masoquista y otras, directamente como sádico o masoquista, admite una interpretación que tiene que ver con el sometimiento voluntario a la norma, y que forma parte del disciplinamiento propio de muchos juegos reglados, como lo son los juegos infantiles. La Ribot también desarrolló otro espectáculo con cuatro intérpretes, llamado El gran game, donde una vez más era visible esa tensión con los códigos, que se han abandonado quizás por la necesidad misma de mantener el código o la estructura del espacio escénico, planteando la necesidad de definir otra estructura. Este espectáculo se basaba en el lenguaje de los sordos, de manera que se interpretaban ciertas frases, se traducían al lenguaje de signos de los sordos. Esa pequeña traducción realizada con los gestos de las manos y de la cara era luego traducida al movimiento de todo el cuerpo. De modo que aquí había una doble traducción, conformando una suerte de partitura corporal que iba de la palabra hablada al gesto y de allí al lenguaje corporal. Esas frases tenían un nombre, y esos nombres estaban escritos sobre un tablero blanco. Alrededor de los cuatro intérpretes estaba sentado el público. Los intérpretes tiraban los dados y, según lo que salía en los dados, sabían que instrucciones debían seguir, y ejecutaban la partitura y la doble traducción. A veces, encaraban al espectador de una forma directa, intentando con su cuerpo que el espectador comprendiera el sentido original de una frase. De todos modos, eso resultaba incomprensible la mayor parte de las veces, excepto para quien supiera el lenguaje de los sordos. De todos modos, aun en este caso era sólo parcialmente comprensible, porque había esa segunda traducción que llevaba el lenguaje gestual al lenguaje corporal. A su vez, esto estaba sometido a unas reglas. Había algunas tiradas de dados que implicaban excepciones, y hacían que todos abandonaran lo que estaban haciendo y entraran en un juego colectivo. Ese juego consistía básicamente en quitarse o ponerse la ropa. Pero había otra excepción, que incluía la participación de otro personaje, que era unja bailarina de ballet, que participaba de la secuencia interpretando la primera secuencia de La Silphide. A su vez, eso era llevado a cabo por una acción paralela de otro de los intérpretes que retraducía todo eso al lenguaje de los sordos y al lenguaje del cuerpo. Había entonces todo un sistema complicado de reglas y un juego con el tiempo. El tiempo estaba limitado, al igual que estaba limitado el espacio de una forma muy rígida. Había una persona con un cronómetro que controlaba estrictamente la duración de cada acción. Esta serie de normas aparentemente eran arbitrarias, pero sin embargo no lo eran tanto. Aquí se planteaba una suerte de juego entre lo arbitrario y lo justificado. Se manifiesta así de una manera distinta esa misma tensión que vimos en esos juegos que remitían más bien a acciones sado-maso.

Hay un parentesco entre este tipo de estructuras y otro tipo de juegos. Se trata de los juegos que practicaron a partir de las propuestas de Raymond Queneau los miembros del grupo Oulipo, de quienes el novelista italiano Italo Calvino heredó cierto espíritu. Calvino escribía esto a propósito de los experimentos propuestos por Queneau y practicados por reconocidos miembros del Oulipo, como por ejemplo Georges Perec. Calvino decía: «La estructura es libertad. Se trata de imponer una constricción elegida voluntariamente a las constricciones sufridas o impuestas por el ambiente (lingüísticas, culturales, etc.)» Cada vez que se construye un texto sometido a reglas elegidas, eso nos está hablando de todos los textos potencialmente escribibles según esas reglas y de todas las lecturas virtuales de esos textos. Una vez más, se ve aquí esa tensión entre disciplina e indisciplina -que en este caso es la tensión entre estructura y libertad- o entre las reglas gratuitas y el canon. Ése es el tipo de práctica que se puede reconocer dentro del grupo Oulipo, pero es también el tipo de juego que subyace a muchas de las propuestas escénicas de La Ribot. En El gran game eso es muy evidente, aunque ya estaba presente en piezas anteriores como Oh sole (1999). Allí se mostraba a dos personajes vestidos de igual manera, que mantenían un diálogo incomprensible durante el tiempo en que se desarrollaba la escena. Pero lo interesante es que por detrás se veía un cronómetro que iba marcando cada uno de los minutos en que transcurría la acción, lo cual creaba una tensión enorme en el público. La pieza se llama Oh sole precisamente porque en determinado uno de los personajes cantaba la famosa y popular aria que comienza con las palabras «Oh sole mío», mientras el otro pronunciaba frases apenas comprensibles.

