A veces pienso que el arte es sólo una excusa para hablar de otras cosas. Que es ese territorio privilegiado que saca a relucir los conflictos con los que habitualmente nos encontramos fuera del arte. Simultáneo a este pensamiento, surge otro que le da la vuelta, y pienso si no será que, considerando el arte una excusa, estoy afirmando su irrealidad, y por tanto, su incapacidad política. Si no será que, contrariamente a lo que pretendo, estoy apoyando la definición por la cual el arte no es sino una metáfora de la realidad. En la conferencia que ofreció el pasado octubre en Goldsmith, Jacques Rancière dijo que a menudo los artistas tenemos la necesidad de salir fuera y hacer algo, como si salir fuera – ¿fuera de dónde?– significara hacer algo “real”. Pero esa consideración del arte como algo que sucede “aparte” no hace sino afirmar lo que Rancière llamó ese día el “fanatismo de lo real”, es decir, la imposición de un único posible real, que considera el arte incapaz de actuación política y de disposición al cambio: “Pienso en Antisocial, quienes buscaron a alguien dispuesto a decapitarse en escena durante uno de sus conciertos” (Loreto Martínez Troncoso). ¿Y si pensamos en el arte como una realidad social? Personas que se relacionan con un entorno formado por personas que se relacionan con un entorno… Personas que reflexionan sobre los modos de pensar y de comunicarse, que actúan, que se encuentran, que colaboran… Entonces, esa sociedad sería la del intercambio y la colaboración. Pero no nos confundamos: es fácil advertir la intensificación de “la colaboración” como forma artística actual, y la rápida absorción de sus aspectos más contradictorios por parte de las instituciones públicas (raramente gestionadas por artistas) con el único objetivo de economizar esfuerzos en la puesta en marcha de productos al servicio de cierta idea de multidisciplina o multicultura propiamente capitalista. Esto es: mientras el músico africano toca algún instrumento, el videoartista español proyecta unas imágenes y el coreógrafo danés baila. Ya tenemos un espectáculo, y esto es un fin en sí mismo; sin tener en cuenta las dimensiones artísticas y políticas que ese “hacer juntos” o “pensar juntos” puede generar –por no hablar de las consecuencias homogeneizadoras que conllevaría una definición de “pensar juntos” como equivalente a “pensar lo mismo”. Aunque esto nos suene algo pasado, hoy en día es fácil detectar las consecuencias de otro tipo de dinámicas que, igualmente iniciadas con procedimientos de colaboración, derivan cada vez más en espectáculos que sacan a relucir los conflictos de un continuo desencuentro… Los que el pasado 16 de junio bajamos las escaleras que conducen al Espacio E (La Casa Encendida) no podíamos saber que Caja negra (2006) iba a ser una pieza inexistente. Esa tarde, Cristina Blanco (Madrid) y Cláudia Müller (Río de Janeiro) mostraron dos acercamientos dispares, subjetivos, a una pieza común que, paradójicamente, sólo ocurría en la mente de los espectadores. Dos horas después, durante el coloquio, un espectador confesó haberse sentido aliviado al darse cuenta de que la pieza que supuestamente íbamos a ver nunca se representaría en el escenario: “Es como morir sin dolor –dijo– porque has estado ahí, has visto la pieza, pero no te has dado cuenta”. No te das cuenta porque las dos artistas construyen sobre su incapacidad de llegar a un acuerdo, afirmando el disenso como un síntoma que, lejos de oscurecer el panorama de la creación escénica actual, reformula creativa y abiertamente su sentido; y es que “sólo insistiendo en una producción en la que predomine la disensión existe una oportunidad […] de crear algo radicalmente diferente” (Mårten Spångberg, coloquio sobre Project en Madrid). Esta colaboración es sólo un ejemplo de las conexiones producidas indirectamente desde las políticas de apoyo promovidas por In-Presentable, que, en forma de red expansiva, comunican y colaboran con programas y ciclos ya existentes, como Mugatxoan (Blanca Calvo, Ion Munduate), Panorama (Eduardo Bonito, Nayse López) o