Abstract

¿Cómo articular la potencia singular de las diferentes voces que participan dentro de una práctica artística colectiva? ¿Qué implicaciones políticas tienen la colaboración interdisciplinar y desjerarquizada en la generación de un lenguaje estético? ¿Qué presupuestos éticos se juegan dentro de toda negociación creativa? ¿Qué lugar ocupan y cómo se reorganizan los afectos dentro del trabajo con/entre los cuerpos? A partir de una reflexión que se detiene en los conceptos de singularidad, comunidad, política (de los afectos), esta ponencia busca revisar el lugar que estos ocupan en la creación escénica contemporánea y de qué maneras interpelan los modos hegemónicos de producción y creación dentro del teatro. Para esto nos referiremos a algunos de los procesos creativos del colectivo quiteño Mitómana/Artes Escénicas, específicamente a algunas de sus prácticas de creación y a aspectos de sus metodologías de montaje.

1. A manera de introducción

Hace unos pocos días el colectivo de artistas con el que trabajo desde hace cinco años, Mitómana/artes escénicas, en una de sus reuniones, se planteó la tarea de revisar aquellos principios o ideas que direccionan su trabajo. Esto después de un proceso de intensa creatividad (cuatro estrenos en cinco años) que nos exigía la pregunta de por qué seguir juntos, o de cómo hacerlo. Pero, además, el contexto de esta charla, se suscitó inmediatamente después de dos eventos muy concretos, una gira por varias provincias del Ecuador que nos llevó por primera vez lejos de nuestros espacios conocidos de creación y nos expuso a nuevos públicos; y, al encuentro que, gracias a la programación de Iberescena que Casa Mitómana lleva adelante hace dos años, tuvimos con Rubén Ortiz y con el colectivo del que él forma parte, La comuna revolucionaria. Eventos ambos que desataron, una serie de preguntas alrededor de nuestros modos de creación, que en el momento de ser enunciadas, visibilizaron la necesidad compartida de refundar o resignificar nuestra práctica. Estos dos encuentros –con otro público, y con otros creadores- nos confrontaron con la pregunta por el teatro que veníamos haciendo y el que queríamos hacer. No me voy a detener en todo lo que se discutió, ni en las derivas de dicha discusión, que aún no están del todo claras. A lo que me quiero referir es a algunas constataciones que dejó esa reflexión conjunta sobre nuestro trabajo, que pueden ser punto de partida para la revisión de ciertos aspectos del quehacer escénico colectivo: lo que hoy nos une, no tiene ver con cómo cada uno entiende el oficio, tampoco con una estética, ni con ninguna certeza técnica compartida, sino con una necesidad que nos atraviesa afectivamente (por un modo de afectarnos en común). Si hay algo que nuestra práctica ha promovido (siempre parcialmente) son procesos que han intentado habilitar la singularidad creativa (con otros), por un lado, y por otro, activar la potencia política de nuestra pequeña comunidad en sus modos de creación (de afectación sensual, estética, relacional).

2. Individuación, deseo y negociación

Óscar Cornago hace, en su texto Ensayos de teoría escénica –sobre teatralidad, público y democracia- la siguiente afirmación “decir que el teatro es un lugar de encuentro solo por el hecho de que se realiza en público es una generalidad que no dice nada del teatro, sino que más bien lo envuelve en un mito que impide pensarlo desde un presente que está continuamente cambiando, o como dice Ranciére defendiendo la dimensión política del disenso “Ya iría siendo hora de cuestionar, la idea de que el teatro es por si mismo un lugar comunitario.” Se podría hacer un paralelismo entre esta reflexión que apunta a interpelar la noción de encuentro (que se le asigna como constitutiva al teatro), para cuestionar, la idea de que el teatro de grupo, o la grupalidad garantiza la experiencia colectiva de la creación. Existen una serie de supuestos sobre el teatro de grupo que se necesitaría desmotar, para observar de cerca qué implicaciones tiene la creación colectiva.

