En la rueda de prensa previa al estreno de Donde más duele en el Teatro de la Abadía, dentro del Festival de Otoño de Madrid en el 2003, su autor y director, Ricardo Bartís se refirió a una estética que trataba de entroncar con un teatro argentino anterior a los modelos europeos y norteamericanos impuestos en los años ochenta. La alusión quedaba vaga, pero no resulta difícil descubrir tras ella un distanciamiento con respecto a una estética intelectualista apoyada en un lenguaje visual y de amplio formato —«académica y aburrida» dice Bartís (223) 1—, con la que se ha podido identificar algunas producciones de la escena internacional de estos años; por el contrario, abogaba en favor de un lenguaje en cierto modo «más sucio», un lenguaje corrompido, de una materialidad cercana y cálida, que casi podríamos caracterizar de táctil, con un «olor» familiar a la sensibilidad del público argentino. En los últimos años sesenta, tuvo lugar en España una reacción comparable frente a los experimentalismos escénicos que llegaban de Estados Unidos y el centro de Europa. Se trataba de impulsar una alternativa a las poéticas realistas dominantes en aquellos años, como era también el caso en la escena argentina de los ochenta, pero sin caer en una imitación huera de modelos foráneos. Como respuesta a este planteamiento, una de las opciones que ha dado lugar a algunas de las obras más destacables por su específica originalidad ha sido la de una poética que podemos calificar de barroca. El objetivo de este ensayo es analizar algunos rasgos del lenguaje de Bartís desde la óptica de un tipo de barroco específico de la Modernidad tardía, centrándonos en su última producción, Donde más duele, y poniéndola en relación con algunos de los autores más novedosos de la segunda mitad del siglo XX en España, como Miguel Romero Esteo o Luis Riaza.2 Desde los años sesenta han proliferado en todas las artes lenguajes de marcado barroquismo que nos impide hablar a estas alturas tanto de un único tipo de barroco, como de la reducción de este fenómeno a un solo ámbito cultural. Efectivamente, no resulta difícil encontrar ejemplos de barroquismo que avanzan en direcciones distintas, también fuera de las culturas latinas, como el nouvelle roman francés, la pintura de Francis Bacon o el cine de Peter Greenaway, este último, sin duda, uno de los referentes por excelencia de ese «neobarroquismo» al que se se han referido algunos autores para calificar el desarrollo de esta estética en relación a la Modernidad (Calabrese 1987; Rincón 1996; Arriarán y Beuchot 1999). Pero esto no impide poner en relación, tanto para el ámbito latinoamericano como para España, este nuevo barroquismo con unas idiosincrasias artísticas y culturales característica, sin caer por ello tampoco en ningún tipo de esencialismo. Este fenómeno ha sido estudiado sobre todo en la narrativa y la poesía en el ámbito iberoamericano (Bustillo 1990; Echevarría 1998; Chiampi 2000), pero el teatro, tanto en su dimensión dramática como escénica, parece haber quedado más olvidado. Dentro de la escena actual, los ejemplos de un teatro barroquizante avanzan también en direcciones diversas; además de los nombres ya apuntados, se podría añadir, para el caso de Argentina, Emeterio Cerro (AA.VV. 1997; Dubatti 1999: 119-202), y en cuanto a la acción dramática Rafael Spregelburd, o, para España, la producción de Francisco Nieva y, más recientemente, la poética del grupo La Zaranda (Cornago Bernal 2001a) o el trabajo de la dramaturga, directora y performance Angélica Liddell.3 En las páginas que siguen me voy a limitar a aludir tangencialmente a algunos rasgos de una discusión más amplia sobre los vínculos que explican el resurgimiento de la estética barroca en el contexto de la Modernidad tardía, recuperando en muchos casos la obra de Walter Benjamin a partir del contexto posestructuralista inaugurado en los años sesenta y setenta (Buci- Glucksmann 1984, 1986; Lucas 1992; Cornago Bernal 2003). A pesar de las escasas referencias al teatro