Entre el 27 de marzo y el 30 de abril se desarrolló una nueva edición, la Décima, de la Bienal de La Habana. Una Bienal que cumplió 25 años de vida, y que, junto a la de San Pablo, constituye uno de los dos encuentros más relevantes del arte contemporáneo en Latinoamérica, y uno de los más prestigiosos y significativos a nivel internacional. Cualquier intento de dar completa cuenta de todo lo que implicó y mostró esta Décima Bienal de La Habana sólo puede arriesgarse al fracaso y a la imposibilidad. Es tanto lo que la Bienal ofreció, en un renovado y meritorio esfuerzo por reposicionarse en la abultada agenda de bienales de la escena mundial, que resulta sumamente difícil aportar una visión apenas cercana de lo que pudimos ver y vislumbrar quienes participamos en ella. Lo primero a considerar es que fue una perfecta contrapartida de la bienal del vacío que el pasado año sembró desconcierto en San Pablo. La Bienal de La Habana fue una bienal repleta de obras y propuestas, con toda la ciudad convertida en un laberinto de arte abierto a la exploración y al hallazgo; tratando más que nunca de viabilizar una interacción intensa con el contexto social urbano. Esto último se vio claramente reflejado en las acciones, performances e intervenciones que ganaron el espacio público, algunas de ellas con un espíritu que puede vincularse con el arte actual más activista, participativo y propositivo.
Como afirma Nicolás Bourriaud, en el dossier que se incluye en el excelente y voluminoso catálogo, “lo que es extraordinariamente excitante en la Bienal, más allá de una lista de artistas que generalmente representan la parte bella de los países llamados “periféricos”, es el modo en que la ciudad, ella misma, responde a la exposición al punto de convertirse en parte integrante. Contrariamente a muchas otras, la oposición entre el marco urbano y las prácticas artísticas está reducida al mínimo, lo que transforma el viaje del visitante en un extraño ir y venir entre lo social, lo estético y lo político, que no pueden dejarlo indiferente”. Quizá en ninguna otra edición se haya vivido esto que señala Bourriaud con tanta intensidad como en la presente. Como una coordenada constante se ha podido percibir el empeño por propiciar un espacio donde el público pudiera ser gestor y participante, actuante de primera línea, destino fundamental de las proposiciones artísticas. Para validar estos empeños basta advertir la presencia notoria de proyectos de arte urbano, callejero o contextual que apuntaron a insertarse en la sociedad y establecer un diálogo directo con ella.
Esta Bienal, como las anteriores, obedeció a un tema que permitió definir concienzudamente todo el proyecto curatorial. En esta ocasión, el tema elegido, tras largas cavilaciones (según refiere la curadora Dannys Montes de Oca Moreda) fue Integración y resistencia en la era global, un tema “suficientemente abarcador como para integrar los que habían sido los presupuestos iniciales de la Bienal y sus transformaciones e intereses conceptuales más recientes”. El tema “redundó en un diseño conceptual que tuvo en cuenta la propia historia de la Bienal de La Habana –su génesis, programa y desarrollo- como perfil desde el cual se anticiparon muchas de las prácticas del arte internacional y la cultura hoy, al tiempo que –dando continuidad a ese devenir- propició diferentes niveles de acercamiento a los problemas que marcan los contextos particulares del mundo actual y que se definen para las artes visuales como expresión de la dinámica entre lo local, lo regional y lo global”.
