Leyla Dunia: Eres considerado uno de los artistas referenciales del arte conceptual latinoamericano, sin embargo, constantemente afirmas que tienes un problema con la palabra “conceptual”. ¿A qué se debe esta tensión?

Luis Camnitzer: “Arte conceptual” se refiere a un ismo estético hegemónico
que trata de poner un arte desmaterializado en una categoría paralela al cubismo
y al surrealismo. Para Latinoamérica yo prefiero utilizar “Arte conceptualista”
porque allí se trató (y hoy seguramente se tratará) de establecer estrategias de
comunicación que ayuden a esquivar la represión y el terrorismo de estado. Estas
estrategias muchas veces requieren la desmaterialización, pero eso es un problema
de eficiencia y no de estética. Como en esto los resultados se parecen formalmente a los productos hegemónicos, la historia hegemónica trata de fusionar ambas manifestaciones en un estilo formalista. Esa fusión esconde la importancia política del arte conceptualista y trata de hacerlo inofensivo, ignorando que está dirigido a responder a una crisis social más que a un problema estético. Está claro que todas estas consideraciones son excesivamente esquemáticas. Hay estrategias conceptualistas en el arte hegemónico (Hans Haacke y Martha Rosler, entre ellos) y hay esteticistas en el arte latinoamericano. De hecho tengo que confesar que al principio yo estaba oscilando entre ambos cuando en 1966 empecé a utilizar el texto como recurso. En términos de fecha supongo que estoy en las fases iniciales de ambas versiones. Pero por razones obvias me interesa más el arte conceptualista. Dado que se trata de estrategias, no es algo que caduque porque sus apariencias formales puedan ser fechadas.

L. D.: Al trabajar desde el lenguaje tiendes a ser cuidadoso con los términos y los conceptos. Recientemente publicaste el artículo Los nombramientos en Babelia,
en donde hablas del acto de nombrar algo como un ejercicio de apropiación de esa
cosa o persona, ¿podría decirse que trabajas entonces desde los desnombramientos?

L. C.: En cierto modo el “desnombramiento”, aunque sea temporal, es una manera
de crear una distancia crítica que permite mirar las cosas y las situaciones con ojos
limpios. El desnombramiento es una manera de desapropiar las cosas para evaluar
si tienen que ser re-apropiadas y por quién. Sirve para analizar críticamente la
distribución de poder.

L. D.: En una entrevista mencionabas que en 1965 tuviste una crisis artística y te dejó de interesar el grabado expresionista. Empezaste a trabajar entonces con el lenguaje como medio artístico y te has mantenido en esa senda desde entonces. ¿Qué sucedió en 1965 y por qué decidiste dejar el grabado para trabajar con lo lingüístico?

L. C.: En esa época estaba haciendo grabados en linóleo y madera que, por la
falta de riesgo, se iban haciendo cada vez más grandes (algunos llegaron a 4
metros cuadrados). Para peor había ganado un premio en Xylon, una bienal suiza
de grabado muy prestigiosa, y había vendido un par de ejemplares. Todo eso me
enfrentó con un futuro posible para el resto de mi vida, un paisaje que no me
resultó atractivo. Decidí que no quería ser un grabador tratando de hacer arte, sino un artista que pudiera utilizar los medios que considerara necesarios. Al mismo tiempo no terminaba de entender por qué un artista visual no podía usar texto para describir situaciones visuales y decidí romper la frontera.

L. D.: El lenguaje puede ser un punto medio entre lo intangible y lo tangible,
aquello que percibimos a través del entendimiento intuitivo o de una sensación,
y que luego pasa por la razón para convertirse en palabras que se comunican no
exentas de transformaciones. ¿Trabajas en ese punto medio entre materialidad e
inmaterialidad o es otra cosa lo que te interesa del lenguaje?

L. C.: Creo que esa descripción tuya no se reduce al lenguaje de las palabras.
Describe más bien la relación que tenemos entre lo que sabemos y lo que no
sabemos. Sí, esa es la zona en que trabajo y creo que la mayoría de los artistas
están en eso, aun si no lo saben conscientemente. Se trata siempre de explorar la
ignorancia y tratar de articularla. En ese sentido mi percepción del campo de la
ignorancia es positiva porque es donde uno puede imaginar libremente y encontrar
cosas que al pasar al campo del conocimiento nos enriquecen.

