Paradigmas estéticos de la Modernidad

Aunque en el último decenio han aumentado de forma considerable los estudios sobre la teatralidad, el conocimiento de este fenómeno y su funcionamiento está aún lejos de alcanzar la difusión y el consenso que merece un hecho tan complejo y presente al mismo tiempo en la articulación de toda cultura y especialmente de la Modernidad, entendiendo esta como un período abierto en Occidente a partir de la Revolución Francesa, el proyecto ilustrado y la mayoría de edad de la razón declarada por la crítica kantiana. En términos generales, los estudios sobre teatralidad se pueden dividir entre aquellos que abogan por una comprensión amplia de este fenómeno y quienes lo piensan como algo privativo del medio teatral[1]. Sin ánimo de exclusión de las aportaciones derivadas de unos y otros enfoques, lo cierto es que el calificativo de «teatral» ha gozado de una enorme difusión, no restringida al campo de lo escénico. En cualquier caso, ya sea entendido como un concepto exclusivamente escénico, ya sea como una condición que recubre todo lo social, la difusión de este término no se corresponde con una conciencia clara de lo que se entiende por «teatralidad», de qué significa y cómo funciona eso de la teatralidad, de por qué hay cosas que parecen más teatrales que otras, de por qué, finalmente, en una sociedad en la que los niveles de teatralidad son tan complejos, dicho concepto, lejos de merecer la atención que le correspondería, ha quedado simplemente como un calificativo despectivo y un hecho de difícil delimitación. Posiblemente, su amplia difusión en campos tan diversos, como el arte, la etnografía, la sociología, la sicología y la lingüística entre otros, hace difícil esta deseable delimitación de una idea que, aunque solo sea por su amplia utilización, debemos pensar que afecta a algún punto importante de la escena cultural de hoy.

Tomando como modelo los estudios de la «literariedad», la «teatralidad» se ha propuesto como lo específico de lo teatral. Este paralelismo nos permite avanzar en el pensamiento de este concepto, sin embargo, el desarrollo paralelo de uno y otro no ha surtido los efectos esperados. La pregunta acerca de la literariedad», la necesidad de analizar lo específico del lenguaje literario, ha funcionado como motor de las Ciencias Humanas durante el siglo XX. Tratando de responder a esta pregunta se han desarrollado campos tan característicos de las Humanidades como la Teoría Literaria, al tiempo que la Lingüística del texto conocía un enorme impulso. La aplicación de esta cuestión al género narrativo en los años sesenta da lugar a la narratología, y al amparo de esta se define el concepto de «texto», una idea que vía la semiótica será traspolada a otras realidades no literarias, como el «texto teatral o espectacular», el «texto cinematográfico» o el «texto cultural».

El estudio de la teatralidad chocó pronto con circunstancias específicas muy distintas de las definidas por el fenómeno de la literariedad. Mientras que este último se podía acotar dentro del campo de lo literario, es decir, de los textos y las palabras, la idea de teatralidad salta con facilidad, de manera legítima o no, a otros campos no específicamente teatrales, y de ahí la dificultad para llegar a un consenso en cuanto a su delimitación. El fenómeno de las grandes urbes, el surgimiento de las masas provocado por la revolución industrial, la sociedad de consumo y la revolución electrónica de los medios de comunicación, ha potenciado los niveles de teatralidad. El número de escenarios donde actuar, en los que mirar y ser visto, ha conocido un abrumador aumento con la proliferación de monitores, cámaras y otros espacios públicos al alcance de todos. el derecho a la representación ha conocido una suerte de paradójica democratización. Quien más y quien menos puede tener acceso a un escenario o a un plató, a una cámara o la portada de una revista, y alcanzar así sus cinco minutos de gloria de los que hablaba Andy Warhol. Más allá de que alguien considere que lo teatral es algo específico del ámbito artístico de la escena, es innegable que en cada cultura existe un sentido de la teatralidad que se juega en ámbitos de la realidad, tanto social como privada, política o psicológica, muy diversos.