Espacio y tiempo en lo lúdico han sido alcanzados por este tipo de juego reglado. Un ejemplo muy distinto pero próximo a este tipo de propuestas es The show must go on (2001) de Jerome Bell. Se trata de un espectáculo también construido a partir de una serie de reglas, donde no funciona ningún tipo de imposición de movimiento, ni de cualidad o cantidad de movimientos. Los intérpretes tienen una libertad que podemos relacionar con el happening, que funcionaría aquí a modo de herencia. Hay así una serie de estructuras que permiten una cierta improvisación espacial y temporal por parte de los actores, pero sometidas a un tratamiento distinto, lo cual hace que la tensión indisciplinar sea mucho más evidente. Este espectáculo consistía en una serie de canciones populares, como canciones de los Beatles, canciones de películas, y otras por el estilo. Estas canciones se colocaban en un cd y sobre ellas debían accionar los intérpretes. Había cinco actores en el escenario y cada uno ejecutaba la acción que quería al escuchar la canción que sonaba. Al principio del espectáculo se escuchaba una cierta canción llamada Me gusta moverlo, de manera tal cada uno movía lo que quería y como quería. Así, por ejemplo, una de las chicas movía el bolso que llevaba, otro chico movía el brazo, otro chico movía el pene, otro el pie, etc. El tiempo de las acciones era el tiempo que duraban las canciones íntegramente. Además, tengan en cuenta que se trataba de un teatro de ópera, de modo que el técnico de sonido estaba colocado en el proscenio e iba colocando los cd´s uno por uno, con toda parsimonia, con fragmentos largos entre una canción y otra. Sonaba la canción y los intérpretes ejecutaban su acción, sonaba otra canción y los intérpretes interpretaban otras acciones. Por ejemplo, sonaba la música de la película Titanic y entonces uno de los chicos agarraba a una de las chicas y ejecutaba una coreografía con eso, que remitía a cierta escena de la película. Allí había un cierto acuerdo para que todos hicieran más o menos lo mismo, hasta que una trampilla se abría en el escenario y los actores desaparecían, hundiéndose en el foso del teatro. Después de eso sonaba Yellow submarine de los Beatles. Luego la trampilla sube y el escenario quedaba vacío durante unos minutos, y sonaba La vie en rose de Edith Piaf. La cosa es que transcurren 20 minutos sin que haya nadie en el escenario. Después suena la canción de Simon & Garfunkel Hola oscuridad, mi viejo amigo. Después sonaba la canción Imagine de Lennon, mientras que la gente encendía encendedores en un teatro a oscuras. Luego vuelven los intérpretes con la canción Come with me.

Aquí tenemos un claro ejemplo en donde una parte del espectáculo que se constituye desde el planteamiento coreográfico, donde no interviene para nada la composición ni la técnica coreográfica, ni tampoco la regulación del tiempo espectacular. Sólo hay una propuesta de reglas a seguir, casi en una herencia de lo que pudo ser la substitución de la forma por la regla que propuesta en la danza posmoderna de los años ´60. Pero al mismo tiempo, hay un diálogo muy fuerte con el propio medio teatral. Todo lo que se está jugando aquí conforman los elementos aislados del medio escénico: el espacio, la luz, el tiempo, los actores, etc. Todo ello está privado de la idea de composición, y está sometido a unas reglas combinatorias caprichosas, o en cualquier caso indisciplinares.

En otros casos, lo indisciplinar en el ámbito de la danza tiene un componente más expresivo o primitivo, como pueden ser los trabajos de la portuguesa Vera Montero en Poesia e Selvajaria. Ahí nos alejamos del juego estructurado, dado que se apunta más bien al juego infantil. Por tanto, habrá una opción por el infantilismo que está también muy presente en comportamientos indisciplinares de los que estamos hablando. Así ocurre con la última escena de Más, más privado, donde el actor Juan Domínguez aparece completamente desnudo dando vueltas en una pequeña bicicleta. O bien tenemos a los juegos infantiles o infantiloides que en algunos casos propone Roger Bernat, un director escénico catalán de renombre.

