*Este texto remite al trabajo de investigación del lenguaje escénico de invasión de la silueta urbana que desarrollo. A partir de prácticas invasoras, es decir, del ejercicio de creación de espectáculos de calle que abordan el espacio de la ciudad no como escenografía, sino como dramaturgia, se constituye una mirada que repiensa el procedimiento escénico de puesta en escena en el teatro callejero. La premisa de esta investigación está apoyada en la proposición de que la ciudad y sus flujos conforman una base dramatúrgica.
Buscar procedimientos de creación que nacen de la percepción de que la ciudad impone formas de uso social y, al mismo tiempo, condiciona modos de operación, permite pensar acciones de ruptura.
El concepto que fundamenta este abordaje es el de ambiente. Trabajar con la noción de lo urbano no como mero proyecto, sino como ambiente, implica una percepción que observa los movimientos y desplazamientos de la cultura y de los comportamientos que construyen aquello que vemos como la ciudad.
Aparte de la estructura arquitectónica o de los delineamientos urbanísticos, las dinámicas sociales y culturales son el material que representa la ciudad como tejido. Es de la observación de las diferentes superficies de la ciudad, a saber, su dimensión geográfica, su dimensión edilicia, sus flujos y contra-flujos, su textura política, podemos pensar un habla teatral que emerge de la sobre posición de estos elementos.
Habitualmente pensamos el teatro de calle como un gesto, especialmente politizado, que elige el espacio abierto motivado por estímulos que dicen más respecto al locus del emisor del discurso escénico. El teatro de calle es, comúnmente, comprendido como un modo espectacular que busca este sitio de la convivencia pública, pues sería el lugar de encuentro con un público particular, un público popular.
De eso nacen miradas que no perciben el espacio de la ciudad más que como un sitio social, cuando mucho, cultural determinado. Pero no es usual percibir la ciudad como lenguaje. Consecuentemente, muchos espectáculos de calle no incorporan la polivalencia de significados y significantes de la ciudad, no incorporan los flujos en la construcción del lenguaje escénico.
El teatro contemporáneo puso en discusión el concepto de dramaturgia, abriendo nuevas miradas sobre el trazo más fuerte de la tradición en el área del teatro. Ya desde los experimentos de las vanguardias históricas, en el inicio del siglo XX, la situación de privilegio del texto dramático sobre el espectáculo fue puesta en crisis. Pero los experimentos de Grotowski y de diferentes grupos jóvenes en los años 60, profundizaron abordajes que superaban la supremacía de una dramaturgia que se manifestaba bajo la forma de un texto verbal.
La introducción en el campo del teatro de nociones de dramaturgia como una escritura que puede estar instalada en el cuerpo del actor, no solo redefine la noción de actor, sino que nos propone repensar nuestros conceptos con relación a lo teatral. En este sentido reflexionar sobre las relaciones existentes entre las reglas de funcionamiento del espacio escénico, del espacio cultural y la construcción de textos espectaculares en los espacios abiertos de la ciudad, es también pensar sobre el concepto de una dramaturgia del espacio.
Actualmente, trabajamos con usos espectaculares de la calle que amplían nuestra comprensión de la ciudad como espacio del espectáculo. De posturas que buscan pequeños espacios de la calle, o de las plazas, para espectáculos que circunstancian sus discursos como manifestación cultural popular, aparecen actualmente formas espectaculares que no se contentan con estar en la calle, pero buscan incorporar en el funcionamiento de la escena los flujos de la calle, o por otro lado, subvertir estos flujos fabricando rupturas de los ritmos cotidianos.
Cuando me refiero a la idea de invasión, no me refiero, necesariamente, a un acto de rebeldía, oriundo en grupos creadores marginales. La invasión, aunque sea un gesto político, no nace siempre impulsado por una motivación politizada claramente definida.
La toma de los espacios de la ciudad por intervenciones artísticas, producidas por formas organizativas basadas o no en colectivos enfrentados con el establishment siempre implica la creación de “estados de ruptura” de lo cotidiano.
Lógicamente, la ciudad puede ser pensada como un continuum de rupturas, lo que crearía una paradoja, pues estaríamos, al mismo tiempo, reconociendo la existencia de quiebres en lo cotidiano. Esos quiebres, característicos de la urbe, aún pueden ser identificados cuando percibimos que las ciudades se constituyen a partir de zonas que se caracterizan cultural y socialmente. La funcionalidad de estas zonas conforma núcleos que se articulan de diferentes formas entre sí.
