Bartís inicia su carrera como actor de teatro y más esporádicamente de cine. En el primer campo comienza trabajando bajo la dirección de directores como Rubén Szuchmacher, Laura Yusem, pero sobre todo de David Amitín, bajo cuya dirección interpretó obras de Arrabal, Büchner y adaptaciones de Dostoiveski, donde demostró ya excelentes dotes como actor. Desde mediados de los ochenta fue dejando la actuación para centrarse en la dirección de textos como Telarañas, de Eduardo Pavlovsky, o La última cinta magnética, de Samuel Beckett, que retomará en el 2000. Generacionalmente, Bartís proviene de los años ochenta, un momento en el que coincide con actores como Eduardo Pavlovsky, en su faceta de actor, o Alejandro Urdapilleta y Pompeyo Audivert, con los que trabajará a menudo, que disconformes con los modos habituales de hacer teatro, sintiendo que la actuación puede ser algo distinto de aquello a lo que quedaba reducida al servicio del texto dramático, van a poner en marcha una renovación del teatro argentino que en muchos casos les llevará a dirigir e incluso escribir sus propias obras y de la que la escena porteña actual es en buena parte heredera:

Nuestra experiencia tenía que ver más con lo escénico desde la actuación y la reflexión de los problemas desde el lugar de la actuación, que desde la dirección o la escritura. También había una necesidad, en ese momento, de reivindicar el espacio de la actuación desde un lugar nuevo, donde el actor pudiera pensar, tener un discurso propio, no someterse a las ideas de la dirección. Desde la actuación se tiene bastante claro que en realidad se actúa por entremedio del texto (Bartís 2003: 117).

Es partir de 1988, con Postales argentinas, una obra sobre texto elaborado ya a partir de improvisaciones, cuando su trabajo adquiere una proyección creciente tanto en el teatro argentino como en los circuitos internacionales; aunque habrá que esperar a fechas más recientes para conocer algunos de sus espectáculos más ambiciosos, como El pecado que no se puede nombrar (1998) o su obra más reciente y posiblemente más compleja, De mal en peor (2005), una descarnada visión de la historia argentina a través de un breve episodio satírico inspirado en el dramaturgo argentino de principios de siglo, Florencio Sánchez. En ella Bartís retoma muchos de los tópicos de la historia argentina que han poblado de manera obsesiva sus universos escénicos y que están en la base también de su discurso crítico y estético del teatro.

El paso del tiempo histórico, pero también subjetivo, la historia de decadencia nacional, aunque experimentada igualmente a nivel personal, como algo físico y emocional, el deseo de poder como motor de una mirada paranoica sobre la realidad, frecuentemente ligado a lo masculino, que termina conduciendo a la locura, el sentido de pérdida, marginalidad y descentramiento, concretado en el plano político a través de la Deuda Externa y la presión del Fondo Monetario Internacional sobre Latinoamérica, un terreno en el que Bartís ha mantenido cierta militancia (expresada a través de intervenciones en espacios públicos, como en Lo que nos queda, realizada por cien actores en la Plaza de Mayo en 2000), el imaginario de la revolución, tan presente en la historia contempo-ránea, proyectado a menudo a niveles surreales hasta dislocar totalmente la realidad, como ocurre en el mundo de Arlt, retomado por Bartís en El pecado que no se puede nombrar, la idea de la madre, el retorno a los orígenes y la posición marginal de Latinoamérica frente a Occidente, de la que en Buenos Aires se tiene una acentuada percepción, la idea de algo menor, casi ilícito, son algunos temas recurrentes en su mundo creativo y discurso crítico.

