Podría comenzar ese texto hablando de una enorme cantidad de producciones que tienen lo Real, o lo íntimo, como materia, pero decidí hacer una breve referencia a la obra My Coma Dreams de Fred Hersch[1], por ser reciente ejemplo de un espectáculo que nos pone de cara con la frontera de la enfermedad en el escenario. ¿Puede algo ser más íntimo y despudorado? ¿Puede algo ponernos más cerca a la sensación de lo real?

My Coma Dreams tiene el músico Hersch, portador desde la década de 80 del SIDA, presente en la escena y, por medio de canciones y textos, vemos sus sueños durante un coma de dos meses consecuencia de una severa neumonía que casi lo llevó a la muerte. La obra nos habla también de su doloroso proceso de recuperación.

En el escenario vemos un cantor que funciona a la vez como narrador, la voz de Fred, y también representa los otros personajes envueltos en el drama: familiares, amigos, enfermeras y médicos. Entre ellos se destaca el personaje de Scott, compañero de Fred, que, en esta oportunidad, se encuentra sentado en la platea mientras la obra se desarrolla.

Durante una hora y quince minutos, entre bellas músicas y proyecciones de videos, el actor, nos hace ver la trama hospitalaria y los registros de la mente de un hombre que supone va a morir, o piensa que ya murió. Este hombre también actúa, ejecuta melodías al piano, y representa su propio reflejo demacrado en un espejo en la escena de la fisioterapia. Todo eso, con Hersch y su piano frente a nosotros, como prueba irrefutable de su supervivencia, el dato que asegura la dimensión real del acontecimiento. El programa de la pieza explica las circunstancias reales del proceso de creación y dedica el trabajo a Scott. El miedo, la solidaridad, el amor, todo expuesto. Durante la presentación todos somos, de una forma u otra, actores de en drama real. ¿Por qué? Solamente, para llevar esta cuestión un poco más al límite, podemos referirnos al espectáculo Mi Vida Después de Lola Arias, donde una actriz acusa su padre, ex oficial de los servicios de inteligencia de la dictadura argentina, de ser el secuestrador de su “hermano” que ella ama.

¿Qué mueve un artista a exponerse así? ¿Qué impulsa un autor, un artista, un actor o una actriz de teatro a explorar una escena en la cual juega la realidad y alto nivel de explicitación de lo personal, un teatro en el cual la intimidad es el elemento vincular? ¿Qué buscamos los artistas al ofrecer a la audiencia secretos personales en un terreno en el cual siempre se está frágil por ser presencial, y por repetirse a diario? ¿Qué busca el público que elije este tipo de producción? ¿Qué sostiene la realización de estos eventos presenciales en los cuales operan tanto tejidos personales como ficcionales, en los cuales se tensionan la performance social y la performance estética, el ser sujeto y, al mismo tiempo narrador de su condición de persona?

Cuestiones como estas también podrían ser propuestas para los participantes de realities shows, o de algunas películas y tiras televisivas, en las cuales el elemento de lo real cumple un papel central. Pero, en estos casos la respuesta parece más fácil discutir lo que impulsa la exposición de lo íntimo, pues se trata de circunstancias en las cuales median el dinero y la fama, y todo tipo de “beneficio” que puede ser asociado con estos contextos mediáticos.

Esa respuesta a cerca de lo mediático es apenas una aproximación simple a una realidad muy compleja. Estamos hablando de una nueva subjetividad en un mundo mutable. Aun así, en lo que se refiere al ambiente de los medios de comunicación de masas, el sentido común, encuentra razones que se refieren directamente al universo del capitalismo y su mercado de la fama. Y eso parece justificar todo tipo de exceso de exposición, y el extremo de lo real y personal que se hace público.

Más allá de una supuesta moda del “teatro verdad”, cabe decir que la exposición de lo personal en la escena nos pone frente a una problemática de difícil abordaje, a pesar de que este sea un aspecto central a ser analizado cuando reflexionamos sobre una gran cantidad de proyectos de puesta en escena en la contemporaneidad. Aún podríamos visitar un mundo del arte verdad, dónde podemos encontrar ejemplos extremos, como es el caso del artista David Nebreda y su híper exposición. No iré a tales fronteras, pues este texto se propone a reflexionar sobre aquella escena que se reconoce como teatral.

Algunas premisas

 La visitación al territorio de la intimidad, y a la exposición de lo personal en la escena teatral sugiere preguntas tales como: ¿este tipo de teatro sería un capricho de estilo, o un proyecto estético definido como una estrategia de mercado, o aún, una respuesta a un tiempo sin secretos? o como, apresuradamente, pensarán algunos, ¿será una práctica característica de la posmodernidad? o ¿sería apenas una evidencia a más del encuentro entre este lenguaje teatral y el habla predominante en la cultura?

Como este texto centra su atención en el lugar del actor dentro ese contexto que podemos llamar de teatro de la irrupción de lo real, no pretende hacer una revisión teórica exhaustiva. Aun así, me propongo a rever algunos conceptos y puntos de vista vinculados con las relaciones entre el arte teatral y lo real.