Sin duda, uno de los puntos más relevantes y productivos de la Bienal fue el Evento Teórico que, adscrito al tema curatorial Integración y resistencia en la era global, dio cauce a las ponencias y al debate de algunos de los más reconocidos y prestigiosos curadores, investigadores y críticos de la escena mundial, todos ellos comprometidos con un repertorio conceptual alternativo o paralelo a los discursos hegemonizantes y homogeneizantes de la globalización. El Evento Teórico se desarrolló entre el 31 de marzo y el 3 de abril en el Teatro del Museo Nacional de Bellas Artes, y cada una de sus jornadas contó con una concurrida audiencia que no sólo apreció las distintas ponencias, sino que también tomó parte activa en los debates que se plantearon entre los artistas y el público en general. El Evento se estructuró en 5 núcleos temáticos: Globalización – Aspectos generales y teóricos; Activismo político y arte de resistencia; Sistema del arte, industria cultural y globalización; Arte de la diferencia y arte contemporáneo; Procesos estéticos y prácticas artísticas. Entre los participantes se pueden mencionar Nicolas Bourriaud, Nelly Richard, José Luis Brea, Julia Herzberg, Richard Martel, Gita Hashemi, Sara Hermann y Michael La Chance; entre otros tantos pensadores que aportaron visiones singulares y fructíferas sobre los tópicos propuestos. Bourriaud, una presencia ya frecuente en la Bienal, sorprendió con una ponencia sobre la Altermodernidad (un concepto de su invención, concebido, al parecer, en una de sus visitas a La Habana). Por si no fuera suficiente su difusa conceptualización (en un español casi perfecto, por cierto) en torno a la “modernidad del siglo XXI”, también se refirió a la alterglobalización, demostrando una vez más que, más allá de sus ya célebres apuestas por la postproducción y la estética relacional, es muy hábil a la hora de buscar nuevas vías de provocación y novedad. Hay que decir, sin embargo, que pese a lo seductoras que pudieran resultar sus argumentaciones, terminó siendo uno de los más cuestionados y debatidos. Otra de las presentaciones destacables fue la de Nelly Richard, la prestigiosa crítica y ensayista chilena, aportando probablemente una de las ponencias más pertinentes y esclarecedoras en torno al escenario actual del arte y la globalización, barajando sus reflexiones sobre los conceptos de lo local y lo global, la hibridez y la traducción interculturales. Por su parte, la norteamericana Julia Herzberg, historiadora de arte, crítica y curadora de arte latinoamericano moderno y contemporáneo, se ocupó del ritual en la performance, valiéndose de las obras de Tania Bruguera, Ana Mendieta y Regina José Galindo, para reafirmar una vez más que ciertas prácticas artísticas corporales desarrolladas en Latinoamérica poseen una singularidad que las diferencia notoriamente de las coordenadas del arte acción internacional (algo que ya Aracy Amaral había advertido en 1981). Otros aportes significativos fueron las ponencias de la canadiense Gita Hashemi sobre el activismo político y la resistencia a la globalización neoliberal; de la cubana Magaly Espinosa, con descripciones y ejemplos muy enriquecedores en torno a prácticas de arte contextual, de inserción social o comunitarias en la escena cubana; de Sara Hermann, presentando sus apuntes sobre arte contemporáneo desde Haití y República Dominicana; y de Michael La Chance, con sus inquietantes reflexiones sobre el control biopolítico del arte y la criminalización de ciertas prácticas artísticas de resistencia.
Quedó muy claro que el Evento Teórico es uno de los pilares más trascendentes y cuidados de la Bienal, un espacio privilegiado para la discusión de ideas, para la producción y el intercambio, para el anudamiento de redes de artistas y pensadores que se atreven a debatir y reflexionar desde los márgenes. Todo esto, a la luz de otras bienales donde no se discute nada y donde las obras ya tienen poco que decir, bienales de enormes presupuestos, tan sólo legitimadas por figuras del jet set artístico, cobra una dimensión notable y nos recuerda que la resistencia crítica es una de las formas más eficaces que puede encarnar la práctica del arte.
El amplísimo programa de la Bienal se articuló a partir de exposiciones de los invitados especiales, proyectos colectivos, talleres; y, sobre todo, por la muestra central del evento que propuso una abundante nómina de artistas, donde se encontraron en una contundente y provechosa mezcla los consagrados, los emergentes y los alternativos. Por si fuera poco, no faltó un inabarcable y sorprendente programa colateral de arte cubano que enriqueció y diversificó la propuesta de la Bienal, apropiándose de múltiples espacios expositivos y ofreciendo una inmejorable visibilidad a los creadores de la isla.
