Sara Molina (Jaén, 1958) ha desarrollado su trabajo de dirección principalmente en Granada, aunque ha colaborado con compañías de Tenerife y Alicante. En la conformación de su discurso escénico fue importante su relación con Albert Boadella (como actriz en Gabinete Lieberman, en 1985) y, sobre todo, con Janus Zubisc y Nazaret Panadero, miembros de la compañía de Pina Bausch, con la que comparte un mismo interés por explotar creativamente el mundo privado de los propios intérpretes. Su trabajo como autora y directora se caracteriza, en términos generales, por una atención a lo fragmentario (entendido como lo nimio, como lo roto o como lo aludido), una fascinación por el teatro dentro del teatro, así como por todo aquello que queda alrededor del teatro (el ensayo, la acotación verbal, la improvisación, la inseguridad del actor, el canguelo, etc.), por el juego y el disfraz, por el exhibicionismo, y una relación con el público cómplice, que se traduce en sonrisas, apelaciones tímidas, invitaciones al espectador para que mire por el ojo de la cerradura o se cuele por debajo de las puertas.
En una conferencia pronunciada en la Universidad de Málaga en 1995, Sara Molina sostenía que «el teatro como arte, aunque para nosotros en el sentido de Craig solo sea un trabajo, tiene que ensayar continuamente la posibilidad de existir como una de las situaciones privilegiadas, en el espacio y el tiempo, donde la pasión de una sociedad por enmascararse y a la vez su deseo contrario de revelar la verdad, descifre su contradicción restableciendo una magia que nos devuelva los mitos y una filosofía del teatro que nos ayude a proteger esa llama y con ella el futuro del teatro.» Y, dando por hecho que el cine arrebató al teatro la ficción, propugnaba el que éste aprovechara la posibilidad de convertirse en lugar no de la ficción de los sentimientos, «sino de la continua celebración de la verdad», debido, entre otras razones, a la «simultaneidad con e tiempo real de la existencia en el momento en que se da la extravagante situación de lo representado». (Sara Molina, Teatro contemporáneo. El compromiso con una ética y una estética, Cuadernos del Aula de Teatro de la Universidad de Málaga, 1995, p. 13)
Entre sus primeras producciones cabría destacar: M-30. Esto no es África. Pornografía y Obscenidad (1988), un ejercicio escénico realizado por 33 mujeres no actrices, consistente en una sucesión de secuencias de fuerte caga expresiva, por medio de las cuales se proponía una nueva forma de ritual, y que tenía como centro un desnudo colectivo de todas las participantes; Crazy Daisy (1989), un «retrato de mujer con vaca» (en realidad un «autorretrato falsificado») inspirado en Días Felices de Beckett y construido a base de «pequeñas síntesis de situaciones cotidianas», con una profusa utilización de objetos periféricos (la vaca funcionaba como alter ego de la mujer, y en cierto modo actuaba como punto de fijación para el cúmulo de fragmentos mediante los que ésta intentaba reconstruir su identidad y el yo voluntariamente suspendido daba lugar a la dispersión de las experiencias que sólo podían volver a unirse gracias a la vaca).
Tras la experiencia de Capicorp (1990), un espectáculo construido como una indagación sobre lo metateatral, en El último gallo de Atlanta(1991), producido por Teatro para un Instante, Sara Molina alcanzó una notable madurez en la utilización de sus recursos compositivos. Apoyándose en narraciones fragmentarias, mediante las que los actores se situaban a sí mismos o a sus compañeros en situaciones fuera de escena (convirtiendo lo imaginario en cotidiano y lo cotidiano en imaginario), y en un complejo, aunque artesanal, dispositivo escénico,Sara Molina se proponía nuevamente una investigación sobre la vida privada «en la que el espectador puede encontrar pedazos de la suya propia, restos, residuos», ofrecidos no a la mirada constructora o analítica, sino a «la mirada complaciente, desconfiada, la mirada del deseo, la de la complicidad y el humor.»
La búsqueda de Molina continuó en los espectáculos dirigidos para Tamaska: Cada noche (1992), un nuevo intento de plasmar la complejidad de la experiencia por medio de la complejidad de lo teatral, y Entre nosotros (1994), un juego de enmascaramientos en torno al tema de las relaciones de un hombre y una mujer que intentan escapar al silencio, al «no tengo nada que decir», recurriendo al mutuo extrañamiento y construyendo secuencias aparentemente absurdas o frases del tipo «el mundo actual tiende hacia el hipopótamo» o «estoy esperando una catástrofe, pero ¿qué hacer hasta que ocurra?». Aunque probablemente sea Tres disparos, dos leones, el trabajo que mejor resume las preocupaciones creativas de la directora.