La escena teatral se manifiesta como un inmejorable laboratorio para estudiar cómo funciona las estrategias de teatralidad específicas de cada cultura, pero esto no debería impedir la aplicación de los resultados de estos análisis a otros hechos no artísticos; y viceversa, la teatralidad inherente a las ceremonias sociales, actos políticos, encuentros populares, así como a la construcción de las identidades y las estrategias de comunicación de los medios de masas, como la radio, el cine, la televisión o Internet, nos muestra la cantera de la que la escena teatral toma sus lenguajes; no en vano, el teatro es el único medio que, al carecer de un lenguaje exclusivo y propio, ha de tomar sus códigos de aquellos que le ofrece la cultura en la que se desarrolla.

Al lado de la enorme atención prestada desde el Formalismo ruso a la cuestión de la literariedad, hay que destacar el hecho de que, de manera más velada y difusa, la pregunta acerca de la teatralidad ha funcionado de forma paralela a partir de los años sesenta. De alguna manera, una pregunta ha venido a relevar a la otra como motor de las Humanidades. Si el enfoque literario ha impuesto una imagen de la realidad y la historia en tanto que «texto», es decir, como una estructura fijada que se ofrece para su interpretación; la mirada teatral ha promovido una idea de la cultura como proceso antes que como resultado. La historia ya no se entiende únicamente como un conjunto de textos, convertidos en monumentos, que nos llegan hasta el presente, sino también un conjunto de actividades, de puestas en escena y ceremonias, de modos de representación y maneras como estas representaciones son percibidas por la sociedad. Se trata de una concepción dinámica y performativa, que no concibe la realidad como algo acabado, sino como un continuo hacerse. La  acerca de la teatralidad, formulada en ámbitos dispares y sin un contacto previo entre ellos, vendría a sumarse al interrogante sobre la literariedad, no para excluirlo, sino para añadir nuevos acercamientos a la comprensión de la cultura y la historia.

Estrechamente ligado a este enfoque hay que entender el auge de los estudios en torno a la idea de performance, la difusión de los conceptos de fiesta, rito y juego en la Etnografía y la Sociología o el denominado giro pragmático en la Lingüística y la Filosofía durante el siglo XX[2]. Detrás de estos acercamientos subyace la necesidad de entender toda realidad como un proceso de puesta en escena que solo funciona en la medida en que se está produciendo, es decir, que está siendo percibido por unos espectadores.

Curiosamente, no ha sido en el ámbito de los estudios teatrales donde primero se ha desarrollado este enfoque, sino que hay que esperar a los primeros años  para que se empiece a aplicar de manera más sistemática a la historia y el análisis del arte escénico, por autores como Feral[3], Villegas[4], Fischer-Lichte[5], Fiebach[6] o Finter[7].

Aun así, en muchos casos, la amplia utilización de este concepto está lejos de responder a un conocimiento claro de sus complejas implicaciones. Incluso dentro del campo de los estudios teatrales, no es habitual encontrar una discusión explícita y clara de las estrategias de teatralidad empleadas en una determinada obra. Todavía estamos lejos de entender la producción de un teatrista, de un determinado período cultural o de la evolución de los lenguajes, desde el punto de vista de sus estrategias de teatralidad. Frente a este enfoque minoritario, la idea del teatro como texto, ya sea texto dramático o espectacular —el tratamiento metodológico es comparable—, que se ofrece a diversas interpretaciones sigue siendo lo dominante. Preguntarnos por la literariedad o por la teatralidad de una obra, incluso de una obra no escénica, como una novela, un cuadro, una película de cine o una instalación plástica, implica dos acercamientos diversos, que conllevan a su vez aparatos teóricos y herramientas de análisis distintas[8]. Si bien, hemos de insistir en que no se trata de acercamientos excluyentes, sino al contrario, capaces de arrojar miradas  complementarias sobre una determinada obra artística o fenómeno cultural.

El elemento inicial para empezar a entender la teatralidad es la mirada del otro, lo que hace de desencadenante. Todo fenómeno de teatralidad se construye a partir de un tercero que está mirando. Se trata de un acercamiento muy diferente al de la literariedad, pues un texto, ya sea en su sentido estricto como texto escrito, o en sentido figurado, como texto escénico, cinematográfico o cultural, existe al margen de quien lo mira. Es una realidad sostenida por una determinada estructura que cohesiona sus elementos y que no necesita el ser mirado por alguien para poder existir, sí quizá para ser leído o interpretado, pero su existencia es previa al momento de la interpretación. Es cierto que todo fenómeno estético, y por tanto cualquier obra artística, está construida pensando en el efecto que ha de causar en su receptor, pero el caso de la teatralidad no solo se piensa en función de su efecto en el otro, sino que no existe como una realidad fuera del momento en el que alguien está mirando; cuando deje de mirar, dejará de haber teatralidad.