Así, la intervención artística se inserta en la lógica funcional de la ciudad, deslizamientos momentáneos que pueden subvertir procedimientos cotidianos. El ciudadano común, el usuario del espacio de la ciudad, estructura rutinas que son importantes tanto para su inserción en los usos sociales de las ciudades, como para la construcción de identidades. Los lenguajes artísticos que no están directamente relacionadas con el universo de la publicidad o de los mass media, crean espacios de extrañamiento con las rutinas de las ciudades, aunque más no sea porque no reafirman directamente la lógica instrumental del capital.
Las contradicciones sociales constituyen un elemento clave en el proceso de crecimiento de las ciudades, y eso expresa los procesos por los cuales el establishment se articula para conservar el orden y a través de la cual su condición de dominación. En este sentido el orden funcional del capital pide espacios “limpios”, “organizados” y “preservados”, considerando las demandas operacionales del sistema de circulación de mercaderías. Así, se instaura una lógica que debe vaciar la silueta urbana de sus sentidos más autónomos que emergen de las dinámicas socioculturales. Velar los signos de las contradicciones, y la edificación de proyectos de simulacros conforman un procedimiento ordenador. Orden que no implica un ordenamiento general de la ciudad, ordenamiento social, pero sí un discurso del orden que establece el flujo del consumo. Ese discurso de la mercadería espectaculariza la propia ciudad como objeto, y consecuentemente, al ciudadano (Debord, 1990).
Es interesante pensar las formas del teatro de calle en cuanto “hablas de resistencia” que ocupan el espacio urbano proponiendo siempre resignificaciones de los sentidos de la calle, por lo tanto, interfiriendo en los sentidos de la ciudad, en el flujo y en la lógica de la espectacularización de la vida. De las múltiples formas de impregnación de sentidos por las cuales los ciudadanos pueden modificar el ambiente de la ciudad, las artes de la calle representan una herramienta fundamental. El ciudadano interfiere en la silueta urbana a partir de su lectura del texto de la ciudad. Pero, más allá de esa relación de lectura que hace parte del diálogo cotidiano de los habitantes de la ciudad, la urbe espectacularizada representa un texto que puede ser leído como habla, como dramaturgia. Eso, más que una posibilidad para los creadores, es una condición que pesa sobre la práctica creativa del arte de la calle.
El ejercicio de la performance teatral en la cuidad no puede ignorar el habla de la propia ciudad, que se expresa por la articulación del diseño de los edificios, de las vías, de sus puntos nodales, bien como del flujo y del repertorio de usos sociales.
Cuando un grupo teatral se lanza a la aventura de la calle está creando un texto espectacular que tiene un entretejido con la dinámica de la ciudad. La proximidad o distancia con puntos nodales o marcos urbanos representa la intensificación de diferentes aspectos del espectáculo y la formulación de significados. Eso implica decir que el teatro de calle no puede ser interpretado sin que se considere las relaciones existentes entre escena y zona urbana ocupada. En estas condiciones el teatro no podrá escapar de las tensiones de interpretación que vincularán habla escénica y espacio urbano.
En este sentido, es posible decir que estas relaciones se estructuran como un ejercicio de lectura de la ciudad como dramaturgia. La toma de conciencia de ese fenómeno conlleva la reorganización de nuestra noción de teatro de calle y de sus repercusiones potenciales como habla que irrumpe en el espacio vivencial de las calles. Si la ciudad es un texto dramático, una puesta en escena invasora será siempre leída como una relectura de la ciudad. Leer la ciudad como dramaturgia significa utilizar la lógica de la calle percibiendo que el flujo de energía de los usuarios es fundamental en la formulación de las posibilidades de significación de las performances teatrales invasoras.
Toda habla teatral que se instala en la ciudad propone un “desorden” que interfiere en los flujos centrales establecidos. Estos flujos, más institucionalizados o más informales, que definen percepciones de los sentidos culturales de la ciudad, son objeto de la intervención de los discursos teatrales. Estos discursos deforman aquellos flujos, construyendo nuevos sentidos para la ciudad, aunque de forma provisoria y fragmentada. “Desorganizar” el flujo de la calle a través de los lenguajes teatrales es buscar la construcción de lugares, pues influye en la redefinición de relaciones entre el ciudadano y los espacios de la ciudad. El acto de “tomar” la ciudad es un claro posicionamiento ideológico que se funda como declaración de derechos sobre las normas del espacio público.
