Rodrigo García asumió desde el inicio de su carrera dramatúrgica la puesta en escena de casi todos sus textos con una compañía fundada por él mismo: La Carnicería. Ya en 1989, a propósito del estreno de Acera derecha, García mostraba su alergia al espectáculo construido de acuerdo a los códigos convencionales y su convencimiento de que el formato espectacular era inadecuado para vehicular una propuesta artística.
Por obra de arte yo entiendo la capacidad de poner en movimiento ciertas vivencias atendiendo-me en mi totalidad. / Y sería risible intentarlo desde el espectáculo. / Porque no puedo hacer efectivo mi-adentro embalado en convenciones que existen sin mí. / Aislantes. / Busco entonces qué hay en el teatro (entre todo eso que llamo el sin-mí) tan importante para reconocerlo como vado. / Es el hombre, concluyo. / El vado entonces se me impone como carne, fantasía, química, tensión, venas, sentimiento, miserias, lenguaje, afasia. / De la tensión entre lo que llamo mi-adentro y la convención es de donde surgirán, sangrantes, formas nunca-adecuadas, siempre más o menos mutiladas.» (García, 1990: 7-8)
El texto tiene algo de programático, ya que la búsqueda del arte y del hombre conducirán a García a la experimentación de diversos modos de romper el formato teatral y desprenderse de las hipotecas de la construcción dramática. En sus primeras tentativas, García recurrió a la descomposición textual y la práctica de una dramaturgia heredera de Beckett, que se iba aproximando a la de Müller, sin por ello despreciar otras influencias extradramáticas (Borges, Cortázar). En el programa de Prometeo, el dramaturgo describía su tarea como una reconstrucción, «montaje y desmontaje de la memoria», fragmentos, imágenes interrumpidas: «Recortes de periódico. Pedazos de tela. Manchas en la ropa. Cicatrices en el cuerpo. Arrugas nuevas. Une los fragmentitos con precisión. Hazlo poco a poco. Y descansa.»
El despiece y reconstitución verbal de la vivencia era confiado a unos actores que apenas se movían, inmersos en dispositivos visuales (en algunos casos directamente apropiados de artistas como Bruce Nauman o Jenny Holzer) que asumían la tarea de otorgar dimensión plástica a una propuesta que no quería ser entendida como espectacular, sino invitación al espectador para la elaboración de una lectura selectiva y singular de los materiales.
Lo físico, no obstante, siempre estuvo presente en el trabajo de García. El dolor y la tortura aparecían en Prometeo como imágenes o referencias: la galería de cuadros dedicados al martirio de San Sebastián, la instalación de sacos de boxeo o la mención a Frank «el animal» Fletcher, ex-boxeador de peso medio quien, al parecer, confesó: «Detesto decirlo, pero es verdad. Cuando llega el dolor es cuando más me gusta». Y en El Dinero (1994) lo violento se asociaba a lo sexual en una serie de poses eróticas y acciones agresivas (a veces pretendidos ejercicios de tortura) por parte de los actores (en contraste con la presencia de los ositos de peluche y la referencia constante al dinero).
La dimensión corporal de la escritura de García se manifestó siempre también a través de la utilización de la comida y la bebida en sus espectáculos. Las instalaciones de copas de vino, repetidas en diversas puestas en escena, desde Prometeo hasta Conocer, gente comer mierda, se completaron con el recurso a productos comestibles a partir de Notas de cocina (1995), un trabajo que marcó una inflexión en la trayectoria de La Carnicería y que abrió un período de búsqueda en que la presencia de lo orgánico adquirió cada vez mayor peso.
Su propuesta estaba muy próxima entonces de los espectáculos acumulativos propuestos por creadores como Elizabeth LeCompte con el Wooster Group o Reza Abdoh con Dar a Luz, quienes recurrían a la elaboración de redes textuales en las que se iban adhiriendo materiales de muy diversa procedencia, incluidas secuencias que tenían como objetivo primario afectar sensorialmente al espectador y desestructurar sus mecanismos perceptivos. Pero García, consecuente con su proyecto antiespectacular, se alejó conscientemente de ese equilibrio y en los años siguientes trató de cargar las tintas sobre lo brutal, en un intento de aproximarse a lo real por medio de la destrucción, la imaginación desenfrenada, el desprecio y la poesía de lo cotidiano.