Como se decía al comienzo, una buena parte del trabajo de Bartís se ha centrado en una reflexión crítica a nivel teórico sobre el hecho teatral en la sociedad argentina actual y de cara al mundo exterior, personificado en una visión ciertamente monolítica de una Europa que no deja de estar presente, aunque solo sea por negación, en el discurso construido por el propio creador para dar cuenta de su trabajo y situación en el mapa teatral nacional e internacional. Esta profunda autoconciencia acerca de su labor puede explicar el que probablemente antes de que hubiera una práctica que legitimase su teoría teatral, Bartís ya había elaborado un discurso que sostuviera a nivel teórico y crítico un trabajo personal que, dependiendo de los casos, se acercaba más o menos a ese horizonte creativo; esto es, la lectura teórica que él mismo ofrece de su labor actoral ya en los primeros años ochenta y que posteriormente sirvió para situar su creación como director y autor dentro del panorama teatral argentino fue articulada de manera paralela a su práctica teatral, de modo que entre esta última, que ha ido adquiriendo un creciente nivel de complejidad, y el metadiscurso crítico paralelo la coincidencia no siempre ha sido completa. Esto no descalifica en ningún caso una reflexión en torno al hecho de la actuación que no sólo ha servido para conocer el horizonte teórico al que apunta su obra, sino también y sobre todo para crear un discurso que diera cuenta con la suficiente hondura de una de las claves definitorias del teatro argentino de las dos últimas décadas: la construcción de un relato actoral emancipado, pero no independiente, del relato dramático, de manera que entre uno y otro, entre la realidad física y emocional del actor construida en tiempo presente y el mundo ficcional se creara una distancia capaz de proyectar la carga crítica de la obra hacia el afuera del espectador, hacia el mundo político exterior que rodea esa burbuja poética que es la obra teatral, entendida ahora como una maquinaria de relojería alimentada con emociones humanas. Bartís diferencia así dos niveles, el poético y el político, devolviendo al trabajo actoral la suficiente libertad creativa, pero sin dejarlo de vincular con una proyección política que sólo termina de ser efectiva en la medida en que es percibido –sentido— por el espectador que mira desde afuera.

Entre sus interlocutores teóricos dentro del campo teatral, aparte de la figura más distinta de Meyerhold, hay que destacar el modelo teatral de Kantor, cuya compañía pasó por Buenos Aires en diversas ocasiones a lo largo de los años ochenta. Ya en 1986 el director argentino se refería al actor como un extraño que se alza frente a la mirada desconcertada del espectador para llevar a cabo un acto sacrificial ligado a la muerte, en el cual éste expone física y emocionalmente su yo más profundo, destacando que, en ese lado, en ese extraño acto de entrega, en su innegable realidad presente e inmediata, radica el misterio del teatro, que adquiere así cierta dimensión metafísica, y no del otro lado, de la construcción del personaje; una perspectiva ésta última que desplazó la discusión teatral al espacio dramático, recuperado ahora como un trampolín sobre el que se proyecta la realidad física del actor, sin por ello desvincularse de ese plano ficticio:

el actor no ejecuta sino que se ejecuta. Es decir, de alguna manera, se suicida para ser otro. Lo interesante no es tanto la composición del personaje sino la descomposición de la persona. Cierto tipo de técnicas se han preocupado casi exclusivamente por la construcción de ese otro sin atender a que, curiosamente, el ser actor también entraña este movimiento sacrificial por el cual alguien similar a cualquiera de nosotros, de pronto nos es infinitamente extraño por el lugar en que queda colocado (Bartís 2003:  26).

En la realización de esta suerte de programa estético Postales argentinas tuvo una función de gozne que marca un antes y un después. En esta obra el trabajo de improvisación, como una de las herramientas fundamentales para hacer posible la construcción de este relato actoral, conquista un espacio central facilitado por la ausencia de un texto dramático previo. A partir de ahí, incluso en los casos en los que se tomó como punto de partida la obra de un autor, el material textual será utilizado para definir unas situaciones iniciales sobre las que llevar a cabo los trabajos de improvisación, y sólo después se irán construyendo o seleccionando los textos que se dirán en el espectáculo, producidos en muchos casos a partir del propio trabajo de los actores. Aunque en la mayoría de los casos el punto de partida, antes que una obra concreta, será el mundo literario de un autor, no necesariamente dramaturgo, y en muchos casos fuertemente ligado a la tradición cultural argentina, como Armando Discépolo, Osvaldo Lamborghini, Roberto Arlt o Florencio Sánchez, a lo largo de varias de sus obras. De este modo, el resultado final no se verá en ningún caso como un proceso de «puesta en escena» de un texto, sino como la creación orgánica de un mundo físico y emocional que da cuerpo a un universo también dramático.