dentro de este campo teórico, la escena ocupa un lugar central a la luz de este pensamiento, al menos como metáfora epistemológica. Esto es fácil de entender si tenemos en cuenta que toda reflexión sobre el conocimiento termina recayendo inevitablemente en el fenómeno de la representación a través del cual un individuo o una sociedad organizan la realidad, que es siempre la realidad conocida, es decir, representada; y el teatro, espacio de la representación por excelencia, se ofrece como un lugar privilegiado donde los haya para reflexionar sobre este fenómeno. La problematización del conocimiento, si bien un tema constante en la filosofía occidental, se acentúa de modo radical en la última centuria. La multiplicación de los espacios de representación gracias a los nuevos medios de comunicación, unido al desarrollo extremo de la subjetividad moderna, ha hecho que proliferen los posibles escenarios para ver y ser visto, condición sine qua non del teatro. El mundo de la publicidad ligado a un sistema capitalista de consumo, la multiplicación de pantallas y monitores o la transformación de la urbe en un gran escaparate han transformado la realidad en un espacio de representación más complejo que nunca. Esto explica el aumento de los niveles de teatralidad en la sociedad moderna, al tiempo que crecen las sospechas acerca de la veracidad de estas representaciones. Una vez más, como sucediera en el siglo XVII, el barroco viene unido a la crisis de la representación y su pérdida de credibilidad. La poética de Bartís se puede entender como una respuesta artística a este estadio de hiperteatralización de la sociedad moderna; como dijo el autor a raíz de su versión de Hamlet: «si el teatro no pelea por ciertos lugares de la propia teatralidad, queda absolutamente capturado, porque lo teatral circula más en otros lugares —la sociedad, la política, los medios— que en el propio teatro» (90). A lo largo de su obra es constante la reflexión acerca del hecho de la representación desde un enfoque afín al pensamiento posestructuralista, como indican, por ejemplo, las alusiones más o menos explícitas a la teoría estética de Gilles Deleuze, perspectiva que ha sido bien iluminada desde el acercamiento analítico desarrollado por Dubatti (1999: 95-106, 2003). En el caso de Bartís no se trata de un barroco literario, sino específicamente teatral, en cuanto que afecta a la base del mismo hecho teatral antes que a su nivel dramático-literario, aunque este quede también transformado. A través de este enfoque estructural se lleva a cabo una compleja reflexión sobre el fenómeno de la representación, convertido en metáfora epistemológica de la realidad y, más concretamente, de la realidad histórica argentina contemporánea. En una estrategia característica del barroco, recuperada por las vanguardias del siglo XX, la escena (de la representación) se pliega sobre sí misma para iluminar sus instrumentos y modos básicos de funcionamiento.
El teatro de Bartís, como el mejor teatro barroco, redobla su teatralidad al hablarnos sobre todo y en primer lugar a través de los elementos específicos de la escena. En una recreación sui generis del mito de Don Juan, máscara proteiforme del barroco, se acierta a presentar en Donde más duele uno de los ejemplos más acabados de su poética. Su obra no ha dejado de pensar la realidad y la historia de Argentina como un ejercicio de representación que se hace cada vez más imposible, una representación difícilmente sostenible, como la propia realidad social argentina, que termina derrumbándose sobre sí misma. De esta suerte, la escena cobra un aspecto ruinoso, formada por materiales de derribo que llegan hasta las playas de la Modernidad después del naufragio del proyecto ilustrado de desarrollo, progreso y emancipación social, la resaca tras la fiesta de las utopías. Este aspecto ruinoso, que lo llena todo de artilugios antiguos de dudosa utilidad, es característico del mundo barroco, donde los objetos, al igual que los personajes que lo