Tomo como punto de partida las reflexiones propuestas por el investigador español José Sánchez, quien dice que:

 La creación escénica contemporánea no ha sido ajena a la renovada necesidad de confrontación con lo real que se ha manifestado en todos los ámbitos de la cultura durante la última década. Esa necesidad ha dado lugar a producciones cuyo objetivo es la representación de la realidad en relatos verbales o visuales que, no por acotar lo representable o asumir conscientemente un determinado punto de vista, renuncian a la comprensión de la complejidad. Pero también a iniciativas de intervención sobre lo real, bien en forma de actuaciones que intentan convertir al espectador en participante de una construcción formal colectiva, bien en forma de acciones directas sobre el espacio no acotado por las instituciones artísticas.(2007: 76)

A partir de la observación de Sánchez podemos identificar tres tipos de acciones relacionadas con lo real y el teatro: representación de la realidad; comprensión de lo real; intervención sobre lo real. Esta última incluye también la transformación del espectador en sujeto activo del acto teatral.

La hipótesis que orienta este texto vincula, en el teatro, la exposición de lo público con la búsqueda de un espacio político vital para un teatro que se hace al margen del sistema del entretenimiento. Pero, este teatro tampoco está exento de ver su proyecto ideológico corroído por la híper utilización de imágenes de lo real, y por el desaparecimiento de los rincones de la intimidad, que puede fácilmente desdoblarse en espectacularización – en el sentido debordiano – de la propia vida.

El arte superando la discusión sobre soportes y lenguajes abrió una frontera que permitió avanzar mucho en lo que se refiere a la reflexión sobre las condiciones de producción y circulación. Quizá por eso, el arte contemporáneo aparezca más interesado en reflexionar sobre los procesos de mediación y de subjetivación, de tal forma que se producen experimentaciones cada vez más relacionadas con las dimensiones autobiográficas.

El acercamiento entre lo personal y lo público en la escena debe ser relacionado con la búsqueda de nuevas funciones para el teatro, especialmente, a partir de los años 80. La pérdida de lugares políticos de referencia, dio impulso a un teatro en el cual prepondera la necesidad de auto expresión, como forma política. Y eso, implicó en el acercamiento radical entre lo público y lo privado, pues lo político se materializó, en gran medida en la experiencia personal, en el registro corporal. Este periodo estuvo marcado, como dice Sánchez, por una necesidad de recuperarse la intersubjetividad perdida, de tal forma que una actuación desde lo real y dentro de lo real, surgió como forma de reorganizaría las identidades pulverizadas por lo mediático (2007). Pero, ese proyecto nació consciente de la imposibilidad de ser completado. Aun así representó, y representa, un intento de respuesta a la completa disolución de los efectivos intercambios políticos y afectivos[2].

Podemos pensar esos movimientos como respuestas determinadas por una urgencia. Así se manifestaron artistas que no vieron otro camino que llevar su arte al estado de la confesión, en medio a una cultura que parece haber diezmado toda posibilidad de privacidad.

De una forma u otra, el teatro busca cumplir su mandato fundamental, es decir, hacerse como acción transformadora. Mandato este imperativo para aquellos que decidieron que la eficacia como mercadería y entretenimiento ya no es suficiente para el acontecimiento teatral.

Actuando en un campo distinto de lo del entretenimiento, los creadores, repetidamente, se encontraron huérfanos de funciones que puedan ser mensuradas, y de una eficacia que pueda ser confirmada. Sin embargo, el deseo de realizar algo concreto con el teatro no murió, a pesar de la evidente corrosión del teatro como herramienta política.

La potencia de eficacia transformadora, y la búsqueda de alternativas que caracterizan el teatro de la última década, explicita esta tensión de forma frecuente. La exploración de las tensiones entre lo público y lo privado es resultante del predominio de miradas que reflejan la experiencia inmediata como materia prima de la escena. Frente al vacío político, la crisis de la eficacia de la escena, los límites de lo personal surgieron como frontera “prohibida” a ser compartida con la audiencia, como el real posible y “verdadero”. Habría, en este caso, resonancias de un manifiesto deseo de hacerse presente en la arena de la vida cotidiana, actuando tanto desde el lugar del ciudadano como de creador. El teatro contribuyó así para reforzar la percepción de la disociación entre la realidad y lo real. En el contexto de la espectacularización extremada la experiencia como espectáculo podría ser un recurso válido para el contacto con lo real, como forma de recuperar la acción humana sobre la vida.

