En Aftersun, con un incierto grado de conciencia de ello -según es habitual entre los
creadores- Rodrigo García hizo de un episodio mitológico un mito de la era
contemporánea. La torpeza de Faetón como conductor del carro del sol, y el riesgo del
planeta tierra de ser destruido por el fuego y la energía solar, nos hacían pensar en la
simpleza de los Faetones que tienen hoy en sus manos la dirección política de los pueblos.
Quizá fuera Einstein quien acercara el sol -la energía nuclear- a la historia de los humanos,quizá fuera Truman, con su decisión de fabricar y arrojar las dos primeras bombas
atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, quien tuviera el dudoso honor de ser el primer
Faetón real sobre la tierra, quizá sean los que hacen hoy de la energía nuclear, para la
guerra o para la industria, un instrumento supuestamente domeñable -sujeto, como el sol
mítico, a las riendas de un buen conductor-, quienes están creando las bases de la gran
hoguera, de la gran catástrofe que, en su primera edición, evitó Zeus precisamente
quitándole a Faetón toda posibilidad de intervenir. Dado que hoy no contamos, al parecer,
con Zeus, es muy de agradecer que algunos escritores nos recuerden el viejo mito y su
pervivencia, siquiera para que les demos el papel que les corresponde a los Faetones y
Faetonas que proclaman la paradoja de jugar con fuego para asegurar el bienestar de la
humanidad. Como si la energía nuclear fuera el invento de un nuevo electrodoméstico o
un aumento de la velocidad de los automóviles, que, en definitiva, limita los riesgos al
conductor y a sus posibles víctimas inmediatas.
Aftersun, como todo el teatro de Rodrigo García, suscitó opiniones muy diversas y
encontradas. No se trata de volver ahora sobre la polémica -ver P. A. N° 285-, pero,
dentro de ella, recordar que para muchos, entre los que me encuentro, Aftersun no era,
simplemente, una obra insólita, en su estructura formal y en su lenguaje, cargados de
violencia, de provocación y de invenciones extraordinarias. La historia faetónica, con su
conclusión en una hamburguesería y el reparto final de hamburguesas entre los
espectadores, contenía, a lo largo de su curso, un profundo sentimiento de dolor, un
enfrentamiento con la civilización occidental -norteamericana o pro-norteamericana- de
nuestros días. Sólo que manifestada fuera del discurso explícito o de los sub-textos del
realismo, y valiéndose de una compulsión poética, de una fractura del orden lógico,
dándole al imaginario la máxima libertad.
Dado que Rodrigo García ejerce en la actualidad una enorme influencia sobre
muchos de nuestros autores, en especial los más jóvenes, sería bueno que se aceptara esta
condición trágica de su teatro, para no reducirlo, como, desgraciadamente se hace a
menudo, a una expresión meramente grosera, con desnudos gratuitos, un lenguaje
reiteradamente escatológico, una imaginación arbitraria y un espíritu de provocación
insolente y radical. De ser eso el teatro de Rodrigo García, de no vertebrar sus elementos
en un determinado pensamiento, en lo que él mismo no duda en calificar de compromiso
ideológico, la verdad es que no pasaría de ser un residuo del dadaísmo, de consecuencias
dudosas en la legión de quienes andan hoy detrás de sus pasos.
Ciertamente, no todas sus obras -o las representaciones de sus obras, que suponen
un tratamiento específico, por un equipo específico, con el cual Rodrigo se halla
plenamente identificado, en términos ideológicos y teatrales- tienen el mismo valor. En
algunos casos, quizá el conflicto subyacente, que sí estaba, por ejemplo, en Aftersun, es
menos evidente y la insolencia y la agresividad formal se imponen como materia
primordial, con su secuela de imágenes insólitas y un cierto asombro de los espectadores,
irritados o felices, según los casos, en la medida que sienten vulnerados los límites
generalmente aceptados por las convenciones sociales. En otros, sin embargo, sí es más
perceptible el conflicto, lo que me atrevería a llamar, con las palabras de Unamuno, el
sentimiento trágico de Rodrigo, expresado y vivido por él en la sociedad de nuestros días,
es decir, en una sociedad donde la información y la evolución tecnológica nos acercan más
y más la brutalidad de la realidad contemporánea, su profundo grado de salvaje
primitivismo, en medio de un discurso que perfecciona las burdas justificaciones, la lógica
de la violencia.