habitan, adquieren una apariencia fantasmal, como presencias enigmáticas que nos hablan de un pasado irrecuperable. Este rasgo constituye también una constante en la obra de Luis Riaza, el autor español con el que la última obra de Bartís guarda un paralelismo más cercano en cuanto a la concepción de la escena como un espacio de simulación, ceremonia y muerte.4 Igual que en muchas de sus obras escritas durante los años setenta y ochenta,5 en Donde más duele, aunque de forma menos explícita, tres hermanas tratan en vano de sostener un mito, es decir, una narración legitimadora de un estado presente, un texto que sostiene un discurso cultural o un orden político de escasa credibilidad, reactualizándolo mediante diferentes modos de representación, pero especialmente a través de la escenificación teatral. El «texto del mito» —como se dice en la obra— es empleado para llevar a cabo una profunda reflexión sobre la representación, la repetición y la teatralidad: «Qué es un Mito, sino algo que se repite. La repetición, como un eco más profundo. […] Pedazos, deshechos, conversaciones fugaces e intensas que no han tenido lugar, encuentros pasionales que no han tenido lugar» (14). En este caso se trata del mito del deseo y la seducción, propuesto de forma alegórica como imagen de otros discursos acerca de la historia, la política o la sexualidad. Haydée (María Onetto), la hermana mayor, le insiste a Betina (Gabriela Ditisheim) sobre la realidad del mito, aportándole todo tipo de pruebas, recuerdos extraídos de su dudosa memoria, que intenta sostener mediante diferentes soportes representacionales: el relato literario, el serial radiofónico, las fotografías y, sobre todo, la representación teatral. Toda la obra, de carácter cíclico, gira en torno a la preparación de la escena en la que Don Juan es condenado por su osadía. Paralelamente, se ofrecen pruebas diversas de que el mito tuvo lugar alguna vez, un mito protagonizado por Reinaldo (Fernando Llosa), una vieja gloria de la escena ahora ya impotente y decrépito.
Como en la obra de Riaza o Romero Esteo, se reafirma el carácter textual de la acción que debe ser representada, es decir, su condición previa en cuanto «escritura», en un sentido de ascendencia bíblica, que garantiza la verdad de lo que allí se representa. De ahí que Haydée insista en que las palabras del serial radiofónico siguen un texto previo: «Las dicen pero están escritas. Ordenan. Calman. Tenés que aprender, nos pasó a nosotras. […] Es lo del libro, es lo mismo…» (242). De este modo, la representación se reviste de una obligatoriedad, una especie de inevitabilidad que confiere a la escena una condición cuasi ritual, recuperando el sentido etimológico de religión en cuanto «religare», es decir, volver a unir una realidad presente con otra lejana que trasciende la realidad inmediata. En Paraphernalia de la olla podrida, la misericordia y la mucha consolación, obra de Romero Esteo estrenada en 1972 por Ditirambo Teatro Estudio, la necesidad de llevar adelante un orden preestablecido, al igual que en Bartís, se convierte en la fuente de tensión que organiza el desarrollo del espectáculo, como dice el Chef de cocina, convertido en un grotesco maestro de ceremonias: «Hay que seguir, hay que seguir hasta el final […] No nos es lícito desviarnos de la praxis programada […] No se hable más. Sigamos. Pero, ojo con equivocarse de texto. / Ojo. / Mucho ojo. / Y orujo. / Y orujo» (Romero Esteo 1975: 17). En El desván de los machos y el sótano de las hembras, texto de Luis Riaza estrenado por el Corral de Comedias bajo la dirección de Juan Antonio Quintana en 1975, se levanta un mundo barroco decadente y ruinoso en el que un rey y su bufón ejecutan una serie de ceremonias en las que se intercambian los papeles, en un claro paralelismo con Escorial, de Michel de Ghelderode, otro de los referentes para una dramaturgia barroca en el siglo XX. El bufón debe seguir minuciosamente las instrucciones escritas por el rey en un Libro Sagrado. Este Libro incluye el