Una de las preguntas que no ha dejado de salir a la luz a lo largo de estos años de trabajo, y muy particularmente en este momento, es aquella sobre las condiciones de la colaboración en un contexto artístico grupal, ¿Cuáles son las claves políticas y éticas para que la voz singular emerja de la experiencia colectiva, para ocupar un lugar autónomo y a la vez común? Ensayar una respuesta que le haga justicia a esa pregunta resulta ahora mismo imposible, no solo por las restricciones propias de esta ponencia sino porque parto de pensar el encuentro, o la colaboración como una experiencia siempre imposible. Cuando J. Derrida habla de “cierta posibilidad imposible de decir el acontecimiento,” al mencionar la hospitalidad o el perdón como experiencias, que al enunciarse se vuelven posibles y por tanto traicionan su condición de exceso, de potencia, lo que en el fondo les dota de ser acontecimiento, concluye que sin embargo, es preciso hacer lo imposible. Desde esta perspectiva, y tomando en consideración todas las implicaciones que entran en juego en el despliegue de las subjetividades, crear juntos se vuelve una imposibilidad que moviliza la experiencia colectiva hasta sus límite. La obra no puede ser una creación plenamente colectiva pero ensayar la colaboración (siempre incompleta, siempre insuficiente) se vuelve un práctica que altera los modos normados de relación y que deja en sus márgenes, en eso residual que no se agota en la obra, y que incluso es ajeno ella, la experiencia de ese nosotros abierto hacia el porvenir. Es el residuo de ese intento siempre fallido lo que nos impulsa hacia una nueva comunidad (im)posible.

El teatro es, en ese sentido, una suerte de espectro, que asecha para que la experiencia del nosotros aparezca. En este momento –provocado por la misma crisis a la que me referí en el acápite anterior- la noción de teatro se ha expandido e interpela sus modos de existir al interior del colectivo. El teatro no es ya un territorio que podamos delimitar con claridad y sobre el que ahora podamos actuar con seguridad. Siguiendo a Franco Befardi, en sus reflexiones sobre la conjunción, intuyo que funcionamos como “una comunidad de deseo” alrededor de una idea heterogénea de teatro, dentro de la cual surge la posibilidad de la experiencia singular de lo colectivo, o la deriva colectiva de una subjetivación (escénica) siempre en construcción. El deseo es la potencia o eso residual que vuelve a juntarnos, no alrededor de un proceso creativo (exclusivamente) sino de eso que pasa siempre que estamos juntos, y que apunta precisamente a lo que es la experiencia de la alteridad. Singularizar, individuar, subjetivar , se vuelve entonces la posibilidad inagotable de la negociación afectiva, artística, que encuentra en el grupo su forma posible de ser. G. Simondon desarrolla un largo tratado sobre la singularidad, o lo que él llama las teorías de individuación, en el cual se plantea precisamente ese principio de individuar como la acción, a partir de la cual, lo singular asoma como un proceso que no es necesariamente armónico entre las llamadas “condiciones preindividuales” y las que el sujeto va subjetivando (siempre) con otros. Encontrar una voz singular sería precisamente sumergirse en ese “campo de batalla” que es el sujeto en tensión con los signos de la cultura, la lengua y la experiencia política (social y cultural). Una de las tesis que apunta Simondon que nos interesan particularmente, es aquella en la que concluye “el sujeto, individuación siempre parcial e incompleta, tiene en la experiencia colectiva la prolongación y el afinamiento de dicha individuación.” Siguiendo esa tesis pensamos la subjetivación como un devenir en el que el ser está poniendo en marcha un proceso discontinuo y siempre abierto: el de hacerse con otros. Las preguntas a las nos que arroja esta reflexión, pensando el teatro como un espacio colectivo, son precisamente en qué medida, desde dónde, a partir de qué condiciones de comunidad, esa singularidad que emerge de ese proceso siempre en marcha, alcanza a desplegar su actividad creadora.