Esto nos ofrece la segunda clave del hecho teatral: se trata de algo procesual, que solo tiene realidad mientras está funcionando. No es posible pensarlo como un producto acabado o como un texto que espera paciente la llegada de un lector/receptor para ser interpretado. Pongamos un ejemplo paradigmático de algo teatral en cualquier cultura, como el hecho de disfrazarse. Nadie se disfraza si no va a ser visto por otra persona.

Uno se disfraza para exhibirse luego en un espacio público, donde la mirada del otro va a desencadenar el mecanismo de la teatralidad. Si un disfraz no exige la mirada del otro, ya no estaría concebido como un disfraz, sino como un vestido específico para una determinada circunstancia. Pensemos, por ejemplo, en la vestimenta de un cura cuando celebra una misa o de un profesional para desarrollar su trabajo, por ejemplo, la bata de un médico, en ambos casos el vestido tiene una función, ya sea de orden trascendental o práctico. En el caso del disfraz no hay ninguna otra función que el ser visto por otro. Ahora bien, entre estos dos casos propuestos, el del cura es más teatral que el del médico, porque si bien cada elemento de la ceremonia se justifica por su significado trascendental, el acto en sí de la ceremonia participa de la teatralidad en mayor medida que la labor del médico, justificada de manera intrínseca desde su rentabilidad práctica; de ahí la importancia en el primer caso de la presencia del feligrés que acude a la misa y sin la cual el sentido del acto ritual sería dudoso.

El tercer elemento constituyente de la teatralidad es el fenómeno de la representación, es decir, la dinámica de engaño o fingimiento que se va a desarrollar: el actor interpretando el personaje. Volviendo con el ejemplo del disfraz, pensemos en un caso concreto cuya indudable fuerza teatral le ha conferido un tratamiento cultural específico: el travestismo sexual, es decir, un hombre o una mujer se disfraza del sexo contrario. Retomando los elementos anteriores, acordaremos que nuevamente la mirada del otro es el punto de partida desde el que se construye la teatralidad. Un hombre se disfraza de mujer; para ello tendrá que tener en cuenta el efecto que va a producir cada uno de los elementos de su atuendo en aquel que está mirando.

Dependiendo, por tanto, de la cultura los elementos utilizados serán diferentes. Pero, como dijimos antes, no se trata únicamente de disfrazarse, sino hay que salir al espacio público para que esta dinámica de fingimiento comience a funcionar, de manera que todo el disfraz cobre sentido. El hombre no se viste de mujer para estar solo en casa; en ese caso sería objeto de su propia mirada en un juego de desdoblamiento de la personalidad: alguien que se mira a sí mismo. Pero en la mayoría de los casos es cuando el travestido está frente a los demás en el momento en el que se despliega el mecanismo de la teatralidad. En resumen, podemos definir la teatralidad como la cualidad que una mirada otorga a una persona (como caso excepcional se podría aplicar a un objeto o animal) que se exhibe consciente de ser mirado mientras está teniendo lugar un juego de engaño o fingimiento. Veamos ahora cómo funciona este mecanismo.

Lo fundamental en el efecto de la teatralidad es que esta dinámica de engaño o fingimiento se haga visible, es decir, que el que mira descubra por detrás del disfraz de mujer la verdadera identidad de hombre. Si el disfraz estuviera tan bien realizado que el que mira no descubriese que detrás se oculta un hombre, la representación dejaría de ser teatral. El engaño se haría invisible y el juego teatral no tendría lugar. Esta es la diferencia esencial entre teatralidad y representación, términos que a menudo se confunden, incluso por la crítica especializada, que tiende a sustituir el segundo por el primero, de modo que ya no se habla de representaciones, sino de teatralidades, teatralidades sociales, teatralidades políticas, teatralidades religiosas o teatralidades escénicas. La representación constituye un estado, mientras que la teatralidad es una cualidad que adquieren algunas representaciones y que se puede dar en mayor o menor medida, a diferencia de la representación, que no admite la gradualidad, es decir, no se representa más o menos, se presenta o no se representa. La teatralidad supone una mirada oblicua sobre la representación, de tal manera que hace visible el funcionamiento de la teatralidad.