desarrollo de toda la Historia, cerrada y girando en torno a su figura, negación del paso del tiempo y el cambio, como se afirma en el Libro: «Nos somos nuestro principio y nuestro fin […] Redondo como el ciclo del huevo» (Riaza 1978a: 139). El prólogo a esta obra constituye un auténtico manifiesto de vanguardia a favor de una poética barroca como medio de superar los teatros experimentalistas de influencia extranjera. En él defiende el autor una dramaturgia de la simulación y la ceremonia como ejercicio de teatralización basado en la destrucción de los cánones clásicos: «un teatro que erige ese monumento de teatralización, / (teatralización = traición / ((yasadicho / esa estructura resplandeciente de colores, movimientos y sonidos / con el único fin de destruirla, de erostratizarla» (Riaza 1978b: 109), una dimensión material, erótica y destructora al mismo tiempo, fundamental también en Bartís, aunque en este último —como se verá a continuación— se construye desde planteamientos directamente escénicos que entran en conflicto con el plano dramático: «[l]a actuación produce disturbios, erotiza los cuerpos» (119).6 El espacio y el tiempo son empleados también en un sentido específico característico de esta poética. El lugar de la representación de estas obras puede entenderse inicialmente como una prolongación de un espacio realista referencial. En Donde más duele sería la casa y el patio que habitan estos personajes; pero a medida que avanza la representación se acentúa una sensación de extrañamiento poético que transforma el espacio hasta convertirlo en un submundo que coincide con el espacio escénico, focalizando la materialidad de este: el espacio de la representación no es otro sino aquel donde va a tener lugar el juego (de la actuación), un espacio cerrado sobre sí mismo que cobra nuevas dimensiones de carácter alegórico. Igualmente, el plano temporal, si al comienzo puede pensarse como un tiempo lineal, a imagen del tiempo histórico referencial, pronto van apareciendo las huellas de su condición cíclica, que cierra también el plano temporal sobre sí mismo, un tiempo escénico tan artificioso como el resto de los elementos, el tiempo de la ceremonia, es decir, el tiempo del teatro, la repetición y la muerte. Es por esto que a lo largo de la obra los personajes se refieren a menudo a la hora del día en que se encuentran y ellos mismos resuelven esta cuestión con arreglo a las necesidades de la representación.
Con una referencia temporal se inicia y se cierra la obra de Bartís («Ahora es antes», «Ahora es ahora»), acentuando esta condición circular, que se cierra al término de la obra cuando el tiempo ficcional llega a coincidir con el tiempo de la representación, o sea, de la escenificación que finalmente realizan; es entonces también el tiempo de la muerte (del mito) de Don Juan. Este rasgo autorreferencial enfatiza, como en el resto de los casos, la materialidad de los diferentes componentes escénicos. Con este plegarse de la representación sobre sí misma se subraya la teatralidad inherente a todo lo barroco, al tiempo que la escena, adoptando un carácter alegórico, proyecta su sentido hacia un más allá, se abre hacia un infinito que trasciende el ámbito restringido de lo que se cuenta en la obra, o en palabras de Deleuze (1989: 11): «El rasgo del Barroco es el pliegue que va hasta el infinito», descubriendo esa suerte de espiritualidad propia del Barroco. Bajo la presencia cada vez más palpable de esa misteriosa Ley que obliga a evocar una y otra vez la escena de la violación en la fronda y el posterior castigo del violador, cada elemento se abre a otros sentidos; todo se reviste de una condición poética que proyecta la obra hacia nuevos significados. Reincidiendo en esta obligatoriedad textual, afirma Bartís que «[l]os personajes de nuestra obra son hablados, no saben bien por qué están compelidos a ciertos actos, a hacer determinadas cosas y decir otras» (232), un carácter compulsivo reflejo de una sociedad desbordada por patrones de conducta, reglas