Sánchez reivindica la lectura de Maryvone Saison, quien en 1998, en “Los teatros de lo real” expresó la preocupación característica de los años 90 por recuperar la capacidad de relación con lo real. Obviamente, eso supone colocar en duda la propia noción de lo real, pues cabe cuestionar si esta relación se daría por medio de la experiencia inmediata como sugiere Baudrillard, o habría un real reconocible desde el habla de la historia que pediría la construcción de realidades, y por lo tanto el reconocimiento de un real oculto. (SANCHEZ, 2007: 16)

Este tiempo de incertezas conceptuales, y de desplazamientos de paradigmas propicia las condiciones básicas de híper valoración de lo personal en la escena, y refuerza el lugar político del cuerpo en la actualidad. Una vez desplazado lo político del campo específico de la lucha de clases, de la vigencia de las narrativas, se reforzaron las corrientes que pusieron el individuo en el centro de la escena. La crisis de las instituciones replantó el lugar del cuerpo, y como afirma Zygmunt Bauman:

El cuerpo y sus satisfacciones no se han hechos menos efímeros desde el tiempo en que Durkheim alabó las instituciones sociales duraderas. El obstáculo, sin embargo, es que todo lo demás – y principalmente aquellas instituciones sociales – se hizo aún más efímero que el “cuerpo y sus satisfacciones”. La duración de la vida es una noción comparativa, y el cuerpo mortal es ahora quizá la más longeva entidad a la vista (de hecho, la única entidad cuya expectativa de vida tiende a crecer a lo largo del tiempo). El cuerpo, se puede decir, se hizo el único abrigo y santuario de la continuidad y de la duración; sea lo que sea que signifique el “largo plazo”, difícilmente excederá los límites impuestos por la mortalidad corporal. (2000: 43)

Cuando todas las narrativas mueren, o todas son válidas al mismo tiempo, resuena la experiencia individual como posibilidad. Pero, también resuenan los simulacros de las copias sin matrices. El cuerpo, y su materialidad, el contacto con lo afectivo y la posibilidad de la experiencia sugieren algo más sólido en un mundo de la licuefacción, y eso refuerza el trabajo sobre objetos personales, y la vida real como texto. Por eso, aunque se pueda percibir la pérdida de espacios de un teatro que se auto denomina confesional o autobiográfico, no es probable que la atracción por los elementos de lo real en la escena se desvanezcan, dado que esta es la materia central de las relaciones interpersonales propuestas por las herramientas de la internet llamadas “redes sociales”. ¿Cuantos artistas o grupos aún no tienen sus propios espacios de FacebookOrkut Twiter?

A parte de las necesidades que caracterizan el campo de los realizadores, habría que preguntarse también que tipo de espectacularización busca el público del teatro. ¿Qué tipo de escena responde a los deseos de esta audiencia de comienzos de siglo, educada para ver lo “real” como espectáculo, y para comprender lo personal como púbico? ¿Cómo lo teatral convive con la espectacularización de la vida privada, y descubre sus propios espacios para lidiar con la explicitación de lo íntimo? La audiencia buscaría una escena en la cual encontraría los artistas desvestidos, en cierto grado, de las máscaras de estilos, o encontraría historias como un habla de lo real, historias contadas por actores desde un lugar cercano y propio, una alternativa a lo mediático. Eso podría significar un espacio alternativo de intimidad, aunque muy restricto en relación a todos los foros públicos de lo privado. Lo único que lo haría particular es la presencia performativa como certeza del compartir. Como dice el personaje Expósito en El Líquido Táctil de Daniel Veronese “solamente en el teatro se está en el aquí y ahora… por eso no hay perros en el escenario…”

Para el teatro del Siglo XX la presencia del público trasciende al hecho de la audiencia como un espectador en su condición básica, pues lo que se busca es, en primer lugar, un cómplice del proceso de enunciación, que se proyecta más allá de los códigos comunicacionales, pretendiendo establecer una clase de conexión que se aproxima de los materiales del ritual. Como afirma Richard Schechner:

El evento teatral incluye audiencia, performances, palco o el texto dramático (en la mayoría de los casos), texto performático, estímulo sensorial, delimitación arquitectónica o alguna forma de demarcación, equipamientos de producción, técnicos. Eso es así para un teatro sin matrices y para el teatro del mainstream, de eventos causales, a intermidia hasta “producción de obras”. Un continuun de eventos teatrales que se mescla con el siguiente: vida “impura – eventos públicos, manifestaciones; intermedia – happenings; teatro ambiental; teatro ortodoxo – arte “pura”. (1994: XIX)

El contexto de la tensión entre la vida impura y un arte “puro”, representa el terreno concreto de la realización escénica. Y por eso, por más que el verbo ‘compartir’ sea repetido exhaustivamente entre las personas del teatro, este parece no perder su valor como mote de la escena actual. Compartir – y compartir las experiencias – es la práctica social que identifica proyectos artísticos comprometidos con las posibilidades de cambios. Por lo tanto, la audiencia y los performers con sus prácticas culturales deben ser entendidas como sujetos de este teatro de lo real.

Aunque no se pueda vincular ese teatro de forma directa con la concepción de un arte relacional propuesta por Nicolas Bourriaud, pues, en esta estética lo que importaría seria principalmente la interacción en el contexto social en lo cual se hace ese arte, al focalizar las relaciones humanas como materia del arte, el autor define los vínculos entre el artista y su público como el lugar de la producción de sentidos. Esta superación de aquel objeto estético separado del acto político de la convivencia, permitiría pensar las experiencias individuales como instrumentos de la construcción de significados colectivos, y hasta redimensionar la participación del público como sostén de las propuestas artísticas, y los procesos de realización que obligatoriamente se combinan con la exhibición. Desde esta perspectiva podemos repensar el teatro y sus vínculos con lo real.

