La dialéctica de presencia y ausencia forma parte de la naturaleza misma del teatro en cuanto representación. Asumimos que el teatro evoca lo ausente mediante la presencia (en el presente) de cuerpos y cosas que representan, con palabras, imágenes y sonidos, lo que no está (y en muchos casos, literalmente, no existe). La discusión sobre qué es lo más importante, si lo ausente (lo representado: la trama, el mito…) o lo presente (los medios de representación, incluida la vivencia de los actores o intérpretes: lo ritual o lo lúdico) ha dado lugar a lo largo de la historia a posicionamientos extremos que han puesto en cuestión, con diferentes intenciones, el concepto mismo de representación: de un lado el teatro puro (sin espectáculo y sin cuerpo); del otro, el teatro radical (o performativo, de la vivencia presente).
Acostumbrados a habitar espacios intermedios entre esos extremos, nos alarma la imposición de un nuevo teatro puro, ya no literario, sino audiovisual o higiénico; y nos alarma por una doble incertidumbre: sobre la inscripción de ese nuevo teatro puro en la esfera pública (y su pervivencia como institución cultural), y sobre las consecuencias de un régimen económico en que no son tan necesarios los cuerpos singulares ni los devenires subjetivos (y en el que por tanto es alto el riesgo de precarización e invisibilidad para creadores y trabajadores de la cultura). Esta incertidumbre, claro está, no se cierne sólo sobre el teatro, sino sobre la mayoría de las instituciones públicas en los ámbitos de la cultura, la educación y la economía social; no es por tanto una inquietud gremial, sino parte de un debate sobre la pervivencia de un modelo de institucionalidad que asociamos a la posibilidad de una gobernanza democrática.
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33 rounds and a few seconds (2012), de Rabih Mroué y Lina Majdalanie, es una pieza teatral sin actores en que distintos medios de comunicación (radio, televisión, contestador automático, fax, teléfono móvil, correo electrónico y redes sociales) se activan durante algo más de una hora para componer una trama dramática en torno al suicidio de un conocido director de teatro libanés en pleno estallido de las primaveras árabes. El cuerpo se convierte en lugar del drama, sólo que, después de la muerte, de ese cuerpo solo quedan en escena sus rastros tecnológicos. La ausencia física manifiesta la ausencia política, del mismo modo que en Looking for a missing employée (2003), la no comparecencia de actores en escena (operando a distancia) servía para denunciar la desaparición forzada.
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Los medios son importantes, y sus transformaciones tienen consecuencias en nuestra concepción del arte y de la realidad. A principios del siglo XX, el cine interrumpió la dialéctica de la representación al hacer prescindibles los cuerpos presentes: la representación fue sustituida por la repetición y la ausencia fue sustituida por la distancia. Se trata de una doble distancia: de los cuerpos de los actores (en el cine de ficción, no ausentes, sino distantes en el espacio o el tiempo) o de los cuerpos históricos (en el cine documental). Que lo ausente parezca sólo distante es la base de la ilusión aceptada (suspensión of disbelief) que permitió al cine de ficción una mayor eficacia que al teatro en la representación de las fábulas. En tanto el teatro dramático basado en la aceptación de la ilusión se reprodujo en el cine, la dramaturgia y la escena se nutrieron de la potencia del nuevo medio para reconciliarse con una realidad inaccesible al drama burgués. Treinta años más tarde, los cineastas recurrieron al modelo brechtiano precisamente para luchar contra la ilusión (y el engaño); la distancia debe ser elaborada críticamente para que no disuelva el malestar de la ausencia, pues es este malestar lo que activa la dialéctica con el presente (y la presencia) y en el que reside el germen de la acción política. De retorno, el cine documental y de montaje serviría para idear nuevos formatos dramatúrgicos que, reactivando el modelo Weiss-Piscator, se actualizarían ya en nuestro siglo en las propuestas, entre muchos otros, de Ong Keng Sen, Rimini Protokoll, Lola Arias, o Milo Rau.
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En 2018 Teatro Ojo instaló un call center en el Teatro El Galeón de Ciudad de México. Un grupo de operadores provistos de un cuestionario se turnaban para llamar a centenares de usuarios de línea telefónicas en toda la República. El cuestionario incluía preguntas anodinas, personales, poéticas y políticas. Algunos usuarios cortaban pronto la comunicación, otros entraban en un largo diálogo. A lo largo del día, el espacio era ocupado por un coro de voces que hacían presente la multiplicidad de las vidas, las opiniones, los deseos, pero también las experiencias y las memorias de la violencia, la frustración ante la impunidad y el desestimiento del Estado. El eco de los desposeídos, de los asesinados y de los desaparecidos se iba sumando también a ese coro de voces a quienes difícilmente cabría denominar actores. Las categorías de la representación perdían sentido y los espectadores convencionales accedían más bien como testigos cómplices de un acontecimiento al mismo tiempo espectral y público. No es accesorio el hecho de que Deus ex machina ocurriera en un teatro nacional.