Tiene lugar, por tanto, un efecto de redoblamiento de la representación, una especie de representación de la representación; esto es, el travesti no representa el ser-mujer, este sería un estadio de representación que se encuentra de manera normal en las mujeres. Los tacones, el vestido, el maquillaje o el pelo se convierten en signos del ser-mujer. En el caso del travesti, estos signos se exageran de modo que se hace visible el juego; no se trata, por tanto, de representar lo femenino, sino de representar que se representa el ser-mujer. Asistimos a una presentación de la representación, la representación representándose a sí misma, que saca a la luz los procedimientos que de otro modo podrían pasar inadvertidos.

De esta suerte, la teatralidad proyecta un tipo de mirada específica sobre el hecho de la representación. Esta se hace más consciente, y el espectador disfruta al ver de forma consciente el procedimiento de la representación, el juego del artificio y el desequilibro de las identidades, el soy uno, pero represento otro, soy yo pero en realidad no lo soy. Es un juego de engaños conscientes que ha adquirido un enorme auge en la cultura de masas[9].

Lo fundamental en la dinámica de la teatralidad es el sistema de tensiones generado por esta distancia de teatralidad que se abre entre lo que uno ve, por un lado, y lo que uno percibe como escondido detrás de lo que está viendo, por otro. Se delimitan así dos campos: el campo de lo que se ve, de lo que se representa, de lo que es visible y está desplegado en la superficie, y el campo de lo que queda oculto, de lo que no se ve, pero se intuye. Es una superficie contra la que choca la mirada, levantada en función de esta, pero detrás de la cual se adivina una dimensión en profundidad. Entre ambas regiones se establece esta distancia de teatralidad, que articula el vacío abierto entre estos dos campos. En este espacio funciona la teatralidad, producida por un sistema de tensiones entre un campo y el otro, y este espacio solo puede ser construido —descubierto— por la mirada del otro, manifestándose en la medida en que está teniendo lugar la representación, que lo hace visible.

El mecanismo semiótico de la representación se desarrolla en el espacio de lo visible, ahí se sitúan los significantes y los significados. Conviene, por tanto, no confundir el espacio oculto con el espacio significante, por un lado, y el espacio de superficie con el de los significados, por otro; es decir, el hombre no es el significante del ser-mujer, o al revés, sino que los signos de la feminidad están construidos todos ellos ya en el espacio del ser-mujer, de la superficie de lo visible, y es este ejercicio de construcción mediante el atuendo, el maquillaje, el peinado, etcétera, el que se acentúa para potenciar la teatralidad. La distancia abierta entre ese ser-hombre (que aparentemente se oculta) hasta el ser-mujer (que se muestra) es la que permite iluminar el proceso de representación que está teniendo lugar. De este modo, la teatralidad saca la representación a la superficie, pero la verdad de esta no coincide con la verdad de la teatralidad. La verdad semiótica de la primera representación (el ser-mujer) queda desvelada como un engaño al lado de la verdad performativa de la teatralidad. Su verdad es su ser como juego, fingimiento y disimulo, y su realidad no es la realidad de lo representado, sino la realidad del proceso de representación que está teniendo lugar; lo otro —la representación— es el resultado de este mecanismo.

Cuando hablamos de representaciones pensamos en los productos representados, en las imágenes o escenas construidas, pero cuando aplicamos un enfoque teatral lo que se pone de manifiesto es el carácter procesual de este mecanismo, su funcionamiento interno, y es ahí donde hay que encontrar su sentido.