Es interesante poder pensar la presencia extra-cotidiana del teatro en la calle como un estímulo a un desorden que se aproxima a proyectos de deriva (Debord, 1990). Kevin Linch en su libro de 1960 La imagen de la ciudad observa que “perderse completamente quizá sea una experiencia bastante rara para la mayoría de las personas que viven en la ciudad moderna”. Esa dificultad está relacionada con los procesos de orientación característicos de las ciudades contemporáneas, que buscan disminuir al máximo los márgenes para el acaso y la deriva. El comportamiento de la deriva identificado por Guy Debord representa siempre una amenaza a las lógicas ordenadoras que aparentemente dan forma a la ciudad. Reconocer la imprevisibilidad significa aceptar la posibilidad, aunque momentánea, de una completa inversión de papeles sociales, y hasta incluso de la desorganización del orden establecido.
Según Marc Augé, la condición contemporánea de la súper modernidad implica la existencia de los no-lugares, que se definen como lugares no relacionales y no históricos, es decir, no antropológicos. Espacios que no conforman identidades, sino que se ofrecen como simulacros del paraíso capitalista, por eso no definen pertinencias y apenas implican compromisos con el propio consumo. El no-lugar representa un lugar que no es más que una zona del consumo que opera sin construir ninguna idea de territorio y de identidad.
La lógica de la globalización interfiere en la construcción de los sentidos de la ciudad e instala espacios que se organizan mediante los mecanismos de los no-lugares, así se da la expansión de los shoppings centers, malls, hipermercados, barrios privados y todas las formas urbanas que se pretenden limpias e inmunes a las agudas contradicciones de nuestra sociedad. Estos espacios se caracterizan por ofrecer escenografías que representan la auto-imagen del sistema como marco del consumo. La propia ciudad, como un todo, parece sometida a un tratamiento que amplía los espacios de fruición del consumo en detrimento de los lugares relacionales. En contraste con estas tendencias el fenómeno teatral, por su naturaleza vivencial, presencial y artesanal hace posible la resistencia a estos procesos de homogeneización de los espacios.
Es frente a esta condición que debemos observar el funcionamiento de las propuestas teatrales que pueden ser definidas como invasoras. Estas formas espectaculares son propuestas que rompen con varios procedimientos tradicionales del teatro. Eso es claro en lo que dice respecto a la disponibilidad del espacio urbano, que podría ser considerado como el “escenario”. La ciudad no está disponible para las secuencias de ensayos que todo actor y director desea. Se plantea así un desafío para el proceso creador. No hay preparación —ensayo— que pueda responder, del punto de vista de la tarea interpretativa, a todas las variables que necesariamente funcionarán en el momento de la “invasión”. Consecuentemente, el trabajo del actor que se prepara para invadir no deberá suponer la plena realización en el proyecto de los ensayos, sino construir un instrumental que se defina por la capacidad de la adaptabilidad.
Este proceso incompleto generará lagunas en la dramaturgia del actor que solamente podrán ser completadas en el propio juego franco de la representación. Se puede decir que este actor-invasor antes de llevar para la calle una profunda y sólida construcción, deberá portar una estructura flexible cuyo eje estará preparado para la tarea de la invasión.
El director ruso Vsevolod Meyerhold construyó el siguiente gráfico para explicar el funcionamiento del teatro: autor —director— actor —espectador. Esa línea que parte del pre-texto dramático para llegar a la relación actor/público ve en esta relación con la audiencia la síntesis final y fundamental del teatro. Pensando en la dramaturgia del espacio urbano es necesario decir que el proceso de representación invasora —donde el ensayo se confunde con el espectáculo— sería necesario pensar un gráfico que represente la operación de mediación simbólica de la ciudad en el acto de los intercambios entre el actor y el público. Así, llegaríamos al modelo: actor —ciudad— público.
Eso sugiere la necesidad de repensar el actor, su técnica y su lugar en las operaciones creativas del teatro. El diálogo con la silueta de la ciudad exige que el actor cruce la frontera de una interpretación que esté fundamentada en nociones que suponen una marcada interioridad del personaje. Este actor está convocado a hacer de su acto representacional una experiencia de otro orden que se aproxima más a las dimensiones del juego, en el cual coexisten los elementos técnicos de la interpretación con una vivencia que dialoga con la incertidumbre propia del espacio. Podemos suponer entonces la presencia de técnicas muy diversas. De esta forma, reconocemos elementos acrobáticos, circenses, improvisacionales, bien como una amplia variedad de técnicas que también contemplan formas populares de expresión, sin suponer que este tipo de teatro se conforma necesariamente dentro de una teatralidad de tipo popular.
