Teatre Lliure, Barcelona, 2010.
Comenzaba el viaje.
Buenas noches damas y caballeros.
Gracias por venir esta noche.
Estamos aquí para celebrar once canciones,
y también a quienes las hicieron.
Un viaje en el tiempo, al pasado, al país de los que ya no están, de los otros, de los fantasmas… o quizá también de los zombi —como rezaba aquel otro trabajo de Sergi, Z—, un viaje al país de los muertos vivientes, es decir, de los actores, o de nosotros mismos actuando lo que no queremos ser, de lo que somos y de lo que pudimos ser… la distancia entre el acto y la potencia, entre el hecho y la posibilidad; el pasado una vez más hecho (presente) en escena, el presente como destino o posibilidad, la posibilidad de ser historia —perdón, de ser historias— ¿historias de quién?
Hurra por el country blues de Mose Allison. Música de supervivencia, sí, pero que nunca se limita a la queja. Esa es su gloria. Hurra por el blues de Mose Allison, una fuerza positiva en constante búsqueda de soluciones, de maneras de controlar la situación, de vencer.
¿Once… nueve canciones? Y no recuerdo, pero sí de que no era de noche, era por la tarde, una tarde allá por el 2010, en la Sala Fabiá Puigserver, durante aquellos ciclos del Radical, cuando en el Lliure estaba todavía el Rigola y el Narcís, después de la paella del domingo en la terraza… qué pereza, qué pocas ganas de atender a algo que no fuera mi propia desidia digestiva.
Hurra por sus herramientas: las verdades fundamentales, la ironía, el ritmo, los aforismos y las alegorías, el lenguaje simple, la sinceridad, el gozo, la desdramatización.
Delante mía una especie de locutor de radio, calvo y con grandes patillas, que comienza a hablar, con esa cadencia de afectada naturalidad, íntima y lejana a la vez, como palabras dichas en un sueño, distintas y borrosas; un locutor de otro tiempo, sentado en una silla alta, frente a un micro. Aunque Sergi Faustino no era locutor, en realidad era más bien director o actor, o algo parecido… “performer”, que se decía entonces, intérprete, poeta, artista… maestro de ceremonias, encantador, transformista… qué sé yo.
Hurra por todo lo que ayude a conservar la dignidad personal. Levanta el látigo todo lo que quieras, que aquí seguiremos riendo. Cayendo y riendo, dirían Orange Juice. Supervivencia y salvación a base de ironía y beat. Hurra por eso.
Y lo que estaba diciendo, además, tampoco lo había escrito él; allí todo era puro teatro, Sergi era puro teatro y una vez más estaba actuando… qué consuelo… lo único que iba a tener que hacer era dejarme seducir, dejarme llevar por aquella atmósfera, por los textos —aquel texto maravilloso de Kiko Amat— y por la música de la banda que ocupaba el escenario, los ¿verdaderos intérpretes? (aunque allí todo el mundo interpretaba, hasta yo estaba interpretando), guitarra eléctrica, bajo, coro y percusión… los Celtic Soul Brothers (seguro que esto también era una invención). Amplificadores, micros, focos y cables completaban esta especie de sala de grabación, local de conciertos, espacio de actuación, de evocación, de ensueño… como en una extraña ceremonia. Sergi era un mago en el arte de colocar el teatro fuera del teatro, para que se viera mejor lo que era el teatro, o al revés, colocar lo que no era teatro dentro del teatro, lo mismo da; descentrar algo para hacerlo más visible. Utilizar el teatro para hablar de la música, del teatro de la música, o de la música del teatro.
Hurra por la risa. Porque, después de todo, hay que echarse unas risas en la cara de la catástrofe y que nos quiten lo bailao. Si se atreven, claro. Si tienen lo que hay que tener.
Después de cada intro, venía una canción. En una pantalla grande, al fondo, se proyectaban las imágenes de la tapa de los discos con las canciones que se iban tocando. Se mostraba la portada del disco por las dos caras, y arriba de las imágenes el título de la canción, y por encima del título, el título de la escena, de cada una de las once paradas de este viaje al pasado. Ahora era el turno de un tal Godard, pero no Jean-Luc.
Que viva Vic, por ser tan de los nuestros. Viva que Vic Godard fuese el punk más avanzado de la clase del 76, discordancias y dicotomías y poesía francesa, ruido blanco, feedback velvetiano, ruido roto de los Voidoids, jerséis de pico, pantalones chinos. Viva por esa pose paralizada entre lapos y eructos, por esa mirada combatiente, monumental, en el mar del pogo.