el Aula de Danza de la Universidad de Alcalá de Henares (Jaime Conde-Salazar, Maria José Manzaneque). In-Presentable 03 –entonces llamado Procesos (Coreográficos)– comenzó con la presentación de P5, un proyecto iniciado en Berlín por cinco artistas que, cansados del aislamiento creativo, buscaron compartir sus procesos y activar formas de colaboración diferentes a las habituales en el ámbito de la danza. Durante el coloquio del 28 de junio de aquel año, Cuqui Jerez subrayó su interés por “abrir el proceso creativo y, al mismo tiempo, mantener la independencia artística”. Dos años antes, Cuqui había estrenado A Space Odissey (2001) dentro del ciclo Mugatxoan. Una segunda versión de la pieza, A Space Odissey (2002), fue mostrada en La Casa Encendida como parte del programa Procesos (Coreográficos). En mayo de 2004, Juan Domínguez propuso a Cuqui Jerez y a Ion Munduate la preparación de talleres orientados a compartir sus respectivos procesos creativos con artistas y aficionados de Madrid. Ellos mismos diseñarían los talleres, afrontando una realidad pedagógica que examina nociones de apertura, codificación e independencia creativa, pero que, sobre todo, sitúa a estos artistas en el papel de “maestros”, lo cual no puede sino desatar una necesaria reformulación de la enseñanza, del aprendizaje y de la autoría. Todo esto sucede, además, tomando las artes performativas como contexto ideal donde esa reformulación es posible. Así comienza la conexión de diversos niveles de transmisión y creación de conocimiento: personas que acuden como espectadores, participan también en los talleres y desarrollan sus propios proyectos. Es el caso de Cristina Blanco, Amalia Fernández y Fernando Quesada, que, tras haber realizado varios talleres, mostraron sus primeras piezas en In- Presentable. Y es que, como dice Juan Domínguez, “no hay más que abrir una puerta para que todo se conecte”. Esto me hace pensar en el día en el que Gary Stevens mostró Flock, una pieza creada con los participantes del taller que Stevens impartió en In-Presentable 05. Él hablaba de su interés por activar una estructura que no tuviera centro pero que mostrara a su vez cierta potencialidad. Alguien del público hizo un comentario acerca del efecto de caos conseguido y de cómo, a pesar de todo, daba la impresión de ser algo muy ordenado. Donde quiero llegar es a que a esta estructura sin centro, con efecto de caos pero impresión de orden, que parece una paradoja, es a lo que tiende la política de apoyos en In- Presentable. Una política que no se basa tanto en establecer modelos concretos de procedimiento como en promover encuentros entre artistas, intelectuales, estudiantes, espectadores y gente que pasaba por ahí. Me gusta pensar que un encuentro sucede en el momento en el que piensas algo por primera vez. Para eso es necesaria cierta estructura sin centro, una especie de “estado salvaje” del pensamiento, que sería algo parecido a lo que Amalia Fernández provoca cuando pregunta: “¿Puedes detectar la presencia de las hormigas por el olor?”. No es casualidad que estos apoyos hayan sido hasta el momento para artistas –en su mayoría mujeres– cuyos planteamientos contienen cierto grado de liberación de las convenciones establecidas en la práctica escénica. Ion Munduate afirmaba que el viaje por la península Ibérica en Astra Tour (2004) surgió por la necesidad de salir y buscar otro tipo de estrategias para afrontar un nuevo proyecto. El viaje en coche como imagen de la liberación, el distanciamiento y la interiorización de procesos creativo puede darnos una idea de cómo Munduate no abandonó el arte para ir en busca de experiencias más reales, sino que se llevó el estudio consigo, lo transformó en un lugar móvil. Pero es sobre todo su obsesión por el lenguaje –la idea de que los nombres de los lugares sólo cobran significado a través de la experiencia– la que permite entender la decisión de Munduate de trasladar su experiencia a un proyecto escénico, simbólico, codificado, que le permita un contacto directo (compartido en tiempo y espacio) con el espectador. Quizás