La idea de pérdida, de carencia con respecto a un origen previo, será proyectada no sólo al plano histórico y personal, sino también, en paralelo, a la relación del creador y la obra teatral con respecto a un material textual previo, a un mundo dramático, que inevitable-mente ya sólo va a ser recuperado de forma fragmentaria y no sin cierto cariz grotesco en el esfuerzo desesperado por reconstruir algo imposible. Es constante la alusión en Bartís a la idea de retazos, de fragmentos, de algo perdido e imposible de recuperar; de ahí el subtítulo del volumen que recoge sus textos, Teatro perdido: fragmentos. Esta concepción del hecho escénico proyecta una imagen del teatro como una operación en la que se trata de poner en pie algo ya acabado, una empresa imposible y decadente en sí misma, condenada al fracaso, una actividad menor y en cierto modo ilícita, ya que trata de hacer pasar por verdad algo que no lo es, algo de una materialidad hasta chabacana, como se dice en la cita inicial. El hecho teatral está obligado a construirse sobre restos que le llegan del pasado, de un pasado tan ruinoso como lo es la historia argentina en el imaginario cultural del país, ruinoso y al mismo tiempo ingenuo en su misma apuesta por un imposible, por un simple juego (de recons-trucción) que no alcanza ya a engañar a nadie, ingenuo por su misma gratuidad: «El habla, los gestos, como un conjunto de pedazos, desechos, basura, residuos de la memoria. Lugares, gestos, frases de una pavorosa ingenuidad», dirá Bartís (2003: 37) acerca de Postales argentinas, una obra que se presenta como una suerte de conferencia escénica, interpretada por descen-dientes de emigrantes argentinos en Europa en el año 2043 cuando la Argentina haya desaparecido ya de la Tierra. La obra está construida sobre citas, restos de un supuesto manuscrito encontrado en el lecho seco del Río de la Plata, lo que permite reconstruir la vida patética de Héctor Girardi, que vive una pasión fatal por su Madre, por la escritura, por la recuperación del origen, realidades imposibles de recuperar, que ya sólo pueden ser citadas.

El tiempo en el teatro de Bartís es, por tanto, el de después de desde el que se mira un pasado ahora en ruinas, un gesto característico de la Modernidad al que ya se refirió Benjamin en su alegoría del Ángel de la Historia inspirada en el dibujo de Paul Klee, Angelus Novus. Los personajes de Bartís, como el Ángel de Klee, tienen algo de caricaturas de gesto grandilocuente y espantado por lo que ven a sus espaldas; tratan de arreglar los desmanes que la Historia les arroja encima, pero todo es en vano, porque ya no queda lugar más que para el teatro, para un mero juego de interpretación en el que de modo trágico se juega la única verdad a la que hay acceso, la verdad de un gesto (de supervivencia). En este sentido el director afirma que sus actores son como personas adultas que juegan a hacer cosas tontas en el reducido espacio de un teatro, una definición en la que podríamos encontrar también ciertos eco kantorianos.

En Postales argentinas son la Madre y el Hijo los que tratan de reconstruir un pasado a partir de citas literarias de autores famosos; en la versión de Hamlet son un grupo de actores los que intentan llevar adelante la representación, no sin numerosas dificultades, y en Donde más duele, recreación del mito de Don Juan, son tres hermanas las que desesperadamente, con la ayuda de un actor mayor, una vieja gloria del teatro, interpretado por Fernando Llosa, hacen por mantener vivo el mito, intentan que aquel tiempo pasado vuelva (a suceder), que pase algo que no sea falso, que no sea mentira, una realidad. Sin embargo, el destino trágico del mito, convertido en metáfora del hecho escénico, del teatro y de la misma historia argentina, es volver a repetirse una y otra vez, pero sin llegar a ser nunca, quedando sólo en una representación, en un otra vez del que ya se ha olvidada la primera vez, el origen, la salida de un laberinto de representaciones y caretas.

Esta idea de lo falso resulta clave en su propio teatro y en el discurso crítico con el que se intenta devolver una función tanto estética como ética propia y específica al teatro en una sociedad igualmente saturada de mentiras y representaciones. Esto se va a traducir en un predominio del tono farsesco, en un ritmo de sainete revisteril o de comedia gruesa, una función grotesca con tintes absurdos. Su teatro, como la visión del mundo que proyecta, parte de una aceptación del carácter irremediablemente falso de toda represen-tación. De esta falsía girando a velocidad creciente debe nacer una verdad poética con la suficiente realidad como para proyectarse más allá del escenario, llegando hasta el espectador, para desestabilizar sus conven-ciones, mitos y discursos, ya claramente políticos y no estéticos, cuyo carácter también es puesto de mani-fiesto desde el escenario.