Cuando me refiero a una escena de la intimidad, estoy hablando grosso modo de un teatro de los márgenes, de un teatro que se hace para pequeñas audiencias, para un público “de teatro”, y para personas interesadas en “experiencias”. Eso no se debe al hecho de que la materia de la intimidad no interese a las formas asociadas al mainstream, sino, porque es en el teatro que se define como experimental, donde estas formas tienen mayor presencia. A pesar de que exista una línea de frontera entre un teatro de la experiencia y el teatro de entretenimiento, es importante decir que el material de la intimidad no es exclusivo de un teatro no comercial, aunque en el campo del teatro del entretenimiento la intimidad de los famosos, como dato ‘real’, es el material más codiciado por los medios y por los espectadores.

Por otro lado, la amplia mayoría del teatro que sigue persistiendo más allá de las fronteras del comercio del entretenimiento, es decir, un sin fin de colectivos y proyectos teatrales que exploran en campo del lenguaje como un permanente reinventar el teatro, nos vuelve a colocar la discusión de la función y de la necesidad del teatro en la contemporaneidad.

Considerando estos elementos, es posible decir que no habría espacio para un lenguaje artístico en el cual no se introduzca siempre el elemento autobiográfico, aunque más no sea, porque la presencia misma de artista se denuncia como vida real realizando el arte. ¿Puede nuestro mundo del espectáculo no percibir siempre el artista como sujeto social, es decir, cómo un sujeto real que actúa frente a nosotros?Estamos ante a prácticas que efectivamente producen objetos artísticos definidos, aunque refuercen el valor del intercambio social como centro del acontecimiento. Sabemos que todo se nos presenta como espectáculo y buscamos las tramas de lo real, de lo íntimo, aquello que nos reconduce a la vida como materia.

El lugar del espectador como testigo representa la contra cara de la invención del actor moderno[3]. La situación en la cual este teatro pone el público es un elemento fundamental de la renovación teatral, pues condiciona toda producción de sentidos y todo el proceso creador al elemento relacional. No podemos pensar la idea de un actor compositor sin inmediatamente pensar en una audiencia autora. Esta autoría del lector, delimitada anteriormente por la semiótica, gana en el teatro la particularidad de ser una presencia compartida, y de ser resultado de un encuentro que es sostenido por los niveles ficcionales del acontecimiento, y al mismo tiempo en que no puede dejar de reconocerse real. Aquello que ocurre en escena siempre compromete el actor como sujeto viviente, y el público tiene consciencia que su presencia también moviliza los actores como participes de la ceremonia espectacular.

Eso se debe principalmente al hecho de que este teatro se construye suponiendo que el principal elemento de la creación teatral es aquello que se realiza “entre” los performers y los espectadores. Pero, un “entre” que no es producido apenas por el nivel narrativo del texto dramatúrgico, sino especialmente, por la condición del acto humano del representar en vivo frente al otro, y de reconocerse el otro como componente activo. El tejido invisible de las relaciones concretas está directamente vinculado con la percepción del otro como socio en la producción de sentidos. Cabe recordar que la premisa fundamental de la renovación stanislaviskiana es la introducción del acontecimiento “real” en la experiencia creadora de los actores, la acción física.

En este contexto de recepción existiría un gozo particular en sentirse testigo de algo real, en el pensarse invitado a observar lo que sería prohibido, es decir, algunos elementos de la vida íntima del performer. Más allá de algún escándalo que una escena de lo real pueda presentar, la oferta más tentadora de esa escena es la verdad, o más bien, la intimidad como materia que reposiciona el espectador como participe de una experiencia. El testigo es aquel que se apodera de la experiencia del otro, pues al presenciarla se hace responsable de la misma, estando involucrado en la experiencia inicialmente ajena. Es importante notar como el papel de actor, en estos casos, se proyecta de forma heroica en el sentido que la mitocrítica atribuye al término.

Los mitemas que podemos relacionar con la figura del actor refuerzan la idea de la separación desde de la sociedad, un sujeto que se aísla, para poder retornar y dialogar con lo social, como lo hace el asceta. Podemos ver en las prácticas grotowskianas el paradigma del actor héroe, cuando el maestro polaco habla del actor santo. Un actor que se desnuda en función del encuentro con el Otro, y hace de ese encuentro un continuum del desnudarse, porque no se trata apenas de un signo de lo experimentado anteriormente, sino que es la propia experiencia del proceso. (CARREIRA y VARGAS, 2008)

El discurso que propone el deshacerse de los elementos artificiales del arte, supone la posibilidad del descubrimiento de una nueva realidad personal que es base de la re-ligación entre el performer y aquellos que establecen contacto con su acto creador vivencial en la escena. Existe en este modelo la búsqueda de la verdad personal como instrumento del vínculo inter-personal. El acto heroico aparece también en Artaud pues este supone que hacer teatro es realizar una contaminación, como acción determinada por su compromiso de ser portador de una nueva lógica para el mundo.