Otro de los que creyó… no sé sabe en qué… en ellos mismos, en la música, en la salvación, en el teatro… en algo, en la necesidad de algo… del teatro, de la música. Pero sólo cree —como habrá dicho algún filósofo— el que sabe que no hay salvación; los otros no necesitan creer, ya saben que se salvarán, quiero decir… que están salvados… (¿existe una historia que no se cuente en presente?)
Viva Vic, que insistió en no acercarse a la fama. Que vio el circo por lo que era, ¿no? Que contestó -mítico momento- “No es culpa mía” cuando le preguntaron qué opinaba de su reciente éxito de crítica. ¡Ja!
Viajar para salvarse, el viaje de la música, de los otros, de las drogas; el viaje de la vida, del teatro, del teatro al revés, quien lo dice lo es, que se decía en el texto acerca de no sé qué taxidermita, los Soft Boys… vete tú a saber, y si no, quedaba el consuelo —como decía también el locutor recordando a Jim Dodge (¿y este quién será?)—, the consolation of its promise, el consuelo de haberlo intentado… de haber estado allí, al menos de haber estado. Como yo aquella noche, o aquella tarde, escuchando todo eso, y viajando… en mi historia, en las historias de aquellos tipos, en la historia de los teatros y los no teatros, de los teatros de los que ya nadie se acuerda y de los nombres que ya se olvidaron, la historia de los que la perdieron.
Y viva, viva y viva el cartero. Porque Vic Godard es cartero desde hace años. Vic abandonó el negocio musical, como Bill Withers. Asqueado por su falsedad, mercantilismo, fariseísmo, negándose a subastar su alma. Se casó con la manager de la hamburguesería donde trabajaba. Y cambió de empleo. Y se fue a repartir cartas. Chúpate esa Pete Doherty. Píntame eso de verde, U2. Y ahora qué, Coldplay. Car-te-ro. Qué os zurzan: a vuestras groupies y drogadicciones desfasadas, estériles, estrellas del Rock.
Sí, celebremos, decía aquel sospechoso locutor de medianoche, celebremos estar allí, en ese espacio, frente a ese escenario, estar allí y al mismo tiempo en cualquier otro lugar, en el lugar del pasado, de lo que pudo haber sido, en el lugar del fracaso, o sea, del presente, de esta tarde de un domingo cualquiera de una primavera más; celebremos, en fin, una posibilidad, sobre todo una posibilidad, la de ser uno y al mismo tiempo otro (¿no era eso el teatro?), la de poder estar aquí y allí, ser yo y lo otro, ser a la vez mentira y verdad, realidad y alucinación, público y actor. Ser tú, hoy quiero ser tú… las ganas del otro en mitad de mi digestión.
Porque Mose dijo: “Toco para mi audiencia tocando para mí. No soy tan distinto de ellos. Si la canción significa algo para mí, el hecho de que yo sea como el resto de la gente provocará que esa canción signifique algo para los demás”. Hurra, Hurra y mil veces hurra por eso.
Un fantasma más oyendo historias de fantasmas, en eso me convertí aquella tarde escuchando aquel concierto de otro tiempo, música de gente con nombres raros en inglés, con nombres antiguos. Ni idea… ¿quiénes serían esos tipos? (luego hubo alguien, otro colgao de aquella época, Rubén Ramos, que se dedicó a poner en su blog las canciones de esta C60), pero daba igual, entender o no entender… no era el momento ni el lugar, un domingo a las seis de la tarde después de una paella y mil cervezas, delante de una obra que no se sabe si es teatro, no se puede entender casi nada, como decía el conductor de aquella ceremonia musical a propósito de la letra de no sé qué canción de ese otro Godard (¿sería este también un impostor?). La cuestión allí no era entender (porque a mí además lo que me gustaba era Dyango, como seguro que al tipo que estaba ahí hablando), sino inventar(se), volar y olvidarse, o jugar a volar, que debe ser parecido, o simplemente jugar, jugar a que hacemos teatro, pero que no lo parezca… y a ver qué pasa. Ahora era el turno de una tal Joyce, que venía de las playas de Río, y que apuntaba haber sido una mujer preciosa, como corresponde a este escenario de ensueños.