3. Desjerarquización de las relaciones, desjerarquización de los lenguajes

Nuestros contextos de formación y de creación estuvieron marcados por la noción de teatro político. Las obras de nuestra región que llegaban a los pocos espacios de difusión, festivales, etc. (que además son las que siguen llegando hasta hoy día), las escuelas en las que nos estábamos formando, los escasos textos a los que podíamos acceder (tanto teóricos como dramatúrgicos), apuntaban, por un lado, a reivindicar los postulados del teatro de contenidos políticos, y por otro, a la experimentalidad de los lenguajes y claro, a la experiencia del teatro de grupo, para desde ahí fundamentar el carácter de una llamada “resistencia.”

Una vez iniciada nuestra vida profesional se nos vinieron encima estos asuntos para exigirnos respuestas renovadas, propias, y para plantear una cuestión que tiene en su centro la relación con la tradición. Quizá una de las problemáticas a las que se apuntó, de manera crítica, en nuestras búsquedas iniciales fue cómo relacionarnos con una tradición en la que primó la cuestión de la política desde los contenidos de un discurso y no desde las relaciones de producción. ¿Cómo podía generarse singularidad para que ocurra la subjetivación y viva el deseo de cada uno, de cada una, en contextos de producción jerárquicos y jerarquizantes? ¿Cómo poner en marcha procesos de autopoiesis cuando la grupalidad estaba llena de saberes legitimados, ocultos, místicos (poco sistematizados o puestos en contexto) contenidos en la figura del “maestro”? (generalmente hombre y generalmente también director y dramaturgo?) ¿Cómo desarticular esas prácticas, ponerlas en suspenso para proponer otras lógicas creativas?

Nuestra respuesta apuntó, en ese momento, hacia la revisión de esos asuntos micropolíticos. Durante la reunión a la que ya he hecho referencia, una de las compañeras del grupo dijo algo que resonó para todos, “algo que compartimos es una cierta tendencia, en cada una de nosotras, un gusto por la desobediencia.” Esa frase enuncia una necesidad que se ha ido haciendo cada más exigente, por organizar nuestro deseo desde una política de relaciones artísticas no subordinadas. Esto ha exigido también un modo de hacer: procuramos una teatralidad en el cual cada lenguaje ocupa un lugar poético, una esfera de creación autónoma, en permanente negociación con los otros lenguajes para poder existir en común . No quiero insistir sobre la imposibilidad, regresando a Derrida de que esa plena autonomía de los lenguajes se alcance –obviamente no lo hemos logrado-, como tampoco hemos logrado sacudirnos del todo de ciertas formas de creación que nos pesan, pero ese ensayo ha conducido a un teatro que resulta de las tensiones y negociaciones, de las crisis y los acuerdos, alrededor de uno de los intereses que hemos identificado como común en nuestra búsqueda estética: las dimensiones de la imagen (también como lugar político).

Cuando el Colectivo Mitómana se planteó el montaje de Esas putas asesinas, adaptación libre del cuento de R. Bolaño se hizo precisamente una pregunta por las imágenes que sobreviven o los modos en los que se reencarnan (Didi-Huberman). Fue una pregunta espacial que decantó en la toma de una casa, en (re) imaginar los universos femeninos desde imágenes supervivientes alrededor de objetos también supervivientes de un espacio doméstico intervenido (un archivo familiar). Ese montaje se planteó precisamente, asechar la imagen hasta dar con ella, la imagen del fantasma, del espectro, que puso a prueba y expandió nuestras posibilidades dramatúrgicas que se desplazaron en varias direcciones: del cuerpo en relación con el objeto, de la palabra en relación con la arquitectura y del público en relación con su propia capacidad de escritura. Cito esta experiencia porque también a partir de esta se abrieron preguntas sobre el trabajo con el archivo y la imagen que en Tazas Rosas de Té (en la relación y la tensión entre lo real y lo ficcional, entre el testimonio y la escena) volvieron a trazarse dentro de la investigación grupal, promoviendo que cada lenguaje responda desde su saber. Así como también, se intensificó la problematización de los modos de producción que, aunque se vieron forzados por la necesidad de materializar la obra (tiempos impuestos por los sistemas de producción y los premios y fondos concursables, en dónde precisamente la investigación se sacrifica por el resultado) intentaron ser dislocados de nuevas maneras. En el caso de Esas putas asesinas, por ejemplo, el lugar de la dirección y de la autoría fueron cuestionados a través de la implementación de procedimientos de construcción dramatúrgica en el que se procuraba la autonomía de los lenguajes (el desplazamiento de cualquier jerarquía). En última instancia el montaje fue, precisamente, el producto de una negociación intensa de los distintos lenguajes involucrados (corporales, visuales, espaciales y sonoros). Las decisiones artísticas reposaron en esas negociaciones colectivas -no exentas de conflicto-, y en todas las articulaciones conceptuales que fueron arrojando esas transacciones, mucho más que en el sentido tradicional en el que suelen resolverse (a partir de las decisiones del director).