El encuadre de la actuación haría del teatro un lugar en el cual se podría compartir la experiencia de la enunciación del lenguaje artístico con los performers. Pues, se vería la operación creadora en curso, y al mismo tiempo sería posible leer el plan ficcional. Frente al espectáculo teatral el público no puede resguardarse en una confortable posición de quien apenas asiste a una historia, en escena, este siempre se ve los procedimientos de forma clara y explícita. El teatro no posee los instrumentos técnicos que el cine o la televisión tienen para producir la sensación de la cosa completa del realismo. El teatro está condenado al elemento de lo real en el nivel de la emisión del discurso, pues siempre vemos parte del no ficcional. Es un actor que entra o sale del escenario, una luz que se asciende, la iluminación que deja a tinieblas parte de la escenografía que momentáneamente no se usa. Una infinidad de acontecimientos que nos recuerdan  la fabricación de la escena.

También se debe considerar esa perspectiva en la hora de dimensionarse el valor de lo real como elemento significante en el teatro. Parto de un nivel básico de que el real de la realización escénica es importante para el público; por eso, se observa cómo se da la explicitación o evocación de lo real, particularmente, lo personal profundiza la importancia del espectáculo teatral como práctica social.

En este contexto aparecen articulaciones de orden afectiva con los espectadores que buscan comprometerlo intensamente con la construcción de los sentidos de la puesta. Cuando las barreras entre personajes y performers parecen borradas el espectador se sitúa en un lugar comprometido. Por eso, varios de los espectáculos de lo real parecen acorralar al espectador, o robarle la pura condición de espectador, instalándolo en un espacio en el cual no puede escapar de aquellas sensaciones que imponen lo real como registro.

Los discursos de los artistas cuya producción puede ser encuadrada dentro de un teatro que dialoga con lo real, parecen relacionados a la necesidad de buscar elementos que permitan una creación, una actuación, una espectacularidad, que produzca conexiones vinculantes con la audiencia. Es decir, un teatro realizado desde un lugar más alejado de la representación y mucho más cerca de la presentación. De hecho, no existiría la concreta posibilidad de un teatro exclusivamente de la presentación, pues, nuestra cultura de lo performático siempre nos abre el espacio para la lectura de la espectacularización.

Un ejemplo concreto de esa práctica seria el teatro performativo – como sugerido por Julia Elena Sagaseta -, y puede ser identificado como forma escénica que se moviliza en este territorio fronterizo de lo Real y de lo ficcional:

El teatro performativo –aquel que rechaza el textocentrismo, propone una relación igualitaria entre los distintos lenguajes de la escena, una inter relación artística fuerte, singulariza más el teatro de presentación que la representación de una historia, el actor y los recursos actorales de que el personaje- incrementa la teatralidad porque no oculta los procedimientos. Por el contrario hace chocar lo real contra el realismo como estética y de esta manera expande los límites del teatro, lo hace cruzar las fronteras tradicionalmente establecidas y encontrarse, y mezclarse con otras expresiones artísticas.(2007: s/p)

En este sentido, se puede decir que debido a la “inflación de lo real”, hasta espectáculos marcadamente comerciales como aquellos estructurados a partir de la presencia de un actor o actriz conocidos por medio de la televisión, pueden explorar ese terreno. Pues, en algunos casos importa mucho más al público estar en contacto con la presencia real y viva de la figura mitificada, que percibir el espectáculo como lenguaje. El ver el sujeto de la adoración puede significar más que todo el espectáculo como experiencia de consumo[4]. Puede decirse que eventualmente vale más ver el mito, que inscribirlo dentro de un proceso de enunciación ficcional. Ver la gran figura en escena es también reivindicar un elemento de lo real como punto principal del consumo de espectáculo como mercancía. Opera en este caso una sensación de intimidad con el referente mediático.

En la introducción de su libro The radical in performance (1999) el teatrista inglés Baz Kershaw se pregunta “cuáles son las condiciones para que las performances radicales prosperen?”. En seguida el autor dice que:

Simultáneamente, el lugar del teatro en las sociedades posindustriales parece cada vez más comprometido, y tanto su éxito, como como su potencial de radicalidad fueron colocados en duda (…). Pero mientras el teatro mayoritariamente se hizo una mercancía marginal en el mercado cultural, la performance emergió como central para la producción de la nueva desorden mundial, un proceso clave en prácticamente todo dominio socio político del mundo mediatizado. (1999, 5)

 Eso quizá explique el hecho de que el teatro, y especialmente el teatro de lo real, se haya casi mimetizado con el lenguaje de la performance.           Heredera de la experiencia de la performance en la cual los bordes entre lo personal y lo ficcional están borrados, esfumados en una niebla producida por el aura del “artista” como principal elemento vinculante de la experiencia estético política, la escena de lo personal, de lo autobiográfico, plantea el extremo de la intimidad como radicalidad escénica.