El elemento de riesgo es un componente recurrente en el ejercicio de apropiación de la ciudad, en primer lugar porque este es un sitio en el cual está presente una serie de riesgos para la vida e integridad física de las personas. Aun cuando los riesgos dicen más respecto al imaginario y responden a una tensión que parece típica de nuestras ciudades estos componen una percepción de una condición fundamental de lo urbano. La calle es el espacio inhóspito que se opone al confort y la seguridad de los espacios íntimos. Es eso que atrae la mirada del artista como punto de partida del proceso creador. En esta situación el espectáculo se aproximaría a las condiciones que se asemejan a los momentos fundacionales del teatro antes que este lenguaje fuera encerrado en los espacios clausurados y altamente estratificados de las salas teatrales.
La ciudad invadida no es un escenario. Ella no contiene la escena. Ella modula la técnica y condiciona la percepción del público, pues diferentemente de la escenografía la silueta urbana es propiedad del público y porta un cuadro de significación previo a la intervención teatral. Este cuadro será siempre una fuerza fuerte que es la que justamente interfiere en la propia performance del actor.
Es interesante pensar que la idea de repertorio de usos del espacio urbano podría interferir en la construcción de nuestra percepción de una dramaturgia del espacio. En esta dramaturgia van a interferir las líneas de los edificios, las tensiones de los usuarios, el tránsito de vehículos y personas y el control social del lugar público. Las reglas de la ciudad funcionan como material dramático en la medida en que constituyen un texto que puede ser tomado como pre-texto para la construcción de la escena. La ciudad entonces puede ser re-interpretada por el discurso escénico que al mismo tiempo toma las estructuras físicas de la ciudad como soporte de su construcción espectacular. Ver la ciudad desde este punto de vista significa aceptar el desafío permanente de interponer el teatro al ritmo corrosivo de la propia ciudad.
La escritura de esta clase de espectáculos no se inicia en la operación canónica de la puesta en escena del texto de autor, y muchas veces ni siquiera se relaciona con la idea de texto dramático, pero sí de guión de acciones. Es interesante decir que esta dramaturgia propone una gran proximidad con la escritura del guión cinematográfico porque trabaja con imágenes que constituyen la materia básica de este teatro, o mejor, de esta dramaturgia de la ciudad. Las imágenes urbanas funcionan como elementos que dan impulso a la construcción de secuencias de acciones dramáticas. Parece ser que en este tipo de procedimiento funcionaría una lógica que toma de las imágenes urbanas los elementos de operación del espacio. De eso nacería la matriz para la construcción espectacular, de tal forma que el diálogo con estas estructuras constituiría la propia habla del espectáculo.
La noción de la ciudad como objeto cultural tiene un papel clave en la modulación de este abordaje. Es posible tomarla como un habla, una narrativa que define lo que somos. El teatro de invasión sería entonces una nueva escritura en la ciudad. El actor que invade la calle e incomoda al transeúnte está deformando las líneas que definen la ciudad y de esta forma exige que nuestra mirada suponga una nueva escritura que sostenga el fenómeno espectacular.
El ciudadano que transita estos espacios compone un elemento del propio espectáculo, y al mismo tiempo representa su público potencial. Eso redefine la lógica de la construcción dramática tradicional, en la cual el público es foco del proceso creador y, por lo tanto, está fuera de los márgenes del mismo. El espectáculo que invade la silueta urbana hace de ese sujeto externo un objeto de deseo, buscado en cuanto audiencia, interlocutor y componente de los principios de funcionamiento de la puesta en escena. Una vez invadido el espacio de uso cotidiano, el público —no voluntario— se ve frente a la cuestión de aceptar el acontecimiento y tratar de desvelar sus códigos o simplemente distanciarse. De todas formas aquella porción de la ciudad que es invadida tendrá sus reglas modificadas y el ciudadano será convocado para la tarea de espectador. No un espectador que se define por la pasividad y por la distancia, sino por una proximidad que es propia del procedimiento de invasión.
La diversidad de usos del espacio escénico en la contemporaneidad, particularmente las experiencias escénicas de invasión de espacios públicos, exige una nueva comprensión del funcionamiento del propio espectáculo teatral y la articulación de nuevos marcos teóricos. Cuando es la silueta urbana la que conforma el espacio teatral se da un proceso por el cual nuestra percepción sobre el teatro como fenómeno debe alterarse de forma significativa para poder continuar comprendiendo el espectáculo como habla. La aproximación entre la performance teatral y el cotidiano podría hacer esfumar los elementos ficcionales que definen la existencia de lo teatral. Eso es aun más evidente en el contexto de una época en que la vida se espectaculariza de tal forma que todos los procedimientos cotidianos tienden a ofrecerse como espectáculo. Sin embargo, el teatro que nace de la propia silueta de la ciudad, que toma esta de asalto, opera por la intensificación del juego teatral y por la propropuesta de que el público descubra en este nuevo ordenamiento de la ciudad las condiciones para la decodificación del espectáculo.