Uno de los supuestos que se oye en escuelas de teatro, que repiten incesantes dentro de los teatros es que el teatro se hace en la práctica, en el entrenamiento, en las tablas. De manera paralela corre el agotamiento que nos produce mirar teatro en nuestro medio (y esta reflexión creo que nos atañe como educadores del teatro de modo particular). El nuestro parece ser un teatro cuyo repertorio de imágenes está agotado. Vinculo estas dos reflexiones porque precisamente creo que la malsana división entre el pensar/hacer o la teoría y la praxis responde a un sistema que restringe las potencias creadoras del cuerpo, a todos sus posibles modos de imaginar (se), a todo lo que puede un cuerpo. Y además refuerza modelos autoritarios de saber. La posibilidad de que ese imaginario se renueve está íntimamente ligado con el cuestionamiento de esas dicotomías y también con la apertura en los modos jerárquicos de crear (sabemos que lo que las escuelas promueven son modos en los que un imaginario, una forma de concebir la imagen (de hacerla) se estandariza, y así comienza a operar un repertorio de repeticiones tan empobrecedor para la escena, el público y el creador).

Los modos de reproducción de formas de hacer (tan típico en nuestro medio) operan, en muchos de los casos, en base a una relación viciosa y vacía con el entrenamiento (e incluso con la técnica y con los saberes legitimados). No voy a detenerme como todo el sistema se alimenta a partir de una serie de supuestos que merman la capacidad del teatro, y del cuerpo en su red de relaciones materiales, pero la cuestión del entrenamiento a la que me refiero –a modo de ejemplo- está ligada a una concepción del cuerpo del actor/actriz como custodio de una experiencia (otra vez técnica o en el peor de los casos mística) y como, además centro del complejo engranaje de ese sistema de relaciones que es el teatro. Cuando Merleau-Ponty dice “yo soy mi cuerpo” , sin duda está plantando una experiencia expandida, un cuerpo que percibe, que siente, que piensa, que imagina y que está siempre en relación. Desde ahí cabe preguntarnos por las condiciones en que ese cuerpo está creando, está pensando (se), los modos en los que entra o no en relación crítica con la técnica, dialoga con otros lenguajes y es capaz de hacer relaciones que pongan en marcha procesos de traducción; el modo, en última instancia en que ese cuerpo pone en crisis el mismo lenguaje para vivificarlo, visita o (re)visita los imaginados, los posibles de su lenguaje: un cuerpo que piensa críticamente e imagina sin temor. Las condiciones de existencia de ese cuerpo creativo, que singulariza (no que se adapta), que no abandona el proceso incesante de la subjetivación, precisan repensar las nociones de técnica, de entrenamiento y de ensayo. Incluso de ese concepto tan complejo y manoseado, el de la disciplina, para reterritorializarlos dentro de contextos creativos expandidos, de escenas heterogéneas con ocupaciones disciplinares mixtas, en las cuales los ejes articuladores no se centralizan: ni en el cuerpo del actor, ni en la mirada del director, ni en la palabra del dramaturgo, sino que se desplazan, negocian y se contaminan, y por tanto desarrollan cada uno, a su manera, estrategias de presencia (o de ausencia). La gran crisis de la representación en el teatro ya apunta (entre otras cosas) precisamente, a desmotar los sistemas de poder operando al interior de sus prácticas, restringiendo la potencia creativa de todos los cuerpos que se afectan en y a través de la escena (incluyendo las objetualidades, el espacio, el público).