Entre Protegedme de lo que deseo (1997) y Haberos quedado en casa, capullos (2000), García exploró un territorio tenebroso y excitante, que resultaba de la superposición de unas fantasías producidas por la deformación exagerada de la realidad y la acumulación de fragmentos extraídos de mundos reales pero habitualmente ocultos o suavizados por la convención y las imágenes. La consigna parecía ser: «ensuciar la escena, ensuciar el texto». En Conocer gente, comer mierda (1999), los actores iniciaban el espectáculo leyendo un libro con la boca constantemente llena de patatas fritas. La boca sirve para hablar, pero también para comer: ¿por qué no superponer ambas funciones? El resultado es la contaminación orgánica del texto. Y en efecto da la impresión de que los textos de García se han ido dejando penetrar por el vino, la comida, la carne, la materia tanto como por la realidad, el deseo y la memoria. Lo que en Notas de cocina aún era una alternancia de secuencias verbales y secuencias plásticas o musicales, en los siguientes espectáculos empezaba ser percibido como un todo, un todo revuelto, sin duda, donde las referencias poéticas y artísticas se montaban sobre actos de violencia y pirámides pornográficas, donde muñequitos animados compartían la escena con dos enanos mientras al fondo los actores se apretaban en una pequeña caseta para entregarse a todo tipo de excesos sexuales y gastronómicos, donde la tortura lúdica alternaba con la ociosidad o la elaboración de manifiestos en defensa de la vida, donde la música de Schönberg o Beethoven sonaba al mismo nivel que las canciones populares y los aullidos de los intérpretes y servía de fondo a acciones brutales, escatológicas o irritantemente cotidianas, donde la violencia contra los muñecos parecía más soportable que la violencia contra los humanos, donde una película porno merecía la misma atención que un texto de Borges y una película de Hitchcock podía ser reducida a una historieta contada con la ayuda de unos tomates, un tocadiscos, una sartén y unos clavos produciendo el mismo efecto que una especie de culebrón escatológico en que las aficiones sexuales y los procesos orgánicos de sus protagonistas eran representados con ayuda de unas bragas, unas uvas, unos plátanos y unas cuantos fluidos comestibles (leche, pasta de cacao, salsa de tomate)…
Lo monstruoso aparece de forma espontánea allí donde lo orgánico se ve privado de límites. Al igual que David Lynch o Cindy Sherman, García recurre a «lo abyecto» con la intención de adentrarse en lo que él denominaba el «universo del mal». «Para ambos artistas el descontrol, el caos, el desorden, la sexualidad e, incluso el mismo cuerpo, infunden miedo e inculcan el temor en los espectadores. Al edificar un caótico mundo visual, habitado por criaturas deformes y monstruosas […] están propiciando un descenso a los infiernos, un oscuro viaje al corazón de lo siniestro.» (Cortés, 1996: 1999). Sin embargo, el «universo del mal» o «el corazón de lo siniestro» no constituyen más que una dimensión de la experiencia censurada o reprimida por la realidad. «El infierno según Lynch está anclado en lo real, se nutre de lo real, apela a lo real.» (Aliaga, 1992: 15). Y lo que aparece como exceso no es más que el efecto que produce la concentración de lo que habitualmente no es visible, pero siempre está presente dentro o fuera de nosotros. Lo real, como observara Hal Foster en 1996, se acerca inevitablemente a lo obsceno «a una representación sin escenario, sin ilusionismo, sin velos protectores, y a una subjetividad recuperada y atravesada por residuos simbólicos y presimbólicos, que conduce al arte de lo abyecto, un arte en el que el cuerpo es violado y quebrantado y en el que, según las teorías de Julia Kristeva, se impone aquello que «perturba la identidad, el orden, el sistema», así como lo que no respeta las fronteras, las posiciones y los roles sociales y de género convencionales» (Guasch, 2001: 407)
En busca de lo real, el director francés Claude Régy había formulado en 1991 el sueño de un teatro que fuera manifestación de las cosas, sin órdenes ni ideales, «el lugar de todas las presencias», el espacio «del dejar estar, renunciando a toda forma de jerarquía entre pensamiento, cuerpo, objeto, texto, voz». Sólo en un espacio así las cosas podían seguir siendo cosas y «todo objeto, todo espacio, todo pensamiento, todo ser» aparecer ante nosotros «no sólo próximo, sino siendo nosotros mismos». El sueño de Régy parecía materializarse en esos espectáculos de García en los que lo real se hacía presente de la forma más brutal, en un revoltillo frente al cual el espectador debía reaccionar, poner en juego sus propios criterios de selección, estar alerta, o bien dejarse llevar en compañía de los actores, entregarse con ellos al desenfreno moral y sensible, y aplazar para más tarde el pensamiento.