Cuando la tensión se hace más laxa, la indisciplina puede conducir al vicio o a la imbecilidad y la idiotez. Eso es lo nos hace ver Roger Bernat en uno de los momentos de su pieza La, la, la, la, la (2003).

Aquí recuerdo otro texto que seguramente conocen, dado que pertenece a César Bruto:

«Aunque no conbiene abusar, porque del abuso entra el visio y del visio la dejeneradés tanto del cuerpo como de las taras moral de cada cual, y cuando se viene abajo por la pendiente fatal de la falta de buena condupta en todo sentido, ya nadie ni nadies lo salva de acabar en el más espantoso tacho de basura del desprastijio humano, y nunca le van a dar una mano para sacarlo de adentro del fango enmundo entre el cual se rebuelca, ni más ni meno que si fuera un cóndoR que cuando joven supo correr y volar por la punta de las altas montanias, pero que al ser viejo cayó parabajo como bombardero en picada que le falia el motor moral. ¡Y ojalá que lo que estoy escribiendo le sirbalguno para que mire bien su comportamiento y que no searrepienta cuando es tarde y ya todo se haiga ido al corno por culpa suya!»

Supongo que reconocerán este texto, que forma parte del epígrafe de Rayuela. Aquí lo indisciplinar se entremezcla con una suerte de idiotez planteada en clave irónica. La idiotez es justamente uno de los temas que aparecen planteados en el espectáculo La, la, la, la, la de Roger Bernat, que es un autorretrato. Él no es actor, sino dramaturgo, y, en realidad, es un pésimo actor. Sin embargo, en los últimos cuatro años se ha dedicado a subirse al escenario continuamente junto a sus actores. En esta pieza se convierte incluso en protagonista ya que, como dije, se trata de un autorretrato escénico, que él hace en compañía de una actriz y de un actor. La pieza tiene un carácter muy desordenado y se van acumulando materiales de muy distinta índole: textos, pequeñas coreografías, proyecciones de video, proyecciones de textos, etc. En una de esas proyecciones de textos aparece el Autorretrato del idiota. Esto no es nuevo. Muchos artistas han recurrido a la figura del idiota para autorretratarse. Esto ya aparecía, por ejemplo, en la obra Senecio (1922) del pintor Paul Klee. Esta recurrencia al idiota tiene un componente humorístico, pero apunta también a un problema referido a la inscripción social del artista. “Idiota” significa etimológicamente “hombre privado o no adscrito a una profesión, hombre ignorante”. Esto tiene una clara relación con el tema de la indisciplina, ya que solemos identificar una disciplina a una cierta profesión. El artista, por su parte, se ve a sí mismo como un hombre privado o no adscrito a una profesión, como un hombre ignorante. Por tanto, ese autorretrato del artista bajo la figura del diota que aparece en forma recurrente y que vamos a encontrar en la obra de Roger Bernat, responde a esa preocupación por la exclusión social del artista y su soledad, lo cual es algo que va asociado a aquello a lo que nos hemos referido antes cuando hablamos de la genialidad o excepcionalidad del genio, lo cual también implica la soledad del genio. Pero entre el genio y el idiota, ¿con quién nos quedamos? Ya Julio Cortázar le hacía decir a Oliveira en Rayuela que «…genio es elegirse genial y acertar…». Paul Klee, también muy citado en Rayuela, alternaba las representaciones del idiota con las representaciones del genio. Lo mismo hace Roger Bernat en la pieza que he mencionado.

Otro idiota notable, o en cualquier caso indiscutiblemente un artista indisciplinar, llamado Robert Filliou escribía:

En el fondo, pienso que soy un genio sin talento. Y si os explico qué entiendo por genio, comprenderéis mi punto de vista. Pienso que simplemente siendo un hombre o una mujer, uno es un genio. Pero la mayor parte de la gente lo olvida, ya que están demasiado ocupados enfundando sus talentos.