No es de sorprender que Kershaw haya subtitulado su introducción como “Patologías da esperanza”, de ese modo expresa este fuerte deseo de efectividad que corta todo el campo teatral: su potencia de eficacia y transformación. Continuamos carentes de una definición clara de nuestro lugar en la cultura, especialmente en un tiempo cuyo pragmatismo nos pone en el rincón de las inutilidades. El teatro que prolifera es el de los márgenes, una miríada de experiencias teatrales variadas, entre las cuáles están las formas de lo autobiográfico y lo íntimo.

Sin embargo, la carencia de una función clara para el teatro es un elemento clave que lo define en la actualidad, y es la fuerza que produce su condición laberíntica. Esta clase  de vacío permanente, no es pura inercia, es un vacío que provoca la creación y estimula búsquedas. Para Daniel Veronese el teatro es un arte de la falta, y seria esta falta lo que nos empuja hacía las fronteras de lo que hacemos como lenguaje artístico. Al explorar estas líneas fronterizas el teatro vislumbró los trazos de las artes visuales como referencia de material creador y pensamiento estético, y dio un paso significativo en dirección a las formas performativas.

El actor en el territorio de lo íntimo

Pensar el actor, en el contexto del teatro de lo real, es discutir el lugar que este actor o performer, ocupa en la cultura, y como este desarrolla su lenguaje artístico.

Los parámetros técnicos que rigieron la preparación del actor, y las tradicionales nociones de representación, ya no alcanzan como instrumento. Eso demanda la tarea de repensar cuales son las implicaciones técnicas y estéticas, en la hora de formar nuevos artistas de la escena. Superando la escena apenas como representación nos planteamos nuevos problemas éticos.

La idea del teatro como instancia de la experiencia, puede ser relacionada como condición de la escena contemporánea que está generada a partir del pensamiento de Antonin Artaud, quien argumentó que el teatro Occidental había exilado del escenario la vida. Como apunta Jacques Derrida, Artaud criticó la escena de su tiempo porque esta trataba apenas con la abstracción o con la ilustración del discurso, por lo tanto, eso ya no sería teatro. (2001) La idea artudiana de regreso a las fuentes clamaba por un teatro de la vida inmediata, en el cual la presencia debería ser, inequívocamente, una experiencia compartida. Por lo tanto, sería necesario hacer un teatro real, propulsado por lo físico y sensorial, como forma de restaurar a intensidad de la vida.

Podemos relacionar con esa mirada la experiencia grotowskiana, bien como con el teatro de Kantor, las propuestas del Performance Group, la práctica del Living Theatre, y las realizaciones del Grupo Oficina (más tarde Uziona o Zona), entre otros abordajes, que profundizaron la posibilidad de la presencia como elemento real generador del acontecimiento escénico.

El deseo de este acercamiento con el público supuso traer a la escena elementos que estuvieran más allá de la historia representada. El punto de partida fue la ruptura del terreno de seguridad de los actores, y por lo tanto implicó en la investigación de los soportes técnicos, afectivos y emocionales en el trabajo de los performers.

Casi como en un espectáculo circense, el teatro de lo real ofrecería a la audiencia la capacidad de los performers de enfrentar los riesgos, de exponerse, de quebrar la frontera de lo íntimo, haciendo público miedos y debilidades. Sin embargo, en el teatro, salir airoso para la próxima función, se daría sin la ayuda de ninguna herramienta mediadora, sólo él sujeto frente al otro.

Así, se reconocerían las zonas de lo “verdadero”, pero, no porque se buscaría la verdad “natural” de la escena – como proponía el naturalismo stanislavskiano -, sino porque se registraría el acontecimiento escénico como parte de la vida concreta. La vida ya no sería referente de la escena, sino significante.

Si con Stanislavsky la verdad personal era, principalmente, un instrumento de soporte para el proceso de creación que repercutiría en un personaje, los desdoblamientos posteriores llevaran los elementos de la verdadera experiencia del actor cada vez más para dentro del espacio de la escena. La propia idea de trabajo sobre la acción física, en las postrimerías del pensamiento del maestro ruso, ya indica el tejido real como elemento de la escena.

Con Grotowski hubo una compactación entre el proceso de creación (entendido como etapa anterior a la presentación frente al público) y el momento de representación. Esa radicalización de lo personal como materia implicó en un cambio epistemológico, que permite efectivamente el uso del término performer como alternativa a la expresión actor. Ocurrió un desplazamiento del eje del teatro, que puso en un segundo plano el papel mediador del actor.

La concepción del arte del actor como una estructura continuada entre el entrenar, el ensayar y el presentar, cuyas fronteras son imperceptibles, propuso un nivel de intimidad nunca antes experimentado en el teatro. La crisis del personaje, o la imposibilidad de detección del personaje como elemento independiente del actor, abrió un espacio para la lectura del texto espectacular que replantea la función del espectador, un nuevo referente dramatúrgico[5] que resitúa el público no solamente en un lugar más activo, como lo compromete con el desarrollo de la escena como ceremonia[6].