La manera en que el entrenamiento (e incluso la técnica) –al menos como ha sido concebido- deja por fuera la posibilidad de otros modos de imaginación, y que a su vez ubica al actor en el centro del hecho teatral, ha mantenido una política de la imagen y de la mirada dentro de la cual, el verdadero centro está por fuera de la escena, oscilando entre la mirada presente del director y la omnipresente del escritor. En este sentido, se habla de un teatro de actor, o un actor creador, cuyo material sin embargo, es la mayoría de veces instrumentalizado y cuyas decisiones artísticas más amplias (y conceptuales), están constantemente subordinándose. Esto se aplica del mismo modo para los artistas de la luz, del espacio, del sonido. El teatro de actor esconde en realidad al teatro de director, o al teatro de texto (incluso cuando estos cuerpos son creadores de imágenes, esas imágenes se mueven en los territorios demarcados por el saber del otro y están condicionadas por su función dentro de ese orden) dejando por fuera la inmensa potencia de la teatralidad. De este modo un teatro que sitúa en su centro “una voz” está excluyendo o subordinando a las otras y en última instancia promoviendo una jerarquización que en nada favorece, al poder relacional de lo que se hace en conjunción.

4. El lugar del texto

Desde esta perspectiva, se debería también pensar en el lugar de la palabra en escena. De manera concreta, en estrategias a través de las cuáles las relaciones de la palabra con la imagen desplacen cualquier centralidad en el proceso de creación.

El tema de la textocentralidad que ha sido parte del debate dentro de la teoría y la práctica escénica desde hace ya muchos años, tiene implicaciones en lo que hacemos hoy ¿Cómo se relaciona la palabra con la imagen? ¿Qué textos son pertinentes para una experiencia que no articula, organiza o compone el material escénico, sino que actúa con los otros lenguajes, catalizando ciertos imaginarios? J. L. Chevallier distingue el “texto fuerte” del “texto débil,” este último es aquel dispuesto para intensificar la experiencia del presente, cuyo conflicto no vive en su interior sino en las tensiones que establece con resto de lenguajes (incluido el del público). El texto débil es un texto opaco (a veces irrepresentable), ajeno a intereses de control o dominio sobre los cuerpos o las imágenes, dispuesto a entrar en el juego de la teatralidad. Esto me refiere a algunas de las ideas que G. Didi-huberman plantea en su libro La supervivencia de las imágenes, algunas tensiones presentes precisamente en la relación palabra-imagen, que se vinculan a través de la noción de montaje para desentrañar sus más sutiles posibilidades de tensarse. A propósito de este tema dice: “no hay relación natural entre palabra e imagen (…) no hay mundo simbólico posible sin la creación de una distancia, no hay creación de imagen sin movimiento rítmico de esa distancia (…) por todas partes reina pues el intervalo” . Me pregunto, a la luz de esta reflexión, cómo sería una escritura por intervalo (pensar rítmico), una experiencia escritural que se incorpore a la experiencia del montaje y desde allí se despliegue en relación con las partes para articular ese nudo de tensiones y procurar a su vez otro tipo de recepción en el público, quizá una que suspenda los significados inmediatos, unidireccionales, pre-vistos.