Lo específico del teatro de Bartís como de su discurso crítico no es, sin embargo, la defensa de esta condición acartonada y plástica, como envejecida, que proyecta su obra, ni el énfasis en la dimensión farsesca y la aceptación consciente, retomando la formulación meyerholdiana, del engaño de la representación, constantes de gran parte de la vanguardia teatral del siglo XX, sino la búsqueda a ultranza de un efecto de realidad física y emocional que debe dar vida a estas marionetas, salvándolas en tanto que actores. Es por esto que los personajes de Bartís, a pesar de estar convertidos en muchos casos en caricaturas, no buscan producir un efecto de frialdad o distanciamiento en el espectador, sino al contrario, éste termina reconci-liándose con ellos en la medida en que descubre, por detrás de estas caretas y como una parte consti-tuyente de éstas, una honda impresión de humanidad, de debilidad, de seres de carne y hueso, finalmente incomprensibles.

Esta dimensión emocional, con toda su concreción física e inmediata, supone la base última del trabajo de Bartís, lo que le confiere una realidad escénica propia más allá del plano dramático y sobre lo que se apoya en última instancia su discurso teatral. El director argentino no ha dejado de insistir en esa realidad física que debe tener la actuación para conseguir llegar más allá de la escena: «El objetivo teatral es el cuerpo del actor, sus emociones, sus sentimientos, sus experiencias, y se ponen en juego para crear una realidad paralela que da por resultado un cuestionamiento ostensible de la realidad como tal» (Bartís 2003: 33). Por consiguiente, es en esta potencia física, sobre la que paradójicamente se levanta el juego ilusorio de la representación, donde radica también su capacidad (política) de vincularse con un presente histórico y social, que es el que lleva consigo el cuerpo del actor, cargado de memoria, experiencias y pasado. Es por este motivo, como explica Bartís, que el actor no actúa únicamente la obra, es decir, la representación de un personaje, sino que sobre todo y en primer lugar se actúa él mismo; es ahí donde se produce lo que el director argentino define como un salto en el plano de la realidad, un quiebre ontológico que abre un vacío entre la realidad política exterior a la obra y una realidad poética y física, producida durante el proceso aquí y ahora de la actuación. Este salto tiene un efecto de cuestionamiento, de interrogación, desde su mismo estar-haciéndose emocional e inmediato, de cualquier identidad personal o discurso social con pretensiones de verdad permanente, es decir, no escénicas:

El actor produce el salto y el salto en la actuación no es la reproducción ni la representación de un personaje, sino el asumir un territorio de absoluta libertad en donde el yo queda diluido. A tal punto que uno actúa no tanto para ser otro sino para no ser nada, para no ser (Bartís 2003: 117).

A partir de ese actuarse del actor éste pone en escena su propia circunstancia histórica y personal, que proyectada a través de la trama dramática, apunta al otro presente del espectador, que percibe, antes incluso de llegar a un reconocimiento intelectual, que tras las caretas de los personajes laten unas energías, unos cuerpos y unas emociones próximas a él, con un presente comparable al suyo, con el que entra en un diálogo enriquecido por el mundo ficcional propuesto desde el texto.