de escenificación, bombardeo de imágenes que terminan suplantando el lugar de la realidad. La cualidad misteriosa que encierra todo lo que ocurre en esta extraña casa acentúa la extrañeza, que sirve de aviso de que lo que se está viendo no es lo que parece, que detrás de cada escena, de cada alusión, se esconden otras dimensiones. Todo apunta, finalmente, a ese no lugar, el espacio de un vacío o una carencia, la imposibilidad de una representación, expresada por último con el asesinato del demacrado Don Juan, la última posibilidad de hacer realidad todo aquello. El espectáculo avanza in crescendo, y la duda, como el vacío sobre el que se construye toda representación, se hace cada vez más visible: ¿ocurrió alguna vez aquello que relata Haydée, esa misteriosa escena en la fronda que ahora tratan de revivir? ¿Hubo alguna vez un Don Juan? ¿existió el mito más allá de la palabra escrita? La representación se hace visible en su inevitable condición de algo que se pone en lugar de una ausencia, para conjurar un olvido o una carencia, la falta de esa presencia que hace necesaria la re-presentación. Ese es el motivo fundacional de la escritura en el mito que recoge Platón y que Derrida coloca en el centro de su proyecto gramatológico: un signo carente de una presencia que lo legitime, un signo cerrado sobre sí mismo, como la representación fatal que se desarrolla en escena o la propia historia política contemporánea, carente de utopías que la legitimen, de mitos que la sostengan de un modo creíble. Por eso a la escena no le quedan sino materiales de segunda mano, una realidad degradada, como sabía bien Tadeusz Kantor, los restos que conjuga el director, como un nuevo maestro de ceremonias, para levantar desde la consciencia de esta carencia fundacional una nueva realidad poética. Esta visión del teatro, barroca y (pos)moderna en cuanto a su relación con lo histórico-político, se extiende a un plano individual, es decir, a la actitud del autor hacia la obra, y a una concepción de base del teatro y sus instrumentos, especialmente del texto dramático. En cuanto a lo primero, Bartís compara el escenario con un espacio oscuro, una cancha de fútbol cubierta de niebla —dice el autor—, en la que se realizan recorridos, quizá un tanto azarosos, un tanto erráticos, comenzando en los ensayos, que dan lugar a cruces y choques que producen esa intensidad capaz de iluminar en un instante una parte de nuestro pasado, un instante de revelación. Esto explica el proceso de creación de sus obras, en el que todo se va construyendo al mismo tiempo, dejando un amplio margen para el aporte de los actores, con sus movimientos, gestos, voces y presencias, de modo que estas vayan construyendo ese campo de fuerzas en el que se debe transformar la escena para llegar a ser un espacio poético, es decir, misterioso y a la vez iluminador, habitado por presencias no solo representadas.
De este modo, como explica Bartís, algo ajeno y a menudo difícilmente reconocible, como la propia escena para el espectador, imagen del pasado para quien vuelve la vista desde su presente, cobra en un momento de magia poética un esplendor que hace que todo adquiera un extraño sentido, un sentido forzosamente teatral o teatralizado que nos deja ver la cara monstruosa de lo cotidiano o, al revés: descubrir lo más familiar e íntimo en el corazón de esa extrañeza, simbolizada, por ejemplo, en esa fronda oscura y boscosa a la que se refieren una y otra vez los personajes, mundos distantes entre los que se establece una suerte de armonía,
porque el teatro intenta por momentos producir niveles de energía que permitan conectar mundos que de otra manera nos son ajenos, inconexos. El teatro, sumatoria de escenas que se ignoran, que se hacen señas entre sí, que se desconocen. El intento a través de los procedimientos teatrales de crear una malla, una ligazón que no es el sentido, que no es la narración tradicional, sino la construcción poética que genera una «verdad» proveedora de formas: el lenguaje (9).