En su estreno en el Teatro Alhambra, en el Festival Internacional de Granada de 1994, los actores recibían al público en el pasillo recitando la canción maorí «toto Vaca», seguida de poemas africanos de Tristan Tzara y el «Dadá Canibal» de F. Picabia. En el escenario, se sucedían recitados de estos textos, juegos metateatrales, pronunciamientos nihilistas y anarquistas, traslados de actores inertes y juegos exhibicionistas. El exhibicionismo constituía el núcleo de la primera parte del espectáculo, «Número español: Gold: Oro», en que con un fondo constante de música flamenca, los actores empleaban «toda su energía en la obtención de resultados», resultados del tipo «la sonrisa de Águeda», «la sensualidad de María», «el cuerpo de Oso» (cualidades y nombres -o sobrenombres- de los propios actores), al tiempo que parodiaban el patetismo flamenco y la autoconcepción de la cultura andaluza, para acabar en una «foto de familia» detrás de un aro de fuego con claras reminiscencias de lo circense.
La segunda parte, «Funeraria Kenyon», en la que se proponía una reflexión sobre la creación basada en textos del pintor Francis Bacon, se desarrollaba como una serie de apariciones y desapariciones de actores-personajes, que recitaban textos, ejecutaban bailes, se exhibían, se trasladaban, mutuamente se parodiaban, recuperaban acciones y textos ya utilizados anteriormente y repetían secuencias de movimiento hasta el agotamiento físico.
La última parte, «Terminable-interminable», pretendía generar un «espacio de pensamiento», ocupado por una iconografía que remitía tanto a Kafka como a Beckett y atravesado por una pregunta, resto de un lema para la improvisación: «¿que cómo pienso?»; los actores daban diversas respuestas a la pregunta, mientras en paralelo se desarrollaban fragmentos secuenciales muy heterogéneos, en ocasiones absurdos, extraños o contradictorios, hasta que el silencio se iba adueñando poco a poco de la escena, a la que sólo el cansancio confesado por uno de los actores-personajes ponía fin.
Sara Molina, cuyas producciones sí están directamente condicionadas por el pensamiento de Lacan, pobló la escena de animales: patos, vacas, gallos, leones, osos y monos sirvieron de diferentes modos a la directora andaluza para apoyar su indagación de la persona. En algunos casos, los animales sólo eran reconocibles por el eco de sus voces o sus gestos (como en Cuacualavie, su primera producción, con Kábala Teatro, en 1988). En otros, se instalaron de forma irónica en los títulos de los espectáculos (El último gallo de Atlanta o Tres disparos, dos leones), cómo índices culturales que remitían a mundos ficticios e irrecuperables (el recuerdo de una juventud no vivida a través de Lo que el viento se llevó o el entusiasmo tampoco experimentado de las vanguardias dadaístas fijado en su imaginería). Pero también en algunos gestos mediáticos de los actores, que, por ejemplo, en El último gallo de Atlanta interrumpían la acción para ejecutar el rugido del león de la Metro, acompañado por un suave zarpazo).
La presencia de lo animal tiene que ver con la afloración de lo inconsciente. Y ese trabajo que parte de la liberación de lo no consciente necesariamente conduce a la fragmentariedad. El vínculo entre lo animal y lo fragmentario es el debilitamiento del yo, del yo moral, que cede su lugar en la composición de la pieza a un sujeto mucho más atento a las derivas y repeticiones caprichosas de los motivos, a las interrupciones de la experiencia o de la imaginación periférica y a la concatenación puramente asociativa de los materiales. Y aunque Sara Molina no fuera compositora, sino actriz y escritora, lo que les pedía a sus actores es que se aplicaran sobre todo a «la interpretación de una melodía».
Tanto en su exploración de la intimidad (o «extimidad»), como en su recurso a la fragmentación, el barroquismo de lo periférico y la construcción asociativa, las propuestas de Sara Molina podrían situarse en la línea de trabajos como los realizados ya en los setenta por creadores como Richard Foreman. La exploración obsesiva de la experiencia privada por parte Foreman y su conversión en enigmáticas composiciones marcadas por la contaminación visual y sonora son fácilmente reconocibles en el trabajo de Sara Molina, que, sin embargo, dotó a sus espectáculos de una textura mucho más amable, casi tímida, evitando por medio de lo lúdico, o de lo lánguido, que la extrañeza una y otra vez manifestada por los propios intérpretes, produjera en el espectador el extrañamiento.