Oskar Gómez, otro director vasco, recurrió a las tres obras de Robert Filliou para componer una pieza escénica que se llamaba Psicofonías del alma. Allí recuperaba esas ideas de Filliou sobre la condición del artista, pero también las teorías del grupo Fluxus sobre la disfunción del arte y la posibilidad que tiene cualquier hombre de ser artista. Oskar Gómez había hecho años antes otro espectáculo con otro actor indisciplinado llamado Antón Reixa, basado a su vez en unas fotos de Hanna Schygulla. El espectáculo se llamaba El silencio de las xygulas, y allí aparecía un lema repetitivo que decía: «El pensamiento va por dentro de las carnes». Ese mismo lema sería utilizado en el año 2002 en otro espectáculo llamado Cerveau carbossé, que presentaba un viaje alucinante en busca de un personaje llamado Valentín Sentías, conocido como “El hijo de puta típico”. El espectáculo era una serie de imágenes grotescas, esperpénticas y disparatadas, que jugaban con distintos idiomas, apuntando continuamente a la ruptura de las convenciones teatrales pero al mismo tiempo recuperando formas de la teatralidad muy histriónicas. Allí se provocaban distintos tipos de desestructuración.

No voy a entrar mucho en esto. Lo interesante es que en este espectáculo se hacían visibles tres elementos a destacar en lo escénico o teatral, que a su vez conforman tres tipos de indisciplinas. Tenemos una indisciplina dramatúrgica, que rompe con las normas de composición dramática y ya estaba en el texto poético de Antón Reixa, dado que se trataba de un texto poético delirante que planteaba un viaje por el diccionario y no había personajes; por lo tanto, en este texto no había posibilidad de desarrollo dramático ni la recurrencia a los personajes propiamente dichos, dado que el único personaje que se nombre está ausente y es a quien se busca durante todo el desarrollo de la pieza. Pero tenemos también una indisciplina textual o poética y una indisciplina actoral. En este último caso, esta indisciplina actoral tiene que ver con la ausencia del virtuosismo. Por último, hay una indisciplina artística que tiene que ver con el prescindir del canon y de la institución arte, situándonos en un lugar donde -nos consideremos o no productores de arte- nos da igual.

A su vez, ese espectáculo y esos planteos se conectan con lo que podríamos denominar las dramaturgias del cuerpo. Recuerden que he mencionado a Rayuela como novela corporal, puesto que gran parte de la indisciplina que se siente al leer esa novela tiene que ver con una presencia fuerte del cuerpo. Lo mismo ocurría con Carles Santos, ya que gran parte de la tensión indisciplinar de la música y de la composición escénica de Santos tiene que ver con el protagonismo del cuerpo en la puesta en escena de sus composiciones musicales. La idea de que el cuerpo del actor o bailarín o del músico son algo más que un instrumento es algo que empieza a plantearse allá por los años ´60, cuando en el ámbito de la danza posmoderna se plantea la posibilidad de construir al cuerpo como sujeto del pensamiento. O bien, cuando se recurrió a la exposición del cuerpo por parte de artistas visuales para plantear cuestiones políticas, sobre todo en políticas de género o cuestiones de identidad. Otro tanto ocurre un poco más adelante, cuando a principios de los ´70 el cuerpo se convierte en un escenario que denuncia el dolor silenciado, la exclusión, la muerte y todo aquello que queda oculto bajo las formas de una imagen disciplinada que conforma nuestro imaginario cultural. Esto se continúa en una línea ininterrumpida en las diferentes formas del arte corporal que se han sucedido entre los años ´60 y la actualidad, con aportes importantes correspondientes a cada periodo histórico. Esto nos habla de una progresiva singularización del tratamiento del cuerpo. Cuando Yvonne Rainer está planteando el pensamiento del cuerpo en los años ´60 estamos ante el gesto inicial de todo este movimiento. Ocurre que en ese momento todavía no se trata de un cuerpo diferenciado. Recién en los años ´70 empieza a aparecer esta referencia al cuerpo y la identidad, pero poco a poco se va yendo más allá y se pasa de la diferencia del discurso de lo cultural y lo genérico al discurso de lo singular. Obviamente, se trata de una singularidad en donde están presentes todas las otras posiciones. Esto da origen ya no a espectáculos propiamente dichos, sino a acciones como las de Patty Chang o a videoinstalaciones como las de la sudafricana Bernie Searle. Esto aparece no sólo en la exposición de motivos que tiene que ver con todo eso a lo que estuvimos aludiendo, pero en este caso vinculado al conflicto racial del appartheid existente en Sudáfrica y cuestiones referidas a la identidad. Pero todo eso está detrás de una puesta en escena de la singularidad. Hay aquí algo así como la introducción de una infinidad de capas narrativas en el arte corporal similares a las que se han introducido en el cine o en la narrativa, etc. De manera que las artes del cuerpo, especialmente en su versión videográfica o en las videoinstalaciones, van adquiriendo u nivel de complejidad cada vez mayor. Tenemos el caso de Nao Bustamante, una californiana de origen hispano que quizás sea el ejemplo más claro de ese énfasis en la singularidad. Lo mismo ocurre con Franko B., quien no provenía del campo del arte y que comenzó haciendo acciones que para él no tenían que ver con la disciplina artística, sino que respondían directamente a una biografía muy particular y a una infancia muy dolorosa con sus padres. La acción más conocida de Franko B. es aquélla en la cual se desangra ante el público, con la asistencia de un médico. Por supuesto, se desangra durante el tiempo máximo que lo permite un cuerpo humano, antes de llegar a un estado irreversible.