Este pensamiento teatral encuentra significativa resonancia en la obra de relevantes creadores del siglo XX, como en el mismo director polaco, autor de La clase muerta y de tantos otros mundos lleno de extrañamiento y poesía, en los que el espectador no deja de reconocerse, o también en la obra de Romero Esteo. Horror vacui, título barroco donde los haya y broche de oro del ciclo dramático de las Grotescomaquias,7 avanza en un nivel creciente de enrarecimiento: un grupo de personajes se ven atrapados en una suerte de túnel de las representaciones que les obliga a interpretar una serie de escenas a cual más delirante. Hacia el final de la obra, tras la explosión que deja en suspenso este sucederse de los escenarios y los mundos, antes de retomar nuevamente la escena inicial, las Pálidas Sombras de dos actores atrapados también en el túnel se preguntan sorprendidos por la finalidad de esos grotescos8. El teatro se define como un espacio de tinieblas en el que ocurren cosas, se dicen unas palabras y se hacen unos gestos, todo minuciosamente preparado, como el que dispone una ceremonia con una finalidad determinada; dicha finalidad queda oscurecida para el entendimiento del espectador, y quizá de los mismos personajes, que no saben exactamente cuál es la función última de todo aquello que están obligados a escenificar. El grado de hermetismo de este teatro —como corresponde a un mundo barroco—, convertido en una suerte de acciones ritualizadas, como si de extraños ceremoniales se tratara, depende ya de las distintas obras y autores. En el caso de Riaza, la finalidad y proceso de reteatralización se hace más explícito; la realización de la ceremonia (escénica) apunta a la conservación de una jerarquía de poder y, por tanto, también a la crítica de los mecanismos que lo sostienen. En Romero Esteo, de mayor complejidad estructural, el intento por articular estos ceremoniales remite a un deseo compulsivo, pero al mismo tiempo destructor, por articular un principio de orden y linealidad en medio del caos de la realidad y la historia; sin embargo, las representaciones terminan emancipándose hasta someter a los personajes, a los que no les queda otra solución que seguir adelante, siempre hacia delante —leitmotiv con el que se abre y se cierra Horror vacui— en el carrusel de los teatros y los mundos, o eso o la nada. En Donde más duele, las tres hermanas tratan desesperadamente de poner en pie un mito que vuelva a hacer posible el principio de la seducción, el deseo y la utopía, que vuelva a poner en movimiento los motores de la Historia, pero ese mito se revela como un gran vacío. El fin último de las extrañas escenas que se van sucediendo no es otro sino revelar ese vacío, hacer cada vez más presente ese centro hueco que mantiene a los personajes en esa danza delirante, sumidos en la construcción desesperada de esa escena fundacional, una representación que garantice una presencia, un «por primera vez».
El tratamiento del texto dramático es también relevante en este tipo de obras. El texto, consciente de su condición de texto escrito, se recupera al mismo nivel que el resto de los objetos e incluso los personajes, como restos de un pasado que se trata en vano de articular nuevamente. Es por esto que los textos aparecen construidos a base de citas literarias, referencias culturales, canciones, refranes o giros coloquiales extraídos de mundos muy diversos, estrategia presente en Bartís desde sus primeras producciones, como Postales argentinas. Todo adquiere una condición de palimpsesto con la que Dubatti, siguiendo con su análisis de la obra de Bartís (2003: 8), define este tipo de texto dramático, como «formas de escritura residuales» o «teatro perdido», y por eso afirma Nenucha (Analía Couceyro), voz desencantada de este mítico trío de mujeres: «¿Y qué querés? Pero es todo plagio, rejunte» (235). En esta línea, se refiere también Riaza (1978b: 103) a un «texto-rexto». Esta imagen fragmentaria de una realidad compuesta por retazos heterogéneos yuxtapuestos en aparente arbitrariedad fue la que descubrió Benjamin en el fenómeno, todavía incipiente a finales del siglo XIX, de las concentraciones urbanas que iban a definir la vida moderna. Los pasajes comerciales que inspiraran su modelo filosófico y la teoría de la alegoría que lo sostiene le dejaron ver una realidad —también la realidad de una historia— que, como la de la escena barroca de la Modernidad, denuncia su condición enigmática, ese estar ocultando «algo» tras su extraña superficie de contrastes llevados al extremo, un principio de desintegración que, siguiendo la estrategia de la paradoja inherente al pensamiento barroco, es también una fuerza de cohesión de elementos dispares, sistema de fuerzas entre la totalidad y la disipación. Como el propio teatro, la Modernidad última termina subrayando lo que le queda, su dimensión espacial, en la que tiene lugar el aquí y ahora de la (re)presentación, siempre efímera. Esa dimensión se va fortaleciendo a lo largo y por medio de la actuación. Esta es, sin duda, otra de las características del teatro de Bartís, intensificada en su última producción: su fuerte presencia espacial, el carácter inmediato, cercano y material que adquiere todo lo que en ella ocurre, hasta trascenderse en la poeticidad de sus presencias, de la materialidad física de los actores y la presencia sonora de las palabras.