En el Centro de Arte Contemporáneo Wifredo Lam, el gran corazón y generador de la Bienal, se presentaron las exposiciones personales de algunos de los invitados especiales: Shigeo Fukuda, Luis Camnitzer, Hervé Fischer y Sue Williamson. De Fischer, el fundador del Arte Sociológico, se vieron sus paisajes financieros, códigos de barras e iconos numéricos en acrílico que constituyen su “retorno paradójico a la pintura en la era digital”. De Fukuda, el indiscutible maestro del diseño gráfico japonés y mundial, se pudieron apreciar una importante cantidad de afiches, auténtica e inequívoca muestra de la inquietud lúdica y la inagotable imaginación que apuntalan la unión entre diseño y vida que caracteriza su proceso creativo. Camnitzer, referente obligado del conceptualismo latinoamericano, conmovió con la instalación “Aula” y con su serie “Últimas palabras”, 7 telas impresas con textos tomados de la web, referidos al amor, de los ejecutados en Texas durante los últimos años. De la artista sudafricana Sue Williamson se presentó su interesantísima documentación fotográfica sobre un proyecto de arte participativo realizado en el seno de una pequeña comunidad de pescadores en Alejandría, Egipto: bellas imágenes de las casas de los pobladores con declaraciones pintadas en sus paredes reflejando el amor por su lugar y su forma de vida.
Paulo Bruscky, otro de los invitados especiales, tuvo su muestra individual en la Galería de la Biblioteca Rubén Martínez Villena. Bajo la excelente curaduría de Cristiana Tejo, y con el título “Arte en tránsito y en todos los sentidos”, esta muestra permitió una valiosa aproximación a la trayectoria del artista brasileño, signada por una indeclinable vocación subversiva e integradora. A pesar de una producción vasta y pionera, Bruscky es un artista que sólo en los últimos años ha comenzado a ser reconocido en eventos de trascendencia internacional, como la Feria Arco de 2000 y la Bienal de San Pablo de 2004. En la Bienal de La Habana, su obra, prácticamente irreductible al modelo expositivo, se presentó a través de abundante documentación de performances, acciones, proyectos de intervenciones urbanas y prácticas inclasificables que ya en los 70’s propiciaban la participación social, además de obras de arte correo, poesía visual, xerografías y libros de artista. No es una exageración decir que la muestra aportó una visión totalmente reveladora del trabajo experimental y conceptual de Bruscky, dando perfecta cuenta de que para el artista, el mundo es poesía.
De León Ferrari, curado por Andrea Giunta y Liliana Piñeiro, se presentó en Casa de las Américas una muestra titulada “Agitador de formas”, que incluyó una parte de sus heliografías y esculturas en alambre, la conocida serie “Nosotros no sabíamos” sobre la violencia y la represión en la Argentina, sus collages más recientes y sus últimos experimentos con poliuretano. Aunque acotada, esta muestra abordó distintas etapas de Ferrari, constituyendo, de algún modo, una reducida, vigorosa y deslumbrante retrospectiva.
La nómina de invitados especiales se completó con Pepón Osorio, Fernell Franco y Guillermo Gómez Peña. Este último, el casi “herético” y siempre contestatario performer de origen mexicano, presentó en el Centro Lam una de sus típicas acciones que han llevado a la crítica a definir su trabajo con el extraño rótulo de “Chicano cyber-punk performance”. Si hablamos de performance en esta Bienal, también hay que mencionar una acción controvertida e inquietante de la cubana Tania Bruguera; y no podemos dejar de notar la participación de la guatemalteca Regina José Galindo, una de las figuras más impactantes de la performance latinoamericana más reciente, quien desconcertó de un modo inigualable al presentar una escultura de su propia cabeza en lugar de una performance.