Como vemos, un factor que potencia la teatralidad es el énfasis en la exterioridad material, la ostentación de la superficie de representación, de los signos que se van a poner en juego. A través de un exceso de materialidad, el código llama la atención sobre sí mismo, haciéndose más visible. Este exceso dematerialidad está relacionado con la necesidad de atracción de la mirada del otro, que hace que todo esto adquiera algún sentido, a saber: el ser visto. La representación enfatiza su envoltorio exterior para seducir al otro con sus formas; pero detrás de este exceso se descubre un vacío: esa aparente mujer en realidad no es una mujer, sino que es un hombre, y entre uno y otro se juega esa distancia desestabilizadora, que produce una especie de vértigo en el que mira. Este efecto de desplazamiento de los signos genera una fractura entre ellos. Ese es el vacío que funciona como motor de atracción tras las apariencias de superficie. Estas imponen su materialidad, cercana e inmediata, emancipada de cualquier otra finalidad que no sea su capacidad de atracción, sostenida por ese vacío que oculta. En la escena todo debe seducir y «en el movimiento de la seducción —como explica Baudrillard[10]— es como si lo falso resplandeciera con toda la fuerza de la verdad». Esto nos invita a ir más allá, nos intriga acerca del secreto que guardan las caretas; pero cuando uno se acerca lo que descubre es el límite donde empieza un vacío, donde los sentidos se desequilibran, mientras que la tentación de seguir avanzando se hace más intensa:

Ese Otro no es el lugar del deseo o la alienación, sino del vértigo, del eclipse, de la aparición y la desaparición, del centelleo del ser, si puede decirse (pero no hay que decirlo). Pues la regla de la seducción es precisamente el secreto, y el secreto es el de la regla fundamental[11].

En todos los órdenes culturales, afirmar de algo que es teatral implica una mirada consciente que hace visible los códigos exteriores que están siendo empleados. La realidad es desvelada como un juego de representaciones y su sentido ulterior queda cuestionado. Pongamos que una persona está en un restaurante y mira fijamente a una pareja sentada en la mesa de al lado discutiendo acaloradamente. De pronto, el hombre tiene la sensación de que esa situación es muy teatral, que ya la conoce, que los códigos le son familiares. Esto se produce porque su mirada es capaz de detectar tras los gestos, movimientos y entonaciones que le llegan de esa pareja, un determinado código con el que se construye un sentido determinado, como la forma de vestir y el maquillaje del travestido construyen la feminidad; pero sabemos que detrás de ese acto de representación redoblado sobre sí mismo, hay un límite, del cual se esconde un vacío, que se adivina, pero no se significa, y que tratamos de cubrir desplegando en superficie esa representación. La pareja del restaurante, en principio, no está haciendo teatro, no está representando (aunque inevitablemente no pueden prescindir de la imagen exterior que ofrece cada uno de ellos en ese acto de enfrentamiento con el otro, con el propósito de convencerle, que es una discusión), pero la mirada del hombre es capaz de percibirlo como si así fuera. Esta mirada teatralizante delimita un espacio y un tiempo precisos, en los que tiene lugar esa acción, descubierta en su proceso de puesta en escena.

Este es el procedimiento característico que implica la operación de la teatralidad, la potenciación de la exterioridad material de una situación dada en un espacio y un tiempo determinados. Esta operación tiene un efecto de vaciado de esos signos que se han subrayado. Al extraerlos de su contexto real, los signos quedan vacíos de su significado contingente y dispuestos a su utilización en un plano simbólico. Por este motivo, más allá de aquel espesor de signos al que se refirió Barthes, y que recogida en el diccionario de Patrice Pavis adquirió enorme difusión, el teórico francés continúa su pensamiento sobre la teatralidad refiriéndose a esta como una operación final necesaria para fundar un nuevo lenguaje:

Il faut en effet pour fonder jusqu´au bout une langue nouvelle, une quatrième opération, qui est de théâtraliser. Qu´est-ce que tréâtraliser? Ce n´est pas décorer la représentation, c´est illimiter le langage[12].

Esta operación está en la base de cualquier lenguaje artístico, que por medio de su materialidad exterior se proyecta hacia un plano simbólico en el que adquiere una pluralidad de significados. Es por esto que una obra de arte se ofrece a una diversidad de interpretaciones, porque los signos sobre los que se construyen, extraídos de contextos reales, son proyectados en función de su materialidad específica, hacia un plano poético. La teatralidad está, por tanto, en la base de cualquier operación artística, aunque no en todos los casos este mecanismo se lleva a cabo de modo explícito.