Tradicionalmente el teatro de calle aparece como un modo espectacular relacionado a una voluntad de abandono del recinto teatral, que respondería al deseo de llevar el teatro a un público sin acceso al espectáculo escénico. Eso implicaría también el deseo de producir un impacto sociopolítico directo, de tal forma que se entrelazaría la interpretación cultural y las manifestaciones sociales (Pavis, 1986).
Expandir esa idea es posible cuando se piensa que invadir la silueta de la ciudad es, de hecho, proponer algo que extrapola al acto de llevar el teatro a las calles, es tomar la calle como materia del propio espectáculo. En este sentido el supuesto deseo de llevar el teatro a un público que habitualmente no frecuenta las salas teatrales no puede ser atendido, pues este teatro que nace de la invasión poco o nada tendrá de proximidad con aquel teatro de sala que puede ser considerado un patrimonio que debería ser vehiculado entre los sectores sociales menos privilegiados. Entonces estamos hablando de un nuevo teatro, una nueva forma de concebir y estructurar aquello que antes se llamaba, genéricamente, “teatro de calle”.
El aparato técnico e ideológico de los nuevos abordajes del teatro de calle redefine su relación con la propia ciudad. El deslizamiento de los ejes políticos militantes para zonas más vinculadas a aspectos técnicos y estéticos preocupados con la instalación de una noción de comunidad, nace de las nuevas miradas sobre la ciudad. Si en los años 60 y 70 las calles eran básicamente el escenario del conflicto, de las manifestaciones populares, la silueta urbana pasó, en los años 80 y 90, a ser reconocida como un sitio que pide un nuevo sentido, una nueva simbología. Eso no significa decir que los grupos pasaron a ignorar los conflictos sociales que ocupan nuestras calles, sino percibir que mediante una lectura de la ciudad como texto el teatro puede instalar en los espacios de la calle situaciones de encuentro —ceremonias sociales— que tendrían la capacidad de discutir la propia ciudad. Varios realizadores de teatro de calle reafirman el papel social de esa modalidad teatral y refuerzan discursos que consideran este teatro como un referente del teatro político comprometido y una manifestación artística de resistencia.
Nuestra noción de representación es hoy día bastante compleja, pero a pesar de eso la fuerza simbólica del escenario y de las condiciones particulares de la recepción de la sala teatral continúa funcionando de manera dominante en la conformación de modelos teatrales. Continuamos polarizados por el potencial “mágico” del espacio cerrado de tal forma que aún fundimos el significante “teatro” tanto con el lenguaje artístico como con el edificio arquitectónico. Eso determina que el espacio de la ciudad no pueda dejar de ser alternativo, es decir, que siga conformando el módulo periférico en lo que se refiere al acontecimiento performático.
El espacio de las calles es fundamentalmente el espacio de la vida cotidiana. En la calle se establece una mezcla casi infinita de posibilidades que la modernidad impregnó de significados. Estos están casi siempre asociados a la idea de transformación social. La calle como lugar de las luchas políticas y de la fiesta está asociada necesariamente al potencial de renovación, tanto más cuando se constituye como espacio de encuentro y de conflicto. Sería la propia ciudad, o mejor, sus espacios públicos, el lugar donde se manifestaría la lucha por establecer significados de una teatralidad que extrapola la dimensión de la representación, pues supone el juego vivencial que se da como condición básica del uso del espacio cotidiano.
Considerando que la calle es funcionalmente un espacio de tránsito que permite que se establezca una multiplicidad de relaciones que transforman cualitativamente el propio uso cotidiano de la calle, haciendo de esta un espacio de convivencia fugaz, se puede decir que el teatro que invade la ciudad es siempre una proposición de diálogo que deforma infinitamente esas nociones de acuerdo con las diferentes propuestas estéticas.
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* Texto publicado en portugués en el libro Espaço e cidade: do edificio teatral a cidade como palco, coordinado por Evelin Furquim.
André Carreira es Profesor en el Departamento de Artes Escénicas de la Universidad del Estado de Santa Catarina (Brasil), investigador, especializado en el estudio del actor, la identidad cultural y los espacios no convencionales, y director teatral. Es autor de La pasión en la calle: El teatro callejero en la Argentina y en el Brasil democráticos de la década del 80.