El núcleo central de la Bienal con los artistas invitados de diferentes países fue alojado en la Fortaleza San Carlos de La Cabaña y Castillo de los Tres Reyes del Morro, fortificaciones coloniales de gran valor histórico y particular belleza que conforman un complejo que se ha revelado casi ideal para las exposiciones desde la cuarta bienal. Allí estuvieron presentes artistas de 45 países, la mayoría de los cuales respondieron eficazmente al eje curatorial en torno a la integración y resistencia en la era global. Resulta imposible ofrecer una crítica detallada y lo más abarcativa posible frente a la sobreabundancia de obras propia del formato de este tipo de eventos, y de la que no estuvo exenta la Bienal de La Habana. Podrían destacarse las instalaciones del Colectivo Lalimpia, de Ecuador; de Máximo Corvalán, de Chile; de Rafael Hierro Rivero, de España; de Alexandre Sequeira, de Brasil; de Abel Barroso, de Cuba; o de Guan Wei, de China. Junto a las instalaciones, también tuvo una presencia relevante la fotografía, especialmente aquella de carácter experimental que denota una creciente hibridez entre el registro, la documentación, la tendencia performática y la pura reflexión estética. Así, merecen mencionarse las propuestas de los argentinos Leonel Luna, Marcos López y Ananké Assef; del australiano Tony Albert; del salvadoreño Walterio Iraheta; o del chileno Bernardo Oyarzún. Las videoinstalaciones también tuvieron su espacio, aunque no tan profuso como resulta frecuente en este tipo de eventos de arte contemporáneo. El lenguaje videográfico aportó desde el proyecto colectivo Tinieblas – Poéticas del video sobre la violencia, un programa de videoarte que abordó la preocupación ética sobre el avance global de la violencia humana, a través de las propuestas de creadores hispanos y latinoamericanos.
Más allá de sus correspondencias contextuales, de los soportes o lenguajes utilizados, de los enfoques y los discursos, lo que revelaron todas las obras o propuestas es que las prácticas artísticas contemporáneas -y esto desde hace tiempo- están perfectamente globalizadas. Nos encontramos ante un arte desterritorializado o desfronterizado que subvierte por completo categorías demarcatorias como centro y periferia, y que vuelve intrascendentes las filiaciones geográficas de los artistas. De un modo más simple, podemos decir que no hay diferencias entre las obras producidas por un latinoamericano, un africano o un asiático, pese a que nos empeñemos, como en el caso de Latinoamérica, en hacer notar que las prácticas artísticas están fuertemente imbricadas con su contexto. Las preocupaciones emergentes de los contextos particulares quedan evidenciadas en lo discursivo, pero a nivel de los lenguajes o formas que vehiculizan los discursos todos los artistas parecen seguir las mismas coordenadas de producción que caracterizan la contemporaneidad, y que se traducen en los términos hibridez, contaminación, tránsito o desterritorialidad. Lo paradójico entonces, podría ser que al intentar articular un discurso de resistencia frente a los poderes hegemonizantes de la globalización, las formas discursivas empleadas no reflejaran más que un inevitable ahondamiento en las prácticas de un arte globalizado. Un arte globalizado que desde hace ya varios años, a través de los relatos del multiculturalismo y la diferencia, se dedica a absorber otredades periféricas, a catalogarlas y narrarlas.
Por fuera del núcleo de invitados especiales y de la muestra principal con los representantes de los distintos países, se presentaron una serie de interesantes y potentes proyectos colectivos que constituyeron aportes de gran significatividad con relación al tema de la Décima Bienal. Dentro de estos proyectos, es posible remarcar la solidez y la pertinencia de Bisagra, LASA, Latitudes y Tales from the new world. Bisagra, un proyecto mexicano, se configuró como un espacio de diálogo entre el arte y un movimiento de resistencia social y política que tuvo su punto más conflictivo en el año 2006, en el Estado de Oaxaca. El proyecto recuperó la tradición iniciada por el movimiento de neográfica y las acciones colectivas de grupos emblemáticos del arte mexicano como el No Grupo, Proceso Pentágono, Tepito arte Acá, entre otros. A partir de allí, Bisagra ofreció una muestra que desdibujó o quebró las fronteras entre arte y activismo social, entre soportes convencionales y nuevas tecnologías, entre imaginarios tradicionales arraigados en lo local e imaginarios innovadores, reafirmando su apuesta por un arte de fuerte inserción en la colectividad y con grandes posibilidades como instrumento de resistencia cultural. Latitudes – Tierras del mundo, un proyecto de Francia, hizo converger todas las “latitudes”, y reunió en una misma exposición a veinte artistas originarios de varios continentes, creadores contemporáneos de latitudes periféricas asociados con los debates estéticos ofrecidos por la alteridad. Tales from the new world, presentado en el Pabellón Cuba, fue otro de los proyectos que articularon un diálogo sobre el fenómeno de la globalización desde perspectivas bien disímiles, desde la mirada de artistas cubanos y otros del llamado primer mundo, artistas de Japón, Alemania, Canadá y el Reino Unido. De este productivo cruce de sensibilidades artísticas, surgieron obras capaces de aportar relatos de un “Nuevo mundo”, un mundo que ya no es “Las Américas” de los conquistadores, sino el mundo entero que aguarda ser re-descubierto y reinterpretado.