En una escena de Aftersun (2001), el actor Juan Loriente, con ayuda de su calzoncillos, exponía al público una «teoría del pensamiento en cinco puntos». Lo que aparentemente era una descalificación del pensamiento filosófico (que, por tanto, incluiría el crítico), se descubría poco después como una conmovedora invitación a reconocer nuestra insignificancia y una demoledora denuncia de nuestra pasividad, de nuestra hipocresía y de nuestro cinismo. Porque, a pesar del exceso y del caos («que no es una estética -apuntaba García-, sino más bien una ideología que yo vivo visceralmente»), los espectáculos de La Carnicería proponen constantemente una penetración de las representaciones en busca de lo real y un posicionamiento ético. El desprecio del sistema educativo como mecanismo de alienación del individuo, la burla de la ambición (tema central de Aftersun), el rechazo del trabajo y la defensa de la ociosidad (necesaria tanto para el placer como para el pensamiento), la denuncia del consumismo y la obsesión por penetrar las vidas de los otros son motivos recurrentes que, más allá del exceso de sus formulaciones verbales y de la ambigüedad de sus planteamientos escénicos, constituyen los principios de un discurso moral que, obviamente, el autor no da elaborado.
Tal ausencia de elaboración no sólo tiene que ver con el propósito de activar al espectador o bien con la renuncia a imponer un discurso ideológico, es coherente con la descomposición formal que resulta de una progresiva traslación del trabajo dramatúrgico al cuerpo de los propios actores. En las últimas producciones de La Carnicería, con Juan Loriente y Patricia Lamas, Rodrigo García ha sido capaz de penetrar con su escritura en el cuerpo mismo de los actores y proponerles un juego escénico que tiene mucho que ver con los movimientos internos del cuerpo. La estructura dramatúrgica de Aftersun correspondía a una determinada interpretación de los estados del cuerpo: lo orgánico, lo ingenuo, lo inconsciente, lo directo, lo agónico, lo violento, lo histérico… Estos estados encontraban su traducción en bailes, poemas (verbales o visuales) ofrecidos como regalos, pequeños cuentos, discursos, enmascaramientos, enumeraciones de posibles muertes, listas de vidas deseadas…
En el «Decálogo» recitado por Patricia Lamas en Conocer gente, comer mierda figuraba la siguiente afirmación: «No quiero limitarme a una forma de vida. No quiero perderme todas las demás vidas por haber elegido ésta». Prolongando esta idea, en Aftersun los actores ofrecían una lista de personajes célebres en cuya piel les gustaría vivir bajo la fórmula «Quiero ser…» Uno de esos personajes era Diego Armando Maradona. Y de hecho parecía ser el favorito de los intérpretes, ya que a la alabanza de sus virtudes y sus excesos se dedicaba un largo pasaje. Maradona volvería a aparecer en Compré una pala en Ikea para cavar mi tumba (2002) en una secuencia similar. En este caso, se trataba de presentar a los cien mayores «hijosdeputa» de la historia, entre los que figuraban Sigmund Freud, Gandhi, Mandela o Einstein, además de Marilyn Monroe o Elvis Presley. Los tres últimos de la lista eran Ché Guevara, Pier Paolo Passolini y Maradona. Durante largos minutos, el espectador asistía estupefacto a la presentación de las fotografías de estos personajes, acompañadas de insultos y descalificaciones, a veces tan disparatadas que provocaban la risa. Después, en una especie de declaración íntima, se escuchaba la voz grabada del propio autor que confesaba su envidia hacia esas vidas cargadas de excesos, unas vidas a las que ni él ni probablemente nadie del público sería capaz de aproximarse.
La defensa del exceso, el caos y la contradicción se desvelaban entonces como una forma de expresar la rebelión contra el conformismo y contra la conformación de la vida, las ideas y el deseo a los modelos socialmente establecidos y fijados, casi corporalmente, por medio de la educación. Ikea, además de un furibundo ataque al consumismo, era un atentado despiadado contra las existencias regladas, una defensa de la espontaneidad, una provocación constante a los juicios moral y políticamente correctos, un reto al «buen gusto», una burla de la sagrada seguridad…
Lo feo y lo imperfecto, al igual que lo abyecto, lo caótico y lo excesivo funcionan como mecanismos de alerta que descubren las fracturas de la realidad, los intersticios de esa construcción aparente que llamamos realidad, por los que se cuelan los destellos y los sonidos de lo real. La fijación de la forma es contraria a la percepción de lo real, de ahí la necesidad de destruir la forma, o al menos ensuciarla. Y qué mejor medio que contaminar la forma con las imperfecciones (sólo aparentemente feas o caóticas) del cuerpo.
Bibliografía
Aliaga, J.V. (1992), «El infierno según Lynch», en David Lynch, Valencia, Sala Parpalló
Cortés, José Miguel G. (1996), El cuerpo mutilado (La Angustia de Muerte en el Arte), Generalitat Valenciana, Valencia.
García, Rodrigo (1990), «Otro loro», Fases, nº 0, Madrid, 1990, pp.7-8.
Guasch, Anna Maria, El arte último del siglo XX: del posminimalismo a lo multicultural, Alianza, Madrid, 2001