Se trata entonces de acciones que se sitúan al margen de lo artístico, y que plantean acciones que tienen que ver con aquellos discursos políticos e identitarios de los años ´60 y ´70, aunque aquí se añaden otras cuestiones. Ante todo, lo que aquí se añade es la cuestión de la singularidad. Todas esas sucesivas capas narrativas del lenguaje que se ido añadiendo al arte corporal se han introducido en el ámbito de las artes espectaculares, tanto en la danza como en el teatro. Encontramos entonces en la década del ´90 y a principios del siglo XXI espectáculos de danza que, recuperando algunos de los planteos de la danza posmoderna relacionados con el cuerpo pensante y el cuerpo como sujeto, al mismo tiempo trabajan con un cuerpo que ya no es un cuerpo natural. Tenemos aquí la introducción de un cuerpo cultural, que es a la vez un cuerpo muy diferenciado. Pero a la vez, se trata de un cuerpo que es casi un cuerpo lingüístico, atravesado por el lenguaje. Esto se pone en evidencia en las piezas de Jerome Bell, en las que la escritura sobre el cuerpo convierte al cuerpo en escenario. Todo lo que se hace en el nivel físico ya no tiene el mismo significado que pudo tener 40 años antes, y, por lo tanto, hay una libertad mayor para hacer y plantear cosas con el cuerpo. Esa posibilidad de escribir con y sobre el cuerpo es lo que a su vez permite hablar en sentido estricto de una dramaturgia del cuerpo. Ya no se trata de escribir a partir de improvisaciones que hacen los actores, ni de componer propuestas coreográficas en las que el cuerpo trabaja libremente, sino que se trata de asumir la corporalidad singularizada y significante como instrumento de una serie de composiciones dramatúrgicas. Quizás el caso más evidente y más impactante de esto pueda encontrarse en los espectáculos de Castellucci, donde todo ese discurso de la singularidad que antes veíamos descrito con artistas que se situaban en los límites amplios del canon y de la normatividad, aquí es roto y se presentan en escena cuerpos absolutamente indisciplinados. En este caso se trata de cuerpo indisciplinado desde lo orgánico, que plantean otro factor de tensión muy fuerte en cuanto a lo dramático y las imágenes preconcebidas que se tienen de obras tales como la Orestíada. Se trata de personas con físicos o cuerpos al margen de las normas, tal como lo define Castellucci. No se trata siquiera de actores en su mayor parte, sino que son personas sin mayor experiencia actoral. Ellos aceptan participar en una escenificación donde se superponen diversos niveles de significación o de discurso. Hay entonces un nivel de discurso inmediato que actúa en el nivel de lo físico y visual en la confrontación con esos cuerpos, que se va superponiendo con otros niveles de discurso literario o escénico.