Pero sin duda uno de los proyectos más efectivos e innovadores fue el Laboratorio Artístico de San Agustín – LASA. Concebido por el artista cubano Candelario, junto a la curadora francesa Aurélie Sampeur, LASA se constituyó como un laboratorio de exploraciones artísticas en uno de los barrios periféricos menos afortunados de la ciudad de La Habana: San Agustín. Respondiendo a las premisas de Paul Ardenne sobre arte contextual, el proyecto, que incluyó a creadores cubanos y otros de varios países, intentó con sobrado éxito generar una plataforma interactiva para el intercambio y el enriquecimiento mutuo entre los artistas y los habitantes del reparto. A través de las acciones artísticas contextuales, participativas y multidisciplinarias, se logró que la gente del lugar se re-apropiara de su espacio, reavivara su comunicación barrial y se implicara abiertamente en el desarrollo de conceptos artísticos y la creación de obras en un proceso de diálogo colectivo y desinteresado. Resultaría complejo ofrecer una crónica de todas las acciones ejecutadas en el marco de este proyecto, tanto por su cantidad como por la imposibilidad de transmitir adecuadamente las implicancias emocionales que despertó cada propuesta. Para dejar en claro la importancia de LASA, basta mencionar que fue reconocido como un proyecto de renovación y transformación de las intervenciones artísticas en el espacio público de Cuba, fortaleciendo la tendencia hacia un arte que se inserta en la sociedad, y esto es algo que dentro del mundo de la creación visual cubana resulta casi inédito y de una gran potencialidad prometedora de nuevas y valiosas experiencias, como bien lo advirtió la curadora Magaly Espinosa.
Otro proyecto de considerable interés y de naturaleza fuertemente confrontativa fue el titulado Género (trans) género y los (des) generados. Con una magnífica curaduría del cubano Andrés Abreu, el proyecto se arriesgó a bucear en los pliegues de la transexualidad y el travestismo, en un incierto e inagotable territorio donde los géneros se subvierten o se confunden, constituyendo estas sexualidades “en tránsito” una forma más de reivindicar la liberación total y definitiva del ser frente a categorías de sentido determinista como el género. Con una exquisita y eficaz línea estética, las performances, los videos y las instalaciones se ajustaron perfectamente a un proyecto curatorial que, pese a no ser de los más populares, resultó sumamente incitante y movilizador.
Finalmente, si hablamos de experiencias de arte urbano o callejero no hay que olvidar la propuesta de la Galería Cilindro ni los elefantes negros de José Emilio Fuentes Fonseca. En el caso de Galería Cilindro, de Brasil, un grupo de artistas, vistiendo monos de gran colorido se desplazaron por diversos sitios de la Bienal, transportando una inmensa masa tridimensional y ejecutando un paseo siempre aleatorio y sorpresivo en bicicletas, paseo en el que todos estaban invitados a participar. Trabajando desde la hibridez entre la pintura, el collage y la performance, el grupo articuló a través de sus manifestaciones callejeras y de sus desplazamientos un discurso espontáneo, lúdico y abierto, contrapuesto a las limitaciones del arte de galería. Por su parte, los elefantes negros, irrumpieron en manada, a lo largo de los días de la Bienal, por los más insospechados espacios de la ciudad, siempre suscitando inquietud e interrogantes que no se agotaron fácilmente, sino que quedaron intensamente inscriptos en el ritmo cotidiano de la ciudad.
Queda como última reflexión afirmar que la mejor obra de la Bienal no fue otra que la misma Bienal. La totalidad del proyecto Bienal de La Habana, a lo largo de 25 años, en medio de condiciones económicas sumamente adversas, es una verdadera prueba de resistencia, pero no sólo en el plano de la supervivencia, sino esencialmente a nivel conceptual, por la directa contraposición a los discursos hegemónicos que ha encarnado desde sus mismos orígenes y que aún hoy, en un mundo globalizado y desterritorializado, se atreve a seguir sosteniendo.