La teatralidad puede ser entendida como una suerte de paradigma estético de la Modernidad. Los siglos XIX y XX han adquirido una creciente consciencia de la realidad, ya sea individual o colectiva, como un acto de representación. En la contemporánea, como explica Foucault en Las palabras y las cosas[13], se fragmenta esa ciencia universal del orden y las medidas, la mathesis universalis, que organizaba toda la realidad en función de un único sistema de representación. Su disgregación da lugar a numerosos sistemas de representación que, replegados sobre sí mismo, se hacen visibles desde sus límites exteriores, así como la razón analizada por Kant se revela como un mecanismo emancipado en base a su funcionamiento específico. De este modo, las ciencias clásicas, como la Anatomía, la Gramática o el análisis de las riquezas, que funcionaban a modo de listados, se convierten en la Biología, la Filología y las Ciencias Económicas, sistemas de representación cerrados sobre sí mismos sobre la base de un funcionamiento específico. Lo importante es que el centro de estos sistemas, lo que sostiene el ser de sus representaciones, deja de estar incluidos en ellos mismos: la vida, el lenguaje o el valor de cambio pasan a ser fenómenos que superan el campo de la Biología, la Filología o las Ciencias Económicas, que quedan fuera de sus campos de representación. Estos sistemas hacen visibles sus modos de funcionamiento, pero no su ser, de ahí la necesidad de nuevas disciplinas, que han conformado las actuales Ciencias Humanas, como la Sicología, la Antropología, la Sociología o la Teoría del Lenguaje. La perspectiva de la teatralidad no solo manifiesta la exterioridad material de los sistemas, sino también el modo como funcionan, dejando ver sus límites exteriores. Se presentan como sistemas en cierto modo autónomos, emancipados de cualquier finalidad exterior a ellos mismo, lo que no quiere decir que dejen de convivir con otros sistemas.

Bajo este paradigma de la teatralidad y su concepción de la realidad como sistemas de representación en funcionamiento se despliega la cultura moderna. Esto implica un modo de entender la realidad a partir de sus limitaciones, desde la consciencia explícita del vacío que subyace a cada sistema de representación. Sobre esa fractura abierta por las distancias de teatralidad crece el pensamiento contemporáneo. Con el pecado original y el castigo por el deseo de conocimiento, el ojo divino inaugura la historia de la representación en el mito bíblico[14]. El hombre se siente desnudo bajo la mirada de Dios, se siente mirado, en mitad del mundo entendido como escenario, condenado a verse como sujeto y objeto de la representación al mismo tiempo, escindido entre su finitud y lo ilimitado de su deseo, entre su ser y su representación, entre lo que es y lo que parece. La diferencia con la imagen del tópico clásico del «mundo como teatro» consiste en que ya no se trata de representaciones entendidas desde sus resultados exteriores, sino desde sus funcionamientos internos, desde sus juegos de inestabilidades y vacíos. Ya no es el mundo visto como una escena representada, sino como un mecanismo que produce representaciones y en el que lo fundamental no es tanto el resultado de esas representaciones, sino el mecanismo en sí mismo.

La pregunta ante una representación, es decir, ante una obra artística o un determinado fenómeno social ya no es, por tanto, el qué significa, sino el cómo funciona. Y lo importante no es dar verosimilitud al resultado final, hacer pasar por cierto la verdad semiótica de la representación, porque sabemos desde el comienzo que inevitablemente es falsa, como toda representación, sino en hacer creíble el proceso, el mecanismo de tensiones entre lo que se ve y lo que se oculta; en ese campo de inestabilidades se juega ahora la verdad de lo real. Este enfoque performativo se ha visto potenciado al extremo con la Modernidad. Sobre esta fractura de lo mismo, del pensamiento representacional y la lógica de la identificación de las realidades con los conceptos, de las superficies con las esencias, crece una cultura de los medios. En detrimento de los referentes a los que estos apuntan, los medios han proliferado hasta emanciparse de sus finalidades de representación sobre la base de sus propios funcionamientos, convertidos en protagonistas de la actuación. El personaje se ve desplazado por el actor, que se erige como identidad por antonomasia del hombre moderno, siempre conflictiva. La teatralidad es una maquinaria que hace visible unas cosas y oculta otras, pero lo importante no es la imagen final producto de la representación, sino el funcionamiento del propio mecanismo, puesto de manifiesto en el espacio (escénico) en el que opera. En el mismo funcionamiento radica su sentido, el sentido de la realidad (representada). De ahí que Lyotard afirme que la escenificación, técnica de exclusiones y de desapariciones, que es actividad política por excelencia, y ésta, que es por excelencia escenificación, son la religión de la irreligión moderna, lo eclesiástico de la laicidad[15] para precisar a continuación que ya «el problema central no es […] la disposición representativa ni la cuestión, a ella ligada, de saber qué representar y cómo, definir una buena o verdadera representación; sino la exclusión o la forclusión de todo lo que se considera irrepresentable porque no recurrente»[16], es decir, de todo lo que queda excluido como no representable, pero que al mismo tiempo determina los límites exteriores de lo que se puede representar, es decir, de lo que se puede conocer, de lo que se entiende como realidad.