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La sustitución de lo ausente por lo distante tiene su correlato en la sustitución de lo presente por la retransmisión en directo, que hicieron posible la radio primero y la televisión después; en ambos casos se produce una distorsión de las dimensiones espaciotemporales: lo que era temporal (pasado) se vuelve espacial (distante); y lo que era espacial (presente) se vuelve temporal (en directo). Una de las consecuencias más relevantes fue la permeabilidad de lo público y lo privado.
El teatrófono comenzó a funcionar en París en 1881 y permitió que oyentes privilegiados, como Marcel Proust, escucharan conciertos y óperas sin levantarse de la cama. La masificación de las transmisiones dio lugar a otra ilusión aceptada: que la recepción privada (individual o familiar) implica algún tipo de participación en la realidad, la ficción o el juego que se consume. Era inevitable que surgiera el deseo de invertir el sentido de la transmisión y que la escena privada fuese ocupando la esfera audiovisual. La elaboración crítica de la transmisión en directo exigía ir más allá de la exposición de lo privado; así, podríamos comprender la dramaturgia sustractiva de Beckett o las acciones analíticas de Joan Jonas. En los años posteriores el vídeo y los medios digitales fueron herramientas útiles para activar la consigna lo personal es político. Pero no hay que olvidar que lo personal (y lo íntimo) son distintos a lo privado, y que lo privado es por definición contrario a lo público.
Tal vez incapaz de escapar a su propia tradición, el teatro apenas ha usado la potencialidad de la transmisión en directo y ha optado más bien por el circuito cerrado, conservando la presencia en el teatro de los actores, bien fuera de escena, bien en lugares de menor visibilidad (del Wooster Group a Christiane Jatahy). Aunque en muchos casos el objetivo fuese visibilizar lo íntimo o potenciar el realismo, lo cierto es que la superposición de dimensiones (física y virtual) produjo el desarrollo de una escena barroca, que alcanzó momentos de gran brillantez en obras como Eraritjaritjaka (2004), de Heiner Goebbels o Los incontados(2014), de Mapa Teatro. Hay que recordar, no obstante, que la exuberancia sensible del arte barroco es paradójicamente consistente con la puesta entre paréntesis del mundo real y la afirmación de una verdad inaccesible por medio de las imágenes y los cuerpos que habitan éste.
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A needle in the binding es un proyecto de la artista Beatrice Catanzaro realizado durante una estancia de dos años en Nablus. En la Biblioteca Municipal de esta ciudad palestina se conserva una colección de libros y revistas que circularon en las cárceles israelíes entre 1975 y 1996 y que los prisioneros políticos utilizaron también para comunicarse entre ellos, de celda a celda y de prisión a prisión. Las marcas y subrayados son huellas de vivencias y comunicaciones doblemente hurtadas a la representación. Con motivo de una de las muestras en proceso de este trabajo en el Jerusalem Show de 2010 se organizaron algunas mesas de debate; como los habitantes de los Territorios no pueden cruzar el muro, algunas exprisioneras hubieron de intervenir por videoconferencia desde Ramala u otras ciudades; el dispositivo dio lugar a una puesta en escena de cuerpos físicos y cuerpos virtuales en la que se hacía presente, sin necesidad de representación, la represión de la que los libros son huella.
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La naturaleza representacional del teatro se vio afectada por la impugnación de la ontología de la presencia, adelantada por pensadores como Nietzsche, Freud y Heidegger y explicitada décadas más tarde por aquellos a quienes Helène Cixous denominó los incorruptibles. Uno de sus primeros lugares de realización fue, paradójicamente, el teatro no realizado de Antonin Artaud. Lo que se hacía presente en su teatro imposible no es un ausente (un texto, unos personajes, un drama, ni siquiera un tema), sino lo que él describió como el conflicto del Espíritu en conflicto con la Materia, ambos indiferenciables. El Espíritu ya no es (como en el pensamiento trascendental) un Ser representado en la Materia. El teatro no representa, en el teatro se manifiesta cada vez de manera única y en cuerpos singulares el sufrimiento que ese conflicto genera, pero también su belleza y su magia. Y los asistentes ya no pueden ser espectadores pasivos y distantes, sino partícipes en un acontecimiento irrepetible con una dimensión sagrada. Lo sagrado es aquello que se esconde de la mirada meramente curiosa o utilitaria y se protege de la instrumentalización mercantilista o interesada.
El valor epistemológico de la presencia, que residía principalmente en la instancia de mediación (el actor como representante del ausente) es reemplazado por otros valores: un valor que podríamos considerar estético, la conmoción, y un valor que en principio es ético, la compasión radical, que necesariamente deviene implicación. La posibilidad de conciliar el teatro de la crueldad con una agenda política con implicación en el presente histórico fue la tarea que asumieron los teatros radicales y el arte de acción en las décadas de los sesenta y los setenta (de Lygia Clark o el Living Theatre a Yuyachkani o Las Yeguas del Apocalipsis). El cuerpo como escenario de lo político y de lo poético (mágico) es el eje que atraviesa este desarrollo histórico y que pronto se expande a otros escenarios, como el de la biografía singular y el de la constitución y cuidado de comunidades y colectivos.