La indagación sobre el pensamiento que centra la última secuencia de Tres disparos, dos leones, parecía producir una suspensión del tiempo. Los actores (o sus personajes) se afanaban en encontrar la respuesta adecuada, como si un olvido insalvable en el interior de su cerebro les impidiera llegar a ella. Así, esos personajes casi desprovistos de toda la carnalidad exhibida en las dos primeras partes del espectáculo, y por ello más capaces de entregarse a la reflexión, se enfrentaban a la angustia de un callejón sin salida.
Según Benjamin, «entre todas las criaturas de Kafka son especialmente los animales quienes se dedican a la reflexión». El insecto (Gregorio Samsa) de La metamorfosis o el mono de Informe para una Academia figuran entre los más conocidos, aunque son muchos los animales y seres intermedios que ocupan el imaginario kafkiano. «El olvido es el recipiente del cual surge a la luz el inagotable mundo intermedio de las historias de Kafka». El rastreo de lo olvidado, la búsqueda del mundo de los antepasados, «conduce, hacia abajo, hasta las bestias». En las bestias Kafka habría buscado continuamente captar la presencia de lo olvidado. Y «la cosa más extraña y olvidada es el cuerpo -nuestro propio cuerpo-«. (Benjamin, 1971: 116-117)
Sara Molina recurrió a dos conocidos pasajes kafkianos, el Informe para una Academia y el «Teatro Natural de Oklahoma», con el que se cierra la inacabada novela El desaparecido (América), en su espectáculo Nous in perfecta armonía (1997), primer espectáculo de su nueva compañía Q. Teatro, que recuperaba muchos de los motivos de Tres disparos, Sara Molina El primero de los textos daba lugar a una secuencia recurrente, que se desarrollaba en torno a una especie de caseta de baño de telones aterciopelados, en cuyo interior esperaba en silencio el actor con la máscara de mono. Las palabras, pronunciadas por otros actores, y la imagen del mono daban lugar a asociaciones de movimiento, ejecutadas por los actores a lo largo del espectáculo.
Este se construía a partir de la cena de nochevieja de fin de milenio y se desarrollaba en un ambiente meditativo, ligeramente salpicado por el humor. La referencia milenarista provocaba, por contraste, una introducción en la que se utilizaba el texto del Génesis; primero recitado con entusiasmo por un actor ante un micrófono, después por toda la compañía en forcejeo, deformando el texto y cargándolo de asociaciones. La disputa por hablar de los cinco actores remitía a una especie de tertulia radiofónica, en la que los discursos más o menos ingeniosos, brillantes o cargados de razón anulan la posibilidad del diálogo. En este caso, la disputa era fingida y los actores difícilmente podían defender un discurso que sólo parcialmente les pertenecía, lo cual les obligaba a plantear una y otra vez a lo largo del espectáculo: «¿Me pregunta a mí señor? Oh, sí, señor. ¿Quiere que le conteste yo o mi personaje? Yo mismo, yo mismo le contesto».
Junto a los habituales procedimientos metateatrales, la cita y la parodia seguían funcionado como recursos para la construcción de la acción. En una de las secuencias, una de las actrices entrevista a un muerto, parodiando las estrategias morbosas de los noticieros sensacionalistas o la televisión realidad, pero también citando, más sutilmente, la película de René Clair para Relâche, de Picabia. También aquí el muerto se levantaba, salía del ataúd e incorporaba un nuevo personaje, en tanto una actriz recorría el escenario con una pala diciendo un texto extraído de un vídeo juego: «Hey, man, you’ve got two lifes left… you’ve got one life left… you’ve got no life left, you need more money». Continuando el juego asociativo, se ofrecían tumbas a los demás actores e incluso una de matrimonio a una pareja sobrevenida.
El espectáculo acababa en el Teatro Natural de Oklahoma, un teatro «que puede emplear a todos, a cada uno en su puesto», donde «todo el mundo es bienvenido» y cualquiera puede ser artista (Kafka, 1999: 439). En el espectáculo de Molina el Teatro Natural adquiría el formato de última cena y en ella coincidían los personajes que se habían ido conformando a lo largo del espectáculo: el muerto, la doncella, el austronauta, el joven y el barbudo. El cierre se hacía con un texto de María Zambrano, que había servido también como prólogo a la pieza, y que enmarcaba el espectáculo en un contexto eminentemente reflexivo.
A mediados de los noventa y en paralelo a su actividad con Q. Teatro, Sara Molina inició su colaboración con Margarita Borja y el Teatro de las Sorámbulas. Con esta compañía produjo Almas y jardines (1995), escenificación de una serie de textos poéticos de Margarita Borja en el Castillo de San Juan de Alicante, con partitura musical original de Manuel Seco.
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