La aplicación de este esquema de teatralidad a las obras teatrales ofrece resultados muy diversos, pues la complejidad de este mecanismo puede desarrollarse con finalidades y en direcciones distintas. Frente a niveles de teatralidad fácilmente reconocibles, como los de la farsa, el grotesco o la comedia, donde se exageran los códigos exteriores, con el consecuente procedimiento de vaciado de sus contenidos, o los procedimientos de metateatralidad, es decir, de puesta en escena explícita de la representación, el siglo XX ha dado lugar a complejas estrategias de teatralidad con una eficacia expresiva que responde a la visión propia de la cultura contemporánea, teatralidades menos evidentes, pero con un efecto de realidad más profundo. Como rasgo característico de las teatralidades más específicas de la escena del siglo XX, destacan aquellos casos en los que el campo de lo que se oculta, es decir, aquello que se adivina, pero que no se llega ver, se convierte en un interrogante que cuestiona el campo de lo visible, de la superficie de la representación, que es lo que ve el espectador y en donde encuentra proyectada su propia realidad, que queda así también cuestionada desde el escenario de la representación. Esto requiere complejos procedimientos escénicos, elaborados en el nivel de la materialidad de los lenguajes, es decir, de los movimientos, acciones, gestualidad, plástica, sonoridad, etcétera, teniendo siempre en cuenta que el efecto de verosimilitud ya no radica en el realismo de sus resultados, sino en la realidad de sus mecanismos. Desde que apareció el cine y luego la televisión, los creadores más lúcidos han reconciliado el teatro con su inevitable carga de falsedad. Su efecto de realidad se ha desplazado a la verdad del mecanismo, es decir, a la realidad que adquiere el proceso de representación, el juego hecho visible de sustituciones, fingimientos y engaños. En el caso de los teatristas más destacados —pensemos en Tadeusz Kantor—, esto ha dado lugar a mundos teatrales con una poderosa capacidad de cuestionar desde su plano poético, desde el espacio inmediato y real de lo teatral, el mundo de la realidad. En estos casos, ese exceso de materialidad que juega a seducirnos con sus ropajes siempre excesivos nos arroja sobre un vacío que solo se presenta como ausencia. Desde este enfoque de análisis de las estrategias de teatralidad, puede entenderse la defensa del director argentino Ricardo Bartís de un mundo específicamente escénico, cargado con la energía cercana y cálida de los cuerpos y la materialidad de la escena, que adquiere una fuerza capaz de desestabilizar la realidad exterior: «Actuar significa atacar el concepto de realidad, de verdad, de existencia»[17] (Bartís 2003: 33). La emancipación progresiva de cada uno de los componentes escénicos que forman el plano material de la representación, apunta al espectador como el protagonista por excelencia de esta teatralidad llevada al extremo, a través de la cual el teatro, como dice Dort, encuentra su vocación última:

non de figurer un texte ou d´organiser un spectacle, mais d´être une critique en acte de la signification. Le jeu y retrouve tout son pouvoir. Autant que constrution, la théâtralité est interrogation du sens[18].

El teatro de la Modernidad, como la propia cultura moderna, se presenta como una reflexión en profundidad sobre la vida, la realidad y la historia en tanto que mecanismos de representación, y en la medida en que iluminan el espacio donde funciona esta maquinaria, abriendo un vacío entre los resultados de la representación, la escena que estamos viendo, y el sentido de aquello que se está haciendo, la identidad de esos actores que obviamente están interpretando, se cuestiona también el sentido de lo real, no para rechazarlo, como se hizo en las vanguardias, sino para someterlo a un constante proceso de revisión, de revisión de verdades y dogmas, de ideologías y discursos con pretensiones de verdad universal. Como los personajes de la creadora española Sara Molina, el teatro y la realidad moderna parecen lanzar una y otra vez una pregunta final de honda condición escénica, no ya el qué somos o qué significa, sino: «¡¡¡¿Dónde estamos?!!!».