sea esta necesidad de compartir tiempo y espacio lo que hizo que Amaia Urra se interesara por la espera como un estado subjetivo de superposiciones temporales. El Eclipse de A. (Urra, 2001; presentado en In-Presentable 04) pone en duda la consideración unidireccional del tiempo a través de un viaje por el imaginario, la soledad y los deseos. Al igual que los nombres sólo cobran significado a partir de la experiencia, el tiempo en El Eclipse de A. es indeterminado, porque se dibuja (aparece) a medida que Amaia “da a ver” el espacio; es lo que Mårten Spångberg llamó “espacio en fases” o “fase espacial” en su conferencia “No te das cuenta” (In-Presentable 06), refiriéndose así a un espacio donde uno puede volverse inhumano, porque no produce identidad. Los diez minutos de espera al comienzo de El Eclipse de A. anuncian los lugares extraños e inquietantes en los que indaga esta pieza, de la que se puede decir que Amaia Urra es el propio tiempo. Esto me hace pensar en los axolotl, esos anfibios mexicanos que Julio Cortázar buscaba en el Jardin des Plantes de Paris, porque estaba fascinado con su inmovilidad, porque creía que, permaneciendo inmóviles, podían abolir el tiempo y el espacio, podían desaparecer; “el tiempo se siente menos si nos estamos quietos”, escribía. Pero lo fascinante de los axolotl es que son capaces de reproducirse cuando todavía son larvas, antes de metamorfosearse, es decir, antes de ser adultos. Y si me refiero aquí al estado larvario de los axolotl es porque me sugiere una potencialidad similar a la que proponen los trabajos de los artistas apoyados desde In-Presentable, y me atrevería a decir que a la propia estructura de estos apoyos. No se trata, por tanto, de crear un modelo ideal, porque, como decía Fernando Quesada respondiendo al comentario sobre el efecto de caos en Flock, “intentar saber cómo funciona el mecanismo […] es fascinante, pero nunca conseguiremos entenderlo, ni desde fuera ni desde dentro, porque no es un sistema organizado sino auto-organizado constantemente, así que es imposible”. Parece que Quesada intuyó entonces que el carácter escultórico de la propuesta de Stevens –donde la forma de la obra es su contenido– influiría definitivamente en su propio trabajo, tanto en el artístico como en el pedagógico. Al año siguiente, en junio de 2006, Quesada presentó en el patio de La Casa Encendida su proyecto NSEW en colaboración con estudiantes de la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Alcalá de Henares, donde actualmente ejerce de profesor. Entonces, muy pocas personas del público sabían que NSEW no volvería a representarse. Y es que el propio planteamiento de la pieza –un  “espacio coreográfico instantáneo”– impedía la posibilidad de una segunda vez. Probablemente es ahí donde reside su mayor interés, en el hecho de que contradice el fundamento de las artes escénicas, a saber, su capacidad de ser reproducibles. Sin duda, podemos deducir una influencia directa de Gary Stevens (y de Xavier Le Roy, y de Cuqui Jerez) en el planteamiento formal de NSEW, pero tendremos que preguntarnos si no fueron las inquietudes de Quesada como arquitecto las que motivaron su interés por el trabajo de estos artistas. O si no fue un interés particular por cierto sentido de orientación (arquitectural) lo que hizo que Cuqui Jerez decidiera que el proceso de construcción de la película en A Space Odissey (2002) sería mostrado en directo –y no en cine, como se planteó en un primer momento–, porque sólo de esa manera abriría la posibilidad a espacios que surgen en la percepción inmediata de los tiempos (cinematográfico y escénico), de los objetos, y de su relación (la nuestra) con el afecto y la memoria. Si esta memoria es común –como la creada por Cuqui Jerez durante toda la primera parte de la pieza–, entonces podemos considerar el arte como un lugar que –en palabras de Arantxa Martínez respecto a su proyecto Al oeste del Pecos (In-Presentable 07)– “prescinde de un principio, de cualquier principio, pero también de cualquier final”; un lugar a la deriva, una “atopía”.