Quisiera retomar aquí esa frase de Anton Reixa según la cual el pensamiento va por dentro de las carnes. Al principio de Julio César, Castellucci convierte a esta idea en lenguaje, o mejor dicho la invierte. Esto se hace eco de las propuestas de Artaud, con quien seguramente hay muchas conexiones. En esa imagen contrastada del personaje de Antonio tenemos a una persona operada de las cuerdas vocales, que se introduce una cámara endoscópica dentro de la garganta en busca del origen material y físico de la palabra. El pensamiento va por dentro de las carnes, y la palabra tiene su origen en las vísceras y membranas, que aquí nos son ofrecidas a través de unas imágenes absolutamente obscenas. Hay un viaje al interior del actor, donde vemos sus membranas mucosas en busca de los orígenes físicos de la palabra hablada. La primera imagen que se tiene del actor es la imagen interna, y no la externa. Registrar una endoscopía de la garganta del actor es un gesto retórico a propósito de lo inquietante y lo impactante de la carne.

Otro de los momentos relevantes en este juego dramático que conforma una tensión indisciplinar en clave dramática, tiene que ver ya no sólo con un registro lúdico sino también con un registro de lo sagrado. Castellucci insiste mucho con el retorno a los orígenes sagrados del teatro. Ahí tenemos una parte que hace referencia a lo lúdico, y otra que hace referencia a lo sagrado. Ésas son las dos vías que remiten al origen de la acción escénica o teatral, sea entendida como juego de representación o como incorporación de lo sagrado.

En Julio César hay otra escena especialmente significante, que es la escena de Bruto sobre la tumba de Casio, interpretada en este caso por dos chicas anoréxicas, una de las cuales yace bajo una lápida que dice: «Ce-ci n´est pas un acteur», es decir; «Esto no es un actor». Acá tenemos una referencia clara al famoso cuadro de Magritte Esto no es una pipa. Magritte había pintado una pipa hiperrealista, pero había añadido esa leyenda, con lo cual estaba cuestionando las posibilidades de representación de la pintura, introduciendo los límites de la representación dentro de la representación misma. Aquí Castellucci pretende hacer la versión escénica de ese mismo juego propuesto por Magritte. Es evidente que eso que vemos allí sobre la escena no es un actor, sino una chica anoréxica sin más. Al mismo tiempo, podemos decir que se trata también un actor. Es decir, se ponen en juego distintas capas de sentido y múltiples referencias. El recurso a Magritte, sostenía Castellucci, no es meramente una cita, sino que tenía que ver con una reflexión sobre el sistema de representación imitativa: el dibujo primero y la inscripción a continuación, el dibujo primero y luego la inscripción negando esa pipa. Pero la pipa negada, el cuerpo de César muerto, o el cuerpo de una chica anoréxica, retornan en una especie de apoteosis. Aquí Castellucci sostiene que Magritte es más grande que Kandinsky, porque ha dado un paso más allá, y ha acabado de la manera más radical posible con la representación, pero dentro de la representación misma. Aquí se produce una coincidencia entre los planteos de Castellucci y los de Magritte.

Para ir terminando, me gustaría volver a Robert Filliou y a un discurso un poco más positivo, y no tan sagrado ni tan trágico, con esa actualización de la utopía de los ´60 que de algún modo está presente en esas diferentes prácticas indisciplinares que hemos ido anotando. Podemos decir que compartimos con Filliou la idea del arte entendido como reflexión diferente sobre lo humano, sobre el presente, sobre el otro. La función del arte es ayudar a vivir, pero la vida es lo más importante. Por eso vivir todos los días es la mayor obra de arte imaginable. Como decía Filliou:

No me intereso solamente sobre el arte, sino que me intereso sobre la sociedad en la cual el arte no es más que un aspecto. Me intereso por el mundo en tanto que todo, un todo en el que la sociedad no es más que una parte. Me intereso por el universo en el que el mundo no es más que un fragmento. Me intereso en primer lugar por la creación permanente, en donde el universo no es más que un producto. Los artistas deberían tomar parte activamente de los sueños colectivos para más amor, para más alegría y para que se acaben las aberraciones en las que vivimos. Estos son los principios de una economía poética, a la cual se opondría la economía que domina el mundo. El único problema que se plantea es de orden práctico: cómo pagar el alquiler.