Notas

  • [1] Erika Fischer-Lichte «Theatricality: A Key Concept in Theatre and Cultural Studies», Theatre Research International 20. 2 (1995), pp. 85-89 y «From Theater to Theatricality – How to Construct Theatre», Theatre Research International 20.2 (1995), pp. 97-105; Juan Villegas, «GESTOS 21: De la teatralidad como estrategia multidisciplinaria», Gestos 21 (1996), pp. 7-19. (Monographic Issue «Theatricality as Multidisciplinary Strategy»); Eli Rozik «Is the Notion of ‘Theatricality’ Void?», Gestos 30 (noviembre 2000), pp. 11-30; Tracy C. Davies y Thomas Postlewait, «Theatricality: An Introduction», en Tracy C. Davis y Thomas Postlewait, eds., Theatricality, Cambridge, Cambridge University Press, 2003, pp. 1-39.
  • [2] Joachim Fiebach, «Theatralitätsstudien unter kulturhistorisch-komparatistischen Aspekten», en Joachim Fiebach y Wolfgang Mühl-Benninghaus, eds., Spektakel der Moderne. Bausteine zu einer Kulturgeschichte der Medien und des darstellenden Verhaltens, Berlin, Vistas, 1996, pp. 9-68; Marvin Carlson, Performance: A Critical Introduction, London / New York, Routledge, 1996. 1996; Óscar Cornago Pensar la teatralidad. Miguel Romero Esteo y las estéticas de la Modernidad, Madrid, Fundamentos/RESAD, 2003; 17-34.
  • [3] Véanse sus artículos incluidos en Josette Féral, Jeannette Laillou Savona y Edward A. Walker, eds., Théâtralité, écriture et mise en scène, Québec, Éditions Hurtubise HMH, 1985 y su Teatro, teoría práctica: más allá de las fronteras, Buenos Aires, Galerna, 2004.
  • [4] Juan Villegas, ob. cit. y Para la interpretación del teatro como construcción visual, Irvine/California, Gestos, 2000.
  • [5] Erika Fichte-Lichte, ob. cit.
  • [6] Joachim, Fiebach, ob. cit.
  • [7] Helga Finter, «Experimental Theatre and Semiology of Theatre: The Theatricalization of Voice», Modern Drama (1983), pp. 501-517 y «¿Espectáculo de lo real o realidad del espectáculo? Notas sobre la teatralidad y el teatro reciente en Alemania», Teatro al Sur. Revista Latinoamericana 25 (octubre 2003), pp. 29-38.
  • [8] Óscar Cornago, «La teatralidad como paradigma de la Modernidad: Una perspectiva de análisis comparado de los sistemas estéticos en el siglo XX», Hispanic Research Journal 6. 2 (junio 2005b), p. 155-170.
  • [9] Óscar Cornago, Pensar la teatralidad. Miguel Romero Esteo y las estéticas de la Modernidad, Madrid, Fundamentos/RESAD, 2003; p. 63-77 y Resistir en la era de los medios: las potencias de lo falso, Madrid/Francfurt, Iberoamericana/Vervuert, 2005a.
  • [10] Jean Baudrillard [1990], La transparencia del mal. Ensayo sobre los fenómenos extremos, Barcelona, Anagrama, 1991. (1990, p.54).
  • [11] Idem, p.185.
  • [12] Roland, Barthes, Sade, Fourier, Loyola, Paris, Éditions du Seuil, 1971;10.
  • [13] Foucault, Michel (1966), Las palabras y las cosas. Una arqueología de las ciencias humanas, Madrid, Siglo Veintinuo, 1968.
  • [14] Corinne Enaudeau, [1998], La paradoja de la representación, Buenos Aires, Paidós, 1999.
  • [15] Jean-François Lyotard, [1973], Dispositivos pulsionales, Madrid, Fundamentos, 1981. (1973;p. 60)
  • [16] idem , p. 60.
  • [17] Ricardo Bartís, Cancha con niebla. Teatro perdido: fragmentos (ed. Jorge Dubatti), Buenos Aires, Atuel, 2003; p. 33.
  • [18] Dort, Bernard. La représentation émancipée, Arles, Actes Sud, 1988 ; p. 184.