A propósito de esto, la experiencia con el texto dentro del trabajo del colectivo, ha logrado en algunos casos deslocalizarse del eje central que tradicionalmente ocupa. Específicamente en la obra Caída (Hemisferio Cero) y también, de modo bastante arriesgado en nuestro último montaje, la adaptación libre de la obra Atentados contra su vida de Martin Crimp . En el primer caso mencionado, la escritura sucedió de manera paralela a la construcción del resto de la obra, en lo que podría denominarse “una escritura en tiempo real.” Uno de los aspectos más significativos fue el modo en el que la palabra actuaba a partir de los insumos que proveía la imagen, un ritmo escritural que dialogaba con las secuencias físicas que planteaba el cuerpo de la actriz (no se trabajaba sobre la fábula se trabajaba sobre el ritmo y la asociación inmediata que desataba en la escritura el modo de estar del cuerpo en la escena). El caso de Atentados contra su vida, implicó partir de un texto, pero construir un discurso escénico autónomo (casi totalmente) de este. Se buscó generar desde la gran apertura que el mismo texto propone, articulaciones heterogéneas, imágenes discordantes, asociaciones bastante libres. En ese sentido la imposibilidad de “representar” la obra fue terreno fértil tanto para la creación de la teatralidad que resultó una modalidad de montaje en el que ambas directoras se plantearon investigaciones paralelas que en un segundo momento se intervenían y modificaban. Un procedimiento lúdico que generó una densidad de signos superpuestos que buscaban dialogar con el carácter complejo y fracturado del texto.

Una de las exigencias que se le siguen haciendo al teatro, la del significado, aún restringe las posibilidades de exploración de modos renovados de la palabra: no sólo se trataría de que la investigación no parta de un texto (que sería lo obvio o de un discurso escénico que se autonomice del texto) sino de plantearse estrategias en que esa palabra se extrañe, pueda liberarse de cualquier constricción, sobre todo la del contenido para que ensaye otras maneras políticas de estar en escena, de escribir con los otros lenguajes.

5. Para cerrar

La experiencia del teatro no es en esencia un poner en común, ni en su interior (el grupo) ni en el encuentro que supone con el público. La experiencia de lo común es (o no) posible a partir de cómo se afectan los cuerpos a lo largo de todo el proceso creativo (que incluye al público). De qué modos están singularizando(se) esos cuerpos es un asunto político no exenta de conflicto, de crisis y de una, a veces, agobiante negociación. Tanto las acciones, como las pasiones que el cuerpo genera al lado de otros cuerpos, en un devenir que en el mejor de los casos ha de interpelar, cuestionar y poner en marcha la práctica y la tradición.

Desde esta limitada observación de lo que han sido estos años junto a Mitómana/artes escénicas, me atrevo a decir que esa manera de afectarnos ha ido buscando su modo de existir, cada proceso ha producido mecanismos (más o menos exitosos) para movilizarnos hacia la singularidad creativa en común. Un imposible en el que sigue inscrita nuestra voluntad de estar juntos, de poder continuarnos: “más allá de la dualidad unión/separación los cuerpos se continúan. No solo porque se reproducen sino porque son infinitos, dónde no llega mi mano, llega la del otro.”

Obras citadas

Berardi, Franco. Fenomenología del fin. Buenos Aires: Caja negra, 2017.
Derrida, Jaques en Revista Proxecto Derriba http://proxectoderriba.org/cierta-posibilidad-imposible-de-decir-el-acontecimiento/
Cornago, Óscar. Ensayos de teoría escénica. Sobre teatralidad, público y democracia. Madrid: Abda, 2015.
Chevallier, Jean Frederic. El teatro hoy: una tipología posible. México: Paso de gato, 2011.
Garcés, Marina. Un mundo común. Madrid: ediciones bellaterra, 2013.
Didi-Huberman, Georges. La supervivencia de las imágenes. Madrid: Abada, 2013.
M. Merleau-Ponty, Fenomenología de la percepción. Barcelona: Planeta Agostini, 1993.
Nancy, Jean-Luc, “Una posibilidad imposible de decir el acontecimiento” en Revista de la escuela de filosofía de la Universidad Arcis-Chile.
https://monoskop.org/images/9/92/Nancy_Jean-Luc_La_comunidad_inoperante.pdf,
Pavis, Patrice. Diccionario del teatro. Barcelona: Paidós, 1998.
Simondon, Gilbert. La indiviudación a la luz de las nociones de forma e información. Buenos Aires: Cactus, 2014.
Spinoza, Baruch. Spinoza. Madrid: Gredos, 2011.

 

 

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