L. D.: ¿Cómo viviste desde tu experiencia esta desmaterialización del arte de la
que habla Lucy Lippard en la década de los 60, el paso de la atención del peso y
la estética enfocada en el objeto hacia los conceptos?

L. C.: Para mí el acento de la obra de arte siempre estuvo en el efecto que puede
producir en el espectador y no en la obra misma. Es por eso que para mí el arte
siempre fue un instrumento educativo y no una manera de producir objetos.
Hasta cierto punto esta posición implicaba la desmaterialización, y el grabado
en su multiplicación ya era una forma inicial de diluir la unicidad de la presencia
material original. En la época y en diversas formas, este era un problema que
estaba en el aire. La comunicación tomaba prioridad sobre la producción y todos
estábamos influidos por la teoría de la información que se estaba poniendo de
moda en el mundo artístico, tanto hegemónico como en Latinoamérica.

L. D.: Trabajas desde la solución de problemas a través de la obra de arte, pero
no desde un pensamiento lógico o científico sino a partir de conceptos como la
imaginación o lo absurdo. ¿Cómo es ese proceso creativo para identificar los
problemas que te interesan?

L. C.: No descarto el pensamiento lógico o científico, sino que lo amplío porque
tengo miedo de que la lógica solamente permite pensar parte de lo que podemos
pensar. El pensamiento científico tiende a utilizar parámetros dentro de los cuales
uno puede investigar, pero de donde es difícil salir por miedo a una pérdida del
rigor científico. En arte, en el pensamiento artístico o lo que yo en Nueva York
llamaba “art thinking”, nos damos permiso para salir de los parámetros dados y
para mezclarlos. Eso nos obliga a definir otro tipo de rigor, que es el rigor artístico.
Es un poco lo que pasa con un buen chiste. La narración básica se hace dentro de
un parámetro fijado. El chiste empieza reafirmando ese parámetro para el que lo
escucha y luego golpea con una línea tomada de otro parámetro, pero que tiene
alguna conexión con la narración previa. Si esa conexión funciona correctamente,
el chiste no solamente es bueno sino que ilumina el parámetro convencional desde
el cual se partió. Todo esto es un proceso que sucede después de la identificación
de un problema. Esa identificación es más temperamental. Hay problemas más
atractivos que otros. Una crítica alemana una vez me dijo que quería trabajar sobre
todas mis obras que tratan con espejos y reflejos. Hasta ese momento yo no había
tenido consciencia de que ese tema era recurrente en mi obra y que, por lo tanto,
estaba generando problemas.

L. D.: Entiendes el arte como una forma de hacer y ser, más que como producción.
¿El arte entendido de este modo puede ser un medio para la emancipación?

L. C.: Sí, creo que hay que separar arte como producción, que es el que surte
al mercado y los museos, y arte como forma de conocimiento y como agente
cultural. Como forma de conocimiento emancipa al que lo ejerce (no importa la
calidad de los productos) y bien ejercido ayuda a emancipar a los demás.

L. D.: ¿Cómo se trabaja con y desde lo intangible?

L. C.: Francamente, la tangibilidad y la intangibilidad son no solamente relativas
sino producto de una actitud. Creemos que tocamos algo, pero siempre hay una
mínima capa de partículas subatómicas que nos separan de las cosas. Creemos que
entendemos las cosas, pero solamente entendemos las construcciones mentales
que se refieren a las cosas. La imaginación es la que construye los puentes entre
estos campos. No nos da respuestas absolutas, pero sí nos da respuestas que por
un momento nos parecen viables.

L. D.: ¿Cómo se trabaja con el espacio físico y mental desde lo intangible?

L. C.: Seguimos con la imaginación. En el espacio físico le damos formas que nos permiten la comunicación. Es allí donde nos encontramos con los demás y se arma la comunidad.