Pero: Joyce era una adolescente rechoncha en 1968 y una señora cañón en 1980; a veces, la gente mejora con los años. Un ejemplo de que la gente puede mejorar con los años. Y decimos cañón sin faltar, porque su cerebro es grande y sus discos los mejores. Discos, tiene más de 30. Los grabó a lo largo de los años en otro hemisferio, pero en la misma época. Joyce hacía lo suyo en la misma época en que Queen, Led Zeppelin y Deep Purple grababan sus discos. En nuestro hemisferio, y por desgracia.
Sí, eran historias de supervivientes, que vuelven camuflados con su bendito teatro de todos los días, porque para viajar había que tener sobre todo ganas, ganas de remover y removerte, ganas de ir y —si se puede—volver, volver antes de que se acabe el juego, de que caiga el telón, de que la ilusión se rompa y se acabe la fiesta. (Creo que fue entonces que entró Carles Santos, llegaba tarde —¿qué hacía Carles ahí un domingo por la tarde?, ¿habrá comido también paella?, —, se sentó en una butaca de las primeras filas, otro fantasma de la mano de mil historias, listo para seguir, para seguir estando ahí, en la escena de los otros, para ver qué pasa, para seguir viendo qué pasa… sí, hurra, mil hurras también por Carles.) En realidad, la fe no estaba en la música, ni en el teatro… ¿A quién le importaba si eso era o no era teatro? Yo creo que sabía más o menos a quién, pero prefería no detenerme en eso, sino en la posibilidad, la de estar ahí, de seguir estando, de seguir disfrutando con la distancia que va de lo uno a lo otro, del músico al cartero, del actor al espectador, del intérprete al interpretado, del acto a la posibilidad, del que está al que ya no está, de la vigilia al sueño, de ese tipo que está ahí hablando hasta mí.
Y dejadme que os cuente cómo vivimos Que explique por qué crecimos así: Mal. Torcidos. Torcidos y anudados como higueras. Dejadme que lo cuente y lo vais a entender: La culpa es de la coraza del armadillo La culpa es de la capa gruesa, la manta que cubre, El fantasma, el espejismo, el reflejo que utilizábamos para esconder lo que en realidad éramos: Niños.
Eso del armadillo era de The Jam y de una canción que se llamaba precisamente Ghosts; la advertencia del fantasma, “no os endurezcáis, o endureceros sólo lo indispensable”. Y así se continuaban los hurras y los vivas a aquellos perdedores que no tuvieron la arrogancia de creer que su tragedia fuera la tragedia del mundo… como mucho se trataba de su teatro, su teatro personal y compartido por un nosotros inventado para cada obra, para cada canción, un nosotros compañeros de viaje, creado desde cada escenario. Vivas y luego maldiciones, maldiciones al mercantilismo, al cinismo, al posmodernismo, a la abstracción, a la búsqueda desesperada de éxito, a la falsa rebelión y la pose decadente, a la cultura seria y la literatura importante, a la pintura sin pelotas y la música imbécil, a los ensayistas crípticos y al arte provocativo, a los macrofestivales, las videoinstalaciones y qué sé yo a cuantas cosas más, y al final, sí, unas risas, y la celebración, el teatro de la identificación y la diferencia, el teatro del recuerdo, el recuerdo de nosotros mismos convertidos en el presente de una posibilidad pasada, en un aquí estamos, porque…
Todo desaparece, al final. Todo muere. La alegría del taxidermista, eso es lo que somos. Todo muere. Menos las piedras. Ellas se quedan.
Y porque la memoria no era el mito de esos pasados, sino las ganas de todos los presentes, sobre todo las ganas, simplemente las ganas de un aquí y un ahora, es decir, de una forma de hacer presente y de hacerse presente, de situarse en escena, de dejarse ver y al mismo tiempo ocultarse (porque así nos mostramos mejor), de hacer teatro como quien no lo hace, o al revés, como ese locutor que volvía otra vez con su voz lenta, como un eco del pasado viajando por el tiempo, llenando el espacio de aquella tarde, o de aquella noche, de aquel lugar inventado, de aquel teatro puesto en pie en toda su transparencia.