Teatro de la profanación
Acabo de ver Compré una pala en Ikea para cavar mi tumba. A la representación ha
seguido una especie de debate en el que he participado con el propio Rodrigo García,
Carlos Marquerie -responsable de la iluminación y de los tempos, elementos ambos
esenciales en el lenguaje escénico de la representación- y los dos actores, ya clásicos, de La Carnicería, Juan Loriente y Patricia Lamas. El tercer actor de la obra, Ruben Escarnilla, quizá por ser nuevo y por tratarse de un adolescente, y una cantante de ópera, Ana María Hidalgo, cuya voz, subconscientemente asociada a las ceremonias de la buena sociedad, es aquí el contrapunto irónico y grotescamente solemne de las situaciones más crueles, estuvieron entre el público. Quizá sea la representación que mejor clarifica la poética trágica de Rodrigo. Buena parte de los referentes «sacralizados» y magnificados de la sociedad occidental estructuran la unidad subyacente del drama. Todos ellos,
sucesivamente, van siendo profanados, pero -y esto es lo esencial, a mi modo de ver- con
una dolorosa conciencia de esa profanación. No al modo de una denuncia, de un acto de
liberación orgiástica o de una formulación ácrata, sino con la morosidad y la conciencia de
quien construye la ceremonia de la profanación; es decir, de quien teatraliza lo que, en la
vida cotidiana de nuestros días, es hábito en penumbra o enmascarado por un aparato
retórico que lo justifica. El juego, cada vez más difícil, de conciliar la realidad histórica de nuestros días -¿ha leído el periódico de hoy?-, donde se mezclan la brutalidad con la invocación de los dioses y de los más viejos principios para legitimarla, y los residuos de una conciencia ética que se mueve entre agonías, se rompe en el caso de Compré una pala en Ikea… para declarar, claramente, la estupidez o la desvergüenza de ese juego, y la necesidad de admitir la existencia de una profanación no necesariamente pública -ya hemos visto que el gobierno de Israel ha negado incluso la visita de una Comisión de las Naciones Unidas a la castigada ciudad de Yenin y nada se ha alterado-, pero, en todo caso real, o, cuanto menos, potencial, a la espera de que se produzcan las circunstancias favorables para estallar en cualquier lugar del planeta. El conflicto lo traslada Rodrígo, una vez más, al mundo de la intimidad personal.
No se trata de una «profanación» anecdótica, expresada con unos hechos
históricos «reales»; de eso dan fe los medios de comunicación todos los días. El autor
traslada el drama a la intimidad, a partir de la profanación misma del individuo. Los
desnudos de Compré una pala en lkea… no tienen nada de gozosos o divertidos; son
desnudos dolorosos, en los que se profana la conciencia sacra o poética del propio cuerpo
humano, entendido como objeto de la Creación, como sujeto de una Dignidad, o como
expresión de la Belleza. El desnudo es, en esta obra de Rodrigo, una degradación y una
ofrenda, que nos recuerda, inevitablemente, las imágenes reales de los cuerpos explotados,
destrozados o humillados que hoy vemos o entrevemos en la crónica de nuestra sociedad.
Son cuerpos que pierden su valor humano para transformarse en la materia orgánica del
vacío. Cuerpos que se integran en imágenes deshumanizadas, y, sin embargo, terriblemente
patéticas. Para lo cual, obviamente, hacen falta dos actores del talento y el adiestramiento de Juan y de Patricia, que llevan años aliado de Rodrigo y son capaces de mantener un residuo inquebrantable de humanidad en la destrucción radical a la que el drama los somete. Actores que confieren una sorprendente «credibilidad» física a cuanto hacen, una disponibilidad ausente del menor sicologismo, una «lejanía» propia de quienes saben
inapelable su sacrificio y ofrecen, sin resistencia, el cuello a sus verdugos. Dejan de ser
personajes, t individuos, convertidos ya en víctimas anónimas. Si en las representaciones de La Carnicería resultan inseparables las palabras de las imágenes, de la forma de actuación y de los tempos -independientemente del valor literario de muchos de los textos, a los que Rodrigo concede, como tales, un interés autónomo-, es decir, de la coherencia ideológica y poética del autor, los actores y el responsable de la plasmación escénica, en la obra que nos ocupa hay una escena especialmente significativa, que sí cabe comentar en términos conceptuales. Me refiero a la escena en la que los tres personajes deciden mostramos la lista de quienes a su juicio serían «los más grandes hijos de puta» de la época moderna.