El plano poético ha de sostenerse sobre este juego o maquinaria de tensiones físicas y emocionales entre el actor y el espectador, entre los cuerpos que actúan y los cuerpos que miran, y sus respectivas reacciones. Siguiendo con la lógica de los reducidos espacios de actuación donde se crean sus espectáculos, el espectador va a presenciar las obras desde una estrecha proximidad. Esto tiene que ver con las características concretas de la sala donde trabaja, el Sportivo Teatral, asentado sobre una casa de tipo romana, organizada en torno a un patio central, del que la Sala conserva la mitad. En torno a este espacio se disponen diferentes estancias, entre las que destaca el galpón final. Para cada una de sus obras ha ido aprovechando sus diferentes espacios, rincones, alturas, compartimentos, escaleras, patio exterior, etcétera. Las características concretas de estos espacios han tenido una función central en cada uno de los procesos de creación. A pesar de la muy diferente configuración espacial de sus obras, todas ellas han tenido en común un cierto sentido de la proximidad entre los propios actores, obligados a moverse a menudo con rapidez, de manera nerviosa, de un lado a otro, y entre estos y los espectadores. La cercanía e incluso el roce entre unos y otros producen un efecto de promiscuidad al tiempo que intensifica la teatralidad farsesca, pero también física, de estos mundos que por momentos nos harían pensar en una estética naturalista cuyo carácter extremo y dislocado la emparenta ya con un imaginario expresionista de algún tiempo pasado.
No es de extrañar que una buena parte de estas reflexiones aparezcan en sus obras de modo metateatral; de la mano de este pensamiento del actor viene el propio discurso crítico que sostiene toda su producción. Hamlet, o la guerra de los teatros, su segundo espectáculo con mayor repercusión, tras Postales argentinas, es una adaptación libre del texto de Shakespeare, que le permite poner de manifiesto su poética del teatro y el sentido crítico que ésta puede llegar a adquirir; como explica el autor, Hamlet «nos permitía opinar sobre la realidad y a la vez generar otro discurso. Ese discurso nuevo era éste: lo singular de la actuación es que, desde la mentira se genera un nivel de realidad que la realidad no tiene» (Bartís 2003: 88). El subtítulo de la obra, «La guerra de los teatros», hace alusión a la competencia entre los diferentes teatros, los profesionales, y los teatros sociales, el de la política o los grandes medios de comunicación. La escena de la representación organizada por Hamlet para desen-mascarar al asesino de su padre se convierte en un núcleo central de esta reflexión sobre la figura del actor: «Todo aquello es apariencia, pues son acciones que el hombre puede actuar. La actuación no es más que engaño y disfraz» (en Bartís 2003: 97), que en el caso de este Hamlet, como de la realidad política argentina, trata de ocultar algo que no es así y cuya única verdad consiste en su propia enunciación, en el propio acto de la interpretación: mentir y existir, actuar y ser: «Esto empezaba a ser muy evidente en la argentina de 1991. Era evidente que importaba más el derecho a enunciar algo que la verdad que se enunciaba, especialmente en el terreno de la política y la vida pública» (Bartís 2003: 92). En verdad, como en la obra de Shakespeare, todos están ya muertos; todo el drama está desencadenado por un asesinado, el padre de Hamlet, cuyo cuerpo muerto no sólo preside la obra desde el centro del escenario, en alusión también a esos otros muertos que siguen presidiendo la historia argentina. Bartís adopta un tono grotesco caracterís-tico, a mitad de camino entre lo farsesco, lo cómico y lo trágico, que le permite recrear con enorme libertad el mito dramático, ajustándolo al presente concreto argentino al que mira la obra:

el interés por Hamlet derivó de ciertas sensaciones o preocupaciones sobre el espacio de la actuación y el lugar del actor en la sociedad, frente a la creación y la actuación brutalmente artificiales instaladas en las situaciones dramáticas sociales, en los medios, en la política… Percibíamos la política como un artificio actoral muy elevado. Frente a los políticos, el trabajo del actor y el espacio de la actuación quedaban muy reducidos y nos cargaban de dudas. La pregunta era si tenía sentido, o no, actuar en una realidad tan «dramatizada», tan «actuada» (Bartís 2003:  88).

La relación de Bartís con su obra resulta reveladora para entender la construcción que él ha proyectado de sí mismo como creador. Esta construcción, como sus obras, ha estado estrechamente ligada a un espacio muy concreto con unas características determinadas, que son las del Sportivo Teatral. Desde este espacio, que él cuida y atiende con devoción, se ha proyectado tanto hacia el mapa teatral argentino como hacia la historia del teatro universal, reducido en gran parte a Europa. Encerrado en su casa teatral, en Palermo, Bartís no deja de mirar de reojo tanto la historia teatral argentina y su situación actual como el teatro europeo. Tras la aparente negación de lo que ocurre más allá de las paredes de su casa, Bartís posee una enorme conciencia de sí mismo como creador teatral, una identidad que él ha ido construyéndose, como si de un personaje más de una de sus obras se tratase, en los escenarios de la historia. El profundo sentido teatral que demuestra en sus obras se descubre igualmente en la construcción de sí mismo como personaje. En unos y otros casos —como no podía ser de otro modo—, esta teatralidad crece desde un trabajo muy estrecho con un espacio que él ha reivindicado como un espacio de marginalidad y carencia, lo que le permite estar aparentemente fuera de la representación sin dejar de ocupar un lugar central en ella. Así, lo que afirmaba en 1988 a raíz de Postales argentinas, no dejaría de ser cierto quince años más tarde; ésta es la enorme coherencia ética y estética, pero también la incapacidad para el cambio que implica el estar al servicio de un personaje cuya representación hay que llevar adelante:

me veo fuerte en la marginalidad, la tomo como un acto de preservación. Soy suficientemente consciente de la debilidad de mi discurso para saber que hay que juntarse con las personas que no te dañen y en los lugares donde no te peguen […] Creo que [el lenguaje de Postales] es precisamente el de asumir la situación de basura que nosotros producimos. Desde allí vamos a encontrar algunos de los temas para hablar. Porque la realidad es infinitamente superior a su capacidad de simbolización (Bartís 2003: 62).