Al poner el actor y su experiencia real e inmediata como elemento axial de la dramaturgia – una dramaturgia que es espectacular antes que literaria –, la renovación de la escena produjo una dobla en el fenómeno teatral haciendo con que el asistir al espectáculo sea al mismo tiempo buscar el nivel de la narrativa (la historia contada) y el nivel de la realización, de la presencia, de la vivencia. La particularidad del teatro se apoya desde entonces en la vivencia compartida, en el ritual de experimentar la realización como sujeto activo, como lo hace evidente Richard Schechner en su libro Environmental Theater de 1973, particularmente en el capítulo “Participación”.

Eso no se da sin contradicciones y tensiones. Al mismo tiempo que desarrollamos un deseo por realizar un teatro cada vez más “verdadero”, y por lo tanto, invitamos al espectador a una intimidad cómplice, aceptamos compartir un protagonismo que residía anteriormente exclusivamente en los actores. Pero, no es un simple abrir mano de tal lugar, aunque eso haga parte de la plataforma teatral moderna. De forma simultánea, la idea de mostrar la verdad y de producir un acercamiento extremo con el espectador produjo un refuerzo de la presencia del actor, estimulando experimentaciones que intensificaron nuevamente el acontecimiento en el actor como material básico de los proyectos.

¿Cuáles son las repercusiones de todo es en la preparación del actor en la actualidad? El elemento que se destaca es la necesidad de elaborar con el actor un equilibrio entre el impulso hacía el terreno de la exposición de lo personal, al encuadre de la actuación con una presentación, y el juego narcisístico que redunda apenas en la exposición como auto afirmación. ¿Puede un profesor o director afrontar esa tarea?

Al proponer que el actor se sitúe en terreno fronterizo, en cual su condición de sujeto estará sobre tablas como material de la escena, ya no caben límites que pueden ser establecidos de antemano. Allí reside un elemento de riesgo fundamental para la formación del actor. La ética de esta escena no puede responder de manera simplista a los referentes establecidos por los maestros renovadores de la escena moderna. Aunque reconozcamos las influencias anteriormente citadas, especialmente el eje Artaud – Grotowski, es importante considerar los nuevos lugares de la emisión del discurso, las mutantes formas de construcción de la presencia como material artístico, y una recepción cuya pluralidad de información la hace muy diversa del espectador de la primera mitad del Siglo XX.

Este es un contexto cambiante y extremadamente movedizo, por lo tanto, considerar los aspectos políticos que la presencia adquirió, nos re-introduce en la discusión sobre un teatro de la intimidad expuesta. Aunque un u otro formato espectacular, como por ejemplo el teatro autobiográfico, esté en crisis la búsqueda de lo real en la escena no parece agotada.

En primer lugar es preciso considerar que de la misma forma que el cuerpo fue politizado, transformándose en territorio político e ideológico, todos los gestos ciudadanos ganaron una nueva dimensión política. Los comportamientos llamados “políticamente correctos” son una primera consecuencia de eso, y demuestran el achicamiento de los espacios de para acciones neutrales. Todo lo que se hace en los foros públicos adquiere inmediatamente expresión política. En un tiempo que hasta el hábito de fumar implica en asumir una posición frente a reglas y límites sociales, el estar en escena es comprometerse políticamente. Aunque el teatro en su forma “política” se encuentre en un momento de crisis profunda, la práctica de la representación teatral se revigora políticamente al buscar lo real como elemento y, consecuentemente, tornarse performativo.

El contacto con lo real y la mirada de espectadores que lo perciben como sustancia, es un elemento de impulso para los actores. De esta manera, es posible trabajar con la dimensión real como instrumento para producir encuentros con el Otro. No creo que sea necesario que lo real finalmente se haga evidente para el público, o se materialice en un texto dramatúrgico, lo que importa en primer lugar es su presencia como materia, su resonancia como elemento político que explicita el lugar desde el cuál se articula el proceso creador (que incluye siempre la escena como presentación).

Desplazado de la condición de simple “portador” del personaje, el actor está obligado a trabajar en un doble lugar que, no niega en absoluto el personaje como instrumento, pero lo sitúa dentro de la esfera del juego. En lugar de “representar” el personaje, o “encarnarlo”, este actor lo pone en escena como un juego que hace visible e invisible, tanto su presencia como sujeto, como el personaje como objeto. Este es juego vinculado al ejercicio de la libertad, y del estado lúdico del ser y del no ser, de crear un universo y deshacerlo, un juego que tiene repercusiones de orden afectiva, y parte de la premisa de la inversión de valores, del mundo de cabeza para bajo.

La idea de “composición” del personaje puede dar lugar al establecimiento de un “estado”, es decir, de una condición de experimentación del momento real, como eje del trabajo de “interpretación” en el aquí y ahora. Interpretar seria jugar desde la vivencia real que el actor experimenta haciendo el personaje, es decir, jugando el personaje. Comprender los estímulos que el personaje ofrece, desde su materialidad dramatúrgica, percibir los impulso que la realización escénica sugiere, registrar las sensaciones que el jugar ofrece, disfrutar de los planos intelectuales y lúdicos simultáneamente, incluir la audiencia como cómplice de esta visitación a los estados anímicos, son procedimientos que permiten pensar un camino que introduce lo real en el proceso de “interpretación”. Desde esta perspectiva el actuar es también un re-interpretarse como sujeto frente al Otro.