Quizás sea cierto lo que decía Bill Hicks: esto (el vivir) es un paseo, un viaje. Sólo un viaje. Así que, mientras dure, mejor bailar. Porque, al final, sólo quedarán las piedras. Y a ellas, todo esto, todo lo nuestro, nuestra ansia de permanencia, nuestra ansia de trascendencia, les importa un rábano. Lo cantó Peggy Lee: “¿Es esto todo lo que hay? ¿Es esto todo lo que hay? Si esto es todo lo que hay, amigos, entonces sigamos bailando Saquemos la bebida y hagamos una fiesta”. Claro, porque si no fuera por aquel espacio, por aquel escenario, por aquella fiesta, qué sería de aquello, 11 canciones en una C 60, música interpretada con mejor o peor fortuna por aquella banda; ahora todo aquello, todos nosotros, no éramos sólo parte de un concierto, sino del teatro de ese concierto; eran aquellas canciones y el teatro de sus historias, o sea, de sus vidas, de nuestras vidas, una ceremonia o un panegírico, como decía el título de la obra, un puro juego y sobre todo una fiesta envuelta en un guiño, que es lo que se hace cuando se reúne un grupo de personas con ganas de celebrar algo, como decía aquel otro fantasma de mi infancia… hermanos, estamos aquí reunidos… y ahí estábamos, sí, una vez más, reunidos en esa otra ceremonia del teatro, aunque con menos dogmas y más ganas de fiesta, o al menos eso creíamos entonces. Arriba la ternura, la voz de la ternura y la paciencia y la empatía. Y el cariño, aunque suene hippie. Y el amor, joder; aunque suene muy hippie. Arriba el amor. Vamos al amor. Después de varios días de festival, después de todos aquellos radicales del Lliure, había acabado ahí, viajando a través de la memoria de los otros, de desconocidos con nombres raros, mientras hacía la digestión, arrullado por aquella especie de concierto disfrazado de media noche.
Y si suena cursi, qué le vamos a hacer. Arriba la cursilería y el sentimiento, y Arriba la emoción. No hay que temerle a la emoción; nadie se muere por eso.
Después de las instalaciones audiovisuales del grupo Berlin, documentales a varias voces del infierno de lo social, de la interpretación de un texto convertido en actuación, es decir, en juego por Tomás Aragay, de volver a disfrutar con Núria Lloansi, con Juan Loriente (qué maestro de la escena, de su escena), después de tanto teatro y tantos teatros, del teatro de las “nuevas” tecnologías y las identidades, el teatro del compromiso y los lenguajes, el teatro de lo social y de lo público… acabé volando con mi teatro personal (el único teatro creíble), viajando con aquellos fantasmas, viviendo una historia multiplicada por mil, mi(s) historia(s) —como decía ese otro Godard, este sí Jean-Luc— del teatro, mientras seguía aquella voz con nostalgias de otro tiempo…
Quizás todo esto vaya de pureza, después de todo. Arriba la pureza, y arriba Joyce, la flor más hermosa de las playas de Rio. ¡Arriba! Pues sí, arriba, arriba Joyce y arriba Sergi, y Kiko Amat, y esta banda de piraos que están ahí haciendo teatro como si no lo hicieran, y esta otra banda que estamos aquí sin saber que hacemos teatro también y lo bien que se pasa haciéndolo, arriba todos, incluso el teatro, arriba el teatro, hasta el Teatre Lliure… bueno, eso no… o sí, qué coño, un día es un día, arriba el Teatre Lliure, por las paellas de puta madre que nos dan, ¿que no son de puta madre?, pues da lo mismo, arriba también, y arriba yo, por acordarme de todo esto que pasó aquella tarde de hace mil años y de sus profetas de media noche, y volverme a inventar, entonces y ahora, lo que era el teatro y lo que podía haber sido, lo que era yo y lo que no fui, y lo que eras tú y tu teatro, que sin querer serlo era más teatro todavía. “Presencia, empatía, compasión: un nuevo lenguaje ha hecho irrupción en política con esas palabras. Esas palabras testimonian una ruptura en el enfoque de los problemas de la identidad y de la representación. Ponen de manifiesto el hecho de que la relación de identidad entre los ciudadanos y los gobernantes ya no puede seguir siendo pensada en términos sociológicos, según el modo de una figuración […] De esa manera, un imperativo de presencia y una expectativa de compasión han reemplanzado una exigencia de representatividad que ya no tiene un sentido claro. El hecho de estar presente ha reemplazado el proyecto de hacer presente (repraesentare).” Pierre Rosanvallon, La legitimidad democrática. Imparcialidad, reflexividad, proximidad (Buenos Aires, Manantial, 2009, p. 271)