La forma que tiene de trabajar sus obras remiten igualmente a un gesto característico del autor. Bartís construye sus obras, como él mismo explica, desde una implicación física muy estrecha: «mi forma de dirección es activa, de intervención física, de actuación durante el ensayo» (Bartís 2003: 34); acompaña a sus actores-personajes, susurrándoles por detrás del hombro, disparándolos en uno u otro sentido, sugiriéndoles al oído posibles reacciones, mientras la sombra del director se va haciendo aparentemente cada vez menos visible a medida que el proceso de montaje va avanzando; sin embargo, esto es sólo una apariencia, la sonrisa socarrona de Bartís no deja de verse detrás de cada una de sus escenas. El punto de partida son las improvisaciones sobre determinadas situaciones, ligadas, por un lado, al mundo dramático sobre el que se quiere trabajar, y, por otro, a la realidad social argentina. Sobre los resultados se va armando la obra, desechando en todo caso una gran cantidad de materiales. La improvisación no se presenta como un método al servicio de un resultado final, sino un modo específico en sí mismo de trabajar y considerar la materialidad básica del teatro generada sobre todo y en primer lugar a lo largo de los ensayos, «el tiempo y el espacio narrado en los cuerpos de los actores» (Bartís 2003: 177). Este proceso orgánico de crecimiento hace que su mano aparezca cada vez más invisible, a favor de la presencia de los propios actores, de un mundo escénico que se hace cada vez más denso a medida que toma vida propia. Tras estos abigarrados paisajes, donde se agitan con pasión sus oscuras criaturas, no es difícil descubrir su mirada irónica, su gesto risueño, cuando no su carcajada sonora, tras estos mundos tan ridículos como llenos de humanidad.

La figura del director porteño se hace visible tras una distancia profundamente teatral con respecto a su propia creación: a un lado, sus personajes-actores, que han adquirido ya una vida propia, al otro lado, su propia mirada, que dio vida a este mundo y que de alguna manera lo sigue alimentando. Se podría pensar, como explicaba el dramaturgo español Valle-Inclán refiriéndose a sus esperpentos, con los que estas obras parecieran guardar una cercana familiaridad, que el creador mira a sus personajes por encima, reduciéndolos a irrisorias caricaturas; pero no es así, la mirada es más bien la de alguien que se sitúa en el mismo plano, reconociendo efectivamente a sus personajes como caricaturas, pero que se sabe él mismo dentro también de ese mundo, en las antípodas de cualquier espacio que permita algún tipo solemnidad, de verdad como resultado de una representación, un espacio en el que también se incluye a los propios espectadores. Todos estamos ahí dentro, compartiendo las tristes pasiones de estos personajes atolondrados, que se agitan por salir a flote ideando disparatadas ficciones, ya inventadas por Shakespeare o Molière, Dovstoievski, Florencio Sánchez, Armando Discépolo o Roberto Arlt, a las que tratan de dar credibilidad una vez más, por medio de sus exageradas actuaciones, de sus cuerpos y emociones; no se trata de convencer al espectador de la verdad de lo que está viendo, que a todas luces resulta más teatral cuanto más falso, sino de convencerse en primer lugar ellos mismos, como actores, que por encima de la mentira de esa actuación existe una verdad, la verdad del propio hecho de la actuación, escrita en el aire y en el cuerpo, sobre la que construir una distancia ética y estética necesaria para no ahogarse en este marasmo de representaciones:

En una época hiperartificial, hipervisual, parecería que la materialidad del teatro sigue siendo un elemento primitivo, reducido, como una obligación de un devenir cerrado, minoritario: «gente grande encerrada en la oscuridad haciendo cosas tontas». Es necesario entonces insuflarle a eso una intensidad en el salto que no puede devenir del oficio ni de ninguna idea profesional (Bartís 2003: 116).

Bibliografía

Ricardo Bartís (2003), Cancha con niebla: teatro perdido. Fragmentos, Buenos Aires, Atuel.