Eso no es algo nuevo, pues la base de las invenciones stanislaviskianas ya tenía la premisa de que interpretar implicaba en reflexionar sobre sí mismo, pero lo nuevo, si es que podemos usar este termo impunemente, es que ahora se busca una condición de atravesamiento del personaje por la presencia del actor. El distanciamiento brechtiano también implicaba en atravesar el personaje, pero en aquel caso, eso se daba desde una actitud política reservada para el campo ideológico. El atravesamiento que de hablo, se relaciona con la condición política del actor, y por eso se inscribe en su cuerpo, por lo tanto, en sus emociones y su campo intelectual.

Lo que persiste angustiando es que esta condición del actor, que representa utilizando como material sus estados en relación al material dramatúrgico – entendido aquí bajo las más diferentes nociones de lo que es dramaturgia -, y en relación al acto representacional, no cierra el círculo de las incertezas, cuanto al lugar social del teatro y el papel de agente cultural del actor. No soluciona la necesidad de lo real que se plantea en las salas de ensayos.

Hablar desde la subjetividad, desde el yo, refuerza lo real como experiencia inmediata, y por lo tanto, contribuye con la énfasis individualista característica de esa Era del sujeto, cuando se podría suponer que la otra cara de la moneda seria el encuentro como objetivo. Si hablamos de compartir no podemos suponer que lo único deseable sería el trueque de experiencias individuales que no puedan conformar un embrión de un habla colectivo, es decir de lectura de la realidad.

A pesar de que no se pueda negar el predominio, en este Siglo, del individuo como objeto y medio, es necesario pensar un actor que pueda superar la hipérbole del Yo, con fines de alcanzar una escena de la vivencia como construcción histórica.

Notas

* André Carreira (UDESC / CNPq) es profesor del Programa de Posgrado de la Universidade do Estado de Santa Catarina (UDESC/Brasil), investigador del CNPq, y director del grupo teatral ExperiênciaSubterrânea (www.experienciasubterranea.com)

[1]Estreno mundial en 7 de mayo de 2011, en el Alexander Kasser Theater, Montclair, NJ, Estados Unidos. Dirección de Herschel Garfein.

[2] En este sentido vale la pena observar que Baz Kershaw destaca el hecho que: Hace tiempo que la idea de un “teatro político” ha estado en crisis. Posmodernismo y teorías relacionadas con este pensamiento, de forma profundamente ansiosa, establecieron nociones de lo que sería “política” en el teatro, segundo las cuales el “teatro político” fue definido a partir de su relación con la izquierda o con ideologías socialistas o marxistas. El teatro de derecha, sin embargo, no sería considerado político. El problema ahora es agravado porque las ideologías progresistas e izquierdistas parecen estar en declino, pero aún más porque por la nueva promiscuidad de la política. Desde que lo personal se transformó en político, en los años 60, lo político encontró espacios en los más diversos rincones de la cultura. Identidad política, el campo político, cuerpo político, política sexual – la política es ahora ambigua y puede ser identificada en todo teatro y toda performance. Tal promiscuidad, por lo tanto, genera una nueva clase de incerteza. (1999)

[3] La invención de la noción de actor del último siglo es la prueba más contundente de este movimiento. Este actor compositor enunciado por Stanislavsky fue siendo moldado en la línea de la tradición como agente primero y objeto focal del acontecimiento escénico.

[4] Como apunta Baudrillard, en la era de los simulacros más vale la foto de gran monumento histórico que la experiencia real de caminar por entre sus paredes.

[5] El campo conceptual de la performance ofrece una serie de elementos que pueden ser relacionados con las experiencias de una escena que aproxima los polos de lo ficcional y de lo real. Michael Kirby, estudioso del performance art advierte que: …en muchos casos es relativamente fácil reconocer e identificar el actuar y el no actuar. En una performance, usualmente sabemos cuándo una persona está actuando y cuando no. Pero, hay una escala o un comportamiento continuado envuelto, y las diferencias entre actuar y no actuar pueden ser pequeñas. En estos casos una definición es difícil. Quizá se diga que eso no tiene importancia, pero, de hecho es precisamente ese caso limítrofe que permite la reflexión en campo de la teoría de la actuación y de la naturaleza del arte. (1990).

[6] En el caso de la escena brasileña esos modelos influyeron, en los años 90, en prácticas teatrales que reivindican la vinculación lo real como materia prima. El ejemplo que más se destaca es el teatro de Antonio Araújo, director del conocido Teatro da Vertigem (São Paulo), que buscó la materialidad de lo real a partir de una propuesta escénica que tiene la idea del site specific como referencia. Los actores del Vertigem toman como matriz creadora su situación personal en relación al espacio real. El trabajo del director José Celso Martinêz Côrrea con su abordaje ritualista en el Uzina o Zona, lanza los actores (y los espectadores) a un terreno en cual ficción y realidad se mesclan todo el tiempo como en un juego.

Bibliografía

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