Muchas gracias por su atención.

Pregunta – Quisiera hacer una pregunta a propósito de este desarrollo. El modelo corporal que se plasma en la práctica teatral de las primeras décadas del siglo XX era el del obrero, en un gesto económico y eficaz que estaba en función de una determinada narrativa y en contra de la declamación y ciertas formas vacías, propias del teatro anterior a Stanislavski o Meyerhold. Tenemos ahora todo lo contrario, y eso es justamente lo que usted señalaba con la indisciplina. Pero tenemos también esto de lo sagrado y del retomar la utopía. Mi pregunta es qué pasa con lo político en todo esto. Es decir, ¿qué pasa con el espectador? En sus orígenes el teatro era sagrado, pero tenía una clara función política. ¿Qué pasa ahora con eso? ¿Cómo se articula esto con lo lúdico y lo indisciplinar?

Prof. Sánchez – Es verdad que este tipo de prácticas están mediadas por esa capacidad subversiva de la desobediencia a la norma. Lo que he comentado con estas prácticas que he mencionado, la cuestión política aparece mediada por esa idea nuclear, que es la subversión de la norma.

Pregunta – Eso está clarísimo. Pero yo voy más a la cuestión de recepción de las acciones. ¿Qué pasa con la recepción cuando veo que alguien se está desangrando, o veo esas chicas anoréxicas? ¿No se corre el riesgo de la trivialización?

Prof. Sánchez – Tiene ese peligro de trivialización. Pero esto siempre ha sido característico del arte corporal desde que se empezó a hacer en los años ´60 y ´70. Pensemos en las primeras experiencias de Yoko Ono y la pintura de vaginas, que siempre fueron muy contestadas. Incluso fueron contestadas bajo la acusación de narcisismo y también bajo la acusación de la trivialización en tanto espectáculo morboso. En el caso de la pintura de vagina es interesante que los principales críticos de esa acción fueron compañeros masculinos del grupo Fluxus, que pensaban que los infantilismo que ellos hacían estaban muy bien pero lo que hacían las mujeres con esas pinturas de vaginas eran una verdadera guarrada o marranería. Esto lo digo porque muchas veces las críticas encierran su propia respuesta, en la medida en que son capaces de provocar una reacción al receptor. Allí está contenida la posibilidad de una transformación. Obviamente, esas acciones no van dirigidas a transformar al mundo. Pero tienen una eficacia comunicativa respecto al público al que van inmediatamente dirigidos, que en este caso no era el público mayoritario sino sus propios compañeros.

Roger Bernat también plantea esta misma cuestión. Él dice saber que a sus piezas van a asistir 40 espectadores cada noche, y los 40 piensan como él, están en contra de Bush, en contra de los maltratos a las mujeres, etc. Lo que él se plantea entonces es para qué habría de poner en juego algún discurso político, si ellos son sus colegas. Por eso es que prefiere contarles lo que él piensa. O bien invita al espacio escénico a personas con las que habitualmente no se dialoga, como un grupo de inmigrantes pakistaníes. De todos modos no hay aquí ninguna pretensión macropolítica, sino que siempre se trabaja sobre lo micropolítico.