Para ello, el director ha insistido en la dimensión poética y concentrada que debe tener la actuación entendida como un trabajo de creación. No se trata de una actuación subordinada al texto, garante de un sentido unitario y lógico, pero tampoco de su negación radical, sino de una tensión constante con el plano dramático. De este modo, se construye un campo de fuerzas con un efecto teatralizador, donde unos lenguajes no ilustran a los otros, sino que avanzan en sentidos diversos, haciéndose visibles en su situación de permanente conflicto, de choque y contraste. Coincidiendo una vez más con la poética esquizoide de Deleuze y Guattari, el trabajo actoral se opone al sentido único y totalizante del texto, a su lógica lineal, para abrirlo a una multiplicidad de interpretaciones, para atravesarlo, como una línea de fuga, proyectándolo hacia otros territorios: «Actuar significa atacar el concepto de realidad, de verdad, de existencia. Los desintegra, los pulveriza. Obliga a reflexionar desde un lugar estético, no político, sobre cómo el poder constituye ficciones» (33). En este ejercicio radica la fuerza poética de su teatro y también su proyección política, en ese romper con un sistema portador de un sentido, siempre predeterminado, como es la estructura de la obra dramática de cara a la creación escénica, lo cual no quiere decir que esta última no necesite a la primera, pues la fuerza de ruptura no puede funcionar al margen del espacio referencial que construye el texto.9 Asimismo, esta estrategia explica la cualidad material de toda su obra, casi podríamos decir energética, esencialmente performativa por consistir en un acontecimiento que sucede, que se muestra porque tiene lugar, como la escena del Don Juan: «Hay cuerpos, organicidad corporal, sangre, musculatura, química, energías de contacto que se van a poner en movimiento» (13). Y esta es, finalmente, la proyección positiva que el escepticismo barroco cobra en la Modernidad, su estrategia de intensificación, como explica Lyotard defendiendo una estética afirmativa y una economía libidinal (1973, 1975), o Echevarría en su definición del «ethos barroco», que no ha dejado de construirse sobre la dimensión física y material del mundo, el cuerpo como un exceso disturbador, como una fuerza positiva, una fuerza liberadora sobre un instante efímero, pero presente en su estar-ocurriendo; inmediato, pero material; artificioso y teatral, pero verdadero en su realidad como construcción poética, como imaginario apoyado en el aquí y ahora innegables de unos cuerpos, de unas presencias: «lo singular de la actuación es que, desde la mentira se genera un nivel de realidad que la realidad no tiene» (88). Siguiendo esta perspectiva barroca de la Modernidad, es posible entender una propuesta escénica del Don Juan que Bartís califica de «liberadora, juguetona, simpática, que diga que todo lo que vivimos es una ficción del poder» (236). La escena se revela, a modo de hiato, en tanto que apertura de una fisura en la superficie lógica y racionalizada de la realidad histórica e individual, de los sentidos morales, ideológicos y sicológicos impuestos por los diferentes sistemas de pensamiento con una ambición totalizadora, el espacio de una disensión, que no puede ser sino un espacio poético, pues se trata de una manifestación artística (teatral), un espacio de rebelión y revelación poética: «Tal vez hago teatro porque no sé hacer otra cosa, no encuentro otra forma de afirmar mi desencuentro con la realidad, mi furia» (14).
Notas
- Para aligerar el aparato bibliográfico, las referencias a ensayos, entrevistas y obras de Ricardo Bartís (2003) se indican únicamente con el número de página entre paréntesis.