L. D.: ¿Cómo se educa la imaginación?

L. C.: Aboliendo los límites que nos proponen los sistemas de orden impuestos.
Dando permiso para explorar el caos y ordenarlo por nuestros propios medios.
Proponiendo ejercicios con infinitas soluciones en lugar de una sola. En realidad no
se trata de educar la imaginación sino de liberarla. La pedagogía correspondiente
probablemente es mucho más simple que la tradicional que trata de aprisionarla.

L. D.: Estoy pensando sobre cómo la desmaterialización del objeto artístico puede
ampliarse hacia la experiencia y poner el foco sobre lo performativo, como una
forma expandida de experimentar el arte más allá del objeto. ¿Desde tu experiencia
crees que esto está conectado?

L. C.: Está conectado en el sentido que no veo la necesidad de separar cosas en
categorías independientes. Personalmente no tuve que enfrentar problemas que
necesiten lo performativo para solucionarlos o expresarlos. Pero eso solamente
describe los tipos de problemas que me atañen. La idea del “objeto expandido” es
correcta como principio general.

L. D.: Joseph Beuys consideraba su práctica educativa como parte de su trabajo
artístico. ¿Podríamos entender la docencia de un artista como una suerte de
performance?

L. C.: Yo también veo la práctica educativa como parte del trabajo artístico (y
viceversa) y eso se basa en principios que mi generación desarrolló durante la
reforma del plan de estudios en la Escuela de Bellas Artes de Uruguay a finales de la década de los 50 y principios de los 60. Bastante antes de Beuys, mi generación
planteó esos principios sin tener su carga ególatra y sin necesidad de recurrir a
la teatralidad. Aparte de eso, una buena comunicación requiere una presentación
pulida y eso, especialmente cuando se recurre a formatos tipo conferencia, puede
necesitar cierto refinamiento performático (del que yo desgraciadamente carezco).
Pero se trata más de cómo empaquetar un mensaje correctamente que de decidir
si es performance o no.

L. D.: Durante los años 60 y 70 Latinoamérica vivió una serie de dictaduras. A
aunque estabas en esa época viviendo en Nueva York, ¿seguías conectado con esta
realidad? ¿Afectó el clima político de la época a tu reflexión y tu trabajo artístico?

L. C.: Sí, totalmente. En cierto modo yo nunca dejé de vivir en Uruguay y estuve
y estoy pendiente de que es lo que sucede allí y en América Latina. Mi público
real sigue siendo el público uruguayo de los años cincuenta y sesenta, aún si la
mayoría ya no existe.

L. D.: Tus obras por lo general tienen una intención de activación en un espectador
que, se espera, sea un receptor activo. Sobre tu muestra reciente en el Museo
Centro de Arte Reina Sofía “Hospicio de utopías fallidas”, que recoge más de 50
años de trayectoria, ¿qué te gustaría que se produjera en el público en este sentido?

L. C.: Hay un problema con las muestras retrospectivas porque no enfocan lo
que pueden producir en el público sino que son descripciones de la trayectoria del artista expuesto. De esta manera, aun si cada obra tuvo una intención activadora, es probable que el mensaje individualista del conjunto opaque la posibilidad de activación de la muestra. Una retrospectiva está diseñada para que el artista termine rico y famoso, y sería formidable si eso sucediera. Pero aparte, hay dos salas que tienen potencial de activación. Una es “El aula”, un espacio que está siendo utilizado por el departamento de educación del museo para una serie de seminarios con profesores durante los cuatro meses de la muestra. La otra es el “Cuaderno de deberes”, en el cual el público se encuentra con ejercicios para resolver o contestar escribiendo en las paredes. En total no me gustaría que el público se fuera de la muestra con el comentario de “que bien todo”, sino con la pregunta: “¿Y ahora que puedo o tengo que hacer?”

L. D.: Finalmente, ¿puede el museo hacer el paso de mausoleo a caja de resonancia
educativa?

L. C.: Sí, claro. Lo único que hay que hacer es revisar la misión institucional e
integrar los departamentos de educación con los departamentos de comisariado
y obligar a todos a pensar juntos desde cero. Eso hasta que las universidades
desarrollen cursos que formen al comisario integral, una persona tan versada en
pedagogía como en asuntos técnicos del arte.