El otro punto es la acusación de narcisismo. Claro, aquí el problema es el siguiente. En el arte corporal, como en la danza y la pintura abstracta, están las obras coherentes, comprometidas con una intención de intervención clara y necesaria, y las imitaciones y epígonos. Evidentemente, ante los epígonos de muchas formas de arte corporal o de arte que escenifica el dolor, es inevitable esa acusación de narcisismo. Pero hay otras obras en las que esto no ocurre. Por ejemplo, hacer subir al escenario a niños con síndrome de Down o a esquizofrénicos se ha convertido casi en una moda. Lo interesante es que haya también un discurso que justifica la necesidad de que eso sea así. Lo mismo ocurre con Franko B., que hacía lo que hacía porque tenía la necesidad de hacerlo. Eso tenía sus límites discursivos, y él no pretendía querer ir más allá. Sin embargo, también eso tenía un contenido político en la medida en que ponía en evidencia un tipo de experiencia social silenciado. El peligro es siempre la trivialización. Al convertirse en espectáculo algo que no es más que una acción surgida de una necesidad expresiva, se adquiere otro tipo de dimensión que hace perder de vista el objetivo original. Esto ya se plantea en Kafka, a partir de su relato Un artista del hambre, poniendo en cuestión el narcisismo del artista y su pretensión de que se le distinga y se le pague por hacer lo que le gusta y ser lo que es. Al mismo tiempo que Kafka denuncia a ese artista que por hacer lo que le gusta y ser lo que es exige un reconocimiento social especial y una contrapartida económica, se está retratando a sí mismo. Al mismo tiempo, sabemos que Kafka es un escritor importantísimo, autor de una mitología de gran trascendencia. Ahí aparece esa tensión entre el narrador Kafka que cuestiona la condición social del artista, lo cual tiene mucho que ver con esa concepción del artista como idiota que hemos mencionado.

Rodrigo García ha presentado hace poco una acción que consiste exclusivamente en la ejecución de una langosta que luego es cocinada y comida en escena. Mucha gente considera que eso es fascismo, o sadismo, ya que se prolonga la agonía de un animalito durante media hora, que intenta sobrevivir y se queja y grita como cualquier ser vivo, pero que inevitablemente es despedazado y cocinado, y después disfrutado gastronómicamente. Esto puede ser leído como una provocación gratuita, pero es evidente que contiene elementos que se pueden leer en clave política. Obviamente no se trata de algo dirigido a lo macroplítico, pero en la medida en que los espectadores que acuden a ver esto reaccionan, eso tiene una determinada eficacia.

Muchas veces un discurso que hace una crítica muy directa o didáctica hacia el consumismo o la economización del deseo, la manipulación de los medios de comunicación suele incurrir en las siguientes contradicciones. En la medida en que eso llega a los teatros burgueses ilustrados, entonces se toma una actitud irónica o un poco cínica respecto de eso. Ahí hay algo que falla, de manera que a veces se decide abandonar este tipo de discurso y pasar a realizar acciones como las que he descrito a propósito del sacrificio del animalito. Y resulta que eso provoca reacciones en el público que no provocaban las piezas en las que directamente se atacaban los hábitos capitalistas del espectador. Una acción como la de García hacia el bogavante puede ser calificada como gratuita, sádica, fascista o extremadamente cruel, pero creo que puede tener más efectividad desde el punto de vista político que un espectáculo construido directamente sobre referentes históricos y políticos. Por supuesto, hay de todo.

Pregunta – ¿Tú crees que en la creación escénica actual hay una recuperación de los discursos de los ´60 y ´70? ¿Estos discursos son específicos de Europa o también pueden ser aplicables en la escena latinoamericana?

Prof. Sánchez – Claramente en los ´90 hubo un retorno a muchos modos de hacer que se habían ensayado en los ´60. Eso es visible en la danza, en el teatro y en el cine. No creo que es implique una repetición, sino más bien una coincidencia con planteos que en esa época fueron efectivos y ahora se retoman, aunque con sus diferencias. Esto es importante por lo indisciplinar como por su costado político. Se trata de retornos con formas distintas. No hay una evolución lineal, pero tampoco hay vueltas hacia atrás. No se pueden plantear exactamente las mismas cosas que en los ´60, sencillamente porque el contexto político es absolutamente diferente. Todas las prácticas participativas de los 60 y ´70 tienen su correspondencia en lo que ahora se llama la estética relacional en medios audiovisuales.

En cuanto a tu segunda pregunta, es claro que la respuesta es afirmativa. Pienso sobre todo en artistas como Jodorowski en el caso de México, aunque desconozco la situación particular de Argentina y de Buenos Aires. Pienso que de todos modos ustedes podrían reconocer formas que se acercan a lo que estuvimos planteando. En el ámbito de las prácticas relacionales creo que pueden encontrarse trabajos mucho más interesantes en América que en Europa.

Diponible en:

http://www.telondefondo.org