Obviamente, habría sido muy fácil, más allá de la pertinencia o impertinencia de la
calificación, seleccionar a unos cuantos personajes directa y unánimemente vinculados a las
atrocidades históricas de nuestro tiempo: genocidios, tiranías sanguinarias, líderes del
racismo, fanáticos integristas, etc. Pero, dentro de la profanación que constituye la materia del drama, Rodrigo se ha enfrentado con la necesidad de elegir a una serie de personajes que encarnan todo lo contrario, es decir, personajes de la Dignidad, que son apresurada y compulsivamente condenados, o, si se quiere, profanados por un conjunto de muletillas e insultos que reflejan, en buena parte, la oscuridad de un amplio sector de la opinión pública: Gandhi, Pablo Picasso, Albert Einstein, Pasionaria, Lennon, Sigmund Freud, etc. Los cuales, según afirma una coletilla reveladora «tuvieron vidas intensas que nosotros no vivimos». Una diapositiva con Santiago armado para la lucha contra los moros -el Santiago Matamoros de nuestra profanación histórica, tantas veces celebrada- introduciría un personaje dispar, que sirve para romper la homogeneidad de la relación y hacer pensar al espectador que esté dispuesto a ello.
Las últimas estaciones de esta especie de vía crucis, laico y profanador, son las más
despiadadas. La misma violencia ha perdido su sentido y la escena -el planeta- se
transforma en un montón de deshechos, incluidos los personajes, los sentimientos y los
valores sociales. Es la hora de recoger a los muertos, a las víctimas de la profanación
incesante. Y, no a modo de epílogo, sino como una escena post-drama, como un acto del;
propio Rodrigo y de su compañía, colocar una corona en la tumba de este mundo
faetónico en el que ya vivimos, rodeados del horror y las buenas palabras, los falsos buenos sentimientos, la falsa cultura, encarnadas en la hermosa voz de Ana Hidalgo, que canta y canta buscando la nota c exacta sin el menor interés por cuanto sucede a c su alrededor.
En el debate, tanto Rodrigo como Carlos Marquerie hablaban del significado de esos
tempos lentos, que rompen el mecanismo de percepción ti habitual, rápido y superficial,
cada vez más condicionado por los montajes de TV, al modo de quienes prefieren ver si el
crítico ha puesto una bola negra o unos asteriscos antes que perder el tiempo leyendo sus
reflexiones. O que reducen la visión de la historia al último dato, a la última palabra de los líderes, al número de muertos en la última acción puntual, anecdotizando cuanto ocurre,
enterándose de lo que ponen los libros por la lectura de las solapas. A Marquerie y a
Rodrigo les gustaría que ese tempo presidiera el conjunto de esa especie de procesión
cerrada que es la obra. Forzosamente, sin embargo, han de establecer un pacto tácito con
sus espectadores, llevando las cosas hasta un punto en el que puedan ser seguidos y
entendidos, es decir, hasta donde esa lentitud, lejos de ser un elemento de profundización,
no se convierta en un motivo para desengancharse, para romper la comunicación. Aun así,
en su conjunto, la obra establece, contando con las escenas y las proyecciones, un delicado
equilibrio en el que se abren huecos para que la percepción reflexiva, interiorizada -como
sucede con las buenas representaciones sacras-, se conjugue con esa otra elemental y
televisiva. Es en la escena post-drama, sin embargo, con su extrema lentitud, hasta cerrar
en el negro absoluto donde, a mi modo de ver, la representación alcanza, con
extraordinaria sensibilidad y talento, un tempo que deja de ser «teatral» para ajustarse a las exigencias orgánicas de un pensamiento, duramente castigado, que necesita incorporar,
ordenar, la experiencia a la que ha sido sometido. Como se ve, al menos en mi opinión,
algo muy distinto a esa lectura de Rodrigo García en- cerrada en el mero desahogo, en la
confesión sicopática de las frustraciones personales, en muchas interjecciones dominadas
por el «a tomar por culo», en pueriles fantasías sexuales y, en definitiva, en un
tremendismo formal que, en contra de lo que pretenden sus autores, sólo revela una
profunda inmadurez. A Rodrigo lo que es de Rodrigo, y a los rodriguistas lo que es de los
rodriguistas.