- Con este enfoque comparatista queremos contribuir a la revitalización del diálogo en el campo de la crítica y la investigación entre los teatros en lengua castellana de ambos lados del Atlántico, un diálogo que parece haberse silenciado desde los años sesenta y setenta, aunque con excepciones notables, como la empresa llevada a cabo por Moisés Pérez Coterillo con los volúmenes Escenarios de dos mundos.
- Aunque si nos remontamos al primer tercio de siglo hay que destacar al antecedente fundamental de los esperpentos de Valle-Inclán, con los que el teatro de Bartís muestra un sorprendente paralelismo desde el plano propiamente escénico.
- Estos componentes se han ido intensificando en el teatro occidental del siglo XX hasta convertirse en auténticas marcas que permiten explicar algunos de sus dinámicas de renovación, como el período de vanguardia de los años sesenta y setenta, con hitos como Las criadas , de Jean Genet, en la puesta de Víctor García (1969), ejemplo paradigmático de transformación de un texto socialrealista a través de una poética que recurre al mito y al rito, la ceremonia y el sacrificio (Cornago Bernal 1999). Uno de los antecedentes inmediatos de esta dramaturgia puede encontrarse en El adefesio, de Rafel Alberti, estrenado precisamente en Buenos Aires en 1944 por Margarita Xirgu.
- Pensemos, por ejemplo, en Danzón de perras (Riaza 1998), estrenada por Luis Vera en 1995, en la que tres hermanas, huyendo de la decadencia, invitan a un mendigo con el que llevan a cabo una especie de ritual sacrificial.
- Este es uno de los aspectos que puede fallar en la puesta en escena de estos textos en los casos en que los autores no hayan desarrollado desde la práctica una adecuada dramaturgia de dirección. El complicado componente escénico de este tipo de dramaturgia hace que los ejemplos más acabados como espectáculos teatrales hayan sido protagonizados por creadores que han trabajado sobre esta poética por largo tiempo, hasta construir un lenguaje escénico, y no solo dramático, coherente. Uno de los ejemplos en España sería el director de escena Luis Vera, que desde sus comienzos al frente de Ditirambo Teatro Estudio, se ha especializado en el montaje de este tipo de obras.
- Aunque este singular ciclo dramático, en el que se conjuga lo grotesco con componentes sacralizadores, fue escrito entre 1965 y 1975, Horror vacui , iniciada en 1975, no se concluye hasta 1994, con motivo de su estreno, bajo la dirección de Vera, en 1996. El ciclo completo incluye nueve obras, en muchos casos de inusual extensión. ceremoniales de la familia Cristobeta, mientras que esta, igualmente, se interroga asustada por la intención de los actores agazapados en la sombra: ¿Qué hacen? / No sé. / Pero algo harán. / Acaso… / Acaso qué. / Poner en comunicación… / En comunicación qué. / …las tinieblas de los actores con las tinieblas de los espectadores. / Y eso qué. / Las tinieblas del teatro comunicando con las tinieblas de las vida. / Y eso qué. / No sé. / La esencia de la vida. / No. La esencia del teatro. / O sea, las tinieblas (354).
- Cito por el ejemplar cedido por el autor. Sorprendentemente, esta obra, como parte del resto de su producción, continúa inédita, en parte debido a la extensión y «rareza» de esta. En los próximos meses aparecerá por fin Horror vacui , publicada por el Centro para la Edición y Documentación del Teatro de la Junta de Andalucía.
- Esta es la posición que subyace también a la poética de Heiner Müller y en general a todo el teatro posdramático (Lehmann 1999; Cornago Bernal 2001b): «Creo que el teatro se hace más vivo cuando un elemento cuestiona siempre al otro. El movimiento cuestiona la inmovilidad y la inmovilidad, el movimiento. El texto cuestiona el silencio, y el silencio cuestiona el texto, esta es efectivamente la más importante función política del teatro. Independientemente de posiciones ideológicas o algo así» (Müller 1999: 93).
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