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Romeo Castellucci realizó una singular puesta en escena de la ópera barroca Orphée et Eurydice, de Ch.W. Gluck, en versión de F. Berlioz (La Monnaie, Bruselas, 2014). En ella personaje de Eurydice no era representado, sino puesto de manifiesto en el cuerpo de una persona ausente: Els, una joven que sufría síndrome de enclaustramiento. El infierno inmanente se manifestaba en un cuerpo postrado en una cama de hospital. Els, incapacitada para moverse o hablar, hacia presente a Eurydice al tiempo que escuchaba la retransmisión de la ópera misma por medio de unos auriculares, su única conexión con el mundo exterior además de su propia mirada. La irrupción de lo real se producía mediante una comunicación a distancia (que asumimos en directo), mediante la que el cuerpo de Els se convertía momentáneamente, pero con una necesidad inapelable, en el único espacio dramático posible.
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La presencia es una virtud del teatro, pero no su esencia (y menos aún garantía de su verdad). Existe un teatro sin actores o con actores a distancia, existen modos de teatralidad con espectadores distantes y cabe imaginar una vida previa y una vida posterior del acontecimiento escénico hecha posible gracias a las tecnologías de la comunicación. La inclusión de la tecnología en escena fue sólo uno de los modos en que se dio el diálogo entre el teatro y el cine (y el vídeo y lo digital), que afectó igualmente a la dramaturgia, a los modos de actuación y a la relación con los espectadores. En ese diálogo el teatro se enriqueció al reconocer las posibilidades de expansión (o complejización) que otros medios le aportaban, no cuando se retiró hacia un lugar de pureza. Pero debe haber buenas razones, y no meramente coyunturales o interesadas para renunciar a la virtud de la presencia.
La ausencia, la desaparición y la distancia constituyen modos posibles de acción: en cuanto medios de denuncia de olvidos y violencias impunes o en cuanto medios para impugnar una degradación espectacular de lo público y una mercantilización de las subjetividades. En cambio, carecen de virtud cuando se convierten en recursos resultantes de la aceptación pasiva sin hacer explícito el malestar. Las transformaciones tecnológicas, culturales y políticas han condicionado y condicionan la transformación de las prácticas artísticas y su inscripción social; lo propio de éstas (no en exclusiva) es elaborar la necesidad como libertad y trabajar, incluso en constricción (y contra ella), por la expansión de la experiencia.
Las constricciones (voluntarias o aceptadas) son un medio probado para activar la libertad creativa siempre que no determinen los resultados ni se apliquen (y se asuman) con interés proxeneta, siempre que no suspendan los devenires singulares (individuales o colectivos) y la posibilidad misma del juego. Aquí radica una de las misiones más delicadas que compete a las instituciones culturales: la de abrir recurrentemente espacios de libertad en que siga siendo posible el juego en una relación tensa con el pasado y el porvenir. Museos, teatros, bibliotecas y universidades tienen sentido en cuanto lugares de afirmación y generación de ciudadanía, y no pueden prescindir de la dimensión sagrada o de la dimensión política sin traicionar las razones de su institución. Hubo un tiempo en que la ciudadanía estaba asociada a la propiedad, pues se consideraba que sólo los propietarios podían ser libres. Hoy aceptamos la posibilidad de ciudadanos no propietarios, aunque ello introduzca una ficción problemática en el funcionamiento de la democracia representativa; es más difícil aceptar, sin embargo, la ficción de una ciudadanía precaria o pobre, pues ahí lo ficticio se desliza hacia una mentira ante la que no cabe una tolerable aceptación de la ilusión.
La presencia se vuelve virtuosa por su implicación en una espacio-temporalidad presente que excede, sin embargo, el aquí y el ahora; por ello puede ser también virtuosa la acción en ausencia o la acción a distancia. En cuanto fuerza moral, la virtud sólo se da como acción en un habitar común, de horizontes compartidos; no existe la virtud en soledad. Desde la imposibilidad, contemplamos con enojo las oportunidades perdidas, el actuar apático, el abandono a las inercias, la desatención a la alteridad y la degradación de los acontecimientos.
La separación nos duele en sí misma, pero también nos indigna en cuanto síntoma de la urgencia de luchas (de clase, de raza, de género, de relación colonial, incluso de generaciones) que ingenua o cínicamente dábamos por superadas y de las que perversamente se nutren los fascismos para desviar la atención de las causas del malestar con el fin de sepultar las injusticias bajo nuevos modos de totalitarismo. Pero el encuentro no se da en la mera copresencia. La preservación de lo sagrado de cada vida y de cada relación requiere un trabajo constante. Lo político no ocurre por la coincidencia en el espacio público: la representación puede ser compatible con la acción y las palabras, con la implicación, pero no pueden sustituirlas.
José A. Sánchez
ARTEA-UCLM